10 PM | 26 Dic

TABU-

A pesar de mi admiración y simpatía por nuestros vecinos portugueses, a pesar de caer rendido ante su gastronomía, prendido de sus ciudades, paisajes y monumentos, o hipnotizado por su música, a pesar de todo ello debo admitir que apenas he visto cine portugués. A bote pronto viene a mi memoria la excelente FADOS, dirigida además por un español, la muy buena MISTERIOS DE LISBOA, con momentos esplendidos pero de agotador metraje, o la más normalita CAPITANES DE ABRIL, más que aceptable pero sin llegar a alcanzar el nivel de las otras dos. Después de visionar TABÚ, una agradable, inesperada y magnifica sorpresa, tendré que plantearme más seriamente el sumergirme en profundidad en ese cine, al que he visitado muy poco, pero del que regrese siempre muy satisfecho.
He pasado casi dos estupendas horas desplazándome de la capital portuguesa a las antiguas colonias, con absoluta complacencia, con total complicidad, intensamente, con personajes plenos de pasión, de corazón rotundo, de elegancia, de sabiduría, de magia. Personajes capaces de arriesgarlo todo, simplemente por vivir, por sentir en sus cuerpos jóvenes, todo lo que la naturaleza nos ha regalado para nuestro deleite y disfrute. Me he emocionado contemplando esas bellísimas imágenes en blanco y negro, con la voz del narrador de fondo, en lo que se puede interpretar también como un homenaje al cine mudo y a su predecesora de hace 81 años. Durante un suspiro, eso es lo que me ha perecido la duración de la película, he vivido junto con ellos, sus aventuras, sus amores y desamores, sus dramas y tragedias, en esas tierras y en aquellos tiempos plenos de misterios, de ritos, de romanticismo.
A todo lo expuesto que no es poco tenemos además que añadir, la exquisita banda sonora, los escenarios, el ambiente del que está poseída, y cómo no, el elenco, muy especialmente las actrices, y mas en concreto las dos que interpretan el papel de Aurora, tanto de mayor como de joven. Y es que Ana Moreira, para mí por supuesto desconocida, metiéndose en la piel de la joven y pasional protagonista, derrocha belleza, ganas de vivir, sensualidad, erotismo. Me he sentido cautivado por esta historia, por forma de contarla, pero sobre todo por la hermosa Aurora
Hay una escena que me resulto particularmente erótica y a la vez romántica, y que resume muy bien el giro que va dando la historia. Lo que comienza como pasión, ya de por si una sensación difícil de gobernar, se le va añadiendo también amor, y entonces se torna en un sentimiento del todo incontrolable. Los dos desnudos, entregados a la pasión, pero también al amor, y el narrador, que es el mismo bastantes años después, que se pregunta ¿Puede alguien percibir el momento en que se pasa de la pasión al amor? Supongo que la respuesta a esa cuestión es imposible, es algo que muy probablemente sucede sin que ni tan siquiera seas consciente de ello

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09 PM | 16 Dic

LOS SEÑORES GAZEN SE DESPIDEN

El hotel Lutetia es uno de esos lugares con historia, lo cual se traduce en que fue importante y ahora lo es menos. Cuatro estrellas en París, Boulevard Raspail, rive gauche. Un clásico de las clases acomodadas que tuvo su época dorada entre las dos Grandes Guerras y que llegó con dignidad, estilo y probidad hasta hoy día. Hasta nuestra propia historia española, tan ayuna de hoteles en sus encuentros y desencuentros, tuvo en el Lutetia un momento de entusiasmo ya olvidado. Allí celebraron la primera rueda de prensa tres tipos inconfundibles en su estilo; el catedrático, Rafael Calvo Serer –incoloro, inodoro e insípido, como sus libros y su nada ascética soltería de miembro egregio del Opus Dei–; Santiago Carrillo, que probablemente no había pisado el hotel en su vida, y Antonio García Trevijano, insumergible superviviente cuya biografía convertiría las de Aznar o Zapatero o González en cuentos para niños con dificultades para la lectura. Se trataba entonces de la puesta en escena de la Junta Democrática y si se hizo en el Lutetia, probablemente fue a sugerencia de José Luis de Vilallonga, que sabía de eso de hoteles y de París, y por entonces ejercía ¡asómbrense! de portavoz de la institución recién nacida para derribar a Franco e instaurar una democracia coronada –si se avenía a ello– por Don Juan de Borbón, padre del actual Rey. (Más de uno pensará que estoy vacilando, pero fue cierto y sucedió allá por 1974).

Nada que ver con nuestra protagonista, Georgette Cazes. Ella se había reencontrado con su padre en 1945 recién salido de un campo de concentración nazi, y cabe pensar que era un lugar de referencia; entrañable y familiar ahora que ya tenía 86 años y había decidido abandonarlo todo. Ella y su marido, Bernard, reservaron habitación por internet una semana antes de su estancia. Los hoteles son reacios a contar nada y menos el número de la habitación. Quizá es lo menos importante. Lo cierto es que Bernard y Georgette Cazes habían decidido suicidarse y creyeron que nada mejor que el Lutetia. Eran gente de gusto.

Bernard Cazes, hasta jubilarse, ejerció de alto cargo de la Administración francesa. Ahora ocupaba sus horas en el paseo, la lectura y alguna colaboración esporádica en La Quinzaine Littérarie, una de esas revistas de la cultura francesa gracias a la cual entiendes porque ellos las tienen y nosotros no; algo ligado al humus de una sociedad civil culta. La verdad es que el Times Literary Supplement se ajustaba más a sus criterios. Su esposa, Georgette, profesora de latín, griego y literatura, jubilada, se enfrentaba a la mayor desgracia que le puede ocurrir a una lectora empedernida: quedarse ciega. Ya era inminente; se notaba en las cartas, breves, que enviaba a sus amigos: cada vez la letra era más grande, como si escribiera palotes.

Debieron pensárselo mucho. No querían ser una carga, ni para su hijo Patrick, ni para ellos mismos. ¿Cómo se cuidan dos octogenarios cuando entran en ese periodo imprevisible de enfermedades y decadencia humana que exige alguien más joven que les atienda? ¿Cuándo se pierde ese grado de lucidez que es el que decide “hasta aquí hemos llegado?”. La inteligencia se apaga y el valor se achica hasta convertirse en puro y elemental asentimiento: vivir aunque sea como las tortugas. Una ciega y un anciano que amenaza ruina. Ese dilema humano estremecedor que exige una envergadura excepcional para poder diseccionar las situaciones y decidir. Sobre todo decidir. Un viejo incapacitado no decide nada; todos lo hacen por él y no siempre en su beneficio. Porque, ¿cuál es su beneficio? Que se muera de una puta vez y deje de dar la lata a todos los que le rodean, porque ni oye, ni siente, ni habla. Sólo padece. O suponemos que padece, o quizá no; sobrevive.

Bernard y Georgette Cazes reservaron su habitación en el Lutetia, rigurosamente, y llegaron el jueves a media tarde. Desconozco qué hicieron. Si cenaron en alguno de los dos restaurantes del hotel, si sencillamente se limitaron a que les subieran algo a la habitación, lo cierto es que llamaron a la recepción para garantizar que les llevaran el desayuno a las 8,30 de la mañana; una forma obvia para que el camarero, que encontró la puerta cerrada, se esforzara por abrirla y descubriera lo que ellos habían decidido, sin necesidad de esperas y llamadas a la dirección. Ocurrió el viernes 22 de noviembre.

Estaban echados en la cama, cogidos de la mano y cubiertas sus cabezas de una bolsa de plástico. Las cartas a los amigos se habían mandado ese mismo día, por la mañana, para que cuando les llegaran la decisión estuviera consumada. Como era viernes y conociendo los hábitos del servicio postal no las recibirían hasta el lunes. Se despedían amablemente de sus íntimos, al parecer sin ninguna nota llamativa fuera de un sentimiento común de haber vivido una vida intensa y de que había llegado el momento de despedirse. Eso sí, Georgette, que debía ser más audaz que su marido, incluía una carta terrible, de esas que sólo una sociedad civil que sabe lo que es eso fuera de la fantasmagoría de la publicidad y la política; iba dirigida al Estado. Una burguesa consciente de sus responsabilidades y sus derechos.

“La ley prohíbe el acceso a toda pastilla letal que permita una muerte suave. ¿Quién tiene derecho a impedir a una persona sin responsabilidades, en regla con el Fisco, habiendo trabajado todos los años que le correspondían y después de ejercer actividades de voluntariado, qué derecho la obliga a prácticas crueles cuando se quiere quitar la vida?”. Y no sólo eso, sino que exige a su hijo Patrick que esta requisitoria contra el Estado se lleve adelante. ¿Acaso no tiene razón? Al fin y al cabo, como ella misma encabeza su misiva, se trata “de una falta de respeto del Estado francés a la libertad de los ciudadanos”.

Tengo entendido que en el estado norteamericano de Oregón, en la costa del Pacífico (4 millones de habitantes) se permite esta práctica por cuenta de la Administración, una de esas singularidades del mundo gringo que te deja perplejo al tiempo que te admira; en los estados vecinos te condenarían a la perpetua por tamaña pretensión. Un ciudadano tiene derecho a morir como le da la gana, con mayor razón aún a que te maten y que el Estado justifique tu muerte con razones mucho más insensatas y crueles que la decisión humana de desaparecer.

En una medida equivalente a la del derecho a vivir en condiciones normales debe existir el derecho a morir sin sufrimiento. No es el Estado el que decide cómo debes morir, ni cuándo, ni las Iglesias, ni los apóstoles, sino aquel que considera que su ciclo ha terminado, que ha vivido con una mujer encantadora, hermosa e inteligente –Georgette lo era– y que ya no merece la pena seguir haciendo sufrir a una ciega octogenaria que lo había visto todo y que ya no podía volver a ver nada que no fuera su interior. Como si fuera una sociedad de verdugos que te condenan a vivir como una forma de ganarte, no el cielo que pregonan sino su buena conciencia. Se amaron durante sesenta años, nada ya podrá ser igual, sino un deterioro, una decadencia que acabará haciéndoles ácidos y odiosos a sí mismos, porque el dolor saca lo peor de nosotros y revuelve lo que debería quedar como un pasado inolvidable. Se lo llevaron dentro.

 

 

Hay un tango de Astor Piazzolla construido sobre unos versos de Horacio Ferrer. Se llama Balada para mi muerte. Conozco una versión conmovedora hasta las lágrimas de la italiana Mina, en directo, con Piazzolla al bandoneón. Ahí está una declaración brutal y nada estilo Lutetia, pero que a buen seguro le gustaría a Georgette, a la que imagino adorable, entre sus versos clásicos y la gran literatura. Es sencilla y trágica como los tangos: “Moriré en Buenos Aires, será de madrugada… Mi penúltimo whisky quedará sin beber”. Un homenaje al matrimonio Cazes, por su dignidad. A vivir, nos obligan; morir, en ocasiones, es escoger.

GREGORIO MORAN- LA VANGUARDIA

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08 PM | 16 Dic

EL VERDUGO

Hace un par de sábados, ayudando a José Ramón en su Sala Medinaceli, me tocó moderar el debate que se realiza después de cada proyección. En esa ocasión se puso EL VERDUGO de Berlanga. La película tiene muchas lecturas pero yo opté por la que me parecía más interesante “un alegato contra la pena de muerte”.Pude percibir la sensación de que cala en los ciudadanos  los mensajes permanentes de los defensores de lo que se ha venido en llamar derecho penal del enemigo, y que el garantismo camina por sendas cada vez más estrechas. La película tuvo muchas vicisitudes, y seguramente una de las mas interesantes fue el cabreo que se cogió el embajador de Roma cuando la vio antes de proyectarse en la sección oficial de Venecia. De ese cabreo surgió una carta que Sánchez Bella (el embajador) le mandó al ministro de asuntos exteriores Castiella, os reproduzco un párrafo : “ no es posible seguir tolerando estas posturas en el mundo del cine y del espectáculo, y tal vez ,acaso, del libro.Para el autor que no actúe correctamente no pueden existir ni teatros oficiales, ni créditos, ni premios del cine o del espectáculo; para el empresario o productor que respalde o ayude a directores y ayudantes o guionistas enemigos, no puede haber ninguna clase de subvención.es preciso aplicar esta regla rigurosamente y que el ser enemigo no constituya una patente de corso, como en parte ocurre, lo cual induce a muchos a vivir permanentemente entre dos aguas….”¿os suena ésta música? No pueden negar que son sus herederos.

 

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07 PM | 16 Dic

MEMORIA HISTORIA A LA FRANCESA

La película de Louis Malle de 1974 iba a levantar ampollas en la aburguesada sociedad francesa, obligándola a mirarse en el espejo de su pasado y dándole una bofetada de memoria en pleno carrillo de la amnesia que tantos esfuerzos costó levantar a Charles De Gaulle y sus adláteres. En unos tiempos en los que en España está en entredicho la conveniencia de recuperar o no los testimonios de nuestro bárbaro y criminal pasado reciente por temor, más que a reabrir heridas o a poder señalar con el dedo a los asesinos que aún viven (o a los descendientes que se han dado un baño de respetabilidad y olvido), a la puesta en primer plano de una realidad que nos despierte del complaciente estado de sedación en el que vivimos y no así ponernos en peligro de darnos de bruces contra nuestra verdadera naturaleza latente, el ejemplo de lo sucedido en Francia puede, una vez más, ilustrarnos, si bien, en esta ocasión, en la necesidad de no cometer los mismos errores y evitar así querer colgar de un farol a quien se atreva a mostrarnos la luz. Una Francia desmemoriada, que había guardado el pasado de sus padres y abuelos en el desván de los recuerdos, se encontró de repente con una innegable verdad mostrada en las pantallas de todo el mundo, y, como ocurre tantas veces, muchos en vez de mirar a dónde apuntaba, se quedaron mirando el dedo.

Lucien Lacombe (la alteración del orden en el nombre y apellido es por la acostumbrada anteposición de éste al declarar ante la autoridad) es un joven campesino cuyo padre, capturado por la Wehrmacht durante la invasión nazi, se encuentra en Alemania trabajando en un campo de prisioneros. Mientras, su madre, que se siente sola, se acuesta con su jefe. Lucien se mantiene al margen de todo, se deja llevar, va sin rumbo, a pesar de los terribles y funestos acontecimientos que le rodean diariamente: la ocupación nazi, los registros, las detenciones, las deportaciones, los atentados de la Resistencia, la infidelidad de su madre hacia un padre del que ni siquiera sabe si sigue vivo… La apatía, el aburrimiento, que no el patriotismo, llevan a Lucien a intentar ingresar en la Resistencia francesa (como todo el mundo sabe, repleta de españoles -los franceses estaban demasiado ocupados rindiéndose o colaborando con los nazis-), pero es rechazado. No se fían de un joven con fama de disperso, de distraído, de inconstante e irresponsable, un chico cuyo padre trabaja en Alemania para los nazis, de buen grado o por la fuerza, y cuya madre contemporiza con un hombre que tiene tratos con los alemanes. Ese rechazo, esa misma apatía, con un poco de ayuda por parte de la casualidad, le hacen caer en la policía que los alemanes y el gobierno colaboracionista de Vichy han creado para depurar la retaguardia (esta policía, sí, repleta de franceses). Su apatía le hace adaptarse con facilidad a cualquier situación, y asume perfectamente el papel de verdugo de sus propios compatriotas (muy ilustrativa en ese aspecto la fotografía de cabecera, disparando el tirachinas ante una foto del mariscal Pétain, el traidor de Vichy; inevitable relacionarla con la famosa escena de Casablanca en la que un sospechoso de la muerte de dos correos alemanes en el desierto es abatido a tiros por la policía colonial francesa y cae muerto a los pies de un cartel patriótico con el anciano mariscal como protagonista) como hubiera aceptado igualmente el de convertirse en combatiente y asesino de alemanes y de franceses colaboracionistas. Todo cambiará, sin embargo, cuando traba amistad con una joven judía que es hija de un sastre que tiene un negocio clandestino de corte y confección, y que se llama, precisamente, France. Desde ese instante Lucien alternará su papel como policía deteniendo a sospechosos, participando en purgas, redadas, tiroteos, interrogatorios y torturas, además de realizando su papel como “mascota” del grupo de franceses de la localidad que trabajan para los alemanes, con su relación personal, aparentemente incoherente pero aún así cada vez más frecuente, con el sastre judío y su hija, los cuales evitan la deportación gracias a los servicios que prestan a los policías a espaldas de los alemanes, hasta que esos caminos incompatibles, esa incoherencia, le hagan por fin salir de su indiferencia y tomar partido, no por Francia, sino por France y por sí mismo.

La película, una obra magnífica, sensacional, madura, para nada maniquea ni acusadora, sino simplemente demostrativa de unos hechos incontrovertibles de forma objetiva y desapasionada, entretenidísima pese a sus dos horas y veinte minutos de duración, plantea por tanto un asunto capital que la Francia de los setenta se había esforzado en olvidar: el colaboracionismo francés con los alemanes, la vergonzosa rendición en el verano de 1940 en el mismo vagón de tren (buscado al efecto por Hitler, como se sabe, muy dado a los escenarios wagnerianos) donde Alemania había firmado la humillante Paz de Versalles en 1918, las deportaciones de judíos franceses a los campos de exterminio, las denuncias, el permanente clima de guerra civil que se vivió en el país durante la ocupación, y sobre todo, la fuerte implantación entre las clases conservadoras francesas desde la victoria del Frente Popular y durante la guerra civil española de los planteamientos filonazis, a los que se entregaron con los brazos abiertos una vez que las tropas alemanas desfilaron junto al Arco del Triunfo, nueva paradoja. La tragedia del colaboracionismo, pretendidamente siempre camuflada por De Gaulle (un coronel que pasó a general sin hacer la guerra, por cierto, sin poner el pie en un frente), desde la radio de Londres y sobre todo desde su discurso tras la liberación de París (encabezada, una vez más, por republicanos españoles, pero que él atribuía a la propia ciudadanía parisina), escondía además a las numerosas tropas francesas que combatían junto a los alemanes o bien incluso dentro de la propia Wehrmacht, como los últimos regimientos que defendieron Berlín ante el acoso soviético en 1945, muchos de los cuales estaban formados por franceses. Por supuesto, ni que decir tiene que a la Francia nacida de la proclamación de la V República tras la independencia de Argelia no le apetecía echarse en cara a sí misma la traición y el colaboracionismo con los mayores verdugos de la Historia (como en España determinados sectores siguen tendiendo un tupido velo sobre sus vergüenzas pasadas, esperando que la amnesia termine de darles la victoria que fue sólo militar y política, pero nunca legítima), y la película recibió críticas, varapalos, ataques y acusaciones de “antipatriótica” (es decir, exactamente igual que ocurre en España con quienes quieren convertir el pasado, precisamente, en Historia, un fenómeno que se pueda analizar, estudiar, catalogar y del que puedan extraerse conclusiones de manera aséptica, no en clave política actual y continua), apelativos que realmente escondían el miedo de quienes tenían cosas que ocultar a que las verdades salieran a la luz y de que su principal preocupación, su lugar en la posteridad, el empeño de toda su vida, quedara empañado para siempre (una vez más, igualmente como en España hoy en día). Es obvio que en Francia, al día siguiente de la liberación, ya no había franceses que hubieran apoyado a Hitler, como en España, al día siguiente del funeral de Franco, ya no había franquistas; las sociedades son así de hipócritas. Bastó una película para demostrar que en Francia seguía habiendo elementos traidores del pasado, como ha bastado en España muy poco para probar lo mismo.

La película, que cuenta con actores relativamente desconocidos (no así sus rostros) como Pierre Blaise, Aurore Clément, Thérèse Giehse, Holger Lowenadler, Jean Bousquet o Jean Rougerie, es una de las mejores obras de un cineasta magnífico como es Louis Malle, quien, especialmente en las películas en las que habla de la ocupación alemana (maravillosa Au revoir les enfants), siempre ponía muchas dosis de emotividad y memoria propia. Ayudan a completar un magnífico marco la música del gran guitarrista de jazz Django Reinhardt, y la fotografía espléndida del habitual colaborador de Sergio Leone, Tonino Delli Colli. Pero sobre todo es Pierre Blaise, el actor que da vida a Lucien, quien está soberbio. Se le ha acusado en ocasiones de crear un personaje estúpido, un tipo absurdo, apático, indolente, plano, un maniquí sin gestualidad ni emoción. Quien critica así la fenomenal actuación de Blaise en un personaje que le estaba pidiendo exactamente eso, no repara en que su personaje es la personificación de toda la Francia de 1939-1945. Sus posiciones iniciales, su evolución, su búsqueda, su abrazo al colaboracionismo, su posterior actuación, no hacen sino emular la propia evolución de Francia en aquellos años, de la apatía en la llegada de la tormenta a la tardía reacción, pasando por la tibia oposición y el derrumbe francés de 1940, poniendo la historia de Lucien en primer plano como metáfora y explicación de la incomprensible deriva del país que trajo la Revolución, la democracia y los derechos civiles (y sí, no me estoy olvidando de Estados Unidos; los estoy omitiendo voluntariamente) y que apenas ciento cincuenta años más tarde se entregó en brazos de la barbarie y de muy buena gana.

Sin duda una película para pensar, para analizar la debilidad de las falsas democracias y de lo fácil que resulta su conversión en crueles gobiernos dictatoriales, y sobre todo, constituye una acertadísima reinvindicación de la memoria como instrumento de juicio (por mal que les pese a quienes desvarían en la prensa un día y “olvidan” sus palabras al siguiente) y de la Historia (sin manipulaciones con las que arrimar el ascua a la sardina de cada cual) como instrumento de incalculable valor pedagógico, periodístico y formativo, al tiempo que da pie a reflexiones más profundas, al papel que occidente, cuyo pasado bárbaro no tiene parangón alguno, debe ejercer como ejemplo frente al mundo: el reconocimiento de los propios errores, el enjuiciamiento de sus propios verdugos, el reconocimiento de sus propias miserias, sin tergiversaciones, sin versiones edulcoradas, antes de dar lecciones de democracia al mundo y de pretender que hagan otros lo que él no es capaz de hacer, antes de crear fenómenos como los tribunales internacionales (que terminan juzgando, como los tribunales convencionales, sólo a los criminales pobres, sin apoyos, de países sin avalista, mientras quienes deciden las muertes desde los despachos se cubren de halos de libertad o quienes son demasiado poderosos ni se inmutan) o de promover la detención y procesamiento a escala mundial de dictadores y criminales, mientras se esfuerza por esconder sus cadáveres en el armario. ¿Miserables? Sí. Mientras no se note…

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