11 PM | 27 Abr

EL FANTASMA DE LA LIBERTAD

el fantasma de la libertadUn fantasma recorre el mundo occidental: el fantasma de la libertad. Aunque formalmente reconocida en nuestros textos constitucionales y elevada –por sí sola o en su derivación como autonomía personal– a la categoría de valor supremo en nuestra cultura, sospechamos turbiamente que algo no encaja. Se insinúa así un vacío en el centro de nuestra cultura, que la eclosión de las redes sociales habría contribuido a hacer visible con su fervor exhibicionista: una intimidad vuelta hacia fuera que delata un uso publicitario de la autonomía personal. A la vista de este escaparate de vidas ajenas, donde, sin embargo, nunca tienen un hueco las víctimas del narcisismo digital, cabe interrogarse por el sentido de la autonomía personal y las condiciones de su ejercicio. De modo que nos hacemos así otra vez la vieja pregunta leninista: libertad, ¿para qué?

En la enjundiosa entrevista recién concedida a Jot Down, Álvaro Delgado-Gal, a la sazón director de esta revista, subraya los curiosos efectos que ha tenido el aumento progresivo de la autonomía individual en las sociedades occidentales:

Es verdad que la gente decide más sobre su futuro, está menos sujeta a la tradición y menos sujeta a las limitaciones de su origen que antes. Pero también es verdad que la gente está haciendo de su autonomía un uso que no es exactamente interesante. […] Se ve un progreso claro de la sociedad entre 1945 y 1970; por ejemplo, desaparece el analfabetismo, la gente empieza a disponer de facilidades mínimas para llevar una vida razonable, no pasa frío, puede estudiar… Esto es importantísimo, pero a partir de cierto momento lo de la autonomía individual no se sabe muy bien a qué conduce. Da la sensación de que a formas de consumo que no parecen necesariamente inteligentes y, que yo sepa, no existe ninguna utopía alternativa.

¿Es éste, con permiso de la desigualdad, el tema de nuestro tiempo?

En realidad, la desigualdad y la autonomía remiten al mismo asunto: la emancipación. La diferencia es que la desigualdad se interroga por las condiciones materiales de la emancipación y la autonomía tiene un doble filo, según si se pregunta por las condiciones inmateriales de la emancipación o por su calidad de uso, es decir, por el grado de refinamiento que exhibimos en el uso de la libertad.

Dejando aquí de lado el candente problema de la desigualdad en el acceso a los recursos, para asumir, en cambio, la premisa general de que la sociedad occidental ha alcanzado un grado suficiente de bienestar material como para conceder a la mayoría de sus ciudadanos la capacidad de elegir su plan de vida, el desconcierto se produce cuando comprobamos –autocomunicación digital de masas mediante– que nuestro uso del tiempo se inclina más hacia la práctica del selfie que hacia el cultivo de las humanidades, dicho sea por simplificar las alternativas existentes. Ante esta realidad, tres son las respuestas más habituales: la resignación ante los frutos de la libertad, propia del pragmatismo liberal; la insatisfacción ante un uso de la libertad que se antoja desviado sin los asideros de la tradición, característica del conservador; y la negación de que disfrutemos de una auténtica libertad, sino solamente de una libertad ilusoria, al decir de lo que podríamos englobar genéricamente dentro de la teoría crítica posmarxista. Resignación, nostalgia, resistencia.

Hace unas semanas, el Frankfurter Allgemeine Zeitung se hacía eco de la publicación en Alemania del libro de la feminista inglesa Laurie Penny (Unspeakeable Things. Sex, Lies and Revolution) en una interesante pieza firmada por Antonia Baum. Para su autora, eso que llamamos «emancipación de la mujer» no es otra cosa que su transformación en monstruosas carreristas, esa Karrierefrau que abunda en un país de fuerte tejido empresarial como Alemania. Penny critica un feminismo dirigido mayormente a estas mujeres profesionales de clase media, preocupadas por cultivar de continuo su capital cultural y erótico, ascender en su trabajo, ser esposas y madres perfectas: un icono capitalista que deja fuera a las mujeres pobres, los transexuales, las madres solteras, las prostitutas. En este contexto, la pareja y la familia se convierten en una parte esencial del sistema de explotación contemporáneo, el refugio donde se sigue trabajando después del trabajo, con objeto de aproximarse al falso ideal conformado por las ficciones contemporáneas. De ahí que quien no logre «colocarse» se convierta en una apestada, ante sí misma para empezar: la mirada angustiada de una mujer que a los treinta y cinco años no tiene aún un marido –sostiene Penny– está entre lo más intenso que puede contemplarse en nuestro tiempo. Por esa misma razón, anota Baum, toda mujer está obligada a preguntarse:

¿Es este ideal mi deseo propio, o me he acomodado a este deseo por puro conformismo? Más aún: ¿qué quiero realmente?

Son preguntas que podrían hacerse también un juglar del siglo XII, un samurái japonés, un monje benedictino o un ama de casa posbélica.

Y son preguntas pertinentes, aunque quizá no por las razones que aquí las motivan. Ni que decir tiene que Penny, como es tradición en la teoría crítica contemporánea, carga las culpas sobre el «neoliberalismo», y asunto resuelto. Pero una categoría tan difusa sirve de bien poco, porque apenas nos ayuda a comprender los problemas que están sobre la mesa. Algo que también se trasluce en la renuncia de Penny a aportar dibujo alternativo alguno. Aprobatoriamente, Baum señala que no es trabajo de Penny decirnos cómo deberían ser las cosas, sino sólo afirmar radicalmente que deberían ser diferentes: para hombres y mujeres. ¡Que inventen otros!

Se intuye, en cualquier caso, que su crítica participa de la idea francfortiana según la cual nuestra subjetividad está constituida por aquellos discursos o relatos que con más fuerza circulan en una sociedad determinada. Es decir, que una mujer se sienta a ver Sexo en Nueva York y acaba convertida en Karrierefrau, igual que la práctica del intercambio digital nos impele a fotografiar nuestros pies cuando vamos a la playa: todo ello sin dejar de sonreír. En otras palabras, somos lo que consumimos. Esta noción habría penetrado incluso en el habla cotidiana, donde una buena parte de las explicaciones que ofrecemos a distintos fenómenos es que «la sociedad» nos obliga a actuar de una determinada forma o nos impide hacerlo de otra. Las conductas que aprobamos, en cambio, sí nos parecen libres: producto, precisamente, de previos procesos de emancipación.

No obstante, salta a la vista que resulta extremadamente complicado distinguir entre una conducta emancipada y una conducta alienada dentro de contextos acomodados: entre comportamientos autónomos y heterónomos. Repitamos la pregunta de Baum, a modo de motivo principal para una posible melodía de la emancipación:

«¿Es este ideal mi deseo propio, o me he acomodado a este deseo por puro conformismo? Más aún: ¿qué quiero realmente?»

El término «emancipación» describe el tránsito de un estado de dependencia a uno de libertad, que también puede reformularse como el paso de la alienación a la autorrealización. Y exige, claro, que nos emancipemos de algo, ya lo denominemos represión, dominación o falsa conciencia, para afirmar, en cambio, nuestra soberanía: como grupo (minorías raciales, proletariado, la mujer, la humanidad) o como individuo (frente a los imperativos sociales de distinto orden). Aunque encontramos distintas versiones del proceso emancipador en la tradición filosófica occidental, de Rousseau a Kant, pasando por Hegel, hoy es dominante una comprensión entre francfortiana y foucaultiana que subraya la tensión existente entre el sujeto alienado y la sociedad de masas. Para esta tradición, las preguntas de Baum se responden solas: nuestros ideales no son nuestros, sino preprogramaciones sociales que nos hacen creer que queremos realmente lo que sólo creemos querer. Así que únicamente un despertar del sujeto que lo sacuda de sus falsos deseos hacen posible su verdadera emancipación.

Para Theodor Adorno, la emancipación tiene lugar cuando el sujeto se libera de convenciones y controles sociales, mientras que su colega Max Horkheimer rechaza la emancipación burguesa –basada en la libertad– en favor de una concepción «holística» de la misma capaz de poner fin a la atomización individualista de la sociedad capitalista de masas. Para emanciparnos individualmente, pues, hay que destruir las estructuras sistémicas que nos alienan1. En un reciente artículo, Byung-Chul Han, francfortiano de última generación, llevaba esta lógica hasta el extremo de sugerir que el máximo triunfo de la alienación capitalista consiste en el hecho de que elegimos libremente someternos a ella: cada selfie es así un eslabón de la invisible cadena de la dominación posburguesa. No es así de extrañar que nuestro Sánchez Ferlosio, confeso admirador de esta escuela filosófica alemana, haya anotado con acierto el papel de las revistas femeninas en la moderna configuración de la psicología de la mujer, que a su juicio contribuye decisivamente a explicar el fracaso del feminismo y su reemplazo por la feminidad categoría asimilable por el mercado:

Las revistas femeninas que incitan a las mujeres a conocerse, a saber cómo son, las compelen, por lo pronto, a ser de alguna manera; una manera de ser que no se conforma con cualidades superficiales que no necesitan de ninguna averiguación […], sino que piden o exigen rasgos mucho más sofisticados que componen personalidades totalmente inexistentes. La que se entere de que es géminis, como Kylie Minogue, se pondrá a buscar la dualidad de su ser, y no hay duda de que la encontrará2 .

Bajo estas premisas, el disgusto ante la banalidad dominante en la sociedad de masas, que pueden compartir conservadores y anticapitalistas, produce también la tentación del dirigismo. Entre nosotros, César Rendueles ha ejemplificado esta posibilidad al señalar, primero, que no se hace la revolución «para asentir plácidamente a un ideal de vida basado en los zapatos Manolo Blahnik, el paintball y los cruceros Disney», y defender, después, un «proyecto de organización social considerado preferible»: alguna versión del socialismo democrático3. Porque si somos lo que consumimos, hay que cambiar lo que consumimos; aunque sea por decreto.

Ahora bien, esta solución colectivista, sin duda presentada por sus defensores como el auténtico triunfo del auténtico individuo, liberado ya de las cargas estructurales de la sociedad de masas, no deja de ser una falsa solución. Pero hay que preguntarse quién se arroga el derecho a decidir qué discursos circulan socialmente y gozan, por tanto, de fuerza constitutiva, y cuáles se quedan fuera por razones de salud pública. Podría alegarse que una sociedad poscapitalista reduciría considerablemente el papel del mercado y limitaría, hasta el punto de suprimirla, la publicidad, con lo que desaparecería una parte del problema. Pero aún quedarían por domesticar tanto las ficciones –novelas, películas, series televisivas– como las fórmulas virales nacidas en las redes digitales. ¿Nos encaminaríamos hacia un revival del realismo socialista, bajo nuevas formas apenas discernibles desde la burbuja burguesa contemporánea? ¿O muerto el perro del mercado, se acabó la rabia de la servidumbre posmoderna?

Si bien se piensa, la libertad se asienta sobre un enorme espacio vacío, que es el mismo que encontramos en el interior del sujeto. No se trata de un vacío completo, como solía pensarse cuando se asimilaba la conciencia del recién nacido a una tabla rasa sobre la que podía escribirse cualquier cosa; hoy sabemos que venimos bien equipados de serie para el aprendizaje, la supervivencia y la reproducción. Pero no deja de ser cierto que, al socializarnos en contextos diferentes, aprendemos cosas diferentes: nuestros deseos universales adoptan formas particulares según cuál sea la sociedad y el momento que nos toquen en suerte. Esta observación elemental sugiere que nuestros contenidos vitales no son uniformes ni vienen dados, sino que surgirán de un complicado proceso social donde, ciertamente, tendrán un peso considerable las influencias a las que en mayor grado nos vemos expuestos. Y es verdad que no todas las voces están representadas por igual –la publicidad tiene una fuerza presencial de la que carece la poesía–, pero también lo es que esos desequilibrios no pueden explicarse simplemente aludiendo a entidades fantasmales como el sistema, el mercado o la ideología.

Si se adopta una perspectiva de especie, hay que reparar en el hecho de que los seres humanos no han necesitado preocuparse por los contenidos vitales de su existencia hasta alcanzado un período ya muy avanzado de su historia. Durante la mayor parte de ésta, la lucha contra el entorno natural los ocupaba sin pausa; después, la lucha por la vida en un marco social inhóspito. Pacificados estos dos frentes en la sociedad burguesa de masas, neutralizada la capacidad de las religiones para dar sentido a nuestras vidas cotidianas, aparece el problema de la libertad: qué hacer con la autonomía personal una vez alcanzada la emancipación largamente anhelada. Y la respuesta es que no sabemos bien qué hacer. Máxime cuando el ideal ilustrado de filiación humanista no ha demostrado ser un eficaz sustituto de la religión como creencia cohesionadora de las comunidades humanas. La cultura de masas desemboca en el shopping y es, en fin, incapaz de cumplir esa función totalizadora.

Así, parece como si, para la mayoría de nosotros, la vida se dividiera tajantemente entre una larga juventud de experimentación narcisista y una reinvención en el seno de la familia tradicional: pasamos del viaje a California al cambio de pañales. Para las minorías, la Alta Cultura se convierte en reemplazo para la religión, ofreciendo un contenido vital dinámico compatible o incompatible –según los casos– con la vida familiar. Pero es esta última la que sigue proporcionando en mayor medida el sentidoque antes monopolizaban las religiones, como se deja ver en la paradójica sorpresa con la que los jóvenes –o no tan jóvenes– padres contemporáneos reaccionan ante el nacimiento de su primer hijo. De alguna manera, el antónimo de la mirada angustiada del soltero a la que alude Laurie Penny es eso que Ferlosio llama, en el texto recién aludido, «el repelente melodrama de la maternidad», incesantemente reproducido por la prensa rosa y las revistas femeninas. Sin embargo, la felicidad de los nuevos padres es genuina, con independencia de que su expresión pueda adoptar las fórmulas de uso corriente, como el consabido «lo mejor que me ha pasado en la vida».

¿No es posible que el empleo romántico de la autonomía durante el primer tercio de nuestra vida, caracterizado por una banalidad sin fin que autoriza a describir nuestra trayectoria vital como propia de un pollo sin cabeza, sea sacudida de golpe por un hecho atávico ante cuya pertinencia plantea pocas objeciones desde un punto de vista darwinista? De hecho, algo de esa satisfacción –ese alivio– puede encontrarse ya en la delirante industria de la organización de ceremonias nupciales. En ambos casos, se descubre algo que la tradición ya sabía sobradamente, como experta suministradora de razones vitales. Es sólo que los posmodernos necesitan recorrer un camino más largo para llegar al mismo sitio.

Queda así claro, en definitiva, que no es fácil dar con una noción practicable de emancipación en la era posmaterialista. Porque, si identificamos la alienación con la asimilación irreflexiva de los discursos sociales dominantes, hemos de vérnoslas con el hecho de que no todos los individuos llevan las mismas vidas: hay bolsas naturales de resistencia a los discursos dominantes, alternativas florecientes en una era digital donde la fragmentación es la norma. A decir verdad, es imposible que el individuo dé forma libremente a sus contenidos vitales, si entendemos por «libertad» la ausencia de toda influencia exterior. Tiene que haber algo: porque no puede no haber nada y porque no podemos crear contenidos vitales a partir de la nada. Otra manera de decir esto es reconocer que el conflicto entre la conciencia individual y las estructuras sociales es inevitable.

Por eso mismo, el problema es otro. No se trata de crear un orden social donde el sujeto pueda crearse a sí mismo, sino de decidir cómo deba ser ese orden social –esealgo– donde daremos forma a nuestra vida en contacto con los discursos sociales existentes. Quiere así decirse que una emancipación de resultados decepcionantes no autoriza –pendientes de resolución innumerables problemas de distribución de recursos e igualdad de oportunidades– a negar que esa emancipación se ha producido ya en la medida, limitada, en que puede producirse. Porque vivamos donde vivamos, vivamos como vivamos, un sujeto reflexivo termina por hacerse las mismas preguntas:

¿Es este ideal mi deseo propio, o me he acomodado a este deseo por puro conformismo? Más aún: ¿qué quiero realmente?

Mejor será que ese dilema se plantee en sociedades abiertas y diversas donde las naturales tendencias humanas a la imitación puedan verse contrapesadas por la libertad para la experimentación y la subsiguiente abundancia de opciones morales disponibles, aun cuando –para decepción póstuma de John Stuart Mill, el pensador liberal que con más claridad ha defendido las ventajas de la diversidad de estilos de vida– los resultados de esa libertad puedan resultarnos decepcionantes en su banalidad o conformismo. Y que cada uno trate de responder, en su intimidad psicológica, si quiere realmente lo que cree querer o más bien quiere otra cosa. Hay donde elegir.

22/04/2015

 

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