Interludio de amor
Leyendo las declaraciones de Douglas Sirk en el libro que elaboró Jon Halliday a partir de sus declaraciones, este parecía no tener en demasiado afecto a INTERLUDE (Interludio de amor, 1957). Poco más o menos la define como un compromiso, señala que los exteriores fueron localizados previamente por su director de fotografía William Daniels y, aunque fuera en el ámbito de una producción de Ross Hunter, ni se contó con la aportación de Russell Metty como operador de fotografía –aunque la aportación de Daniels nada tiene que envidiarle-, ni el reparto contaría con intérpretes tan reconocibles del universo sirkiano en la Universal como Rock Hudson, Robert Stack, John Gavin, Jane Wyman, Lana Turner o Barbara Stanwyck. En su lugar, la pareja protagonista se limitaba a la siempre infravalorada June Allyson –espléndida en su rol protagonista- y el generalmente despreciado Rozanno Brazzi –que cierto es desentonaba cuando intentaba imitar los movimientos de un director de orquesta, pero resultaba convincente como galán más o menos otoñal-. Añadamos algo más; INTERLUDE no tiene esa mirada crítica sobre el puritanismo de la sociedad norteamericana que caracterizó algunos de los más célebres films de su realizador, e incluso la presencia argumental del relato de James Cain parece pesar como una losa. Sin embargo, me parece que todas estas miradas provistas de prejuicio, en modo alguno hacen justicia a esta espléndida película, que aunque es posible no podamos situar entre la cima de la obra de Sirk, sí personalmente ubicaría por encima de otros títulos más prestigiosos –y, si se me permite la expresión, efectistas, como WRITTEN ON THE WIND (Escrito sobre el viento, 1956)-. En realidad, considero INTERLUDE como la muestra más pura de melodrama que jamás firmara el director austriaco, su equivalente –a una pequeña menor escala- al AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo, 1957. Leo McCarey), o al en absoluto reconocido y previo SEPTEMBER AFFAIR (1950) de William Dieterle. Y cito esos dos ejemplos, en absoluto al azar, ya que se trata de referencias que guardan no pocas semejanzas con la esencia de esta elegante y delicada muestra del género, a la que incluso el prestigio de su realizador no ha conseguido todavía elevar a la notable consideración que merece.
Helen Banning (June Allison), es una norteamericana que decide viajar hasta territorio alemán, quizá con la secreta intención de encontrarse con ella misma. Con este deseo llega hasta Munich, donde se emplea en una biblioteca. Allí pronto será cortejada por el doctor Morely Dwyer (Keith Andes), sin gran interés por parte de nuestra protagonista. No obstante, un encuentro casual en un ensayo, le acercará de manera irresistible hacia un temperamental y prestigioso director de orquesta. Se trata de Tonio Fischer (Rozanno Brazzi), con el que incluso tendrá un encuentro desastroso. Sin embargo, algo ha prendido entre ellos. Envueltos ambos en constantes sones musicales, poco a poco ese inicial rechazo se irá convirtiendo en un amor sincero. Un amor en el que quizá influya en ella el encontrarse en otro ámbito vital, y para él la posibilidad de escapar de la gran tragedia de su vida; el estado creciente de enajenación sufrido por su joven esposa –Reni (Marianne Koch)-, aspecto este que Helen desconocerá hasta que su romance con Tonio sea un hecho consumado. El descubrimiento de ese matrimonio oculto, asustará a la norteamericana –que nunca ha dejado de ser cortejada de forma discreta por Dwyer-, aunque en un momento determinado, e incluso alentada por la aristócrata tía de Reni –la condesa Reinhart (maravillosa Françoise Rosay)-, acceda a prolongar su relación con el famoso concertista, admitiendo la posibilidad de que su amor contribuya a aliviar la tragedia que este sufre. Será no obstante una vana ilusión, que una dramática circunstancia mostrará en toda su crudeza, admitiendo Helen que su estancia en Alemania no ha sido más que un hermoso, pero irreal, cuento de hadas.
Desde sus propios títulos de crédito, insertados sobre hermosos parajes alemanes –si fueron elegidos por Daniels, ya que Sirk se encontraba con una lesión de pierna que le impidió efectuar dicha tarea, lo cierto es que este demostró un gusto exquisito-. El espectador advierte que INTERLUDE no es un simple melodrama alimenticio. Hay en la cadencia de sus imágenes, en su ritmo interno, en esa sensación de irreductible y finalmente infructuosa búsqueda de la felicidad –uno de los temas vectores no solo del cine de Sirk, sino del conjunto del género-, en ese ritmo pausado y al propio tiempo seguro, una extraña sensación de placidez, envuelta en el inevitable aroma de la aventura efímera. La película pertenece a un subgénero que tuvo un notable apogeo en la segunda mitad de los cincuenta, y de la que además de los dos referentes que hemos citado anteriormente, podríamos señalar títulos que van desde el SUMMERTIME (Locuras de verano, 1955) –también contando con Rozanno Brazzi como galán- de David Lean, hasta la sórdida THE ROMAN SPRING OF MRS. STONE (La primavera romana de la Sra. Stone, 1961. José Quintero), pasando por ejemplos de menor calado –sobre todo al estar puestos en marcha para lucimiento de estrellas juveniles de cortos vuelos-. Todos ellos valoraban esa necesidad de seres sensibles –sobre todo mujeres- de huir de su realidad cotidiana para intentar un modo de encontrar sentido a su existencia. Para ello tenían que viajar o bien a la vieja Europa –siempre motivo recurrente para esa Norteamérica de inferior pasado histórico-, o a exóticos lares orientales. Y justo es reconocer que dentro de dicho subgénero se produjeron títulos de verdadero interés, entre el que se encuentra el que nos ocupa, dominado en todo momento por un magnifico equilibrio interno. Se trata de una constante sensación que se manifestará en la serenidad de las conversaciones –aquellas que mantiene la condesa con Helen-, en el equilibrio de las composiciones visuales –especialmente aquellas que abordan exteriores-, adaptándose a la perfección a la belleza del CinemaScope, en la sensibilidad que se manifiesta en momentos que en manos de otros podrían haber quedado en meramente turísticos, como la visita de la pareja de enamorados a la ciudad y la propia habitación donde naciera Mozart. Todo ello adquiere un conjunto provisto de forma paradójica de una densa serenidad, de una sensación de hechizo planteado de forma natural, en el que contribuirá la fuerza que para la recién llegada adquiere un entorno revestido de historia y de pasado. Un marco en definitiva adecuado para poder intentar vivir un nuevo modo de entender una existencia que se intuye ha resultado gris hasta entonces para ella.
Será, en definitiva, el marco perfecto para ese cuento de hadas, para esa hermosa fábula que, pese al impulso decidido de sus dos protagonistas, jamás tendrá posibilidad de tener visos de realidad. La manera con la que Sirk logra trasladar eser proceso, esa ensoñación y, finalmente, ese reconocimiento del fracaso del empeño de ambos, y la asumida falsa felicidad que asumirá nuestra protagonista por ese bondadoso doctor que nunca le podrá transmitir la pasión que en poco tiempo le brindó Tonio, permite al director –aunque a él mismo le costara asumirlo-, una de las muestras más puras que le ofreció su obra cinematográfica. Lo confieso con sinceridad, siempre había sido renuente a contemplar esta obra “bastarda” inserta en el periodo dorado de la obra sirkiana. Después de haberla disfrutado, de haber podido sentir tan de cerca la fuerza de un melodrama sin coartadas de ningún tipo –aunque esa elección final provista de tanta aparente complacencia, encubra una de las más tristes conclusiones del género-, creo que INTERLUDE no supone, ni de lejos, ese título que nadie se atreve a mencionar a la hora de analizar el grueso de la filmografía de su autor, y sí una de sus propuestas más sencillas a la hora de apostar únicamente por los sentimientos de los seres que la pueblan y, quizá por ello, más merecedora de un necesario reconocimiento.