Documentación

06 PM | 19 Jun

ANDREAS DRESEN

El director alemán estrena Stopped on Track, que narra el deterioro de un enfermo 

Carlos REVIEGO

Tras su paso por el Festival de Cine Alemán de Madrid, Andreas Dresen estrena hoy ‘Stopped on Track’. El autor de ‘En el séptimo cielo’ describe con mirada clínica y pulso documental el proceso de degradación de un enfermo de cáncer. Una experiencia dura y un gran desafío cinematográfico.

En la procelosa historia del cine alemán, Andreas Dresen (Turingia, 1963) es un superviviente. La caída del muro acabó con las carreras de la mayoría de los directores del bloque socialista, que simplemente desaparecieron del mapa. Magníficos cineastas como Frank Beyer y Heiner Carow pasaron de trabajar en completa seguridad a hacerlo en la total independencia, perdieron su estatus de respetables artistas para convertirse en unos desconocidos. El caso de Dresen es extraordinario porque es uno de los escasos directores nacido y formado en la RDA -estudió en su Escuela de Cine y trabajó para los estudios DEFA, la fábrica de imágenes de la Alemania Oriental- que consiguió ajustar los fundamentos de su cine a las leyes del mercado.

Lo ha demostrado en películas como Verano en el balcón (2005) y En el séptimo cielo (2008), con las que se ha abierto paso en el mundo post-muro ganándose una reputación en el cine europeo contemporáneo. A caballo entre la industria y la radical autoría, Stopped on Track propulsa su cine a una nueva esfera. Podríamos decir que es una película sobre la muerte realizada por un superviviente. La historia no da tregua: la descripción clínica, cuasi-documental, de cómo un tumor cerebral va degradando el cuerpo y la mente, aún jóvenes, de Frank (Milan Peschel), y el modo en que su familia, mujer y dos hijos, se enfrenta a semejante trauma. “Hay gente que puede pensar que la película es demasiado incómoda, pero también es esperanzadora. Por un lado, es una historia sobre la muerte, aunque también lo es sobre la solidaridad y la compasión”. Como en las recientes Declaración de guerra (Valérie Donzelli) y Amor (Michael Haneke) -con las que Stopped on Track formaría un devastadora trilogía sobre las edades de la muerte: infancia, madurez y vejez-, la enfermedad y el amor son indisociables.

-¿Ha vivido alguna experiencia similar para sentir el deseo de filmar este drama?
-Mi padre murió de cáncer hace diez años, pero su proceso fue distinto al de Frank en la película. Tenía la sensación de que no se había hecho nada sobre este tema de un modo auténtico, que hablara en términos realistas del proceso por el que deben pasar el paciente y sus allegados. El cáncer afecta a todos. Destruye la mente y el cuerpo del paciente, pero también se extiende a su entorno más inmediato. Es una prueba colosal para todos los implicados. Hay muchas películas que han tratado el tema con elementos melodramáticos, con hacer un último viaje y cosas así, pero con muy poco realismo.

-¿Qué desafíos le ha planteado como cineasta?
Era muy fácil caer en el sentimentalismo, porque prácticamente cada escena del filme es una despedida. Por otro lado, no quería que toda la película tuviera los pies en el suelo. Por eso introduzco escenas, supuestamente grabadas con el iPhone, que en verdad tienen lugar en la mente de Frank, y que aportan una cualidad fantástica a la película. Hablamos con psicólogos que tratan a pacientes con cáncer, y nos dijeron que para ellos es muy útil ponerle un rostro a la enfermedad. En esas imágenes que Frank va grabando a modo de diario, a medida que se va desvaneciendo, introduzco la presencia de un hombre misterioso, que representa la visualización de su tumor, de su enfermedad.

-Es una película concebida en torno al desgaste, y por ello supongo que el rodaje habrá sido difícil, sobre todo para los actores. ¿Es así?
-El proceso ha sido duro, pero también muy especial y muy infrecuente en este tipo de dramas. No había un guión escrito, ni diálogos en el sentido clásico. Cuando los dos actores principales [Milan Peschel y Steffi Kühnert] entraron en el proyecto, ni siquiera sabíamos quién de los dos iba a morir. Dimos forma a la película todos juntos. Los actores han trabajado a partir de la improvisación, y de ese modo es muy difícil producir diálogos que suenen a cliché. Aparte, se genera un efecto de realidad, un estilo documental, que acerca más la experiencia al espectador.

Recuerda Dresen el popular aforismo de Jean Cocteau -“El cine consiste en filmar la muerte trabajando”-, con el cual el poeta remarcaba la cualidad del séptimo arte como el único capaz de registrar el paso del tiempo. Frente a las imágenes de Stopped on Track, el aforismo adquiere una literalidad escalofriante. “Hace unos años era frecuente que si el abuelo moría, sus hijos y nietos estuvieran con él, le tomaran la mano y le vieran morir -explica el cineasta-. Era algo natural. Hoy la muerte se esconde, la sociedad moderna la aleja de los niños, como si no existiera. Esto no es siempre una buena idea, porque aumenta el miedo a la muerte, que debería ser algo natural, una parte más de nuestras vidas. En este sentido, era importante para mí acercar los mecanismos de la muerte al espectador”.

-El filme evita introducir el debate de la eutanasia…
-No quería vampirizar la película con ese debate, porque hubiera anulado la experiencia. Es un tema importante en Alemania. Si estás asistiendo a un moribundo en tu casa, es relativamente fácil aplicarle la eutanasia. He oído que la gente lo intenta por ellos mismos, sin asistencia médica, pero creo que es gente sencilla, que no se plantea disyuntivas religiosas, que simplemente lo hacen por pura desesperación.

Stopped on Track emerge asimismo como una potente metáfora sobre el proceso de degradación social que vivimos actualmente. ¿Responde a la atmósfera de los tiempos?
Si te preocupas de tus personajes, cada película lleva por sí un pensamiento político que retrata el mundo en que vivimos. La metáfora crece dentro de la historia. No era mi propósito hablar de la crisis, ni del final de una forma de vida como la conocemos, pero todo eso está ahí. He recibido reacciones muy bonitas de algunos espectadores que plantean esta idea, que la película les ha ayudado porque les ha hecho reflexionar sobre la importancia de resistir cualquier embestida de la vida. También les ha hecho apreciar lo que tienen, darse cuenta de que en comparación con tantos países, vivimos una situación privilegiada. La gente se olvida de eso fácilmente.

 

Compártelo:
10 PM | 05 Jun

WONG KAR WAI

WOng Kar Wai Reportaje Especial WONG KAR-WAI

Por Josefa Paredes

En busca (y captura) del tiempo perdido

Si los botes de piña en conserva no caducaran, el cine de Wong Kar Wai no existiría. Si supiéramos cómo congelar un momento, pudiéramos guardarlo eternamente en una lata y evitar así que el tiempo lo estropease, sus películas no nos harían falta. Pero no sabemos. Nadie diría que el cine de Wong Kar Wai es de aventuras. Excepto si consideramos que parar el tiempo es una.

 

Cuando rodó su primera película, a los 29 años, Kar Wai ya sabía lo que era ser un exiliado (en Hong Kong, desde los cinco años) y conocía bien el sentimiento de pérdida. También había visto varias veces Malas calles (Martin Scorsese) y  Extraños en el paraíso (Jim Jarmush), había escrito decenas de guiones y pasado las noches de varios años en garitos de dudosa reputación bebiendo con amigos cercanos al hampa y metiéndose en peleas. Por aquel entonces todavía creía que para contar una historia hay que hacerlo en el sentido de las agujas del reloj, pero ya empezaba a preguntarse cómo detenerlas.

Atrapado por su pasado (Wong’s way)

En As tears go by (1988) aparecen ya la mayor parte de de los elementos estéticos y temáticos que después desarrollará en todo su cine posterior. Su joven gangster —atrapado en una triada absurdamente violenta de la que no sabe salir— vive en callejones estrechos y mojados, bebe en tugurios iluminados con saturadas bombillas azules y rojas, fuma compulsivamente y mira el humo elevarse mientras pena sus desencuentros abrazado a una Jukebox. Normalmente, cuando un personaje huye nos importa saber si conseguirá escapar o no. Kar Wai y Andrew Lau (su primer director de fotografía) filman las carreras lentamente y después la estiran ralentizando la acción, difuminándola y acelerándola. Y así consiguen que lo que nos importe es saber quién es el hombre que corre, porque corremos con él mientras trata de escapar entre los transeúntes del barrio más poblado del mundo, sorteando el humo y los reflejos de neón en los charcos, sin llegar a alcanzar nunca el idílico cielo azul surcado de nubes que proyectan mil veces repetido los televisores de sus escaparates.

En el reverso del tiempo

La culpa de todo la tienen esos escritores sudamericanos. De ellos Wong Kar Wai aprendió a desestructurar una historia, congelar un instante (el de la muerte) y moldearlo de nuevo hasta formar con él una película entera en la que jamás deja de llover y a cuyos desamparados personajes volveremos a ver en In The Mood for Love (2000) y 2046 (2004). Days of Being Wild (1990) es la primera cinta de esa trilogía no planeada que empezó a rodarse (como es marca de la casa) con apenas 30 páginas de guión y la extraña tarea de averiguar cuál es el color de la melancolía. Después de probar decenas de filtros, gastar mucho dinero y convertir su primera colaboración en una pesadilla, Christopher Doyle —director de fotografía— y Kar Wai decidieron que el color era el verde tabaco y formaron un equipo que duró más de 15 años y sólo se rompió en My Blueberry Nights.

Yuddy (Leslie Cheung) seduce a Su Lizhen  (Maggie Cheung) con un hermoso truco para fijar el tiempo y darle así sentido, aunque transcurra lento en el bar gris de un estadio. Yuddy la abandona, pero no la olvida. Cuando ella consigue hacerlo y decide buscar al policía que sí la quiere, su llamada suena en una cabina vacía. Entonces, en el último minuto del metraje, se ve a un hombre que fuma sentado en la cama de una angosta habitación. Se levanta y se pone la chaqueta. Se peina. Mira su reloj y se va. No sabemos quién es. Sin embargo su imagen, mientras la chica telefonea, nos hace intuir que quizá sea en el reverso de ese tiempo que tratamos de asir donde esté la esperanza. Aunque en ese momento, mientras llama por teléfono sin que nadie responda, ni siquiera Su Lizhen pueda saber que hay un hombre preparándose para salir, quizá un periodista aficionado a escribir novelas de artes marciales, con quien vivirá pared con pared varios años después. Pero esa es otra historia.

 

57 horas después me enamoré de esa mujer

“Cuanto más tratas de olvidar algo, más se fija en tu memoria”. Lo dice el personaje de Maggie Cheung en Ashes of Time (1994), la inmensa historia de artes marciales cuyo rodaje se convirtió en una epopeya de proporciones tan dantescas que tuvo que interrumpirse muchas veces. Seguramente con el fin de olvidar esa película, el director utiliza una de esas pausas para rodar otra. Una vez más sin guión y a toda prisa, Chungking Express se terminó y estrenó en tres meses. La película cuenta sucesivamente las historias de dos policías: El 223 (Takeshi Kaneshiro) y el 663 (Tony Leung), cuyas vidas ofrecen tales paralelismos que bien pudieran  intercambiarse la una por la otra (o ser una de las dos un sueño de la otra) si el azar no hubiera aparecido en algún momento en forma de billete de avión o de mujer fatal. El 223, abandonado por su novia, colecciona latas de piña que caducan un mes después de que ella le dejara e intuye un futuro más feliz en la camarera de un puesto de comida rápida a la que aun ni siquiera conoce. Cuando al fin tropieza con ella (el momento más cercano de su intimidad) sus cuerpos quedan a 0,01 centímetros de distancia. Seis horas después ella se enamorará de otro hombre.

La estructura de la película y sus relaciones internas son tan sólidas, poéticas y prodigiosas que es difícil creer que no existiera un guión. Los hallazgos visuales de Andrew Lau (en la primera parte) y Christopher Doyle (en la segunda) pueden ralentizar la acción para aislar lo importante mientras la ciudad se mueve vertiginosa, y al tiempo ser de un lirismo capaz de mostrarnos el pasado y el futuro en una misma imagen: una camisa de azafata tendida mientras un avión la sobrevuela. Lau y Doyle expresan aquí mejor que nunca la obsesión de los personajes de Kar-wai por retener el mundo que se les escapa, viviendo en un tiempo interior construido a base de fechas de caducidad, sentimentales trapos de cocina o paraísos soñados en playas lejanas. California puede ser una cafetería, un soleado lugar, un sueño escapista dentro de una canción o un puro estado mental. Si no coincidimos en la respuesta, puede que no lleguemos a encontrarnos nunca.

Chungking Express se pensó no con dos, sino con tres historias, pero la última  se quedó fuera. Sus personajes, deformados en grande angulares, serán después los de Fallen Angels (1995): un asesino a sueldo, su agente —la mujer que busca su rastro en el taburete vacío de un bar, en el código de una canción y en sus bolsas de basura— y un ex presidiario (también el 223, de nuevo Takeshi Kaneshiro) que se quedó mudo a los cinco años (la edad a la que el director llegó a Hong Kong sin saber cantonés) al comer una lata de piña caducada.  El 223 abre de noche las tiendas cerradas de otros para vender su mercancía, y trata de conservar el recuerdo de su padre filmándole mientras cocina, como solía hacer el padre de Wong Kar Wai. El padre en Fallen Angels (como el del director) regenta un hotel, el Chungking Mansions. Sus huéspedes comen rápido en el Express café. Pero esa es otra película.

 

El lugar cuenta la historia

“Dejamos Hong Kong para volver a empezar”. Los protagonistas de Happy Together obligaron a Wong Kar Wai y su equipo a cruzar medio mundo para filmar una historia de amor de imposible futuro entre dos hombres. Tenían dos folios de sinopsis y sabían cómo eran ellos. Sólo necesitaban un lugar donde colocarlos y si su amor era un tango de Piazzola, la ciudad era Buenos Aires.  Allí pasaron seis meses de infierno, sin entender el idioma, agotados, hasta que consiguieron destilar la historia de sus amantes de entre los azulejos sucios de la cocina del Hotel Riviera y las desoladas calles de la decadente Boca, donde un taxi y un hombro pueden ser el único lugar el que refugiarse, una vez se ha renunciado al paraíso perdido.

Después de aquello, In the Mood for Love fue como volver a casa: Un piso cuyas habitaciones comparten los chinos exilados en Hong Kong que hablan en mandarín y mantienen sus costumbres, como aquel donde vivió el niño Wong cuando llegó a la colonia con sus padres en el 63. Un lugar en el que mantener un secreto es casi imposible. Allí habitan, puerta con puerta, Su Lizhen Chang (Maggie Cheung) y el señor Chow (Tony Leung) que un día, por culpa de un bolso y una corbata, descubren que sus parejas les engañan. El director encuentra la música de la película en una calle de Bangkok tan desolada que el sentimiento de pérdida se filtra entre los desconchones de sus paredes con esa lluvia que cae sin cesar. Y allí les deja deambular a cámara lenta, tratando de representar los papeles de la mujer adúltera y el marido infiel que nunca aparecen en la pantalla. Mientras intentan reproducir teatralmente el engaño, son a la vez sus parejas en el pasado y quizá ellos mismos en un hipotético futuro que jamás llegará. Ella se lleva esa posibilidad a Shanghai. Él la guarda como un secreto susurrando su historia en el hueco de un árbol de un templo camboyano.

Recuerdos del futuro

In the mood for love sólo iba a ser un episodio de media hora en una película de tres historias sobre la comida. Pero creció tanto que eliminó a las otras dos y se desdobló en 2046, una inmensa ópera a medias futurista, de rodaje enloquecido y, en parte, paralelo. 2046 es el número de la habitación de hotel donde Su Lizhen y su periodista escribían novelas de artes marciales. 2046 es también el último año en que, se supone, Hong Kong seguirá siendo lo que es hasta que China recupere, en el 47, el control sobre su sistema económico. Y es también la novela poblada de bellas androides de respuesta retardada que escribe un Chow bastante más cínico varios años después, tratando de recuperar sus recuerdos perdidos para descubrir sólo que algunos finales no se pueden reescribir.

 

En su intento de cambiar el pasado en el futuro, pudiera parecer que el director perdió alguna historia. Las otras dos tramas pensadas en principio para In the Mood for Love quedaron fuera. Una, cuenta Kar-wai, trataba de un secuestrador y su rehén. La otra, del dueño de un restaurante y su clienta, que posiblemente imaginó de ojos rasgados. Seguramente entonces no pensó en Jude Law y Norah Jones comiendo un pastel de arándanos. Postre oportuno porque, olvidé decirlo, Wong Kar Wai odia la piña. Pero eso es My blueberry nights.

Compártelo:
10 PM | 28 May

MAX OPHULS

El siglo trágico de Max Ophüls

 Max Ophüls, uno de los cineastas más personales de la historia del celuloide. Autor de pelí­culas como Carta de una desconocida, Lola Montes, Madame de…, La Ronde o Le Plaisir, cultivó en la pantalla una mirada aguda y penetrante, expeditiva y urgente, inevitablemente realista, a través de unos personajes frágiles y vulnerables. Con motivo de este aniversario, el crí­tico Miguel Marí­as repasa su dimensión trágica y Carlos F. Heredero realiza un recorrido por sus tí­tulos más significativos.

El siglo de Max Ophüls no es, como de inmediato supondrán algunos, basándose en las primeras imágenes de su cine que les vendrán a la memoria, el XIX, ni tampoco, como pueden pensar los más cultos, remontándose a las raí­ces de algunos de sus rasgos más notables y de buena parte de su elegancia, su lógica interna, su inteligencia y la claridad y nitidez de sus composiciones y encuadres, el XVIII “de las luces” y de la razón. Se trata, sin embargo, del siglo XX, ese aún reciente, que es el que le vio nacer (en 1902, precisamente el 6 de mayo, en el fronterizo Sarre, que unas veces ha sido Francia y otras de Alemania), y podrí­a circunscribirse artí­sticamente a una porción del mismo, hasta 1955 (fecha de su última obra, aunque la muerte no le alcanzase hasta 1957) y a partir de ese punto crucial que es la frontera entre el primer tercio y el segundo de la centuria, los años en los que hubo paz entre guerras, primero gran prosperidad y luego la Gran Depresión, el cine se hizo sonoro, y en su paí­s natal Hitler se encaramó al poder, para colmo “democráticamente elegido”, con lo cual dos hechos podí­an darse por seguros: la persecución de los judí­os y una guerra generalizada, que fatalmente se produjeron y que afectaron gravemente a Max Ophüls, empujándole al exilio y al desarraigo y quizá precipitando su prematuro fin.

No sé si tendrá algo que ver con su común procedencia germánica y su origen judí­o, pero justamente son Max Ophüls y Otto Preminger los primeros grandes creadores de formas cinematográficas del sonoro. En el mudo, y no sólo en los primeros años, lógicamente fundacionales y carentes de reglas, abunda relativamente este muy peculiar (y cada vez más raro) tipo de cineastas, no necesariamente mejores ni más “importantes” (en el caso de los dos que menciono, esa categorí­a aún no se les ha reconocido); dentro del periodo sonoro, hay pocos inventores de formas que no lo hubieran sido ya en el cine silencioso, y algunos que se asocian con la innovación y con un estilo que por llamativo parece original son más bien recopiladores, mezcladores y recicladores de formas preexistentes, unas en desuso, otras olvidadas incluso, o que parecen nuevas al verse combinadas con otras que se tení­an por antitéticas, cuando no radicalmente incompatibles (el caso más palmario es Orson Welles, pero el Eisenstein sonoro no le va a la zaga).

Por lo menos desde Liebelei (1932), Ophüls sienta ya muy firmemente las bases de su peculiarí­simo estilo, que irá poco a poco perfeccionando y haciendo todaví­a más sutil, pero que no tiene precedentes y tampoco tuvo consecuentes: ni Mizoguchi, ni Preminger ni Jancsó, con los que podrí­a establecerse alguna analogí­a, tienen realmente nada que ver, pese a que todos ellos, en mayor o menor medida, practiquen el plano largo y tiendan a la abundancia de movimientos.

Se dirí­a que, cada cual por su cuenta y en un momento dado, los cuatro se han planteado algunas cuestiones básicas acerca de la naturaleza misma del cine, que sólo ellos han resuelto en un cierto sentido, avanzando en una determinada dirección y privilegiando algunos de los elementos que tení­an a su disposición y a su alcance, aunque sus soluciones no sean intercambiables, sino en cada caso sumamente personales, como corresponde a toda respuesta estilí­stica, reflejo expreso o soterrado, deliberado o involuntario, de una visión y de unas opciones técnicas que también revelan, quizá inconscientemente, su respectiva forma de pensar y de entender las cosas.

Y de estos cuatro cineastas es quizá, por la fecha temprana y la radicalidad de su enfoque, así­ como por el funcional virtuosismo que alcanzó en muy pocos años, el más asombroso y uno de los más subvalorados: piénsese que en 1932, y sobre todo en Europa, todaví­a el sonido se asocia -exageradamente, pero no por eso sin fundamento- con una inmovilización forzada de la cámara, y suele traducirse en una pérdida de importancia de la imagen frente a la palabra (más que el sonido en sí­), que lleva, por lo general, a un empobrecimiento (cuando no al abandono) del uso del espacio en todas sus dimensiones.

Hasta hace verdaderamente muy poco -y eso gracias, sobre todo, a la televisión, que tampoco es el medio más idóneo-, Max Ophüls era en España un cineasta poco y mal conocido, casi unánimemente ignorado por los más jóvenes y olvidado ya por los mayores. El tardí­o estreno de su muy famosa obra final, Lola Montes (1955), y la reposición de Carta de una desconocida (1948), superpuestas a un recuerdo vago y ya lejano de Madame de… (1953), configuraron, hasta hace muy poco, una imagen pobretona y simplista de Ophüls, considerado a lo sumo como “un estilista” -en tiempos en que tal calificativo equivalí­a a un insulto, cuando menos a una implí­cita acusación de frivolidad y de superficialidad- que ha impedido que su obra se tomase realmente en serio y explica que ni se pasase por la cabeza de la mayorí­a la posibilidad de que su aportación tuviera algún tipo de trascendencia en la evolución del lenguaje del cine.

A lo sumo, se ha valorado a Ophüls como un orfebre primoroso, preciosista, sensible y delicado, aparentemente anclado a un mundo ya fenecido, con su atención primordialmente volcada a las mujeres y la música, y por ende de importancia histórica y hasta estética estrictamente menores. Sin embargo, que alguien ciertamente obsesionado por el tiempo y su fuerza erosiva y, al mismo tiempo, por la hondura de las huellas imborrables que dejan las heridas del pasado, y que, además, se sirve de un medio expresivo esencialmente visual que -para colmo- ha de partir de la bidimensionalidad (tanto del fotograma como de la pantalla) y de la imagen fija (pues no otra cosa es cada fotograma, aunque su sucesión nos produzca la ilusión del movimiento) para reflejar una realidad de tres dimensiones, opte precisamente por el movimiento (espacio/tiempo) frente a las técnicas dominantes, basadas en el montaje, parece algo de una lógica tan aplastante que sorprende que tal idea se les ocurriese a tan pocos cineastas.

Y demuestra, desde luego, que los movimientos (no exclusivamente de cámara, claro, aunque quizá sean estos los más visibles, sobre todo porque no siempre acompañan a los personajes, sino que mantienen con ellos una relación dinámica y cambiante, lo mismo los preceden que los siguen con denuedo, por encima o a través de todos los obstáculos) del cine de Ophüls nada tienen de ornamentales y decorativos, menos aún de caprichosos o gratuitos, de meramente espectaculares o de efectos para acelerar la acción.

 

Si Ophüls, como las más ilustres fuentes literarias en las que ocasionalmente se inspiró (Goethe, Guy de Maupassant, Arthur Schnitzler), surcó territorios que se tienen por propiedad exclusiva del romanticismo, nada en sus obras puede ser tildado ni de sentimental ni de autocomplaciente ni de masoquista. La dimensión trágica de su cine procede precisamente de la aterrada lucidez con que contempla, inmerso en él, el vertiginoso avance destructor de ese movimiento imparable, que a su paso captura el estupor de dos seres que se fascinan, tal vez se enamoran, que se miran, se enlazan o se persiguen, tal vez sin verse o sin encontrarse, que bailan y luego se separan o se alejan, o que en la misma convivencia poco a poco se distancian, y que finalmente mueren -al menos uno de ellos-, mientras la vida ajena y el movimiento siguen su curso ciego, implacables, dejándolos atrás, casi siempre condenándolos al olvido.

La construcción episódica de Le Plaisir (1951) o Lola Montes, los flashbacks de ésta y Carta de una desconocida, la estructura fatalmente circular de Liebelei, La Signora di tutti (1934) o Madame de…, episódica y circular a la vez en La Ronde (1950), vienen siempre a reforzar y confirmar esa impresionante concepción del tiempo como motor que empuja y avasalla y no perdona ni se compadece, que sigue indiferente su decurso incontenible, él mismo condenado a no detenerse jamás, privado de descanso.

No es preciso citar las otras pelí­culas de Ophüls, todaví­a menos famosas que las mencionadas, pero en muchos casos no inferiores -de La novia vendida y Werther a Sans lendemain y de Divine a La Tendre Ennemie y Yoshiwara, de The Exile a Caught y The Reckless Moment– para comprender que, ruede Ophüls en Alemania, Italia, Francia o Estados Unidos, cuando y donde quiera que sucedan esas tragedias -mayores o menores, individuales o universales-, en todos los casos es la misma mirada aguda y penetrante, expeditiva y urgente, inevitablemente realista, la que capta al vuelo y nos da a contemplar a nosotros, los espectadores -fugazmente, así­ que hemos de permanecer alerta- lo más í­ntimo y tembloroso de las tribulaciones de sus frágiles y vulnerables criaturas. Es como si Max Ophüls -que no llegó a viejo- se dijera de ellas, a la manera de Gustavo Adolfo Bécquer, polvo serán, mas polvo enamorado, y por eso quisiera salvarlas cuando menos del anonimato y el olvido, preservarlas en el recuerdo, eternizándolas como ejemplo de la lucha por la vida, la libertad y la felicidad en el efí­mero y quebradizo soporte de una cinta de celuloide.

 

17 septiembre 2005


 

 

Compártelo: