02 PM | 07 Abr

Cuentos de la luna pálida de agosto

CUENTOS DE LA LUNA PÁLIDA DE AGOSTO

POR JOSÉ FRANCISCO MONTERO

Si algo llama la atención de la obra de Kenji Mizoguchi, y de Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, 1953) en particular, es la cantidad y profundidad de las tensiones que las recorren. Entre lo legendario y la contemporaneidad; entre la moderna reivindicación “feminista” y la visión tradicional sobre hombres y mujeres; entre la belleza y lo atroz; entre la sensualidad y la culpa; entre el melodrama y el ascetismo; entre la extrema fisicidad y lo incorpóreo; entre el anhelo realista y la propensión lírica, por mencionar solo algunas. La dialéctica más notoria de la obra de Mizoguchi, la que convoca al campo y al fuera de campo, no deja de ser expresión formal de todas estas fértiles tensiones.

Esta adaptación de varios cuentos de Akinari Ueda y uno de Guy de Maupassant está construida como un transparente apólogo: una diatriba contra la esterilidad de los sueños, las desgracias provenientes de lo fantasioso… pero que toma forma en un relato poblado por fantasmas. Dos fantasmas antagónicos, representante uno —la bella y enigmática Wakasa— del anhelo de aventura, de lo novelesco, de la pasión, y el otro —Miyagi, la mujer de Genjurô— del hogar, de lo “eterno”, de la tierra. No en vano, el último plano de la película es el de su tumba, de la que la cámara asciende para mostrar el cielo y, en un segundo término, a unos campesinos arando. En fin, la película se mueve, como todo el cine de su autor, entre las penurias de la realidad y su exaltación poética, entre lo telúrico y la fantasía. No es extraña la predilección de Mizoguchi, más allá de circunstancias autobiográficas, por las historias de prostitución, pues en ellas se concitan de forma muy precisa la realidad con la fantasía, lo carnal con el simulacro, y en esta línea no es baladí que el burdel de su última película, La calle de la vergüenza (Akasen chitai, 1956), lleve el nombre de “El país de los sueños”, o, en un sentido paralelo, que en Utamaro y sus cinco mujeres (Utamaro o meguru gonin no onna, 1946) el acto de dibujar a una mujer sea una metáfora del coito, equivalga a su posesión carnal, o que la representación más excelsa del arte de Utamaro se plasme en el dibujo realizado sobre la espalda de una concubina.

Cuentos de la luna pálida de agosto

La historia de Cuentos de la luna pálida de agosto se desarrolla en un entorno bélico, unas circunstancias que exacerban las necesidades físicas de los personajes —los protagonistas padecerán el hambre y otras penalidades, una de las mujeres, Omaha, será violada…—, pero es en ese contexto en el que también se despliega el relato de la pasión que une a Genjurô y un espectro. La magnífica escena del paso de los cuatro protagonistas por el río —espacio fronterizo— simboliza la fusión de ambos mundos: un universo fantasmagórico en el que los personajes se encuentran con una víctima de una guerra muy real —en sentido inverso, algo después los fantasmas aparecerán en las situaciones más cotidianas—. Por otro lado, si los protagonistas masculinos se caracterizan por su capacidad para soñar, para ambicionar un futuro mejor, el contenido mismo de sus sueños no puede ser más prosaico: hacerse rico en el caso de Genjurô; vestir ufanamente las galas de los samuráis, en el de Tôbei. Paralelamente, si Omaha, la mujer de este último, rechaza el afán de lucro de su marido —aunque  provenga del deseo de convertirse en samurái, de lograr un prestigio social del que carece—, finalmente ella tendrá que prostituirse, venderse por dinero: el plano de sus zapatos hundidos en el barro tras ser atacada resume muy expresivamente esa tensión presente en la película entre el hogar y el camino, la tierra y el deseo de aventura.

Aunque la historia se ambienta en un pretérito remoto, dominado por la guerra, las resonancias más evidentes del filme hay que buscarlas, en primer lugar, en un pasado reciente en el que el belicismo de Japón ha sufrido una histórica derrota —aunque Mizoguchi, amigo de las contradicciones, hubiera realizado en esa época varios filmes militaristas—, y, en segundo lugar, en un presente marcado por la velocísima modernización de Japón y con el que Mizoguchi no se identifica —«mierda de país civilizado», exclamaba una de las prostitutas de La calle de la vergüenza, probablemente dando voz al propio Mizoguchi—, lo que se muestra sobre todo a través del personaje de Genjurô, expresión del rechazo que siente el director japonés por el  consumismo del Japón contemporáneo, quizás no muy diferente de la inmediatamente anterior “compulsión” imperialista de Japón… en el fondo, ambiciones ambas igualmente fantasmales.

Cuentos de la luna pálida de agosto

Pero en el cine de Mizoguchi, ante tanta miseria, ante tanta violencia, solo queda la posibilidad de la belleza; baste recordar ese extraordinario momento de, nuevamente, Utamaro y sus cinco mujeres en el que el protagonista (al que una condena mantiene esposado, para impedirle dibujar), después del asesinato de Shôzaburô y su amante a manos de la despechada Okita, grita en su inconsolable desesperación: «¡Quiero dibujar! ¡Necesito dibujar!». Y acaso no sea otro el gran tema del cine de Mizoguchi:  Cuentos de la luna pálida de agosto es, como la anterior, la historia del nacimiento de un artista: Genjurô, el principal protagonista del relato, es al principio un alfarero que trabaja sin descanso en pos de su deseo de hacerse rico; enfrentado con las mezquindades del mundo, muerta su mujer debido a la avidez del hombre, este acaba convirtiéndose en un paciente artista, de modo que por fin encuentra cierta paz en su capacidad para crear, con sus cerámicas, belleza a partir de la misma tierra.

Movido como Genjurô entre lo material y lo espiritual, entre la violencia y la liviandad, entre lo prosaico y lo sublime, Kenji Mizoguchi extrajo de todas estas tensiones la fuerza para encontrar en la creación una suerte de liberación.

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