Opinión

11 PM | 12 Jul

EL DESPRECIO DE LOS CIUDADANOS

 

 

 Emma Riverola

 

Tengo la sospecha de que estamos peor que ayer, pero infinitamente mejor que mañana. (El presidente) ha empezado a inspirarme ternura (…) sobre todo cuando le veo tan peligrosamente desorientado”.

Estas palabras parecen dictadas por la situación actual, pero fueron publicadas el 23 de agosto de 1993 en este mismo diario. El nombre del presidente era Felipe González. El autor del artículo, Manuel Vázquez Montalbán. Y el título, Depresión. En 1993, el PSOE había vuelto a ganar las elecciones, pero había perdido la mayoría absoluta. El país sufría una grave crisis económica. La tasa de paro llegó a encaramarse hasta un dramático 24%. El caso GAL mellaba las entrañas democráticas del Estado y Luis Roldán se revelaba como uno de los mayores sinvergüenzas de la historia de este país.

El Felipe González de entonces tenía poco que ver con el joven entusiasta y brillante que había ganado las elecciones 11 años antes. Tampoco se asemejaba al actual patricio que considera a las democracias de hoy marcadas por la mediocridad y lo mediático. O que lanza frases tan poco favorecedoras al Gobierno como “rectificar es de sabios, y de necios hacerlo a diario”. Olvidándose, quizás, de su propia y antigua desorientación.

 

Entonces y ahora, la crisis económica actúa como una demoledora apisonadora de la imagen pública de los políticos. Pero, a pesar de las dramáticas semejanzas entre 1993 y este más difícil 2010, la fractura entre la clase política y los ciudadanos nunca había sido tan profunda como ahora. La crítica a la talla de los líderes se impone, pero resulta interesante continuar revisando las hojas pasadas del calendario y tratar de encontrar más razones para este distanciamiento.

Durante los últimos años, el marketing se ha impuesto en el mundo de la política. Al líder se le ha otorgado el rango de producto. Los ciudadanos nos hemos convertido en codiciados consumidores y nuestros votos, en devaluada moneda de cambio. El debate ideológico ha quedado arrinconado por la verborrea de un agente comercial salpicada de frívolas promesas publicitarias o de pueriles amenazas sobre la llegada del lobo. La política se ha banalizado y las encuestas deciden los cambios en el diseño de las etiquetas. Pero un voto debería tener mayor trascendencia que elegir una lata de tomate en un lineal del supermercado, especialmente si no se desea sufrir el mismo final que la lata cuando el comprador la da por agotada.

En una sociedad marcada por las leyes del consumo y adormilada por años de bienestar, el ciudadano se siente cada vez menos responsable de todo. Su tolerancia al riesgo se ha tornado ínfima y cree poder exigir a papá Estado la solución inmediata de todos sus problemas. Pero el espejismo se hace añicos ante la crisis y la sombra de la estafa planea sobre la clase política. Yo te di mi voto, yo te compré, ¿por qué no arreglas todo esto? Una mala compra, piensa el elector, otro trasto inútil, y busca en vano las condiciones de devolución en la letra pequeña de su voto.

Y cuando las ventas bajan, ya se sabe, entran en juego las ofertas dos por uno y las promociones agresivas. O, lo que es igual, la indefinición en el discurso para tratar de atraer al mayor número de votantes y la guerra sin cuartel a la oposición. Una dura contienda sin remilgos en la que no se duda en traicionar la propia coherencia si eso desgasta al contrario. El mensaje se simplifica. O conmigo, o contra mí. Se huye de los puntos de encuentro y las opiniones discrepantes se consideran un ataque. La tolerancia no cotiza en este mercado de valores y la sociedad oscila peligrosamente hacia la indiferencia o la intransigencia.

El pensamiento crítico se está convirtiendo en una rara avis y los medios de comunicación no siempre son ajenos a la falta de racionalismo. A veces, por la excesiva carga de opinión entreverada con la información. A veces, por convertir su espacio en el escaparate de los productos políticos, erigiéndose en altavoz de las acusaciones, declaraciones o intoxicaciones. Eslóganes más eslóganes. Es incuestionable el valor del periodismo en la denuncia de los abusos del poder. Pero ya es más discutible el papel de juez que algunos medios se han otorgado, condenando sin rubor a los políticos del color contrario a su línea de opinión. Juicio sin derecho a la defensa y cuyo único fallo es la devaluación de la política. El desprecio de los ciudadanos.

La abstención crece a ritmo vertiginoso para vergüenza del espíritu democrático y no se observan en el mercado fórmulas mágicas capaces de invertir la tendencia. Parece urgente establecer nuevos puentes de diálogo entre ciudadanos y políticos, fomentar plataformas de pensamiento, donde las discrepancias sean acogidas como una fuente de enriquecimiento y los esfuerzos se destinen a la construcción de mejores modelos de relación y organización. Espacios alejados del marketing y sustentados en un compromiso mutuo de respeto a la verdad y la honestidad. Suena a utopía. Y eso es lo terrible. Porque si dejamos de creer en nuestra capacidad de transformación y mejora, renunciamos a ejercer el poder. La elección es nuestra: ciudadano o consumidor.

 

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01 PM | 08 May

En las finanzas sólo rige la ley de la selva

 

 

El sistema financiero se instauró para contribuir al mejor desarrollo de la economía real. Sin embargo, a día de hoy, los vaivenes en el mercado de finanzas se han convertido en una amenaza dramática para la economía, en Grecia, en Europa y en el mundo.

El engranaje financiero se ideó como herramienta eficaz para la facilitación de las transacciones del mercado de productos y servicios. En algún momento de la historia la ficción del dinero viajante adquirió vida propia, hasta el punto de que en la actualidad los intereses y las estrategias de esta ficción chocan y se superponen sobre los intereses de la economía y de la sociedad que los crearon. Y nadie parece capaz de poner fin a tamaño sinsentido.

El colapso de bancos, brokers, fondos, bonos y agencias de calificación nos ha sumergido en la mayor crisis económica desde la Gran Depresión, y después de sacrificar miles de millones en su rescate, ahora vuelven a las andadas de la especulación y el pillaje. No solo no ayudan a recuperar la actividad económica y el empleo que se destruyó por su culpa. Es que perseveran en la práctica del casino global, con riesgo serio de llevarnos a todos a la ruina. Pero insisto: nadie les para.

La experiencia nos proporciona lecciones muy dolorosas sobre el destino de los mercados sin regulación ni control. La ley de la selva conduce al caos y al desastre. Y la falta de límites, de normas y de regulación en los mercados financieros internacionales se encuentra en la raíz de los problemas que están arrasando Grecia, y que amenazan con incendiar toda Europa.

En lugar de correr de un lado para otro taponando vías de agua cada vez más intratables, los líderes europeos harían bien llevando la nave a puerto y sometiéndola a un proceso de revisión y reconstrucción. El sistema financiero requiere de normas y procedimientos reglados que aseguren su servicio positivo a la economía real, y que imposibiliten las burbujas, los craks y las conductas puramente especulativas.

Los ciudadanos no terminan de entender cómo es posible que las autoridades europeas puedan regular las transacciones comerciales más nimias en el último rincón del continente, y sin embargo se muestren incapaces de establecer unas normas básicas para impedir que los tiburones financieros engorden y engorden a costa de llevarnos al desastre.

Los diputados españoles que estamos redactando la Ley de Puertos no podemos bonificar las tasas a aplicar sobre el pasaje de viajeros a nuestras islas, porque la regulación europea lo impide. Las industrias alimenticias deben vigilar en extremo la composición de los aditivos en sus productos, porque las instituciones europeas pueden bloquear su comercialización ipso-facto. La vigilancia de Europa sobre las ayudas públicas a la última huerta murciana o a la última vaquería gallega resulta implacable. Las normas europeas a aplicar sobre la producción de petardos para los niños son kilométricas. Sin embargo, cuatro brokers deciden una mañana apostar concertadamente por la ruina de todo un país, y ¿Europa no puede hacer nada?

La mayoría hemos admitido ya que el mercado reglado es una buena herramienta para asignar recursos. Ahora bien, un mercado sin más regla que la ley de la selva resulta inestable, ineficiente e injusto. Y si se trata de un mercado de dinero, es pura dinamita.

Procuremos reaccionar antes de que nos reviente a todos.

Rafael Simancas es diputado por Madrid en el Congreso y portavoz de la Comisión de Fomento
Blog de Rafael Simancas

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07 PM | 12 Abr

EL DECÁLOGO DE KIESLOVSKI (EUGENIO)

 

 

 

Lo que me fascina de los mandamientos es que todos estamos de acuerdo en el hecho que son justos, pero al mismo tiempo los violamos todos los días”.  Kieslowski 

En esta aparente aporía radica todo lo que se puede decir globalmente de los mandamientos de la Ley de Dios y de las 10 películas de Kieslowski. Es decir, no todos estaríamos de acuerdo en que, no de manera abstracta, sino concreta, cada uno de los mandamientos tiene su necesidad de cumplimiento, son justos. Por esa razón, en lo concreto, los violamos todos los días, en función de la vida experiencial de cada uno, en su relación con el mundo y con los otros, y de su perspectiva axiológica. Los cumplimos o no, además, de una manera relativa y circunstancial. También los creyentes, o incluso éstos con mayor motivo, viven esa contradicción o si preferís esa aporía.

 En un plano abstracto, justo donde seria más fácil su cumplimiento, devienen tautológicos. Son peticiones de principio. Por eso los 10 films de Kieslowski muestran esa ausencia de conexión con la LEY, esa autonomía,  y al mismo tiempo, hace esfuerzos por relacionarlos con ella, y así nos lo presenta, con escaso éxito, en mi opinión, la mayoría de las veces.

 La vida transcurre en sus determinaciones y exigencias, y en la libertad, que él nos va mostrando como experiencias singulares en que, ni siquiera para un creyente, sería necesario relacionarlas con un mandato divino que fuera claro y diáfano, es decir afirmativo y contextual. Porque, ya sabemos, están redactados con un imperativo NEGATIVO. Eso lo relaciona con el PODER  de dominar y controlar, algo específicamente humano y de la tierra

. Seguramente, alguien muy oportuno, y confundiendo los planos, podría responder que sin ese Decálogo todo estaría permitido. El célebre dictum de Dostoievski “si Dios no existe, todo está permitido y si  todo está permitido la vida es imposible”  le vendría como anillo al dedo, para intentar confundirnos y hacer depender las leyes humanas de las divinas, que es el mundo que hemos aprehendido y realizado, con distintas gradaciones e intensidades y en distintas épocas históricas.

 La política de los hombres y para los hombres siempre ha sido, hasta no hace mucho, de alguna manera, teología política. Incluso los conceptos de filosofía política moderna, soberanía, libertad, propiedad…, tienen una impronta teológica que ha transcurrido a lo largo de los siglos y que una tarea del pensamiento, deconstructiva, con Derrida, para unos, y arqueológica, con Foucault, para otros, debería poder rastrear. Y no sólo la política y el derecho. También el psicoanálisis y la economía. ¡Y qué decir del lenguaje!

 No obstante, de una manera creciente y en mi opinión poco reversible, la política es cada vez más biopolítica, como bien los ilustró Foucault, política de y para la vida, con todo lo que esto de definitivo implica. Ahora nos jugamos más, incluyendo su reverso tanatopolítico, que nos ilustró el nazismo.

 Como aún andamos a vueltas con la teología, el gobierno y la administración de los hombres ha sido cosa de Dios, se podría decir, o reduciendo la hipérbole, se ha llevado a cabo con esa impronta. Por eso al dictum de Dostoievski siempre le cabe su prueba del nueve, el dictum opuesto: “Si Dios existe, todo está permitido”, que permite visualizar mejor lo que ha venido ocurriendo en el entramado judeocristiano y ahora el musulmán, ya que oficialmente Dios existe para todo gobierno y Estado, incluso podría ser su heredero, también para los modernos, y para toda filosofía desde Platón hasta Hegel. Todo ha sido permitido bajo su coartada, viene a decir este otro. Quedaría un tercero, un siglo después de Dostoievski, “Dios ha muerto… nada está permitido” de Lacan. ¿Nuevas perspectivas?.

 No hace falta recurrir a episodios de violencia que la historia nos ha dejado, y su relación con el 4º mandamiento del Decálogo, por hablar de uno de ellos, el siglo XX por ejemplo, o el más reciente del imperio americano en Irak, que todos oímos y supimos se realizaba en nombre del Dios cristiano, o la venganza de Bin Laden y la yihad islámica, también en nombre del mismo Dios, de otra religión.

 Esta introducción puede servir para leer o, en este caso, ver, quizás de otra manera, porqué la vida que evidencian las 10 historias de Kieslowski transcurren con independencia de la Ley de Dios y sólo una visión hipostasiada, teísta o no, las puede relacionar.

 En este sentido,  ¿será posible pensar una vida que no requiera el recurso a la trascendencia para poder justificarse, afirmarse en si misma, legitimarse, en el común de los vivientes? El filosofema  nietzschiano, de la “muerte de Dios” permitiría tematizarlo todavía hoy, con la ayuda de los “otros” del pensamiento.  Y también, incorporando el de Walter Benjamin, el capitalismo como la religión cultual más grande y universal que ha existido nunca.

 Podemos entrar una a una en cada historia de Kieslovski, ya desprovistos de mandato divino, con la ayuda de los resúmenes de Lupo, y viéndolas por separado, porque el atracón que nos dimos cuesta digerirlo y las imágenes trasmutan en el cerebro, en un intento de perderse para siempre. O quizás alguien prefiera empezar por el debate que plantea este excurso. 

Eugenio  

 

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01 AM | 26 Mar

GRACIAS POR EL CHOCOLATE

Frente a tanto filme anodino, sorprende (agradablemente) la grandeza de este nuevo filme de Chabrol. Astuto y estupendo (cuando quiere) director, que tanto en su película anterior (En el corazón de la mentira) como en ésta parece dispuesto no sólo a dar soberbias lecciones de cine sino también a lograr (al estilo del mejor Godard, ese eterno joven transformador del cine) reformar o innovar el lenguaje cinematográfico: búsqueda de nuevas formas expresivas donde el cine ante todo y sobre todo se mueve aparentemente en el terreno de la ambigüedad, un perfecto entramado fílmico asentado en el terreno de la sugerencia. Repetiré lo tantas veces dicho: el sentido y la finalidad de la verdadera obra fílmica es sugerir cosas al espectador, dejar abierta (y libre) la película a múltiples (pero nunca opuestas)  ideas. No se precisan explicaciones. Debe dejarse abierto el filme para que el “lector” puede oficiar su papel de (pequeño) creador. Ese es el gran misterio y grandeza de Godard, Bergman, Angelopoulos y también, ¿por qué no? de los Hitch, Ford, Welles, Stroheim…. Un camino que supone el avance del lenguaje cinematográfico hasta llegar a un mayor grado evolutivo y que se consigue gracias a la multitud de aportaciones que ha habido a lo largo de su historia y en especial a las “expuestas” por los grandes maestros (en el cine de Hollywood) al imponer desde clásicas estructuras narrativa una serie de (pequeñas o, en apariencias, insignificantes) transgresiones que más tarde serán aprovechadas (y asumidas) por directores de la talla de Welles, así como por las nuevas cinematografías de los años sesenta (con la aportación principal de la nouvelle vague), o por cinematografías que van desde el cine japonés de ayer (Ozu, Mizoguchi, Kurosawa), al chino de hoy (Yimou, Kar-wai) sin olvidar a varias novedosas cinematografías orientales de ahora mismo.

Gracias por el chocolate (olvidemos aquel desliz cercano de Chabrol titulado No va más) será una película (insólita) y desconcertante para los espectadores que acudan normalmente al cine a pasar (simplemente) un rato divertido. Chabrol exige una participación de los asistentes a las salas de cine no admite su simple postura cómoda de expectación. Si así fuera (la simple postura del espectador pasivo) no sería posible que esta obra (y otras del buen director francés) fuese reconocida por los que embebidos por la “magia” de la pantalla identificasen, incluso y de forma simple, las imágenes en la propia realidad. Y es que para entender éste filme (y a Chabrol y a otro muchos realizadores) se precisa una postura analítica: ser (los asistentes a la proyección) “editores”, pensadores de imágenes. Es preciso (para amar y disfrutar el cine) pasar, en el decir de Santos Zunzunegui, de ver a mirar las imágenes. Los que no “miren” esta singular e importante obra (igual que les ocurrió a los que “vieron” así In the mood for love de Kar-wai) no podrán degustar su buen aroma. Desde luego, eso es fácil de asegurar: éste hermoso Chabrol será odiado por los amantes de cosas tales como Torrente y sus secuelas. Es imposible que alguien pueda estar tan confuso como para asumir tal paranoia.         

El último filme de Chabrol  parece no contar absolutamente  nada, o mejor sería decir que NO EXPLICA, y por tanto explícita, lo contado. No existe, pues, una historia propiamente dicha. ¿Cuál es la verdad? o mejor ¿existe una única verdad?  No se está lejos de la propia ambigüedad de su anterior filme, En el corazón de la mentira. No solamente se negará la certeza de la verdad desde la mirada omnisciente del creador sino que se obviará, incluso, un estudio “profundo” (o más bien primario) de los personajes que interpretan el drama. Su forma de actuar, conocerles, saber lo que ocultan sus máscaras sólo podrá ser descubierto por medio de pequeños gestos, sobrentendidos, miradas, movimientos: unas manos detrás de la espalda de Mika (Isabelle Huppert) que se retuercen en primer plano mientras en un segundo plano vemos a la joven Jeanne (Ana Mouglalis) charlar con ella, una caricia de Mika a la cabeza de un niño (¿el hijo? de su deseado hombre) mientras urde el asesinato de la madre de la criatura (o sea de su “rival”), dos manos que se acercan y tratan de encontrarse, un paño que se teje, un joven siempre niño jugando incansablemente con su consola, un réquiem siempre presente (premonición y acompañamiento) ejecutado por maestro y discípula (¿padre e hija?) siguiendo y apuntillando unos actos y relaciones (esencia y existencia de los personajes y de la “fúnebre” acción)…

En el terreno de la ambigüedad o (mejor) de la sugerencia es donde esta hermosa película, no menor en la filmografía de Chabrol como alguien ha afirmado, alcanza su mayor grandeza. Si tuviéramos que proceder a hacer un resumen “temático” diríamos que nos enfrentamos a la afilada disección de la sociedad /hipócrita occidental, centrada, en este caso, en una ciudad de Suiza, donde sus adinerados y seguros habitantes son capaces de cometer (sin abandonar su sonrisa) las mayores atrocidades mientras hablan o saborean viandas y bebidas. Personajes que ante todo y sobre todo (he ahí la “idea” centro del filme) han olvidado lo que significa la palabra amar (o más claramente, han olvidado lo que es amar), ignorando la existencia de los otros al preocuparse únicamente por posesionarse de lo que desean. Una única mira: obtener (adueñarse) de sus deseos a costa de lo que sea. Una sociedad afín a las películas de Chabrol (culta, refinada, de la alta burguesía) capaz de solucionar sus problemas en el entorno cercano familiar o amistoso y que contempla -y asiste- sin inmutarse a las mayores tragedias o revelaciones. Nadie levanta la voz, nadie se asusta ante los datos que va recibiendo. Es algo normal cuando el espejo que devuelven otras historias no refleja sino cosas parecidas o iguales. Triste expresión y representación de un fin/comienzo de siglo donde se ha alcanzado un terrible grado de normalidad. Todo es posible ante tanta “maldad” u horror lanzado desde cualquier lugar o medio. El sentido moral de otras obras anteriores de Chabrol, aunque sigan bebiendo en culpabilidades  y sentimientos propios de Hitchcock, va abriéndose paso hacia la mayor de las amoralidades. Todo, en el momento presente, parece haberse perdido, hasta, incluso, la dignidad de las personas.

Gracias por el chocolate nos cuenta (siempre que se “muestra” algo aparecen personas y cosas. Existe, pues, una referencia con la realidad de forma que el espectador reconoce unos hechos, aunque, como en este caso, personajes y situaciones no son más que presencias sin que exista un afán de explicitar la razón de lo que ocurre o ha ocurrido a los personajes tanto externa como internamente) como un pianista se casa con la dueña de una gran fabrica de chocolate (la pretendida dulzura del producto se convierte aquí en amargura y dolor como mostrando que el chocolate -símbolo- se hace de productos amargos. Sin proponérselo Chabrol parece contestar con esta película al “chorreo” de buenos sentimientos que expresa Chocolat de Lasse Hallström). El músico tiene un hijo de su primer matrimonio. Por esas casualidad del destino… propias del cine de Lang, al que se rinde homenaje explícito (al igual que ocurre con una película de Renoir) al citar uno de sus títulos (de cierto carácter metafórico en el desarrollo de los acontecimientos ya que se trata nada menos que de Secreto tras la puerta), una chica se entera de que pudo ser cambiada casualmente al nacer en el hospital por otro bebé, concretamente por el hijo del pianista. Para que la duda sea mayor el joven es una especie de “parásito”, poco preocupado por el arte, y ella es una pianista (¿se puede heredar el sentido artístico?). La chica (la identidad de la joven con la mujer del pianista se expresa por sus gestos, sus expresiones, su forma de escuchar…) decide acudir a la casa de su probable padre para conocerle.

Lo indicado con anterioridad es el comienzo de un drama. Ahí se empezará a tejer una especie de tela de araña (como el tejido que Mika  va tejiendo a lo largo del filme) en la que se verán envueltos todos los personajes. ¿Quién es quién? ¿De dónde se procede? ¿Qué es ser padre o madre? ¿Quién es realmente “padre” y “madre”?. En definitiva, donde está el amor. El punto fuerte del relato (su clímax) llega cuando Mika (Isabel Huppert) descubre al espectador (y a los de su entorno) que es hija adoptiva.

¿Se puede querer a aquel que no se sabe (o más bien se duda) si es realmente el hijo? ¿Se puede odiar al hijo nacido por inseminación de alguien “anónimo”? ¿Qué significa el amor? ¿Amar equivale a poseer, a domar, a obligar a hacer cualquier cosa? Las preguntas van desgranándose sobre las bellas imágenes dominadas por la presencia de la protagonista, la misteriosa, dolorosa, solitaria y malvada Mika. Un curioso ser que plantea la ambivalencia entre el odio y el amor, entre la posesión y el asesinato. Parece ser difícil comprender (y de ahí la complejidad del personaje) cual es la barrera que separa (en el mundo actual) el bien de mal o mejor, tal como explícita la citada Mika, ser, en definitiva,  capaz de cualquier cosa (¿no hacen lo mismo los otros personajes?) con tal de conseguir (o de posesionarse) aquello que se desea o se quiere o al menos poder encadenar a alguien al lado. De esa forma los variados asesinatos que comete Mika (los que se asegura y los que intuimos: ¿de cuantos en realidad es culpable?) no son más que un camino hacía su propio bienestar. Para ella, claro. Su maldad es su propio sentido del bien. Es la razón por la que debe eliminar cualquier cosa que la aparte de sus miras. Pero ¿por qué? ¿Quizás porque ella ha aprendido en su triste peregrinaje lo difícil que es ser amada o, quizás, lo que significa su ausencia? Una caricia, una palabra, un gesto es algo muy distinto a satisfacer unas necesidades o dar a alguien un determinado nivel de vida. Eso no será amor si detrás de la relación de los personajes se ha levantado una barrera difícil de ser derribada.

Es importante comprobar como se va poco a poco tejiendo (o como se tejió) la prisión a la que Mika somete a su “amor” (su ídolo o su dios). Cualquiera que se le acerque, forme parte del mundo de su amado y debe ser eliminado. Como también lo serán los que le impidan llegar a obtener sus intereses o los que se oponen a sus decisiones. Una sonrisa (asesina), una galantería educada es la cara (de ingenua inocencia) que presenta a sus numerosas víctimas. Como esa que (centro de la trama) va cerrando/urdiendo sobre la joven Jeanne (repetición de la que años antes creó para “cazar” a la mujer del pianista) al verla como un nuevo objeto-rival en su camino amoroso-posesivo. ¿Y cuál es la actitud ante el hijo -propio o no- de su marido? ¿Por qué razón echa somníferos al chocolate del joven todas las noches para que “descanse” plácidamente? ¿Por qué deja caer, en un momento, el chocolate de forma premeditada? ¿Hasta donde llega la malignidad de Mika? Las palabras del novio de Jeanne, que explican como ciertos hombres, para “violar” a tiernas jovencitas que posteriormente no recuerdan nada de lo ocurrido, utilizan los mismos somníferos que emplea Mika, ponen un nuevo interrogante sobre la realidad de la actuación (recuérdese su caricia sobre el pelo del niño mientras lee en el sofá -objeto éste de obligada referencia en el relato-) de la mujer. Una realidad que somete a mayores amoralidades (o malignidades) las imágenes al abrirlas hacia premisas incestuosas.

Un final inolvidable, hermoso, uno de los mejores que ha filmado Chabrol a lo largo de su amplia obra, clausura esta singular, lúcida, abierta y profunda película: un primer plano del rostro de Mika sostenido a la derecha de la pantalla mientras a la izquierda (en una utilización magnifica de la pantalla ancha) pasan los letreros finales, Cuando han acabado, la mujer, la grandiosa Mika-Isabelle Huppert, se deja caer en actitud fetal sobre el sofa. Es una vuelta al seno (desconocido) materno, a la búsqueda del cariño que nunca tuvo. El amor como acto-posesión (en un intento de sentirse como ser humano) y no como verdad, la conducen al cruel encuentro con la terrible verdad de su inexistencia: un ser incapaz de superar “su” pasado. Mika NO ES, pues ni siquiera ha nacido.

Terrible conclusión para un film espléndido que como todos los de Chabrol, y cada vez con más cinismo, nos habla de una clase dominante y sin futuro, muriendo poco a poco, necesitada de un cambio, de nuevas estructuras. Un ejemplo, cruel, en el que se sustituyen los ideales por las buenas maneras, por los juegos de salón. Y es que así se vive y así se mata, educadamente. De igual forma que se escuchan las terribles confidencias. Todo es igual. Educadamente (¿o amaestradamente?), se toma una taza de café o de chocolate incluso sabiendo que puede tener veneno. Hay que ser amable con el vecino, hipócritamente amable. Morir y vivir en la mentira, siguiendo las mismas (espantosas) reglas del juego. Hay que sonreír mientras se dispara (aunque sea sin rifle) o se recibe (metafórica o realmente) la bala. Es el juego de las apariencias, de la falsedad, de la mentira, el cruel mundo habitado por una sociedad burguesa reflejo de sociedades y clases de otros tiempos donde la hipocresía reinante en sus reuniones de salón no era sino el símbolo de una decadencia. La misma que película a película viene filmado, sobre el (la mentira del) hoy, este gran diseccionador social que es Claude Chabrol.

Bien es verdad que no es un filme redondo. Le sobra la explicación (forzada) del joven investigador sobre los efectos de la droga que Mika echa en el chocolate o la propia -y algo metida a trompicones- aseveración de la mujer sobre su adoptividad, pero son, en definitiva, males menores en una obra sumamente rica y abierta.

Y, como Chabrol no puede “vivir” sin su admirado Hitch, habrá que indicar finalmente la forma curiosa en que este filme rinde homenaje a una de las obras maestras del genial director. Nada menos que se ”acuerda” (o “recuerda”) Encadenados (Notorius). ¿En qué? En el claro juego del veneno, de la muerte lenta bebida en pequeños sorbos en tazas de café o chocolate mientras se charla de nimiedades con los familiares, los amigos o los amantes. Inolvidable y grandiosa. 

Adolfo Bellido

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