08 PM | 22 Jun

la flor del ciruelo

Desde el lejano Oriente, se nos legaron hace décadas genuinas maravillas del séptimo arte. Hubo directores en Japón que no sólo se dedicaron a hacer cine estratosférico. Hicieron un cine prácticamente perfecto, sublime, de primera magnitud, que brillaba con tanta potencia que su luz no se ha apagado ni un ápice, ni siquiera con lo mucho que ha llovido en el medio siglo que hace que fueron alumbradas esas delicadas exquisiteces.
Mizoguchi, por si cabía alguna duda, es para mí el mejor director japonés de todos los tiempos. En mi escala personal, supera en algún peldaño (aunque por muy poco) al insigne Yasujiro Ozu, y también al gigante Akira Kurosawa. Pero he de reconocer que es tremendamente difícil dilucidar cuál de los tres es más magnificente. Tres verdaderos dioses del invento de los Lumière, que copan en todo caso los puestos más altos del podium.
Hay cineastas que lo llevan en la sangre. Que portan en sí esa alquimia milagrosa del arte, la sabiduría, la diligencia absoluta en su cometido, el respeto, la veneración, la comprensión y el asombro hacia los diversos aspectos de la vida en general, hacia la Historia, hacia las culturas, los pueblos, las épocas. Para quienes lo que relatan, aunque sea el relato sobre el más humilde de los humildes, es objeto de admiración y culto. Observadores ecuánimes, comprensivos, raras veces indulgentes aunque a menudo compasivos. Exponiendo al foco de su agudeza la complejidad de la gente y de las culturas. Con una elegancia inigualable, cada director en su estilo, pintó un lienzo móvil en el que retrató e inmortalizó rasgos, comportamientos, pasiones, tribulaciones, tragedias y hechos cotidianos, tanto sencillos como trascendentales. Las historias narradas en esas imágenes armoniosas, exóticas, corrientes, llamativas, sosegadas o enervantes, y siempre hermosas, son historias sobre trozos de plena vida que nunca morirá.
Kenji Mizoguchi me taladra hasta las fibras más recónditas fotograma a fotograma. Me transporta a tiempos remotos, a lugares que no he pisado jamás, a acontecimientos que hablan de honor y deshonor, amor y odio, sufrimientos y alegrías, rebeldías y acatamientos, redenciones y castigos, y el empeño de las personas en crearse prisiones a su alrededor, cadenas que no se ven pero que las atan con ligaduras más apretadas que las de la más recia de las sogas. Las cadenas del honor, de la ley y del ojo público.
Mizoguchi dio lugar a un romance desgarradoramente conmovedor, ricamente decorado con una fotografía en color que resalta la deliciosa gama cromática de los vestidos y de los escenarios. Adornado con la serenidad de ese objetivo minucioso y sutil. Con los rasgueos de los instrumentos. Mezclando suavidad y vehemencia. El roce de un amor que nace como las flores del ciruelo. Silenciosamente, discretamente, hasta que de pronto muestra un esplendor que roba el corazón y los sentidos.

vivoleyendo

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06 PM | 10 Jun

DOLLS

SERGIO VARGAS

Muy pocos son los directores actuales que consiguen que su cine pueda ser considerado como verdadero arte. Takeshi Kitano es sin duda uno de los mayores exponentes de esta minoría y una vez más ha vuelto a demostrarlo con creces. De vuelta en su Japón natal tras la aventura americana que supuso Brother, el director de Sonatine utiliza como punto de partida el teatro de marionetas japonés (Bunraku) para construir este intenso drama en el que, como en casi todo su cine, pero aquí de forma especial, la belleza de las imágenes predomina sobre la palabra. Éste es un hecho inapelable. Guste o no, es así, y es posible que por ello la película requiera de una especial complicidad por parte del espectador, pero con poco que éste ponga de su parte, puede disponerse a presenciar la que sin duda va a ser una de las mejores películas del año que acaba de comenzar. Y desde luego no por ello nos vamos a encontrar con una historia endeble, todo lo contrario, el poder visual que transmiten sus imágenes no hace sino ensalzar la profundidad de un cuento conmovedor.

En esta ocasión, Kitano ha decidido situarse únicamente detrás de la cámara, dejando en su lugar frente a ésta a dos jóvenes actores, Miho Kanno y Hidetoshi Nishijima. Estos intepretan a Sawako y Matsumoto, una feliz pareja cuya relación, que cambiará de repente y para siempre convirtiéndoles en los “mendigos atados”, sirve como hilo conductor de la narración. Ellos son las dos “marionetas humanas” que dan título al film, pero además conoceremos otras dos historias de amor: uno, imposible, el que Nukui siente por Haruna, su cantante favorita; el otro es el de Hiro, un anciano jefe yakuza que, arrepentido, emprende la búsqueda de su antigua amada, a la que abandonó para encontrar un porvenir mejor cuando sólo era un joven inconsciente, sin darse cuenta de que el mejor porvenir que podía aguardarle se encontraba a su lado. Y es que tanto en la primera historia como en ésta otra, la tragedia surge a partir de los errores que los dos hombres cometen, lo que nos hace reflexionar en la importancia de cuidar bien ese valioso tesoro que es el amor, si no queremos arrepentirnos toda la vida.

Es inevitable reconocer en Dolls elementos comunes con el resto de la filmografía de Kitano: está ese mar que aparece indefectiblemente en todos sus films, y que aquí sirve como punto de reunión entre Haruna y Nukui; la importancia que el director da siempre al juego en su cine, y aunque en menor medida, también hace aquí acto de presencia en forma de un curioso juguete que roba Sawako, y por supuesto, aparece una pequeña historia de mafiosos con tiroteo incluido dentro de los recuerdos del anciano Hiro. Y es aquí donde radica la mayor diferencia con los trabajos anteriores del japonés. Si en sus anteriores films optaba por mostrar la violencia del modo más explícito posible mediante disparos a bocajarro en plena cabeza, amputaciones de dedos, cosas terribles con palillos en la nariz que no podré olvidar nunca, todo ello rodeado por enormes salpicaduras de sangre, aquí ha optado por ocultarla de modo que sólo escuchamos los disparos, y sí, vemos algunos cuerpos en el suelo, pero la sangre apenas está presente. Todo esto se resume magnificamente en la secuencia en que la pistola apunta a su objetivo y cuando dispara, todo lo que vemos es una roja hoja otoñal arrastrada por el viento hacia el rio, en medio de un absoluto silencio.

Y cuando digo que el cine de Kitano es arte en estado puro, es que realmente no puede ocurrir de otra forma, teniendo en cuenta que este hombre es también pintor y poeta. Probablemente sería antinatural que eso no saliese reflejado en su obra cinematográfica. Kitano y su director de fotografía habitual, Katsumi Yanagishima, aprovechan al máximo las posibilidades que otorga la variabilidad del clima japonés alcanzando el sumum en ese bosque rojo que atraviesan los protagonistas, ajenos al mundo, inmersos en su propia historia, que es también su propia desgracia, a nuestros ojos envueltos en una atmósfera de irrealidad que no desentona nada con el hecho de que se trata de marionetas humanas. Algo parecido ocurre con las indumentarias de los dos personajes; el propio director reconoce en referencia a Yohji Yamamoto, el responsable del vestuario, que era “casi como si estuviera haciendo su propio desfile de modelos para la película“. Y por la parte poética podríamos fijarnos, por ejemplo, en esa rosa mariposa, mutilada, que, a pesar de todo alza el vuelo, en un claro símil con la relación de los protagonistas, sin olvidar que finalmente el precioso lepidóptero acabará aplastado en el asfalto bajo las ruedas de un coche.

Una vez más, la emotiva y discreta banda sonora del maestro Joe Hisaishi redondea el que quizá sea el mejor trabajo del que es, lo reconozco sin tapujos, mi director favorito (al menos de los que aún viven).

En Dolls, se entrelazan de una forma casual tres historias de amor, amores muy diferentes entre sí, pero con una cosa en común: todos ellos están condenados al fracaso. Mientras duran, proporcionan una sensación de ternura que hace que el final de cada uno de ellos nos resulte aún más bello, y a la vez, doloroso.

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