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08 AM | 12 Ene

TIEMPO DE SILENCIO

Fragmento de la portada de la nueva edición de 'Tiempo de silencio'Fragmento de la portada de la nueva edición de ‘Tiempo de silencio’ Seix Barral

Se cumplen cien años del nacimiento de Luis Martín-Santos, cuya muerte prematura en un accidente de tráfico en 1964 no impidió que nos legara Tiempo de silencio,una novela que ha sido considerada como una de las mejores obras literarias del siglo XX español (y que Seix Barral reedita ahora, con prólogo de Enrique Vila-Matas). Y aquí la palabra clave es “considerar”. Porque quiero detenerme en este artículo en la manera en que se configura un canon por medio de la construcción de formas de prestigio y de valor literario, y en las operaciones que se dan en la institución de la literatura para distinguir entre aquello que debe ser considerado literatura y lo que no.

Tomo el concepto de “institución de la literatura” de Jacques Dubois. En su libro L’institution de la littérature (1978), el sociólogo literario belga define esta institución como un conjunto de instancias y normas que validan, regulan y codifican como tal un discurso literario. La noción de “institución literaria” comparte ciertas características con la noción de “campo literario” que elaboró más tarde Pierre Bourdieu en Les règles de l’art en 1992 (si bien ya había introducido el concepto en su artículo Le marché de biens symboliques en 1971). La diferencia entre ambos términos reside en que para Bourdieu el “campo literario” disfruta de cierta autonomía, mientras que para Dubois, influenciado por la noción de “ideología” de Louis Althusser, la institución de la literatura funciona como un aparato ideológico que reproduce y legitima un orden social específico. En este sentido, las diferentes instancias que conforman la institución de la literatura –desde la industria editorial hasta la crítica académica, que reconoce, consagra y clasifica las obras, pasando por el aparato jurídico que interviene por medio de la censura– no solo contribuyen a definir lo literario, sino que además participan en la puesta en circulación de unas ideas que son funcionales al Estado. La clase dominante se apropia de un patrimonio cultural para elaborar y fijar unos valores y códigos que perpetúan su posición de poder. Esos códigos y valores estéticos –y asimismo ideológicos– son cambiantes y dependen del “grupo intelectual” que logre hegemonizar la institución literaria.

Se suele decir que Tiempo de silencio estableció una ruptura con el realismo social español del medio siglo y, en efecto, supuso una interrupción en el proceso de consagración de un grupo literario que estaba hegemonizando, desde las letras, la oposición a la dictadura franquista. Me refiero a autores del realismo social como Jesús López Pacheco, Antonio Ferres o Armando López Salinas, autores de Central eléctrica (1958), La piqueta (1959) o La mina (1960), respectivamente. La novela de Luis Martín-Santos coincide, con los narradores del realismo social, en la representación crítica de la sociedad española. Protagonizada por un joven médico que encuentra serias dificultades para desarrollar su proyecto de investigación sobre el cáncer en la España autárquica de posguerra, Tiempo de silencio retrata una España anquilosada, en la que nunca pasa nada, atrasada e incapaz de alcanzar la modernidad científica, política y cultural. Las condiciones materiales –y la mediocridad reinante– generan una crisis existencial en un protagonista que se ve obligado a situarse fuera de la ley para avanzar en su investigación. Acude a los barrios de chabolas donde ‘el Muecas’cría los ratones que su investigación requiere, ya que los que llegan de Estados Unidos mueren en los laboratorios por la falta de recursos.

El contacto con este lumpenproletariado le permite a la novela no únicamente reflejar el pesimismo y el cansancio de un pequeñoburgués como es Pedro, el protagonista, que convive con otros tan exhaustos como él en la pensión que habita, sino también retratar los márgenes de la sociedad y sus dramas (pobreza, falta de atención médica, represión policial), cuyos protagonistas, aunque expulsados de la ciudad, son los que pueden hacer posible el desarrollo de la investigación científica. Pero no por la teoría de la plusvalía. La novela de Martín-Santos, a diferencia de las novelas del realismo social, no busca objetivar la realidad histórica, sino ofrecer, como señalan los autores de la Historia social de la literatura española (en lengua castellana), “una visión del mundo radicalmente subjetiva que, lógicamente, tratándose de un intelectual que incesantemente medita sobre sí mismo, es mucho más rica, mucho menos ‘anodina’ que la de los personajes” de clase obrera del realismo social o el objetivismo.

Tiempo de silencio, con un componente asimismo crítico y de oposición, pero con una forma literaria radicalmente distinta, desestabilizó el campo literario. Luis Martín-Santos cambió las reglas del juego e impuso nuevas maneras de codificar lo literario: una ‘buena’ novela ya no se podía definir únicamente por su capacidad de denuncia o de representar la realidad tal y como era, había ahora que incorporar nuevas técnicas narratológicas, romper con las estructuras narrativas convencionales, incorporar la ironía, un lenguaje experimental y barroco, monólogos interiores y muchas digresiones. Tras Tiempo de silencio, la literatura social va a sufrir un proceso de devaluación, incluso en el propio campo. Se producen en su interior cambios de posiciones, acaso las más evidente sean las del editor Carlos Barral y la del crítico José María Castellet, que de ser figuras fundacionales del realismo social y fundamentales en su publicación, validación y circulación, pasaron, una vez proclamado su agotamiento, a denostarlo.

Las luchas internas en el campo literario se corresponden en cierta manera con las luchas que se producen fuera de él. A causa de sus crisis internas, el PCE va perdiendo su hegemonía en el terreno intelectual y, como señala Constantino Bértolo, se inicia un “proceso de deslizamiento político de la burguesía antifranquista hacia posiciones socialdemócratas, es decir, de renuncia del horizonte revolucionario”. Es en este contexto en el que se empieza a asistir “a una criba en pretendida clave de ‘calidad’ que en realidad ocultaba un cambio ideológico que afectaba como no podía ser menos a los juicios literarios”, comenta Bértolo sobre un momento en que “la literatura deja de mirar la realidad para mirarse a sí misma y empiezan a circular lemas como el ‘compromiso de la literatura con la literatura’ o ‘la única revolución válida para un escritor es la revolución del lenguaje’”. Como dice Jo Labanyi, “Susan Sontag sustituyó a Lukács como gurú”. El realismo social va siendo desplazado paulatinamente del campo literario a favor de textos más acordes con la nueva bandera ideológica que enarboló la intelectualidad burguesa antifranquista.

Tiempo de silencio es, posiblemente sin quererlo, la novela que inaugura este proceso. Transforma los códigos literarios y contribuye a elaborar el nuevo lenguaje que ha de servir para nombrar esa modernidad anhelada, literaria pero también política, al tiempo que renuncia a todo intento de simbolización de lo real de la explotación como antesala para imaginar la posibilidad de la revolución, como pretendía el realismo social. Revolución y realismo empiezan a percibirse como palabras antiguas y vulgares, incapaces de alumbrar la modernidad del nuevo mundo con el que sueña la burguesía ilustrada.

Y, sin embargo, Tiempo de silencio es una novela excepcional, que en efecto puede leerse como síntoma de las transformaciones políticas y sociales que se viven en los años sesenta y que en cierta forma anticipan lo que fue la transición democrática, pero también como una novela que trata de inscribirse en un régimen estético, no representativo, diríamos à la Rancière, con el fin de liberar potencia política a través del extrañamiento y la experimentación. Pero en su reconocimiento y prestigio se ponen también de manifiesto las prácticas de su instrumentalización. Su apropiación como patrimonio cultural –su canonización– por parte de la institución literaria del franquismo tardío y la transición cumple una función: el desplazamiento y ocultación de una parte de la historia social y cultural del siglo xx español.

La posición privilegiada en el canon de Tiempo de silencio ha servido para desprestigiar y desplazar una literatura que no encajaba en el nuevo relato que la burguesía ilustrada necesitaba para presentarse como la verdadera protagonista de la lucha antifranquista, como artífice de la democracia. El realismo social hace retornar la historia reprimida, aquella historia de los de abajo que nos recuerda quiénes son los que lucharon, los que murieron en las minas y en la construcción de las centrales eléctricas, los desplazados por los pantanos y las chabolas derruidas para edificar en el suelo liberado viviendas asimismo precarias para los proletarios que el franquismo quiso convertir en propietarios. Esa literatura, hoy silenciada, narra también un tiempo de silencio. Pero Tiempo de silencio no tuvo en efecto la culpa, y conviene ser leída para detectar el modo en que se despliegan los síntomas de la crisis existencial de las nuevas clases medias surgidas del desarrollismo económico, pero su patrimonialización la hace funcional a su discurso para ocultar una literatura y una historia escrita desde abajo. A veces, o acaso la mayoría de las veces, el canon sirve precisamente para eso: para reprimir historias y poner en su lugar otras más conciliadoras; por radicales que parezcan.

David Becerra Mayor

Ir a Descargas (literatura) para consultar dos trabajos : “Innovación y técnicas narrativas en Tiempo de Silencio” y “Análisis de los precedentes de Tiempo de Silencio”

 

 

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12 AM | 10 Ene

“La doble vida de Verónica”

Crítica de “La doble vida de Verónica” (1991), Kieślowski y el enigmático mundo de las posibilidades

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El subjuntivo es uno de los modos verbales más difíciles de explicar a los que no lo tienen en su lengua nativa: se usa para referirse a la posibilidad, algo que no ha ocurrido, no concretado. El verbo expresa algo que todavía no es y que tal vez no será, es un concepto bastante abstracto si lo pensamos a profundidad. Si el subjuntivo fuera una película, seguramente sería La doble vida de Verónica, del maestro polaco Krzysztof Kieślowski, una obra intelectual, técnica y emocionalmente estimulante sobre las decisiones no tomadas.

Esta crítica contiene spoilers de La doble vida de Verónica

Weronika (Irène Jacob) es una joven que vive en Polonia y ama cantar. Veronique (igual, Irène Jacob), vive en Francia y es maestra de música. Un día, Weronika es elegida para tener un solo en un gran auditorio, pero cuando llega el día de la obra muere súbitamente a media presentación. Veronique de repente siente un gran luto y decide dejar de cantar. A partir de este momento, esta mujer trata de encontrar una respuesta a su inexplicable y abrupta tristeza.

Entre la fantasía y lo mundano, Kieślowski nos plantea una serie de dudas metafísicas sobre aquellos pensamientos y emociones imposibles de explicar pero que todos podemos entender. Esa curiosa sensación de no estar solo en el mundo, los futuros alternos que uno se crea en su cabeza pensando en lo que pudo haber sido, el origen de la intuición y por qué a veces nos sentimos observados por una fuerza mayor.

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02 AM | 06 Ene

Anna Seghers

Anna Seghers fue una de las escritoras y feministas alemanas más importantes del siglo XX. Pero aunque hizo novelas y cuentos inspirados en las Antillas o México, donde vivió exiliada y desde donde continuó luchando contra el fascismo, en Latinoamérica poco se conoce su obra o su trascendencia.

Sus textos, políticos o literarios, son una pieza clave para comprender el exilio de los años 30 y 40 -sobre todo de los intelectuales germanoparlantes- y otros aspectos de la Europa de entreguerras, entre ellos el rol femenino. Sus biógrafos la describen como una mujer comprometida con la libertad, de gran fortaleza; exitosa en el aspecto profesional, pero con un destino adverso. Nació en 1900 en Maguncia, de la unión entre Isidor, un acaudalado comerciante de arte, y su esposa Hedwig.

Su nombre real fue Netty Reiling, una niña enfermiza que buscó refugio en los libros, según su testimonio: Por eso aprendí a leer y a escribir a temprana edad. Al encontrarme sola la mayor parte del tiempo, me creé un entorno ficticio, empecé a inventarme pequeñas historias que me contaba a mí misma”.

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02 AM | 06 Ene

La séptima cruz

LA SÉPTIMA CRUZ

Dirección: Fred Zinnemann
Guión: Helen Deutsch, sobre una novela de Anna Seghers

Sinopsis

Alemania, otoño de 1936. Los nazis llevan sólo tres años en el poder y su régimen, salido de las urnas, se encamina hacia la más cruel de las dictaduras, aunque la mayoría de la población, cegada por la aparente bonanza económica conseguida por Hitler y sus secuaces y por la eficaz propaganda gubernamental, parece no advertirlo. Del campo de concentración de Westhofen se fugan siete prisioneros, todos ellos disidentes políticos y por tanto enemigos del Reich. El comandante del campo ordena convertir siete árboles del recinto en otras tantas cruces, y jura que muy pronto los siete evadidos colgarán de ellas. Seis de los fugitivos van cayendo, uno a uno, en las manos de las SS. Pero el séptimo, George Heisler, logrará salvar su vida y huir de Alemania gracias a varias personas que arriesgarán sus vidas para salvarle

Utilizando como base la novela de Anna Seghers, un éxito de ventas en su época, Helen Deutsch escribió el mejor guión de su carrera, que Zinnemann convertiría en una de sus películas más interesantes. Aunque en el momento de su estreno LA SÉPTIMA CRUZ fue recibido por público y crítica como un film propagandístico al uso, el paso del tiempo ha revalorizado notablemente esta obra magistral, que ha pasado a los anales del cine como un descarnado y a un tiempo conmovedor alegato contra la tiranía y la degradación de los valores sociales y morales que una dictadura, sea de la ideología que sea, lleva siempre aparejada. La acción transcurre en la Alemania de preguerra, pero la odisea de George Heisler podría haberse situado igualmente en la URSS del siniestro padrecito Stalin, la China de Mao, el Chile de Pinochet o la Cuba de Castro. Porque la historia de Heisler y sus compañeros de cautiverio es la de cientos de miles de hombres y mujeres que han sufrido persecución, tortura y muerte bajo regímenes totalitarios.

Rodada en un inquietante blanco y negro, que contribuye a acentuar aún más el tono sombrío del relato, el empleo que de las luces y sombras hace el gran Karl Freund dota al film de un ambiente opresivo, casi claustrofóbico, y la fabulosa fotografía nos remite a los mejores momentos del expresionismo alemán; de hecho, Freund fue uno de sus artífices, no en vano trabajó a las órdenes de los directores más representativos de esa tendencia cinematográfica, como F. W. Murnau y sobre todo Fritz Lang, con quien colaboró en la fabulosa epopeya futurista METRÓPOLIS (idem, 1927), una de las grandes obras maestras no ya de la ciencia-ficción, si no del cine universal

Aunque pueda parecer que el protagonismo recae sobre el personaje de Spencer Tracy, lo cierto es que no es así. LA SÉPTIMA CRUZ es una película coral, en la que todos y cada uno de sus personajes contribuyen con su granito de arena a la tarea de poner a salvo al evadido Heisler. Éste no es presentado por Zinnemann como un héroe; los héroes son los demás, las personas que arriesgan sus vidas para socorrerle, y el director se encarga de dejar este punto bien claro prácticamente en cada secuencia del film. En las primeras escenas de la cinta vemos a un George Heisler reducido casi a la condición de un animal, destruido física y moralmente por los maltratos sufridos en el campo. Impresionante ese primer plano inicial de Heisler surgiendo de entre la niebla matutina, con una expresión que refleja con patético realismo la impronta que han dejado en él los sufrimientos padecidos. La voz en off de Ernest Wallau, organizador de la fuga y buen amigo suyo, que será el primero en ser capturado y ejecutado, nos introduce en el relato y se convierte en una especie de ángel de la guarda del protagonista durante todo el metraje. Que el narrador de la historia fuera un muerto, idea bastante novedosa por aquel entonces, sorprendió al público e intensificó más aún el dramatismo del argumento. Años más tarde, el gran Billy Wilder recurriría a una argucia semejante en su extraordinaria EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES (SUNSET BOULEVARD, 1950).

Zinnemann ofrece en esta cinta un crudo, despiadado retrato de la Alemania de los años anteriores a la II Guerra Mundial, mostrándonos sin tapujos el grado de fanatismo que puede alcanzar un pueblo culto y avanzado, como era el alemán, cuando sus integrantes pierden el norte y se dejan seducir por el extremismo político. En LA SÉPTIMA CRUZ no hay sangre, ni siquiera violencia física expresa. Y sin embargo, es una de las películas más duras que se han rodado sobre el Tercer Reich, pues describe con sobrio verismo el ambiente de sospecha, temor, delación y traición que existía en Alemania en los ominosos años treinta. Los nazis que aparecen son brutales, pero el espectador acaba sintiendo más desprecio por los civiles que por los SS o los miembros de la Gestapo. La galería de monstruos engendrados por el nazismo está bien representada en la cinta: fanatizados críos de diez años que colaboran con las autoridades en la búsqueda de los fugitivos; antiguas novias que juraron amor eterno pero que olvidaron pronto el juramento, casándose a las primeras de cambio con un miembro del partido y deviniendo en perfectas arpías nacionalsocialistas; porteras que vigilan quién entra y quién sale, y siempre dispuestas a colaborar con la policía… La lista sería interminable. Con estos siniestros personajes habrá de vérselas un herido, exhausto, hambriento y casi desesperanzado George Heisler, mientras sus compañeros de fuga caen uno tras otro en las garras de la Gestapo. Sin embargo, en la Alemania de Hitler todavía quedan personas decentes, y un buen puñado de ellas se movilizarán para socorrer a nuestro protagonista. Y aunque en ese grupo figuran unos pocos amigos suyos, en la conclusión del film George admitirá, ante la dulce y triste Toni, que ni siquiera conoce los nombres de la mayoría de los que le han ayudado.

La película transmite un mensaje de esperanza, personificado en esos hombres y mujeres que ponen en peligro sus vidas y las de sus seres queridos para combatir la injusticia y ayudar a un semejante: madame Marelli, la modista que le proporciona ropa y algún dinero; su amigo Marnet y sus colegas de la Resistencia, que le buscan para proporcionarle documentos falsos que le permitan huir de Alemania; el médico judío que le cura la herida y no da parte a la policía, como exige la ley; Paul Roeder, su mejor amigo, que le acoge en su hogar; Toni, la bella camarera que le oculta en su cuarto cuando la Gestapo acude a registrar la hostería, y que le ofrece un amor puro, honesto, que restaña las heridas producidas en su corazón por la falsía de Leni... Todos estos personajes, y otros muchos que el protagonista, posiblemente, nunca llegará a conocer, son como rayos de luz que tratan de disipar las tinieblas del régimen nazi y la disciplinada, corrupta y ruin sociedad totalitaria que éste ha creado. George, que al principio de la película era un alma errante y atormentada, un hombre que casi había dejado de creer en la humanidad, la bondad, la misericordia, la esperanza y el amor, recupera gracias a esas personas todo aquello que los bestiales guardianes del campo habían tratado de arrebatarle. Las últimas palabras que un emocionado George dirige a su amada Toni condensan, en su sencillez, el espíritu de la película y el mensaje que Fred Zinnemann deseaba enviar al público: Por mucho que el mundo se porte cruelmente con los seres humanos, hay en ellos una dignidad innata que se manifestará a la menor oportunidad. Ahí está la esperanza de la raza humana. Debemos tener fe en ella. Es la única razón que dará valor a nuestra vida.

La execrable censura, que aún en nuestros días ciertos rostros con mando en plaza aspiran a resucitar, impidió que los españoles contemporáneos de Zinnemann pudieran disfrutar de esta obra maestra. Es hora pues de recuperar este gran clásico de Hollywood, que nos alerta de lo que ocurre en una sociedad en la que se implanta el pensamiento único, donde se fomenta la delación y se incita a los ciudadanos a espiarse unos a otros. Evitemos por tanto caer en la misma telaraña que atrapó a la mayoría de los germanos de aquel tiempo. Después de todo, se empieza delatando al vecino por encender un cigarrillo en un bar, y se termina chivándose de él a quien corresponda por atreverse a expresar en voz alta una opinión contraria a lo políticamente correcto. Así empiezan muchas dictaduras. Aprendamos pues la sencilla pero grandiosa lección que nos ofrece esta magnífica cinta.

Antonio quintana

 

 

 

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10 AM | 22 Dic

NOSTALGHIA

Andrei Tarkovski: ‘Nostalgia’

Andrei Tarkovski: 'Nostalgia'

Adrián Massanet

“La poesía es intraducible…como todo el arte” – Andrei Gorchavov (Oleg Yankovskiy)

La tristeza y la melancolía que componen la nostalgia, adquieren, según dicen, rango de enfermedad anímica paralizadora en el caso de los rusos, sobre todo aquellos que han abandonado su hogar y no saben cuándo podrán volver. De todas las búsquedas que Tarkovski y Tonino Guerra llevaron a cabo durante aquel año de 1979 en el que se grabó ‘Tempo di viaggio’ (id, 1983), la más importante fue la del vacío emocional, el desamparo y la oscuridad del alma, cuando te ves alejado de tus seres queridos durante demasiado tiempo, quizá para siempre, y la vida carece de sentido porque no sabes cómo continuar. Tarkovski, en su plenitud, dejó de ser profeta de los avatares rusos para convertirse en profeta de los suyos propios: contando un hecho terrible, irse de su país, que esperaba no verse obligado a realizar. En realidad, durante el rodaje y hasta la presentación de la película, no estaba seguro de querer regresar. Pero todo quedó zanjado en una emotiva rueda de prensa en 1984…

Para analizar y valorar en su justa medida un poema cinematográfico de la envergadura estética, del vuelo espiritual, de ‘Nostalgia’ (‘Nostalghia’, 1983), serían necesarias, probablemente, muchas páginas. Por eso este análisis será un mero esbozo de las muchas ideas de la película, de la enorme belleza y sugerencia de muchas de sus imágenes, y de lo que todo ello significó en la vida y obra (tan inseparables) del cineasta ruso. Acostumbrados como estamos a que en el cine el concepto de poesía se limite a arte gráfico de mala calidad, o a un supuesto virtuosismo que disfraza con artimañas la superficialidad del director, ‘Nostalgia’ provocará un tedio, e incluso un hartazgo, insoportable a muchos espectadores. Viene perfecta aquí la contestación a cierta pregunta que Guerra le hace a Andrei en el documental: “el mejor consejo que puedo darles a los jóvenes artistas es que su arte camine muy cerca de su vida, que se fundan en todo lo posible, pues jamás comprenderé un director que habla de una cosa, y luego se dedica en su vida real a otra”.

Para Andrei, esta era su película más redonda. No concebía ninguna forma de lirismo más elevada que la propia confesión en forma de imágenes. Y si en ‘El espejo’ (‘Zerkalo’, 1975) la confesión era un puzzle de recuerdos de la infancia, aquí se centra en la dolorosa conmoción que dejan esos recuerdos, como una puerta mental a un mundo perdido para siempre. Esto era el corazón de la película. A Tarkovski le interesaban bien poco, o absolutamente nada, las tramas externas, las construcciones causales en las que se sustentan gran parte de las historias. A él le interesaba el mundo interior de sus personajes, por eso el relato que es ‘Nostalgia’ es tan mínimo: un poeta/escritor ruso viaja a Italia a documentarse sobre la vida de un compositor ruso del siglo XVIII, acompañado de una traductora que es mucho más de lo que parece. Conocerá a un ermitaño, una especie de santo y profeta, que le pedirá un simple gesto de fe. Y eso es todo. De estos elementos deduce Tarkovski una de las más profundas obras de arte del cine.

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Andrei Tarkovski: artista total

Un paisaje bucólico en tonos sepia, por el que vagan unas figuras casi espectrales acompañadas de un perro, abre la película. Pronto se oyen unos pocos segundos de una ópera china, pero el sonido se funde con el bellísimo y evocador ‘Requiem’ de Giuseppe Verdi. En apenas dos minutos se establece el tono moral y anímico del filme, y aún oiremos algunas notas de esa composición sacra en la siguiente secuencia, en la que a un paisaje italiano neblinoso llega el coche con los dos protagonistas. Se trata de un plano de varios minutos de duración, que a su vez establece el estilo visual y el “tempo” de la película. Tras una panorámica de izquierda a derecha, queda en primer término, recogido en un encuadre ligeramente picado (imprescindible para ejecutar la suave panorámica posterior hacia arriba), el coche, detrás de él un muro de niebla, que atravesarán ambos personajes; al fondo, a lo lejos, el convento al que se dirigen para ver a la ‘Virgen del parto’ de Piero della Francesca. La extrema profundidad de campo de este plano va a ser el detonante de la película, en la que la mayoría de las secuencias poseen un uso de la perspectiva espacial realmente notable.

Esta apertura de la película funciona para dos cosas: primero para la presentación del personaje de la traductora, Eugenia, interpretada por la guapísima y maravillosa actriz Domiziana Giordano (que por entonces contaba veintitrés años), que es la verdadera protagonista de la película, mientras que el poeta, Andrei (y el hecho de usar su propio nombre reafirma su condición de alter-ego del director, por si quedaba alguna duda), no lo es tanto como pareciera. Segundo para que Tarkovski, con las imágenes del convento y las beatas pidiendo la gracia de un hijo, lleva a cabo un ejercicio de respeto por cierta mentalidad italiana de lo religioso, pero también de distanciamiento, cuestionando claramente las respuestas que el cura le da a Eugenia, y posicionándose con ella en su búsqueda de libertad y autoafirmación. Lo religioso ya no le vale a Tarkovski en esos momentos de desamparo. Ya sólo le queda lo espiritual, su mundo interior. Y mientras ella acude a emocionarse con el cuadro de la Virgen (que le hizo llorar la primera vez que lo vio, los personajes tarkovskianos se emocionan con el arte como pocas personas en la vida real…), él continúa evocando las imágenes de su infancia (la infancia de Andrei), en nuevos tonos sepia.

De alguna forma, el personaje del escritor, interpretado con gran concentración y despojamiento por Oleg Yankovskiy, quien ya fuera el padre de Andrei en ‘El espejo’, es una prolongación de la figura del escritor en ‘Stalker’. Su incapacidad para expresar sus sentimientos verbalmente, su opacidad emocional, le enfrentan a la traductora, que se siente atraída por él, y que en cierta forma le venera por lo que significa y le desprecia por su frialdad y su escasa vitalidad. El largo, y magistral, bloque del hotel, reincide en la enigmática puesta en escena de Tarkovski, con los personajes mirando a cámara cuando se hablan, y con la enorme profundidad de campo del plano general, como si el director quisiera que la energía fluyera, sobre todo, hacia el centro de la pantalla, hacia el fondo, en el que siempre sitúa una luz o un elemento que llama la atención de la mirada, y la atrapa, tirando de ella hacia sí, creando el anhelo de poder ver más allá. En la habitación del poeta, podemos sentir su soledad como pocas veces en una pantalla de cine, y una vez se echa a dormir, aparece el perro de sus recuerdos (como el perro del poema de Miguel Hernández ‘Umbrío por la pena, casi bruno…’) en esa misma habitación, y tiene lugar una hipnótica ensoñación en la que el poeta imagina a Eugenia junto a su madre, signo de sus sentimientos por ambas, quizá nunca aceptados ni expresados.

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En el sonido, en el que ya no colabora Eduard Artemiev, Tarkovski emplea el goteo del agua, o más concretamente el eco de ese goteo, los ladridos de perro (que sustituyen al trote del caballo para simbolizar la vida) para anunciar las secuencias oníricas en sepia. Y en la fotografía, que firma el operador Giuseppe Lanci, Tarkovski lo impregna todo de una niebla y una tristeza que se aleja mucho de lo que cabría esperar de los soleados, luminosos, parajes de la Toscana, como si el clima ruso, o más exactamente su espíritu, invadiera ese país, que el director se negó a mostrar como tantos otros directores hicieran antes. El vagar del poeta, y su propio vagabundeo, por ese ambiente mediterráneo (un ambiente que tan bien conoce el escritor de este análisis…), más que animarle por su vitalidad, le deprime aún más, por el enorme contraste con sus propios recuerdos, que emergen así con mayor fuerza arrasadora. Y la aparición de Domenico, interpretado por un actor tan bergmaniano como Erland Josephson, que un año antes participaría en la obra maestra ‘Fanny y Alexander’ (‘Fanny och Alexander’, Ingmar Bergman, 1982), le da la oportunidad al poeta de un último acto de fe antes de morir, consumido por esos recuerdos.

Las sombras, las grietas, el agua que se cuela por doquier, en la casa de Domenico, sitúa a esa escenografía en el ámbito de lo metafórico y lo poético, como una estancia que anticipa un estadio superior de conciencia, al que quiere llegar Andrei, harto de todo lo que le rodea, especialmente de sí mismo. No es casual, tampoco, que el perro de Domenico sea un pastor alemán idéntico al de los recuerdos de Andrei. Quizá la insignificante, en principio, petición de Domenico de que atraviese la piscina de Santa Ecaterina con una vela encendida, sea el primer paso hacia la liberación final de Andrei, como una prueba para seguir la senda del ermitaño, que parece no necesitar nada, ni tener miedo a nada, al contrario que él mismo. Claro que no puede ni imaginar el sacrificio final de su “maestro”, que utilizará el fuego (de nuevo los elementos naturales en Tarkovski) en oposición al agua de la piscina del sacrificio del poeta. Sacrificios que anticipan el tema central de la siguiente película del cineasta, también con Erland Josephson de protagonista.

A los numerosos (y enigmáticos muchos de ellos) planos del sacrificio de Domenico, se opone el plano único del sacrificio de Andrei. Mientras que el profeta agoniza con Beethoven de fondo, el poeta sufre en silencio y sólo se oyen sus pasos y el goteo del agua en su esfuerzo por llevar la vela al otro lado de la piscina. Se trata de uno de los planos secuencia más impresionantes de la historia del cine, si no el más impresionante. Nueve minutos, nada menos, en los que Tarkovski, fiel a sus propias ideas sobre el plano y el cine, va llenando el encuadre de tiempo, mientras sigue al poeta en sus tres intentos de llevar una llama encendida sin que se apague, de un lado a otro de la piscina, sufriendo un dolor terminal que está a punto de acabar con él. Pero lo consigue, y la cámara se acerca más y más a él, hasta terminar en sus manos colocando la vela, con el ‘Requiem’ de Verdi reapareciendo. La conmoción espiritual que produce este plano es indescriptible. En él se funde el vacío de la existencia humana, la importancia de las cosas pequeñas y de la fe, el tiempo como materia esencial del plano cinematográfico, una pericia narrativa extrema y de una sencillez ascética, humildad y convicción artísticas, compasión por el dolor humano en todas sus formas, enaltecimiento de la dignidad humana…

Toda la película gira en torno a ese plano, del mismo modo que ese plano da sentido a muchas esquinas estéticas y morales del resto de la película. El poema que es ‘Nostalgia’, su belleza y lo terrible de su verdad, su audacia, dan sentido al concepto del cine como arte.

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Impacto y momento favorito

‘Nostalgia’ se llevó tres premios en el Festival Internacional de cine de Cannes: el premio del jurado ecuménico, el premio FIPRESCI, y el premio al mejor director compartido con su admirado Robert Bresson, por su ‘El dinero’ (‘L’argent’). Se da la casualidad de que, por mucho que venerase al director francés, no le había gustado nada a Tarkovski ‘El dinero’, y no le parecía justo compartir con él ese premio, como tampoco le parecía justo no llevarse la Palma de Oro. El orgulloso Tarkovski, que luchaba contra viento y marea para hacer realidad sus humildes proyectos, luchaba con el sencillo Tarkovski que consideraba que un artista debería quedar, como dijo Wilde, oculto tras su obra. Para muchos, como yo mismo’, ‘Nostalgia’ es su obra maestra. Un filme inimitable, radical,

Mi imagen favorita es la del poeta contándole una anécdota a la niña, mientras el agua le rodea y le llega a las rodillas, bebiendo y fumando compulsivamente, desmoronándose su máscara de imperturbable, riendo y gesticulando sin parar. Como el propio Tarkovski, Gorchakov se desarmaba ante los niños, que a su vez le transformaban a él en un niño.

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