08 PM | 31 Ene

MARIE-JO Y SUS DOS AMORES, de Robert Guédiguian

Para Robert Guédiguian la ciudad sigue estando tranquila. Su Marsella, tan espinosa cómo amada, tan tosida cómo esperanzada, sigue siendo el retrato de un realizador que parece haber nacido para mostrarnos el interior de una sociedad errante y confundida, debatida entre la dureza del amar y la esperanza del no perder. A medio camino entre el Woody Allen más clásico y el más acertado Ken Loach, la trayectoria del realizador de Marius y Jeannette ha discurrido siempre entre el retrato de una sociedad injusta y el dibujo de las relaciones intempestivas de sus personajes. Con aspecto de grupo de teatro ambulante, que, cuando les apetece, se juntan y nos regalan una obra, el realizador, su mujer, Ariane Ascaride, y sus amigos, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan, han ido compartiendo película a película prácticamente toda la filmografía del director francés. Su última obra, presentada en los pasados festivales de Cannes y Valladolid, es esta desgarradora historia de amor trágico llamada Marie-Jo y sus dos amores, donde Guédiguian ha reducido al máximo el habitual contexto social destructivo de sus historias, para intentar desnudarse tanto física cómo psicológicamente, y contarnos este melodrama con una historia de amor a tres bandas, cómo si nunca nos hubieran contado ninguno antes.

 

En Marie-Jo y sus dos amores, su mejor film desde la excelente De todo corazón, contiene el equilibrio necesario de los excesos que no poseían ni la divertida ¡Al ataque! ni la trágica La ciudad está tranquila. El realismo de Guédiguian, algo alejado de las historias de coetáneos suyos cómo André Téchiné o Erick Zonka, y más cercano a las obras de Jacques Rivette o de Eric Rohmer, no ha conseguido en ocasiones desprenderse de ese realismo Loach, que a veces ni el propio director de Mi nombre es Joe ha sido capaz de controlar. Las puntas dramáticas de sus films han vagado muchas veces entre la belleza dramática y el tropiezo del efecto, pues lo polimórfico de sus historias, le llevaba a bordar tanto algunas, que deslucían a las colaterales. En este último film, todo es más sencillo, en apariencia. Guédiguian se desnuda, sí, y con ello desnuda a sus protagonistas en una película bellamente impúdica, donde lo más bello -al amor correspondido- se convierte en lo más doloroso -la incapacidad de tomar una decisión-. Esta vía íntima le sienta muy bien a Guédiguian que maneja a sus protagonistas con la suficiente delicadeza para que los mazazos de la historia no la melodramatizen en exceso y acaba controlando de principio a fin una de sus más personales obras. Realmente la cita en la sala de cine con Guédiguian, empieza a ser el reencuentro con un viejo amigo, del que te mueres por escuchar sus nuevas historias. Y es que aunque mueva poco las piezas del tablero -cosa que a cierta gente le disgusta- la partida siempre acaba por sorprender y apasionarte.

El trío Ascaride- Darroussin-Meylan resuelve con su habitual acierto la composición, en especial, una Ariane Ascaride que nunca había aparecido tan brillante en una pantalla cómo en esta ocasión. Su mirada, la de la mujer superada por su propio amor, tal y cómo se demuestra en el film, totalmente incondicional hacia sus dos amantes, se acaba convirtiendo en la mirada de un espectador desbocado a la confusión, a la indecisión. Y es que si lo fácil hubiera sido sentir compasión del marido abandonado, la tortura que arrastra tanto la mujer infiel cómo el amante torturado por la soledad que deja ella al marcharse, hacen del triángulo amoroso un explosivo combinado, cuya resolución al dilema sólo puede pasar por la tragedia o la inmolación. A Guédiguian le ha quedado una película redonda, más carnal que poética, más humana que idílica. El cariño que deposita en sus personajes impide tomar partido por nada ni por nadie, pues no estamos hablando de poligamia -aunque esta se de- estamos hablando del esclavismo del amor, que cómo motor de la vida, no podemos ni queremos compartirlo. Eso nos dejaría partidos por la mitad, cómo un muñeco despedazado, cómo un aparato con la mitad de las pilas necesarias para funcionar, cómo Marie-Jo, atrapada en una encrucijada que no quiere por que tener que tomar, ante esta vida que Guédiguian siempre nos recuerda cómo injusta, descompensada e inevitable.

 

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