Documentación

10 PM | 06 Mar

SOBRE CANINOS

El castillo de la pureza

Jean Jacques Rousseau defendía en su excelso tratado Emilio, o de la educación, que el individuo puede conservar su bondad natural pese a participar en una sociedad eminentemente corrupta. Tal vez la afirmación sostenida por el ilustrado, en la que sin ninguna duda es su obra más importante, resulte en exceso ingenua en pleno siglo XXI. Al menos eso es lo que parece pensar El padre que, con la complicidad de su esposa, ha mantenido encerrados durante toda su vida a sus tres hijos. Nunca llegaremos a conocer la verdadera razón de la reclusión. Tan sólo en una ocasión cuando castigue brutalmente, por haber infringido gravemente las normas, que tajantemente condenan cualquier contacto con el exterior, a la joven Christina, quien durante cierto tiempo ha sido amante del hijo varón, El padre apenas hará referencia en una frase a una abstracta abyección de la sociedad contemporánea. Pero no nos equivoquemos. Tan sólo es una frase. Es la abstracción y el desconocimiento los que construyen e impulsan un cautiverio que quizá no tenga una verdadera razón de ser y del que los propios prisioneros no tienen constancia. Las justificaciones no existen o al menos no tienen importancia. No son de orden moral o religioso. Ni siquiera nos parecen una ruptura desesperada como la que abrazaba la familia de El séptimo continente (Der siebente Kontinent, Michael Haneke, 1989) y que estaba abocada al suicidio como única vía de escape. La familia que protagoniza el film de Giorgos Lanthinos se mueve a partir de la imprecisión, de lo desconocido, y es en este punto donde encuentra sus elementos más interesantes. El espectador apenas tiene unos pocos apuntes para tratar de contextualizar y/o comprender a los protagonistas. Por este motivo, es una lástima, que el realizador no vaya aún más lejos, llevando la narración hasta un paroxismo absurdo, que sitúe indefectiblemente al espectador en esa misma tierra de nadie en la que habitan los personajes.

 

Al contrario que cineastas como Haneke o Fassbinder, Lanthinos evita con la utilización de un particular y estrafalario humor, próximo al surrealismo, que su mirada se deslice totalmente hasta la desesperanza. Por eso pese a la eminente tristeza y pesimismo que cubre el relato, el divertido patetismo que surge de diferentes situaciones (recordemos, por ejemplo, el momento en que El padre, se dispone a pescar unos peces en su piscina, equipado con material de submarinismo) le da una sugestiva complejidad y sobre todo perspectiva. El realizador maneja notablemente el tempo y la atmosfera, alternando a la perfección secuencias más crudas con otras mucho más emotivas o inclusive ingenuas. Por encima de todo, surge de cada plano una singular poesía, que parece alimentarse del patetismo, y que concluye en situaciones tan hermosas como la caída del avión en el jardín.

Kaspar Hauser creció en cautiverio, totalmente aislado, durante dieciséis años. Devuelto a la sociedad, infinidad de pedagogos intentaron enseñarle a hablar, a leer. Trataron de hacer de él, en definitiva, un individuo social. El enigma que rodea su muerte no deja de ser una suerte de trágica constatación de la imposibilidad del muchacho por adaptarse a su nuevo yo. El final abierto de Canino parece discurrir en paralelo a la trágica desaparición del muchacho del siglo XIX.

Pese a haber vivido encerrados durante toda su vida, al contrario que Kaspar Hauser, los tres jóvenes griegos han sido educados. Si bien, esta formación parte del propio aislamiento y del espacio que supone su mundo. El vocabulario puede subvertirse, los conceptos morales y/o éticos son alterados (el incesto, sin ir más lejos, no resulta en absoluto anómalo). Estos muchachos son por momentos indefensos niños o viscerales sujetos cargados de incomprensible agresividad.

La película de Lanthimos, formalmente muy hermosa, es, en conclusión, uno de los títulos más transgresores, e incluso abiertos, de los últimos tiempos. Saludada con énfasis en los pasados festivales de Cannes y Sitges, en el que se situaba como una de las favoritas para alzarse con el triunfo, Canino, nos descubre en su director a uno de los nombres propios para tener en cuenta en el nuevo cine europeo, y nos recuerda que el cine griego está vivo y que va mucho más allá de las majestuosas propuestas de Angelopoulos. Ya sólo falta que los distribuidores se enteren.

RAMON ALONSO

 

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10 AM | 27 Feb

MARTIN PATINO

Patino es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Salamanca. Debí de suponerlo… sólo hace falta escucharle hablar cinco minutos para darse cuenta de su preeminencia intelectual (no confundir con la pedantería: en sus maneras no hay afectación, esa necesidad absurda de sentar cátedra).

Pero a este hombre lo que le gustaba de verdad era el invento aquél del tomavistas. Por eso –y va sin ironías– comenzó estudiando algo distinto. Su forma de afrontar el ‘hecho cinematográfico’ (¿qué será eso?) viene condicionado por su educación. Nada que ver con el grueso del pelotón de directores de cine actuales, que presumen de acercarse al cine “sin ningún condicionamiento”. Sin ninguna educación, se entiende. (Ummm… qué reaccionario me ha quedado esto último, ¿verdad?).

En 1953 crea el cine–club universitario de Salamanca. Casi en paralelo saca adelante la publicación “Cinema Universitario”. Diplomado en Dirección en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas. Premio Nacional en 1961 por su primer guión cinematográfico. Profesor de Montaje en la Escuela Oficial de Cinematografía.

Su escasa filmografía arranca con una opera prima memorable: Nueve cartas a Berta (1965). No acabo muy bien de entender cómo pudo tener vida comercial este film (y la tuvo: ¡casi 100 días en cartel!), cómo –siquiera– logró estrenarse. Es un extraño milagro, ocurrido al amparo de las normas de regulación y protección del cine español puestas en marcha por José Maria García Escudero (4). La alegría –como en la casa del pobre– duró poco.

 

Nueve Cartas a Berta es la primera parte de una trilogía no reconocida, cuarenta años de historia peninsular condensados en tres películas: la presente, Los paraísos perdidos y Octavia. Crónica del desencanto. Radiografía de una derrota vital. En las tres alguien vuelve, retorna a una meseta inhóspita, congelada en el tiempo. Provienen de un auto exilio más o menos dorado: retiro europeo (en Inglaterra, Alemania o Suiza) que les permite echar una mirada desapasionada sobre la España franquista, socialista o popular.

No son películas pesimistas. Aunque el realismo poético de Patino no trata de aventar la esperanza. En eso es muy sincero consigo mismo. Y con todos nosotros.

Nueve Cartas a Berta me recuerda a Resnais, a Vajda. Basilio dice que no, que nada de nouvelle vague, que siempre hizo lo que le dio la gana, que no hubo referentes. Puede ser. Pero es que esta película es valiente en la forma y en el fondo: su estructura es compleja, oscilante, arriesgada. El estudiante recién llegado del extranjero se sincera con Berta, chica que conoció en la Pérfida Albión. De vuelta al aburrimiento de un país con más de “25 años de paz”, a las tunas, el folklore, la desidia, los pasos y el rosario, los vencedores y los vencidos.

Después vino Del amor y otras soledades (1969), film que no incluye la presente colección de DVDs. Tampoco lo he visto, y es de imaginar –por su exclusión– que ni el propio autor esté muy contento con los resultados… en cualquier caso, esta película llegó a competir en la Mostra de Venecia (sorprende, por cierto, la de premios internacionales obtenidos a lo largo de su carrera, incluyendo la Concha de Plata de San Sebastián por Nueve cartas a Berta).

A partir de ahí, comienza la bajada a los infiernos de Basilio. Consciente. Meditada. CONSECUENTE. Salirse del sistema puede ser la única vía de escape en tiempos de silencio. Y este hombre decidió –cito textualmente– “esperar a que muriesen ellos. Jamás volvería a pasar por la humillación de presentar una película mía a la censura. Las películas sobreviven a los dictadores”.

Canciones para después de una guerra (1971), Queridísimos verdugos (1973) y Caudillo (1974) son films montados de manera clandestina en el sótano de casa –a la manera de Cassavetes–, auténtico cine de guerrilla. Recopilación de imágenes que el director se fue agenciando de mil y una maneras: viejos rollos del rastro, escenas inéditas de la guerra, material olvidado en filmotecas con goteras, restos de restos…

La idea de coger las imágenes generadas por el propio régimen, montarlas sin tendenciosidad michaelmooreana y musicarlas me parece genial. Son documentos que convencen, que evitan caer en el revanchismo, siquiera en el victimismo. Con tres décadas de dictadura, no había verdad más convincente que ver lo hecho, lo dicho, lo celebrado. «La historia me juzgará». ¡Vaya si lo ha hecho!

Ah, y una anécdota muy cachonda sobre Canciones para después de una guerra: «el Cara al sol que suena al comienzo de la película lo cantan unos comunistas, el propio Patino y unos amigos, que al no encontrar una buena grabación de la pieza, se decidieron a grabarla ellos. La gracia del asunto está en que los falangistas, cuando se reunían el 20 de noviembre para echar de menos a sus caudillos, al no disponer tampoco de grabación buena del Cara al sol, utilizaban el de la película de Patino, con lo que la pieza que sonaba en la plaza de Oriente atestada de melancólicos camisas azules era la cantada por los comunistas amigos del director» (5).

Queridísimos verdugos es particularmente terrible. Patino se las ingenia para contactar con los tres últimos verdugos, “ejecutores de sentencias” como les gusta ser llamados a ellos. Educados en el manejo del garrote vil, bañados en alcohol para hacer más llevadero el recuerdo, demostrando que la realidad supera con creces la ficción berlanguiana.

Tres pobres hombres: dos analfabetos y un pomposo hijo de mala madre. Víctimas también de un país educado en el miedo, en el asesinato tremebundo que debe pagarse con la propia vida. Sangre para borrar la sangre. Muy nuestro. Un recorrido por casos macabros, España profunda reencontrada en Alcàsser o Puerto Urraco. Crímenes castigados por un Estado criminal. “El que la hace la paga, ¿no?”.

Diez años sin dirigir, volcado en la novedad de entonces: el video. Mutismo total en la transición, mientras veía como iban estrenándose sus tres films anteriores. Tras la muerte de Franco, naturalmente. Entraba dentro de sus cálculos.

Los paraísos perdidos (1985). Y vuelta a Salamanca. Gonzalo Torrente Ballester sentado en un café de la Plaza Mayor, escéptico entre los escépticos, protegido de todo tras sus lentes de culo de botella. Una casona en ruinas, patrimonio de antaño que será pasto de las termitas. Charo López jugando con el mechero, premonición del incendio purificador de Octavia. Charlatanes socialistas –espléndido Juan Diego– que adaptan la verborrea del Antiguo Régimen a los nuevos usos. Inmovilismo disfrazado de renovación. Extraña sensación de hastío. Lo han cambiado todo para que todo siga igual.

Le sigue Madrid (1987). Madrid, ciudad contradictoria. “Madrid, sola y solemne”. Acerada reflexión sobre el poder ejercido desde la capital del Reino. Si, eso y… mucho, mucho más. ¿Un experimento sobre ficción y realidad? ¿O una apuesta por la ficción en un entorno que desprecia la memoria?

Un director alemán llega con un encargo en apariencia sencillo: hacer una película conmemorativa a los cincuenta años del comienzo de la Guerra Civil. Descubre que los muertos son mucho más desagradables que los vivos, el pasado siempre incómodo, “que ya son ganas de remover la mierda, coño”. Y el poder de la imagen… o la imagen del poder. ¿Qué es verdad, qué es mentira? Monta, deforma. La cámara convertida en interlocutor la mar de válido. “Sugerir. Traspasar las apariencias.” “La incapacidad de la fotografía para mentir”. “La sustancia del cine no es la verdad o la mentira, sino la fascinación”.

De 1991 data La seducción del caos. Marsillach nos guía por una ficción noticiada. Vuelvo a equivocarme… ¿ficción? Continuando el discurso de Orson Welles en Fake, nueva revisión de los standards. ¿Qué hace magistral al arte? ¿Puede la copia superar al original? ¿Quién decide las corrientes estéticas que se imponen? ¿Menospreciamos el poder manipulador de los medios?

Nuevo mutismo de años. En 1996 realiza para un canal autonómico la serie de siete películas bajo el título de Andalucía, un siglo de fascinación. Esta colección contiene los títulos El grito del sur: Casas Viejas, Desde lo más hondo 1: Silverio, Desde lo más hondo 2: el museo japonés, El jardín de los poetas, Paraísos, Ojos verdes y Carmen y la libertad.

2002: Octavia. A Patino la dictadura le producía asco, sin más. El socialismo, un desprecio infinito por ofertar la utopía y vender crece pelo. ¿La llegada de las derechas? Octavia es una chica libre, libérrima incluso. Y como la mayoría de sus personajes, encastada en un entorno hostil, incomprensible, amenazador. Abuelitas fascistas a las que dos vasos de anís les hacen entonar viejos cánticos de patria y gloria. Familias de mucho abolengo. Apellidos ilustres. ¡Falacias! Una generación que opta por el nihilismo. La última película de Patino es triste, desigual, pesimista, imperfecta. Como los tiempos que corren.

Sostiene Patino

«(…) no se podía pasar de un primer plano a un plano general. En la primera oportunidad que tuve, me salté la recomendación, ¡qué gozada, se podía hacer!»(6).

Impulsor de las Conversaciones de Salamanca en 1955 («creo que fue la primera vez, después de la guerra, que en España dialogaban sinceramente gentes de ideas opuestas»). Miembro en los jurados de los festivales internacionales de cine de Venecia, Karlovy Vary, Berlín y Valladolid. Azotado por censores que recortaban sus films con criterios tan dalinianos como el que sigue: “En la escena en que aparece un tren echando humo, que pase el tren, pero que no eche humo, porque ensucia el paisaje ya de por sí feo de Castilla”. (¡Verídico!)

En labores de promoción, Patino aterrizó en unos grandes almacenes de Barcelona, uno de esos que por vender libros y música clásica creen dignificada su labor de mercaderes (como si en el capitalismo importase lo más mínimo la naturaleza de la mercancía).

Querría haberle dado un mínimo de cohesión a todo esto. Dotar a sus palabras de un hilo conductor. Pero sería inútil. Son aforismos, frases que se descuelgan lentamente de su boca… me niego a ofertar un montaje digerible, que facilite su lectura. Las dejo caer de una en una y que cada cuál recoja lo que guste, ignore unas, subraye otras.

Creo que a Patino le gustaría, porque al igual que su cine, permite ejercitar en el lector / espectador una función algo robinada: elegir. Ahí va su decálogo:

1.– «Hay que superar pequeñas trampas: como academicismos y otras historias».

2.– «Al espectador no hay que tomarlo por un tonto masivo (…), ese es el juego del cine, al margen de intereses económicos o políticos».

3.– «Estudié en una Salamanca congelada por la post–guerra (…) Iba a la biblioteca de la Universidad y tenía que pedir permiso para leer a Sartre, Camus o Unamuno»

4.– «El cine siempre ha estado en manos del poder de una forma u otra».

5.– «El cine es una cosa mental».

6.– «Hago lo que me da la gana. No hay normas. Hacer cine es tener una mirada sobre la realidad, aunque a mi me importa un rábano qué es la verdad y qué es la mentira (…) A partir de “Canciones…” me tuve que someter a una clandestinidad absoluta (…) Y esa fue mi liberación total. ¡De La seducción del caos en adelante combino imágenes sin ningún rigor ni raccord!».

7.– «Me limitaba a reflejar la España que me encontraba a mi alrededor»

8.– «En cada momento hice lo que pude (…)Yo era un niño de derechas de Salamanca (…) Al cine le debo todo: me ha reportado momentos de felicidad muy intensa».

9.– «Hacer cine o hacer televisión es hacer expresión de ti mismo en función de los medios que tienes».

10.– «Los que reflexionan sobre las películas dicen cosas muy estupendas (…) aunque siempre hay una especie de acotamiento, como si se sintiesen obligados a avisar al espectador de que no está a la altura de la película»

(1) Entrevista con Basilio Martín Patino: contra los tópicos, por Casimiro Torreiro. Pág. 317.
(2) La verdad es que algo se ha hecho a este respecto, como la retrospectiva que le dedicó en 2002 la Semana Internacional de Cine de Valladolid, Espiga de Oro incluida por toda su obra.
(3) Entrevista con Basilio Martín Patino: contra los tópicos, por Casimiro Torreiro. Pág. 317.
(4) Los nuevos cines en España. Ilusiones y desencantos de los años sesenta. Carlos F. Heredero, José Enrique Monterde. Ediciones de la Filmoteca, Pág.419.
(5) Artículo Basilio Martín Patino de Juan Bonilla, publicado el lunes 1 de marzo de 2004 en El mundo.
(6) Entrevista con Basilio Martín Patino: contra los tópicos, por Casimiro Torreiro. Pág. 307

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09 PM | 15 Feb

BRESSON

“Dinero, dinero, dinero y miedo. Fellini tiene miedo, Antonioni tiene miedo. El único que no le tiene miedo a nada es Bresson”. Andrei Tarkovskii.

Cuando se afirma que una película es “bressoniana” pueden estar queriéndose decir muchas cosas. Hay obras bressonianas en su temática, en su estética, en la aproximación a personajes y a objetos filmados. Quizá la característica crucial del cine de Bresson sea su particular ascetismo, el aparente distanciamiento con el que se filman y montan las escenas. La elipsis, el fuera de campo, la búsqueda de la inexpresividad en sus actores no profesionales y la persistente reticencia a utilizar artificios retóricos son los recursos que, a grandes rasgos, caracterizan la obra de Bresson.
Cuando en una película las cámaras siguen a un silencioso personaje en su deambular y su accionar cotidiano, y de ese enigmático ser el espectador no puede inferir lo que piensa o lo que pretende más que mediante la intuición, puede decirse que el filme se está valiendo de personajes bressonianos. Cuando abundan los planos detalle de objetos, de manos, de acciones manuales mínimas, o se filman planos generales de cuerpos en movimiento pero quedan cortados o fuera del cuadro los rostros, se dice que se utilizan planos bressonianos. Cuando una película radicaliza las elipsis al punto de omitir escenas de crucial importancia en el devenir de la trama, y además impone mediante el montaje bruscos e inesperados saltos temporales, está utilizando una narrativa bressoniana. Cuando una historia pretende despertar reflexiones en torno al pecado y la redención, al suicidio o el sacrificio, al determinismo y el libre albedrío, está utilizando temas bressonianos por excelencia. Es por todo esto que cineastas tan dispares y personales como Jean-Luc Godard, Krzysztof Kieslowsky o Michelangelo Antonioni dejan asomar todos ellos, sus costados bressonianos.

La lista de cineastas en actividad que dejan traslucir la influencia del director es extensa y prácticamente inabarcable. Pero sí se puede dar constancia de los más visibles y en los cuales se hace más evidente. Uno de ellos es el cineasta alemán radicado en Austria Michael Haneke, y puede notarse sobre todo en obras como 71 fragmentos de una cronología del azar (1994) o El tiempo del lobo (2003). La austera distancia con la que Haneke se aboca a situaciones inmensamente enigmáticas, su uso de la sorpresa y el shock, los encuadres en los que evita cualquier elemento superfluo, su abordaje claro y concreto a circunstancias ambiguas y la forma caótica y aparentemente arbitraria en la que muestra ciertos hechos y omite otros, quizá lo vuelvan el heredero más fiel a su legado.
Claro que los hermanos Dardenne son los que más han utilizado personajes bressonianos a lo largo de su carrera. Su maravillosa Rosetta (1999) es una versión actualizada de la insuperable Mouchette (1967), en la que a una adolescente inmersa en un opresivo e insalubre entorno semirrural se la veía tan desamparada como resentida. La principal diferencia entre el estilo de los Dardenne y el de Bresson radica en los largos planos secuencia que utilizan los directores belgas, y su particular forma de acercar las cámaras a los actores. Otro importante deudor de Bresson es el cineasta maldito Bruno Dumont, quien elige corrientemente personajes toscos, cuestionables e inexpresivos, y utiliza conscientemente la sinécdoque, figura retórica por la que se pretende expresar la totalidad por una de las partes, la especie mediante el individuo.

El español Jaime Rosales es otro gran heredero del estilo del director, y su aproximación a un asesino serial en Las horas del día (2003) puede recordar sobremanera a El dinero (1983). Lo mismo podría decirse de Rodrigo Moreno y El custodio (2006), y de Lisandro Alonso y Los muertos (2004). Gus Van Sant en su faceta más autoral (Gerry (2002), Elefante (2003), Last days (2005), Paranoid Park (2007) recuerda sobremanera al Bresson de El diablo probablemente (1977), una obra incomprendida en su momento que mostraba a un joven insatisfecho durante los días previos a su suicidio. Bresson no daba explicaciones para tal desenlace –que se adelanta desde el comienzo, al igual que en Una mujer dulce (1969)- y la respuesta no parece asomarse en el recorrido que ofrece. Ni las drogas, ni el amor, la amistad, la religión o la psiquiatría logran aplacar el sufrimiento del personaje, y ninguno de esos elementos parece dar la pista de qué es lo que lo lleva a su indefectible final. Seguramente ni Bresson tenía la respuesta, y esa sensación de incertidumbre que surge de sus películas se extiende también en las mejores obras de sus herederos.

Claire Denis es fiel al espíritu bressoniano ya que también busca filmar lo que ni ella misma comprende. Como ha dicho, no aspira a dar respuestas con sus filmes, sino a abrir nuevas incógnitas. La austeridad glacial de Jarmusch o Kaurismaki debe mucho a la distancia bressoniana, y esa deuda de ambos directores conduce indefectiblemente a Stoll y Rebella, quienes solían nombrarlos como referentes directos. El detallismo milimétrico de la puesta en escena de Whisky (2004) en la que no hay lugar para ningún objeto que no cumpla una función determinada, ya sea para aportar datos o para incidir en la atmósfera general, es un rasgo en el que Bresson hacía particular incapié. El puntillismo de Lucrecia Martel respecto a la ambientación sonora, especialmente con los sonidos de fuera de cuadro, y su decisión de no incorporar más música que la diegética –es decir, que provenga de una fuente ubicable en el entorno expuesto- son rasgos comparables a los del último Bresson, quien fue acentuando esas características a lo largo de su obra. Otros que han reconocido repetidamente su deuda con el cine de Bresson, aunque quizá no permitan verlo con tanta claridad, son José Luis Guerín, Julio Medem, Victor Érice, Oliver Assayas, Laurent Cantet, Benoit Jacquot, Chantal Ackerman, Leonardo Favio y Phillippe Garrel.
La distancia, la austeridad, la sugerencia, la paradoja, la incertidumbre y el enigma; conceptos tan impopulares en el cine, son los principales atributos de la obra de Bresson. Es curioso que hoy trasciendan y se contagien a tal punto, como si fuera dándose un tardío acto de justicia. La sombra del maestro es alargada, y parece seguir expandiéndose conforme pasa el tiempo.

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01 PM | 07 Feb

LA TRILOGIA DE YUSUF

Cada cual tiene sus elementos esenciales, según sea su visión acerca de la vida. Los supuestamente cuatro elementos básicos son agua, tierra, aire y fuego. Semih Kaplanoglu no piensa igual. Al menos no en su trilogía fílmica posterior a su ópera prima (Angel’s Fall) que culmina, ahora, con Miel, último escalón restante de la tríada en flashbacks que relataba la vida de Yusuf y la verdadera Caja de Pandora de los porqués que acechaban al espectador en Huevo y Leche. Kaplanoglu ha creado una historia repartida en tres partes y la ha contado desde el final hacia al inicio, con una metodología que podría recordar a Star Wars (por su variable temporalidad) pero con una intensidad dramática y estética que une, desde el silencio, las claves de una vida de introversión, sensibilidad y traumas marcados a fuego desde la infancia. Miel es esa piedra inicial y, en consecuencia, la clave de la posterior evolución que se ve en la post-adolescencia de Leche y la adultez de Huevo. Golem trae en dos semanas las tres películas a nuestro país empezando por orden cronológico (dentro de lo que es la historia) aunque la edición de cada una se haya producido al revés, haciendo de la tríada capitolina del director turco la base esencial de los elementos fílmicos más crudos y deshaciendo el verbo en formas mucho más reales que la propia palabra.

Suerte o no, en nuestro país tenemos el agrado de poder empezar a ver una historia en tres capítulos desde el primero y no desde el tercero. Miel es esa base. Yusuf, un niño que acaba de comenzar su primer año escolar, vive con sus padres (apicultores de la miel de la abeja negra, considerada la mejor del mundo) en un pueblo montañoso casi deshabitado y aislado del grueso de la civilización. Viven en la tradición natural de la soledad, el trabajo duro y el silencio como emblema. Yusuf es un niño sensible, introvertido pero con conflictos internos (leer en público) que lo llevan al trauma, la humillación y el pánico escénico en el colegio. Su verdadero estandarte, modelo a seguir y héroe es su padre Yakup. La relación paterno-filial entre padre e hijo es una suerte de Edipo con modelo masculino: una idolatría silenciosa y colaborativa por parte del niño hacia su progenitor. La marcha del padre a trabajar durante un tiempo a otros poblados pone en boga un conflicto casi existencial de Yusuf ante cuestiones como la vida, la muerte, el amor, la desazón, la soledad y la incomunicación con su figura materna. Claves que se desatarán en la posterior evolución (Leche y Huevo) de la vida Yusuf.

Kaplanoglu se alza con tres logros básicos en Miel: sentar las bases de una historia posterior ya desarrollada y vista por el grueso del público, dándole coherencia, cohesión y consonancia al personaje en el paso del tiempo (tanto de adelanta para atrás como de atrás para adelante); narrar un drama ético desde un punto de vista estético y aislacionista como hemos visto hace poco en el cine de Apichatpong Weerasethakul o de Sergei Dvorstsevoy; y lo más destacado de la película: hacerse con un actor de apenas siete años (Bora Altas) que controla a la perfección su carácter omnipresente, que absorbe prácticamente todos los planos y que sabe regalarnos, con pocas palabras, momentos de gran dramatismo y realidad así como conseguiría en 2010, también, el niño Christopher Ruiz-Esparza en la película Abel, de Diego Luna.

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08 PM | 31 Ene

MARIE-JO Y SUS DOS AMORES, de Robert Guédiguian

Para Robert Guédiguian la ciudad sigue estando tranquila. Su Marsella, tan espinosa cómo amada, tan tosida cómo esperanzada, sigue siendo el retrato de un realizador que parece haber nacido para mostrarnos el interior de una sociedad errante y confundida, debatida entre la dureza del amar y la esperanza del no perder. A medio camino entre el Woody Allen más clásico y el más acertado Ken Loach, la trayectoria del realizador de Marius y Jeannette ha discurrido siempre entre el retrato de una sociedad injusta y el dibujo de las relaciones intempestivas de sus personajes. Con aspecto de grupo de teatro ambulante, que, cuando les apetece, se juntan y nos regalan una obra, el realizador, su mujer, Ariane Ascaride, y sus amigos, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan, han ido compartiendo película a película prácticamente toda la filmografía del director francés. Su última obra, presentada en los pasados festivales de Cannes y Valladolid, es esta desgarradora historia de amor trágico llamada Marie-Jo y sus dos amores, donde Guédiguian ha reducido al máximo el habitual contexto social destructivo de sus historias, para intentar desnudarse tanto física cómo psicológicamente, y contarnos este melodrama con una historia de amor a tres bandas, cómo si nunca nos hubieran contado ninguno antes.

 

En Marie-Jo y sus dos amores, su mejor film desde la excelente De todo corazón, contiene el equilibrio necesario de los excesos que no poseían ni la divertida ¡Al ataque! ni la trágica La ciudad está tranquila. El realismo de Guédiguian, algo alejado de las historias de coetáneos suyos cómo André Téchiné o Erick Zonka, y más cercano a las obras de Jacques Rivette o de Eric Rohmer, no ha conseguido en ocasiones desprenderse de ese realismo Loach, que a veces ni el propio director de Mi nombre es Joe ha sido capaz de controlar. Las puntas dramáticas de sus films han vagado muchas veces entre la belleza dramática y el tropiezo del efecto, pues lo polimórfico de sus historias, le llevaba a bordar tanto algunas, que deslucían a las colaterales. En este último film, todo es más sencillo, en apariencia. Guédiguian se desnuda, sí, y con ello desnuda a sus protagonistas en una película bellamente impúdica, donde lo más bello -al amor correspondido- se convierte en lo más doloroso -la incapacidad de tomar una decisión-. Esta vía íntima le sienta muy bien a Guédiguian que maneja a sus protagonistas con la suficiente delicadeza para que los mazazos de la historia no la melodramatizen en exceso y acaba controlando de principio a fin una de sus más personales obras. Realmente la cita en la sala de cine con Guédiguian, empieza a ser el reencuentro con un viejo amigo, del que te mueres por escuchar sus nuevas historias. Y es que aunque mueva poco las piezas del tablero -cosa que a cierta gente le disgusta- la partida siempre acaba por sorprender y apasionarte.

El trío Ascaride- Darroussin-Meylan resuelve con su habitual acierto la composición, en especial, una Ariane Ascaride que nunca había aparecido tan brillante en una pantalla cómo en esta ocasión. Su mirada, la de la mujer superada por su propio amor, tal y cómo se demuestra en el film, totalmente incondicional hacia sus dos amantes, se acaba convirtiendo en la mirada de un espectador desbocado a la confusión, a la indecisión. Y es que si lo fácil hubiera sido sentir compasión del marido abandonado, la tortura que arrastra tanto la mujer infiel cómo el amante torturado por la soledad que deja ella al marcharse, hacen del triángulo amoroso un explosivo combinado, cuya resolución al dilema sólo puede pasar por la tragedia o la inmolación. A Guédiguian le ha quedado una película redonda, más carnal que poética, más humana que idílica. El cariño que deposita en sus personajes impide tomar partido por nada ni por nadie, pues no estamos hablando de poligamia -aunque esta se de- estamos hablando del esclavismo del amor, que cómo motor de la vida, no podemos ni queremos compartirlo. Eso nos dejaría partidos por la mitad, cómo un muñeco despedazado, cómo un aparato con la mitad de las pilas necesarias para funcionar, cómo Marie-Jo, atrapada en una encrucijada que no quiere por que tener que tomar, ante esta vida que Guédiguian siempre nos recuerda cómo injusta, descompensada e inevitable.

 

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