11 PM | 27 Dic

MANHATTAN

Realizada por Woody Allen y escrita por él y Michael Brickman, se rodó en panavisión y en b/n, en exteriores de NYC (Manhattan, Sutton Square, etc.). Obtuvo 2 nominaciones a los Oscar (guión y actriz reparto, M. Hemingway). Producida por Charles E. Joffe, se estrenó el 14-III-1979 (EEUU).

La acción tiene lugar en NYC en 1978, entre mayo y noviembre. Narra la historia de Isaak Davis (Allen), de 42 años, divorciado, que mantiene un idilio con Tracy (Mariel Hemingway), de 17 años, estudiante de bachillerato, a la que deja para intimar con Mary Wilkie (Diane Keaton), antigua amante de su amigo Yale (Michael Murphy), casado, pero dado a aventuras esporádicas. Davis es autor de comedias, inmaduro, locuaz y romántico. Mary es inteligente, atractiva, sexy y se siente sola. Tracy es una adolescente precoz (Lolita), tierna, dulce y encantadora.

La película suma elementos de comedia, romance y drama. Explica y justifica la admiración y el apego de Allen por su ciudad. La ve grandiosa, sobrecogedora, trepidante, hermosa, moderna y acogedora y, también, ruidosa, agobiante y sobredimensionada. La recorre con el espectador: Guggenheim, Central Park, Planetarium, Sutton Square, etc. Al inicio y al final ofrece imágenes de la ciudad que glosan su espectacularidad y belleza. Uno de sus mayores alicientes es la amplia oferta cultural qeu contiene: conciertos, cine subtitulado, exposiciones, teatro. Entiende que es símbolo de un mundo de nuevo cuño, el de los 70, poblado por una sociedad superficial, estresada, apresurada, desbordada e insensibilizada por la droga, la televisión, las comidas rápidas, la música estridente, la práctica rutinaria del sexo, la falta de reflexión y de sentimientos. Más que de amores actuales, habla de amores pasados (Jill), desamores presentes (Mary), amores pasajeros, imposibles (Tracy) y traicionados. Explica sus neurosis, inseguridades, contrariedades (libro de Jill), su afecto por el hijo y su idea de que estar enamorado es motivo y causa de inmensa satisfacción. Contradice antiguos prejuicios, al establecer que la adecuada educación de un niño puede correr a cargo de una pareja de mujeres. Explica sus preferencias en música contemporánea (Louis Armstrong), clásica (Mozart, Vivaldi, Mahler), cine (Bergman), litertura (Borges, Tolstoi), teatro (Bretch), pintura (Czésanne), fotografía artística. El amor, la amistad y los placeres del arte y la cultura hacen que la vida (compleja y abrumadora) pueda ser una aventura gozosa.

La música se apoya en Gershwin (“Rapsody In Blue”). Añade otros 17 temas, como ” ‘S Wonderful”, “Do, Do, Do” y “Strike Up The Band”. La fotografía, de Gordon Willis, sitúa elementos relevantes en todo el espacio escénico, coloca el foco de atención en posiciones no centrales, crea ambientes íntimos (vela, lámpara solitaria, contraluces) y exalta la grandeza de la ciudad. El guión disecciona la sociedad de los 70. La dirección construye una obra templada, equilibrada, detallista y apasionada.

MIQUEL FILMAFFINYTY

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10 PM | 26 Dic

EN MITAD DE NINGUNA PARTE

Sobre Cataluña, el problema no es de moderación o radicalismo, sino de naturaleza de las cosas y claridad de ideas. Incluso cuando las ‘terceras vías’ son posibles, no hay razón para atribuirles superioridad alguna

Que yo recuerde, Juan de Mairena en sus clases de retórica no se ocupa de los artículos intercambiables. Me refiero a esos textos que avanzan sin otro sostén que un andamio de lugares comunes que, de tan repetidos, nos parecen indisputables. Nunca se llega a decir nada, aunque todo suena muy convincente. Permítanme recrear el género: “Hay que evitar cualquier extremismo. Lo que tienen que hacer los que están a favor y en contra de X es buscar consensos, dialogar, ceder en sus radicalismos. Los que no estamos ni con unos ni con otros nos vemos tironeados por quienes vuelven la espalda a soluciones democráticas y pactadas. La única propuesta realista y responsable pasa por establecer puentes y ceder cada uno un poco, hasta llegar a acuerdos en donde nos encontremos todos. La intransigencia no conduce más que al enfrentamiento y a extremar posturas. La moderación y la prudencia han de regir cambios que opten por soluciones imaginativas”.

Basta un examen superficial para reparar en que la naturalidad del chisporroteo anterior escamotea supuestos que están lejos de resultar obvios. Sin ir más lejos, el de que siempre hay soluciones intermedias. Algo discutible. Si sustituyen X por pena de muerte lo comprobarán. El problema no es de discrepancias o actitudes políticas, de moderación o radicalismo, sino de naturaleza de las cosas y claridad de ideas. Se puede estar más o menos cansado o gordo, pero no se puede estar un poco embarazada o muerto. La distinción entre la calidad de las cosas y la calidad de nuestras ideas sobre ellas no es una tontería. La próxima vez que alguien le diga “piensa y aclárate, ¿me quieres o no?” recuerde que, con toda la razón del mundo, le puede contestar: “tengo muy claro que mi sentimiento es confuso”. Tener claro que una realidad es confusa no es lo mismo que tener una idea confusa sobre la realidad.

La secesión es uno de esos asuntos que no toleran el equilibrismo. Una frontera se levanta o no. La ciudadanía, a diferencia de la estupidez, no admite grados. A partir de determinado momento dejamos de compartir derechos y libertades con millones de conciudadanos. Por voluntad de una parte, ya no integramos la misma comunidad de decisión y de justicia. La voluntad y el oficio de los nacionalistas nos ha situado en ese terreno y, a estas alturas, entregarse al consolador conjuro de los buenos deseos comienza a ser algo peor que deshonestidad intelectual. La disposición a ignorar las malas noticias, a creer que lo que se quiere llegará a ser y que podemos jugar con situaciones dramáticas sin instalarnos en el drama, es un ejercicio de adolescencia política que no nos podemos permitir. La falta de limpieza mental, a fuerza de hurtar o edulcorar los problemas, los ahonda.

Ejemplos de esa inmadurez no faltan. El más evidente está en la trastienda de la esperada pregunta, que han resultado ser dos y malas: ni claras ni distintas no descartan resultados inconsistentes. En el trasfondo del despropósito no hay más que el intento de satisfacer la imposible exigencia de ICV de “una pregunta que permita contestar afirmativamente tanto a los independentistas como a los federalistas”. En realidad, solo había una pregunta, condición de posibilidad de cualquier otra, que permitiera salir de ese atolladero y que yo hubiera ofrecido gratis si me hubieran consultado: “¿Debemos abolir el principio de contradicción?”. Solo bajo el supuesto de que cabe apuntarse a una cosa y la contraria, tenía sentido la reclamación de ICV.

Algunos podrían creer que estas ocurrencias son herencias de los tratos de ICV con la dialéctica hegeliana o —esto quizá sea mucho suponer— con las lógicas paraconsistentes. Pudiera ser, aunque hay razones para pensar que la causa última se encuentra en una atmósfera juvenilmente atolondrada común en la política catalana, tan gestera y ampulosa. Al cabo, no es menor el desatino de ciertos socialistas cuando defienden que en el PSC caben independentistas, nacionalistas, confederalistas y federalistas, esto es, unos que quieren discutir cómo vivir juntos y otros que quieren convertir en extranjeros a sus conciudadanos.

Nadie que piense limpio puede decir estas cosas. Un socialista, menos aún. El independentismo busca reducir el perímetro de la ciudadanía. Los derechos y las redistribuciones solo se contemplan para unos cuantos, los nuestros. Por decisión de unos, otros no cuentan. De hecho, de estar justificado el derecho de secesión (de la rica Cataluña respecto de España), la posibilidad de levantar unilateralmente una frontera, habría que contemplar un equivalente derecho de expulsión (de la pobre Extremadura de España).

Las cosas son exactamente al revés. El acuerdo importante se sitúa al otro lado de la pregunta de ICV o del fantasioso partido “oh, benvinguts, passeu passeu, ara ja no falta ningú”. Federalistas y jacobinos, socialistas y conservadores, no ponen en duda quiénes son sus conciudadanos. Quienes se toman en serio la democracia comparten un compromiso con una comunidad de ciudadanos iguales en derechos y libertades, donde la procedencia territorial es una simple circunstancia geográfica y parcialmente cultural que jamás puede ser fuente de privilegios ni fundamento de exigencias políticas. Sobre esa convicción compartida, los ciudadanos levantan sus discrepancias razonables, la posibilidad misma del debate democrático, de abordar los problemas —entre ellos, una financiación más justa y más eficaz— sin otros avales que la apelación a lo justo y debido.

Formar parte de la misma comunidad política implica que unos a otros nos otorgamos la elemental dignidad de debernos razones. Tenemos la obligación de explicar nuestras propuestas y el derecho a esperar explicaciones de los demás. Con los extranjeros eso no sucede. El que quiere levantar una frontera excluye a sus conciudadanos de su comunidad de justicia y de decisión, no los considera dignos de recibir razones. Por eso, la discrepancia política fundamental se establece entre quienes quieren la ruptura de la comunidad civil y quienes no, entre quienes defienden la secesión y quienes nos reconocemos conciudadanos. Una vez trazada esa línea, comienza la pasión de la democracia, entre gentes que aspiran a entenderse y a resolver sus discrepancias.

Pero hay otro problema en la retórica de las “soluciones intermedias”. Y es que, incluso cuando son posibles, no hay razón para atribuirles superioridad alguna. Algunos defensores de la tercera vía no tienen más argumentos que la vacua cháchara con la que comenzaba este artículo, ese “ni unos ni otros”. Tampoco ahora hay que confundir el sesgo cognitivo en favor del “camino de en medio”, la fascinación de la equidistancia, del que tanto provecho obtienen encuestadores y defensores de la superstición del “centro político”, con las buenas razones. El único atractivo de la tercera vía es su indeterminación. El alivio de la vaguedad ante los malos diagnósticos. Para confirmar la eficacia balsámica de los buenos deseos basta con ver la alegría con la que desde el PSOE se defienden dos propuestas incompatibles, el federalismo y el trato diferencial para “las comunidades históricas”. Todos están de acuerdo aunque no se sabe en qué y mejor no entrar en detalle, no sea qué. El problema de las soluciones intermedias es su inexorable imprecisión, su contenido mudadizo, subordinado a unos extremos que perfilan otros. Si mañana se interviniera la autonomía catalana, como hicieron Eisenhower, Kennedy o Johnson en diversos Estados de la Unión o Blair en el Ulster, el camino de en medio sería otro bien distinto.

La tercera vía no es nueva. Llevamos la vida entera en ella. La situación actual es la tercera vía respecto a otra previa que era la tercera vía de otra que también se presentaba como solución. En ese guion falaz ha instalado el nacionalismo su identidad y su estrategia: crear problemas para los que se presentan como solución y vuelta a empezar. Un somero paseo por Google confirma que, ya en los días en que se gestaba el Estatut, quienes ahora reescriben la historia y presentan los “recortes” del Constitucional como el origen de su independentismo, nos anticipaban que, fuera cual fuera el resultado, no bastaría para satisfacerlos, que el Estatut era solo estación de paso. La vida entera en la tercera vía y estamos peor que nunca. La política como promedio es, casi siempre, la política mediocre.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.

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10 PM | 26 Dic

TABU-

A pesar de mi admiración y simpatía por nuestros vecinos portugueses, a pesar de caer rendido ante su gastronomía, prendido de sus ciudades, paisajes y monumentos, o hipnotizado por su música, a pesar de todo ello debo admitir que apenas he visto cine portugués. A bote pronto viene a mi memoria la excelente FADOS, dirigida además por un español, la muy buena MISTERIOS DE LISBOA, con momentos esplendidos pero de agotador metraje, o la más normalita CAPITANES DE ABRIL, más que aceptable pero sin llegar a alcanzar el nivel de las otras dos. Después de visionar TABÚ, una agradable, inesperada y magnifica sorpresa, tendré que plantearme más seriamente el sumergirme en profundidad en ese cine, al que he visitado muy poco, pero del que regrese siempre muy satisfecho.
He pasado casi dos estupendas horas desplazándome de la capital portuguesa a las antiguas colonias, con absoluta complacencia, con total complicidad, intensamente, con personajes plenos de pasión, de corazón rotundo, de elegancia, de sabiduría, de magia. Personajes capaces de arriesgarlo todo, simplemente por vivir, por sentir en sus cuerpos jóvenes, todo lo que la naturaleza nos ha regalado para nuestro deleite y disfrute. Me he emocionado contemplando esas bellísimas imágenes en blanco y negro, con la voz del narrador de fondo, en lo que se puede interpretar también como un homenaje al cine mudo y a su predecesora de hace 81 años. Durante un suspiro, eso es lo que me ha perecido la duración de la película, he vivido junto con ellos, sus aventuras, sus amores y desamores, sus dramas y tragedias, en esas tierras y en aquellos tiempos plenos de misterios, de ritos, de romanticismo.
A todo lo expuesto que no es poco tenemos además que añadir, la exquisita banda sonora, los escenarios, el ambiente del que está poseída, y cómo no, el elenco, muy especialmente las actrices, y mas en concreto las dos que interpretan el papel de Aurora, tanto de mayor como de joven. Y es que Ana Moreira, para mí por supuesto desconocida, metiéndose en la piel de la joven y pasional protagonista, derrocha belleza, ganas de vivir, sensualidad, erotismo. Me he sentido cautivado por esta historia, por forma de contarla, pero sobre todo por la hermosa Aurora
Hay una escena que me resulto particularmente erótica y a la vez romántica, y que resume muy bien el giro que va dando la historia. Lo que comienza como pasión, ya de por si una sensación difícil de gobernar, se le va añadiendo también amor, y entonces se torna en un sentimiento del todo incontrolable. Los dos desnudos, entregados a la pasión, pero también al amor, y el narrador, que es el mismo bastantes años después, que se pregunta ¿Puede alguien percibir el momento en que se pasa de la pasión al amor? Supongo que la respuesta a esa cuestión es imposible, es algo que muy probablemente sucede sin que ni tan siquiera seas consciente de ello

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09 PM | 16 Dic

LOS SEÑORES GAZEN SE DESPIDEN

El hotel Lutetia es uno de esos lugares con historia, lo cual se traduce en que fue importante y ahora lo es menos. Cuatro estrellas en París, Boulevard Raspail, rive gauche. Un clásico de las clases acomodadas que tuvo su época dorada entre las dos Grandes Guerras y que llegó con dignidad, estilo y probidad hasta hoy día. Hasta nuestra propia historia española, tan ayuna de hoteles en sus encuentros y desencuentros, tuvo en el Lutetia un momento de entusiasmo ya olvidado. Allí celebraron la primera rueda de prensa tres tipos inconfundibles en su estilo; el catedrático, Rafael Calvo Serer –incoloro, inodoro e insípido, como sus libros y su nada ascética soltería de miembro egregio del Opus Dei–; Santiago Carrillo, que probablemente no había pisado el hotel en su vida, y Antonio García Trevijano, insumergible superviviente cuya biografía convertiría las de Aznar o Zapatero o González en cuentos para niños con dificultades para la lectura. Se trataba entonces de la puesta en escena de la Junta Democrática y si se hizo en el Lutetia, probablemente fue a sugerencia de José Luis de Vilallonga, que sabía de eso de hoteles y de París, y por entonces ejercía ¡asómbrense! de portavoz de la institución recién nacida para derribar a Franco e instaurar una democracia coronada –si se avenía a ello– por Don Juan de Borbón, padre del actual Rey. (Más de uno pensará que estoy vacilando, pero fue cierto y sucedió allá por 1974).

Nada que ver con nuestra protagonista, Georgette Cazes. Ella se había reencontrado con su padre en 1945 recién salido de un campo de concentración nazi, y cabe pensar que era un lugar de referencia; entrañable y familiar ahora que ya tenía 86 años y había decidido abandonarlo todo. Ella y su marido, Bernard, reservaron habitación por internet una semana antes de su estancia. Los hoteles son reacios a contar nada y menos el número de la habitación. Quizá es lo menos importante. Lo cierto es que Bernard y Georgette Cazes habían decidido suicidarse y creyeron que nada mejor que el Lutetia. Eran gente de gusto.

Bernard Cazes, hasta jubilarse, ejerció de alto cargo de la Administración francesa. Ahora ocupaba sus horas en el paseo, la lectura y alguna colaboración esporádica en La Quinzaine Littérarie, una de esas revistas de la cultura francesa gracias a la cual entiendes porque ellos las tienen y nosotros no; algo ligado al humus de una sociedad civil culta. La verdad es que el Times Literary Supplement se ajustaba más a sus criterios. Su esposa, Georgette, profesora de latín, griego y literatura, jubilada, se enfrentaba a la mayor desgracia que le puede ocurrir a una lectora empedernida: quedarse ciega. Ya era inminente; se notaba en las cartas, breves, que enviaba a sus amigos: cada vez la letra era más grande, como si escribiera palotes.

Debieron pensárselo mucho. No querían ser una carga, ni para su hijo Patrick, ni para ellos mismos. ¿Cómo se cuidan dos octogenarios cuando entran en ese periodo imprevisible de enfermedades y decadencia humana que exige alguien más joven que les atienda? ¿Cuándo se pierde ese grado de lucidez que es el que decide “hasta aquí hemos llegado?”. La inteligencia se apaga y el valor se achica hasta convertirse en puro y elemental asentimiento: vivir aunque sea como las tortugas. Una ciega y un anciano que amenaza ruina. Ese dilema humano estremecedor que exige una envergadura excepcional para poder diseccionar las situaciones y decidir. Sobre todo decidir. Un viejo incapacitado no decide nada; todos lo hacen por él y no siempre en su beneficio. Porque, ¿cuál es su beneficio? Que se muera de una puta vez y deje de dar la lata a todos los que le rodean, porque ni oye, ni siente, ni habla. Sólo padece. O suponemos que padece, o quizá no; sobrevive.

Bernard y Georgette Cazes reservaron su habitación en el Lutetia, rigurosamente, y llegaron el jueves a media tarde. Desconozco qué hicieron. Si cenaron en alguno de los dos restaurantes del hotel, si sencillamente se limitaron a que les subieran algo a la habitación, lo cierto es que llamaron a la recepción para garantizar que les llevaran el desayuno a las 8,30 de la mañana; una forma obvia para que el camarero, que encontró la puerta cerrada, se esforzara por abrirla y descubriera lo que ellos habían decidido, sin necesidad de esperas y llamadas a la dirección. Ocurrió el viernes 22 de noviembre.

Estaban echados en la cama, cogidos de la mano y cubiertas sus cabezas de una bolsa de plástico. Las cartas a los amigos se habían mandado ese mismo día, por la mañana, para que cuando les llegaran la decisión estuviera consumada. Como era viernes y conociendo los hábitos del servicio postal no las recibirían hasta el lunes. Se despedían amablemente de sus íntimos, al parecer sin ninguna nota llamativa fuera de un sentimiento común de haber vivido una vida intensa y de que había llegado el momento de despedirse. Eso sí, Georgette, que debía ser más audaz que su marido, incluía una carta terrible, de esas que sólo una sociedad civil que sabe lo que es eso fuera de la fantasmagoría de la publicidad y la política; iba dirigida al Estado. Una burguesa consciente de sus responsabilidades y sus derechos.

“La ley prohíbe el acceso a toda pastilla letal que permita una muerte suave. ¿Quién tiene derecho a impedir a una persona sin responsabilidades, en regla con el Fisco, habiendo trabajado todos los años que le correspondían y después de ejercer actividades de voluntariado, qué derecho la obliga a prácticas crueles cuando se quiere quitar la vida?”. Y no sólo eso, sino que exige a su hijo Patrick que esta requisitoria contra el Estado se lleve adelante. ¿Acaso no tiene razón? Al fin y al cabo, como ella misma encabeza su misiva, se trata “de una falta de respeto del Estado francés a la libertad de los ciudadanos”.

Tengo entendido que en el estado norteamericano de Oregón, en la costa del Pacífico (4 millones de habitantes) se permite esta práctica por cuenta de la Administración, una de esas singularidades del mundo gringo que te deja perplejo al tiempo que te admira; en los estados vecinos te condenarían a la perpetua por tamaña pretensión. Un ciudadano tiene derecho a morir como le da la gana, con mayor razón aún a que te maten y que el Estado justifique tu muerte con razones mucho más insensatas y crueles que la decisión humana de desaparecer.

En una medida equivalente a la del derecho a vivir en condiciones normales debe existir el derecho a morir sin sufrimiento. No es el Estado el que decide cómo debes morir, ni cuándo, ni las Iglesias, ni los apóstoles, sino aquel que considera que su ciclo ha terminado, que ha vivido con una mujer encantadora, hermosa e inteligente –Georgette lo era– y que ya no merece la pena seguir haciendo sufrir a una ciega octogenaria que lo había visto todo y que ya no podía volver a ver nada que no fuera su interior. Como si fuera una sociedad de verdugos que te condenan a vivir como una forma de ganarte, no el cielo que pregonan sino su buena conciencia. Se amaron durante sesenta años, nada ya podrá ser igual, sino un deterioro, una decadencia que acabará haciéndoles ácidos y odiosos a sí mismos, porque el dolor saca lo peor de nosotros y revuelve lo que debería quedar como un pasado inolvidable. Se lo llevaron dentro.

 

 

Hay un tango de Astor Piazzolla construido sobre unos versos de Horacio Ferrer. Se llama Balada para mi muerte. Conozco una versión conmovedora hasta las lágrimas de la italiana Mina, en directo, con Piazzolla al bandoneón. Ahí está una declaración brutal y nada estilo Lutetia, pero que a buen seguro le gustaría a Georgette, a la que imagino adorable, entre sus versos clásicos y la gran literatura. Es sencilla y trágica como los tangos: “Moriré en Buenos Aires, será de madrugada… Mi penúltimo whisky quedará sin beber”. Un homenaje al matrimonio Cazes, por su dignidad. A vivir, nos obligan; morir, en ocasiones, es escoger.

GREGORIO MORAN- LA VANGUARDIA

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