06 PM | 10 Jun

DOLLS

SERGIO VARGAS

Muy pocos son los directores actuales que consiguen que su cine pueda ser considerado como verdadero arte. Takeshi Kitano es sin duda uno de los mayores exponentes de esta minoría y una vez más ha vuelto a demostrarlo con creces. De vuelta en su Japón natal tras la aventura americana que supuso Brother, el director de Sonatine utiliza como punto de partida el teatro de marionetas japonés (Bunraku) para construir este intenso drama en el que, como en casi todo su cine, pero aquí de forma especial, la belleza de las imágenes predomina sobre la palabra. Éste es un hecho inapelable. Guste o no, es así, y es posible que por ello la película requiera de una especial complicidad por parte del espectador, pero con poco que éste ponga de su parte, puede disponerse a presenciar la que sin duda va a ser una de las mejores películas del año que acaba de comenzar. Y desde luego no por ello nos vamos a encontrar con una historia endeble, todo lo contrario, el poder visual que transmiten sus imágenes no hace sino ensalzar la profundidad de un cuento conmovedor.

En esta ocasión, Kitano ha decidido situarse únicamente detrás de la cámara, dejando en su lugar frente a ésta a dos jóvenes actores, Miho Kanno y Hidetoshi Nishijima. Estos intepretan a Sawako y Matsumoto, una feliz pareja cuya relación, que cambiará de repente y para siempre convirtiéndoles en los “mendigos atados”, sirve como hilo conductor de la narración. Ellos son las dos “marionetas humanas” que dan título al film, pero además conoceremos otras dos historias de amor: uno, imposible, el que Nukui siente por Haruna, su cantante favorita; el otro es el de Hiro, un anciano jefe yakuza que, arrepentido, emprende la búsqueda de su antigua amada, a la que abandonó para encontrar un porvenir mejor cuando sólo era un joven inconsciente, sin darse cuenta de que el mejor porvenir que podía aguardarle se encontraba a su lado. Y es que tanto en la primera historia como en ésta otra, la tragedia surge a partir de los errores que los dos hombres cometen, lo que nos hace reflexionar en la importancia de cuidar bien ese valioso tesoro que es el amor, si no queremos arrepentirnos toda la vida.

Es inevitable reconocer en Dolls elementos comunes con el resto de la filmografía de Kitano: está ese mar que aparece indefectiblemente en todos sus films, y que aquí sirve como punto de reunión entre Haruna y Nukui; la importancia que el director da siempre al juego en su cine, y aunque en menor medida, también hace aquí acto de presencia en forma de un curioso juguete que roba Sawako, y por supuesto, aparece una pequeña historia de mafiosos con tiroteo incluido dentro de los recuerdos del anciano Hiro. Y es aquí donde radica la mayor diferencia con los trabajos anteriores del japonés. Si en sus anteriores films optaba por mostrar la violencia del modo más explícito posible mediante disparos a bocajarro en plena cabeza, amputaciones de dedos, cosas terribles con palillos en la nariz que no podré olvidar nunca, todo ello rodeado por enormes salpicaduras de sangre, aquí ha optado por ocultarla de modo que sólo escuchamos los disparos, y sí, vemos algunos cuerpos en el suelo, pero la sangre apenas está presente. Todo esto se resume magnificamente en la secuencia en que la pistola apunta a su objetivo y cuando dispara, todo lo que vemos es una roja hoja otoñal arrastrada por el viento hacia el rio, en medio de un absoluto silencio.

Y cuando digo que el cine de Kitano es arte en estado puro, es que realmente no puede ocurrir de otra forma, teniendo en cuenta que este hombre es también pintor y poeta. Probablemente sería antinatural que eso no saliese reflejado en su obra cinematográfica. Kitano y su director de fotografía habitual, Katsumi Yanagishima, aprovechan al máximo las posibilidades que otorga la variabilidad del clima japonés alcanzando el sumum en ese bosque rojo que atraviesan los protagonistas, ajenos al mundo, inmersos en su propia historia, que es también su propia desgracia, a nuestros ojos envueltos en una atmósfera de irrealidad que no desentona nada con el hecho de que se trata de marionetas humanas. Algo parecido ocurre con las indumentarias de los dos personajes; el propio director reconoce en referencia a Yohji Yamamoto, el responsable del vestuario, que era “casi como si estuviera haciendo su propio desfile de modelos para la película“. Y por la parte poética podríamos fijarnos, por ejemplo, en esa rosa mariposa, mutilada, que, a pesar de todo alza el vuelo, en un claro símil con la relación de los protagonistas, sin olvidar que finalmente el precioso lepidóptero acabará aplastado en el asfalto bajo las ruedas de un coche.

Una vez más, la emotiva y discreta banda sonora del maestro Joe Hisaishi redondea el que quizá sea el mejor trabajo del que es, lo reconozco sin tapujos, mi director favorito (al menos de los que aún viven).

En Dolls, se entrelazan de una forma casual tres historias de amor, amores muy diferentes entre sí, pero con una cosa en común: todos ellos están condenados al fracaso. Mientras duran, proporcionan una sensación de ternura que hace que el final de cada uno de ellos nos resulte aún más bello, y a la vez, doloroso.

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10 AM | 06 Jun

UNA SEMANA CON PASOLINI

He disfrutado enormemente con la exposición Pasolini Roma, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), y con su espléndido catálogo, lleno de cartas, poemas, memorias y ventanas. He estado viviendo una semana con Pasolini, por así decirlo, con sus textos y sus películas, y no dejo de ver su sonrisa, refulgente como una camisa blanca, porque la muestra exhala felicidad, la felicidad de ver a un hombre imaginando, abrazando, multiplicando, levantando acta de un mundo feroz y construyendo otro mundo posible, con la “desesperada vitalidad” que cantó Laura Betti. Enorme personaje: poeta, novelista, ensayista, pintor, guionista, cineasta, siempre igual y siempre distinto, gran contradictorio, marxista y libertario, creyente y nihilista, apocalíptico pero nunca integrado, y, por encima de todo, rastreador de lo sagrado, ese pálpito de eternidad “que el laicismo consumista”, escribió, “ha arrebatado al hombre para transformarlo en un estúpido adorador de fetiches”.

Pocos como él encarnaron de forma tan rotunda al intelectual y al artista de los sesenta, aunque al evocarle he acabado pensando en nuestros años treinta y en Lorca, el Lorca popular y visionario, alegre y oscuro, el Lorca fecundísimo y, como él, muerto en circunstancias nunca del todo aclaradas. Los dos, cada uno a su modo, pagaron un alto precio por ser tan libres. Fueron a por Pasolini fascistas y democristianos y sus propios compañeros comunistas, en distintas épocas pero en significativa unanimidad a la larga, y le brearon a juicios: 33 procesos, por los más diversos motivos, desde homosexualidad a “vilipendio de la religión del Estado”, que siguieron hasta dos años después de su muerte, pero acabó absuelto, conviene señalarlo, de todas las causas.

Esta semana he redescubierto el fulgor vital de sus primeras películas, Accattone y Mamma Roma, y su extraordinaria poesía, y la lucidez profética de algunos de sus Escritos corsarios, tan cercana a Guy Debord. Difiero en muchas cosas, pero al releerle ha crecido mi admiración por su pensamiento encendido, su alegría “estoica y antigua”, siempre cercada por el dolor. Tres heridas esenciales: la muerte de su hermano Guido, el jovencísimo partisano caído en 1945; la separación de Ninetto Davoli, el amor de su vida, en 1971, y como un pájaro negro o una negra mancha de petróleo, el fin de una Italia devorada por el neocapitalismo, y muy especialmente la pérdida de aquel pequeño paraíso subproletario, de vida durísima pero mucho más intensa y luminosa que la hormigonación que vino luego: las borgate que conoció a su llegada, arracimadas a las orillas del Tíber y todavía oliendo, como sus gentes, “a jazmín y sopa humilde”.

El Pasolini de los últimos años es un hombre amargo, a menudo desaforado, quizás porque la época, los terribles “años de plomo”, también lo fue; un utopista que pide cosas tan imposibles (y en el fondo tan comprensibles) como la abolición de la televisión y de la escuela secundaria, para empezar de cero. Recuerdo aquellos años, cuando no comprendíamos que la dicha impúdica de la Trilogía de la vida pudiera dar paso a la abjuración, al horror y a la violencia inasumible de aquel Salò que mostraba, como un almuerzo desnudo, la desolación de su quimera.

Escucho de nuevo el impresionante discurso fúnebre de Moravia a las puertas de su casa, el 5 de noviembre de 1975, mientras bajan el cadáver, diciendo, con rabia, con extrema claridad, sin gota de retórica, lo que había que decir: “Ha muerto un poeta y un testigo, un hombre valeroso, un hombre bueno, de inteligencia lúcida y firme”. Me vuelve ahora la lejana memoria de Vincenzo Cerami, que habla del Pasolini profesor, en la escuela de Ciampino, aquel profesor de voz dulcísima que vivía en Rebibbia y tenía que tomar dos autobuses y un tren para poder dar la clase, que jugaba al fútbol de manera prodigiosa y regalaba sus libros, y al que no le importaban tanto los errores gramaticales como los errores éticos: “hacer la pelota, decir mentiras”. Y pienso en Accattone cayendo como Ícaro en el poema de Auden, “y luego solo el agua negra que corre, y buenas noches”, pero no solo eso, nunca solo eso, y es así como florece de golpe, primaveral, este recuerdo: la primera vez que me topé con el nombre de Pasolini, en los primeros setenta, en casa de Raúl Ruiz. Tenía sobre la mesa una edición original de Le ceneri di Gramsci, y yo, que no sabía italiano, creí que el título era Las cerezas de Gramsci, y Raúl sonrió y dijo: “Cerezas por cenizas, a Pasolini le hubiera gustado eso”.

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04 PM | 02 Jun

MAMMA ROMA

Segunda película de una las personalidades más fascinantes de la segunda mitad del siglo XX, ‘Mamma Roma’ se convierte, al poco de su visión, en una de aquellas obras que permanecen impasibles en el grueso de la memoria. Es el crudo retrato de los bajos fondos romanos, del emergente proletariado urbano que, en contra de su sino, pretende prosperar en un entorno en el que no se contempla esa posibilidad.

Concebida como una dura crítica al sistema político imperante, paradigma del desarraigo y de la desvinculación con los orígenes, la historia nos presenta a Mamma Roma (Anna Magnani), una antigua prostituta que inicia una nueva vida en compañía de su hijo Ettore.

Pier Paolo Pasolini da rienda suelta aquí a muchas de sus obsesiones, elementos reiterativos en su producción literaria y cinematográfica. Una particular visión del cristianismo, adscrita a sus inquietudes marxistas, influye de forma trascendental en el devenir de los personajes. En la línea de ‘Accattone’ (1961), y con algunos de los aspectos que determinaron la trayectoria del neorrealismo italiano, Pasolini construye un pesimista relato basado en la imposibilidad del avance social, en la inexistencia de válvula de escape para un estamento social abocado al confinamiento en un callejón sin salida.

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