Fragmento de la portada de la nueva edición de ‘Tiempo de silencio’ Seix Barral
Se cumplen cien años del nacimiento de Luis Martín-Santos, cuya muerte prematura en un accidente de tráfico en 1964 no impidió que nos legara Tiempo de silencio,una novela que ha sido considerada como una de las mejores obras literarias del siglo XX español (y que Seix Barral reedita ahora, con prólogo de Enrique Vila-Matas). Y aquí la palabra clave es “considerar”. Porque quiero detenerme en este artículo en la manera en que se configura un canon por medio de la construcción de formas de prestigio y de valor literario, y en las operaciones que se dan en la institución de la literatura para distinguir entre aquello que debe ser considerado literatura y lo que no.
Tomo el concepto de “institución de la literatura” de Jacques Dubois. En su libro L’institution de la littérature (1978), el sociólogo literario belga define esta institución como un conjunto de instancias y normas que validan, regulan y codifican como tal un discurso literario. La noción de “institución literaria” comparte ciertas características con la noción de “campo literario” que elaboró más tarde Pierre Bourdieu en Les règles de l’art en 1992 (si bien ya había introducido el concepto en su artículo Le marché de biens symboliques en 1971). La diferencia entre ambos términos reside en que para Bourdieu el “campo literario” disfruta de cierta autonomía, mientras que para Dubois, influenciado por la noción de “ideología” de Louis Althusser, la institución de la literatura funciona como un aparato ideológico que reproduce y legitima un orden social específico. En este sentido, las diferentes instancias que conforman la institución de la literatura –desde la industria editorial hasta la crítica académica, que reconoce, consagra y clasifica las obras, pasando por el aparato jurídico que interviene por medio de la censura– no solo contribuyen a definir lo literario, sino que además participan en la puesta en circulación de unas ideas que son funcionales al Estado. La clase dominante se apropia de un patrimonio cultural para elaborar y fijar unos valores y códigos que perpetúan su posición de poder. Esos códigos y valores estéticos –y asimismo ideológicos– son cambiantes y dependen del “grupo intelectual” que logre hegemonizar la institución literaria.
Se suele decir que Tiempo de silencio estableció una ruptura con el realismo social español del medio siglo y, en efecto, supuso una interrupción en el proceso de consagración de un grupo literario que estaba hegemonizando, desde las letras, la oposición a la dictadura franquista. Me refiero a autores del realismo social como Jesús López Pacheco, Antonio Ferres o Armando López Salinas, autores de Central eléctrica (1958), La piqueta (1959) o La mina (1960), respectivamente. La novela de Luis Martín-Santos coincide, con los narradores del realismo social, en la representación crítica de la sociedad española. Protagonizada por un joven médico que encuentra serias dificultades para desarrollar su proyecto de investigación sobre el cáncer en la España autárquica de posguerra, Tiempo de silencio retrata una España anquilosada, en la que nunca pasa nada, atrasada e incapaz de alcanzar la modernidad científica, política y cultural. Las condiciones materiales –y la mediocridad reinante– generan una crisis existencial en un protagonista que se ve obligado a situarse fuera de la ley para avanzar en su investigación. Acude a los barrios de chabolas donde ‘el Muecas’cría los ratones que su investigación requiere, ya que los que llegan de Estados Unidos mueren en los laboratorios por la falta de recursos.
El contacto con este lumpenproletariado le permite a la novela no únicamente reflejar el pesimismo y el cansancio de un pequeñoburgués como es Pedro, el protagonista, que convive con otros tan exhaustos como él en la pensión que habita, sino también retratar los márgenes de la sociedad y sus dramas (pobreza, falta de atención médica, represión policial), cuyos protagonistas, aunque expulsados de la ciudad, son los que pueden hacer posible el desarrollo de la investigación científica. Pero no por la teoría de la plusvalía. La novela de Martín-Santos, a diferencia de las novelas del realismo social, no busca objetivar la realidad histórica, sino ofrecer, como señalan los autores de la Historia social de la literatura española (en lengua castellana), “una visión del mundo radicalmente subjetiva que, lógicamente, tratándose de un intelectual que incesantemente medita sobre sí mismo, es mucho más rica, mucho menos ‘anodina’ que la de los personajes” de clase obrera del realismo social o el objetivismo.
Retrato del escritor y psiquiatra español Luís Martín Santos, autor de ‘Tiempo de silencio’ EFE
Tiempo de silencio, con un componente asimismo crítico y de oposición, pero con una forma literaria radicalmente distinta, desestabilizó el campo literario. Luis Martín-Santos cambió las reglas del juego e impuso nuevas maneras de codificar lo literario: una ‘buena’ novela ya no se podía definir únicamente por su capacidad de denuncia o de representar la realidad tal y como era, había ahora que incorporar nuevas técnicas narratológicas, romper con las estructuras narrativas convencionales, incorporar la ironía, un lenguaje experimental y barroco, monólogos interiores y muchas digresiones. Tras Tiempo de silencio, la literatura social va a sufrir un proceso de devaluación, incluso en el propio campo. Se producen en su interior cambios de posiciones, acaso las más evidente sean las del editor Carlos Barral y la del crítico José María Castellet, que de ser figuras fundacionales del realismo social y fundamentales en su publicación, validación y circulación, pasaron, una vez proclamado su agotamiento, a denostarlo.
Las luchas internas en el campo literario se corresponden en cierta manera con las luchas que se producen fuera de él. A causa de sus crisis internas, el PCE va perdiendo su hegemonía en el terreno intelectual y, como señala Constantino Bértolo, se inicia un “proceso de deslizamiento político de la burguesía antifranquista hacia posiciones socialdemócratas, es decir, de renuncia del horizonte revolucionario”. Es en este contexto en el que se empieza a asistir “a una criba en pretendida clave de ‘calidad’ que en realidad ocultaba un cambio ideológico que afectaba como no podía ser menos a los juicios literarios”, comenta Bértolo sobre un momento en que “la literatura deja de mirar la realidad para mirarse a sí misma y empiezan a circular lemas como el ‘compromiso de la literatura con la literatura’ o ‘la única revolución válida para un escritor es la revolución del lenguaje’”. Como dice Jo Labanyi, “Susan Sontag sustituyó a Lukács como gurú”. El realismo social va siendo desplazado paulatinamente del campo literario a favor de textos más acordes con la nueva bandera ideológica que enarboló la intelectualidad burguesa antifranquista.
Tiempo de silencio es, posiblemente sin quererlo, la novela que inaugura este proceso. Transforma los códigos literarios y contribuye a elaborar el nuevo lenguaje que ha de servir para nombrar esa modernidad anhelada, literaria pero también política, al tiempo que renuncia a todo intento de simbolización de lo real de la explotación como antesala para imaginar la posibilidad de la revolución, como pretendía el realismo social. Revolución y realismo empiezan a percibirse como palabras antiguas y vulgares, incapaces de alumbrar la modernidad del nuevo mundo con el que sueña la burguesía ilustrada.
Y, sin embargo, Tiempo de silencio es una novela excepcional, que en efecto puede leerse como síntoma de las transformaciones políticas y sociales que se viven en los años sesenta y que en cierta forma anticipan lo que fue la transición democrática, pero también como una novela que trata de inscribirse en un régimen estético, no representativo, diríamos à la Rancière, con el fin de liberar potencia política a través del extrañamiento y la experimentación. Pero en su reconocimiento y prestigio se ponen también de manifiesto las prácticas de su instrumentalización. Su apropiación como patrimonio cultural –su canonización– por parte de la institución literaria del franquismo tardío y la transición cumple una función: el desplazamiento y ocultación de una parte de la historia social y cultural del siglo xx español.
La posición privilegiada en el canon de Tiempo de silencio ha servido para desprestigiar y desplazar una literatura que no encajaba en el nuevo relato que la burguesía ilustrada necesitaba para presentarse como la verdadera protagonista de la lucha antifranquista, como artífice de la democracia. El realismo social hace retornar la historia reprimida, aquella historia de los de abajo que nos recuerda quiénes son los que lucharon, los que murieron en las minas y en la construcción de las centrales eléctricas, los desplazados por los pantanos y las chabolas derruidas para edificar en el suelo liberado viviendas asimismo precarias para los proletarios que el franquismo quiso convertir en propietarios. Esa literatura, hoy silenciada, narra también un tiempo de silencio. Pero Tiempo de silencio no tuvo en efecto la culpa, y conviene ser leída para detectar el modo en que se despliegan los síntomas de la crisis existencial de las nuevas clases medias surgidas del desarrollismo económico, pero su patrimonialización la hace funcional a su discurso para ocultar una literatura y una historia escrita desde abajo. A veces, o acaso la mayoría de las veces, el canon sirve precisamente para eso: para reprimir historias y poner en su lugar otras más conciliadoras; por radicales que parezcan.
Ir a Descargas (literatura) para consultar dos trabajos : «Innovación y técnicas narrativas en Tiempo de Silencio» y «Análisis de los precedentes de Tiempo de Silencio»
El laberinto de los extraviados. Occidente y sus adversarios
Amin Maalouf, escritor francolibanés y miembro de la Academia Francesa desde 2011, demuestra su gran conocimiento de la historia al analizar el complejo escenario internacional de nuestros días. En 2019 obtuvo el Premio Aujourd’hui de geopolítica por su ensayo El naufragio de las civilizaciones. En su último libro, El laberinto de los extraviados. Occidente y sus adversarios, prosigue con su esfuerzo por analizar los hechos históricos recientes para entender una situación internacional extremadamente incierta y volátil. Es un retorno a los orígenes del enfrentamiento entre Occidente y sus principales adversarios, representados por Rusia y China.
La historia reciente explica la actualidad
El Premio Príncipe de Asturias, otorgado a Amin Maalouf en 2010, reconoció su labor de construcción de puentes entre Oriente y Occidente. Su condición de árabe cristiano es fundamental para entender sus novelas y ensayos. Es un hombre que admira la cultura francesa y occidental, y en particular los valores de la Ilustración. En su libro Un sillón que mira al Sena (2016), y en su discurso de ingreso en la Academia Francesa, de la que es secretario perpetuo desde 2023, Maalouf se refiere la Ilustración como una época que le inspira profundamente, valorando su contribución a la razón, la libertad, y al progreso. Sin embargo, y aquí radica el interés de este libro, nuestro autor no se adhiere incondicionalmente al «bando occidental». Ser libanés, árabe y cristiano le ayuda a perfilar los necesarios matices a la hora de exponer sus ideas. Esos matices le sirven para subrayar que la humanidad no debería tener una potencia hegemónica. Ese tipo de potencias pueden ser portadoras de los más nobles principios, pero la historia demuestra que no están exentas de ser arrogantes, depredadoras o tiránicas. Yo mismo conozco a personas que quieren convencerse de que la hegemonía de Washington debería ser sustituida por la de Pekín o Moscú, o por una combinación de ambas. Creen ver en Rusia una «potencia cristiana» y en China una «potencia benevolente» que inunda de créditos e inversiones a países en apuros económicos y sociales. Otros, en cambio, siguen viendo en Estados Unidos la única y última esperanza de Occidente.
El laberinto de los extraviados es un buen título para describir la situación de las grandes potencias actuales. Todas ellas, especialmente Rusia y China, pronuncian discursos triunfalistas, de evocación de supuestas glorias pasadas, de recuperación de la grandeza perdida… Los que practican estos ejercicios de voluntarismo deberían recuperar la memoria de su historia reciente, en vez de dejarse llevar por ese determinismo ciego de supuestos ciclos históricos de decadencia y esplendor. El libro de Maalouf es al respecto un buen manual de repaso, y estas consideraciones son aplicables también a Estados Unidos, sobre todo si llega al poder una segunda Administración Trump. Pero, además, es una llamada de atención que Maalouf se ocupe en su libro de Japón, que a partir de la era Meiji, iniciada en 1868, parecía destinado a cambiar el destino de Asia y del mundo. Sin embargo, en menos de un siglo dejó de ser un modelo para las naciones no occidentales y experimentó una humillante derrota.
Es complejo imaginar un lugar inexistente, pero lo es más querer llenarlo de sentido. El título de este libro predispone al lector a ubicar geográficamente toda una experiencia emocional y si busca pacientemente la encontrará. Entre tanto, el periplo se hace arduo, complejo, estimulante y, por qué no decirlo, en ocasiones incomprensible.
En Los autonautas de la cosmopistao Un viaje atemporal París-Marsella, Carol Dunlop y Julio Cortázar nos cuentan un viaje que hicieron en su Volkswagen roja, bautizada con el nombre de Fafner, por la autopista París-Marsella durante un mes. Decidieron que ya no había que perder el tiempo en obligaciones banales, en todo aquello que si una lo piensa detenidamente, no significa nada, pero que si nos descuidamos un poco, puede llegar a ocupar prácticamente toda una vida, como le pasó a Iván, el personaje de esa novelita tan maravillosa que es La muerte de Iván Ilich, de León Tolstói (Julio Cortázar consideraba esta nouvelle una de las mejores historias que había leído).
SOBRE LA PELI: “ À NOUS LA LIBERTÉ” (Viva la Libertad)
Ante todo, “A o Para nosotros la libertad”, título original en francés, no es “Viva la libertad”. Aquella comporta un Nosotros que nos compromete colectivamente con ella, y el Viva la libertad, es un slogan perfectamente individualista, donde se esconde, se enmascara, las condiciones, de la o para la libertad. No es poca cosa. Tenemos ejemplos de esta época neoliberal, hoy, en el mundo y en España, de esa dicotomía. En la Comunidad autónoma de Madrid, con mucha constancia y perseverancia se discursea, sin discernir esa antinomia.