Opinión

11 AM | 19 Oct

¿Qué hacer con los partidos?

 

 JOSEP RAMONEDA 18/10/2009  

 

 

La multiplicación de los casos de corrupción, que se extienden como verdaderas plagas, como está ocurriendo estos días en la geografía del PP; la cuestión eternamente pendiente de la financiación; la sensación de que el nivel del personal seleccionado para los altos cargos ha bajado sensiblemente en los últimos años; los lamentables espectáculos que combinan la celebración de las unanimidades con las descarnadas peleas y deslealtades entre compañeros; la bochornosa exhibición de la servidumbre voluntaria, con un verdadero pánico a cualquier forma de crítica o discrepancia interna; y la sensación generalizada de estar ante una casta con intereses corporativos, alejada de la realidad cotidiana, han generado un descontento creciente de la ciudadanía respecto de los partidos políticos. ¿Tienen remedio? ¿O habrá que pensar en otras formas organizativas?

  

 

La Constitución dice que “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental de participación política”. ¿Cumplen estos requisitos? Sólo a medias. Las dinámicas de los partidos tienden más a frenar que a estimular la participación política. En realidad, operan mucho más como agencia de colocación de una profesión llamada política que como canal de discusión y de acción política abierto a la ciudadanía. Expresan el pluralismo político, pero la condición de cártel con la que actúan, más que estimularlo, lo restringe.

La formación y expresión de la voluntad popular se han deteriorado, con un sistema de democracia mediática que favorece el monólogo del gobernante, con las encuestas de opinión como casi única señal que viene de abajo. El complejo mediático-político, una promiscua trama de intereses, ha conseguido que no sea ningún disparate la distinción entre opinión publicada -la que emana de este complejo- y opinión pública.

Si las tareas principales de los partidos son asegurar la participación política y la representación de la ciudadanía, seleccionar el personal para los puestos de responsabilidad política, y formular y liderar propuestas de gobierno que atienden al interés general, hay que decir que en todas ellas las deficiencias son grandes.

¿Dónde están los problemas? En la propia lógica organizativa: se ha dicho que los partidos son la única herencia del leninismo que ha sobrevivido a la caída del muro de Berlín. Lo cierto es que la democracia interna es muy débil y los partidos se han convertido en máquinas de ocultación de las malas noticias, a mayor gloria del jefe. Al mismo tiempo, los sistemas de escalafón son muy rígidos, con efectos perversos como que muchos militantes llegan hasta la cima de la carrera política sin otra experiencia profesional que la vida de partido.

En las élites políticas hay una obsesión por la gobernabilidad, que se expresa en el gusto por el bipartidismo: un club privado de dos socios, los únicos que pueden alcanzar el Gobierno de España, en el que es casi imposible conseguir el derecho de admisión. Los dos gozan de tantos privilegios -económicos, mediáticos, técnicos- que sólo una debacle cainita podría apartarles de esta privilegiada posición. La misma obsesión por la gobernabilidad está en el origen de las listas cerradas, que es una vuelta de tuerca más en el control de la servidumbre.

Naturalmente, en la financiación encontramos una fuente de corrupción insaciable. Siempre se habla de la necesidad de una reforma a fondo, pero nadie la emprende. Hombres ilustres de la política han visto cómo brillantes carreras acababan salpicadas por la corrupción y, sin embargo, sigue sin hacerse nada. ¿Tan grande es el negocio? ¿Tantas son las ventajas de la opacidad que merecen tan alto precio? Si encima se extiende la peligrosa doctrina, desarrollada por la derecha, de que el voto blanquea la corrupción, la sensación de impunidad es insuperable.

Cada uno de estos problemas se podría afrontar con medidas concretas que, sin ser una gran revolución, mejorarían sensiblemente las cosas: legalización de las corrientes internas que darían más calidad a la representación, cambios en la ley electoral que desburocratizaran la política, transparencia en la financiación, obligatoriedad de unos años de experiencia profesional fuera de la política para poder gobernar, etcétera. Pero para el cártel político resulta más cómodo gobernar una sociedad que crece en indiferencia que favorecer la crítica, la participación y la dignidad de la política.

 

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05 PM | 19 Ago

¿Y SI LA IZQUIERDA HA MUERTO?

 

 

 

 

 

Un mal resultado en las pasadas elecciones europeas dio pie a muchas preguntas sobre el desconcierto de la izquierda, las preguntas existenciales agónicas son parte de la naturaleza misma de la izquierda. No así la derecha, ya gane o pierda nadie se pregunta por su presente o futuro pues descansa sobre la certeza absoluta de que existe y existirá; aún más, de que la derecha es la expresión de la realidad. La derecha es “la gente normal”, “apolítica” y cree en el Derecho Natural. La derecha descansa en la metafísica, la izquierda teme ser una contingencia histórica.

Creo que hay motivos para preguntarse esta vez por la izquierda. El secretario del Partido Socialista Español afirmó que la izquierda había perdido las elecciones por incomparecencia. En ese caso, ¿dónde estaba? ¿De viaje? Pero desde entonces no ha reaparecido para decir “aquí estoy de vuelta”. ¿Y si se ha muerto?

Hace unos meses escribía aquí que, muerto el comunismo, a lo que existía habría que dejar de llamarle capitalismo, pues el capitalismo como ideología antagónica a aquél también pereció y lo existente pasó a ser otra cosa. ¿Y si resulta que la izquierda también está muerta? ¿Y si nos hallamos en un estadio nuevo en el que la dialéctica entre izquierda y derecha ya no es real, es una fantasía? Al cabo, estamos dentro de una crisis que está transformando la economía mundial y nuestras vidas.
El pasado va dentro de nosotros, pero el siglo XX se cerró completamente con Gorbachov, un siglo que llevó a cabo el programa nacido en Europa en el XVIII y el XIX. La “globalización”, siendo la continuación de lo anterior, es un periodo nuevo de nuestra civilización. Quizá sea ahora cuando alumbre algo nuevo el malestar expresado en las críticas a la modernidad desde el siglo XIX, sea desde el integrismo católico, desde las artes o desde la escuela crítica de la razón de Frankfurt. Nietzsche escribió para este tiempo. Izquierda y derecha no son mónadas atemporales, son creación social en un lugar, Europa, y un tiempo concreto, pongamos que la Revolución Francesa. Y son relativas una a otra. Durante el siglo XIX y parte del XX Europa hizo un gran esfuerzo ideológico para ocupar el espacio desalojado por la religión con ideologías que tenían que abarcarlo todo, desde la moral y la vida íntima, hasta la gestión del Estado y la economía. Pero derecha e izquierda se asentaron sobre la dinámica de la vida social, el conflicto entre inercia y fuerza, entre estatismo y movimiento, entre mantener el estado de cosas o cambiarlo. Entre realidad y deseo. Esa dinámica existirá siempre, pero en cada lugar y en cada momento adopta lenguajes, ideologías, programas distintos.Creo que no tiene mucho sentido seguir escudriñando nuestro alrededor en busca de una izquierda reconocible bajo el aspecto de socialdemocracia, revolución o cualquier otra forma histórica. Aunque me parece que es inevitable, necesitamos referencias, figuras, para reconocernos e identificarnos.
Se seguirá hablando de derecha e izquierda, pues aunque el tiempo histórico ha cambiado nuestras mentes necesitan saberse en un lado u otro. No nos basta afrontar cada dilema de modo particular y tomar posición en cada ocasión, necesitamos la doctrina y el grupo, pero no debiéramos exigir que esa tal izquierda se adapte a nuestra memoria generacional.
Creo que esa exigencia se le hace a la izquierda que hoy gobierna en España. Las políticas concretas de ese gobierno son mejores o peores, discutibles, mejorables, pero son un fruto de este tiempo; confrontarlas con las políticas del pasado no ilumina nada.
Bastantes de los males que le atribuimos a las izquierdas existentes son en realidad nuestras limitaciones. La izquierda está descalabrada en Europa porque los europeos no pretenden cambiar lo que hay, quieren detener el tiempo o volver a un pasado que les permitió veranear en Marbella, Mallorca, Cancún, Túnez, Eslovenia… Queremos organizaciones sindicales y políticas que nos garanticen que la vida va a ser como era antes, que nuestros puestos de trabajo no van a ser ocupados por inmigrantes a bajo precio, que nuestros productos no tengan que competir con las importaciones de otros productos fabricados con dumping… Menos los especuladores y la gran empresa, todos estamos afectados en nuestros intereses, nos está resultando muy difícil competir por los recursos y añoramos los marcos nacionales, pero nuestras muy comprensibles reclamaciones no son necesariamente de izquierdas.
Ya que necesitamos ficciones sociales seguramente sea necesario actualizar la izquierda a nuestro tiempo. Tendría que ser desde cada sociedad, convergiendo en una izquierda global. Pero una ficción, un argumento literario, se construye con uno o varios conflictos y con protagonistas. Los conflictos no es tan difícil localizarlos, pues igual que hay una izquierda que se imagina izquierda, también hay una derecha que se imagina derecha, y es muy activa. La derecha, con su ideología heredada, en la que finge creer, y su lista de intereses a defender, dibuja en hueco el programa de la izquierda.
En España, de trazar un programa de izquierdas se encarga esta derecha nacionalista, ultraconservadora, antisocial, autoritaria y defensora de privilegios heredados. Pero si la izquierda fuese meramente la respuesta al programa de la derecha se reduciría a una organización gremial de afectados por la derecha; si renace tendrá que hacerlo desde la gran tradición europea del Humanismo, pero abriéndose también a las corrientes humanizadoras que nacen en este nuestro mundo abierto.
Pues la melancolía, la imaginación de otra vida mejor y la crítica y el deseo de cambiar lo que parece injusto anidan en seres humanos de cualquier parte, no sólo en Europa.
Lo que no está tan claro es quiénes son los, las, protagonistas del argumento, dónde está el sujeto de la izquierda.
Los intelectuales que no se han pasado a la derecha están todavía perdidos buscando con su linterna, veremos si alumbran algo nuevo. Los trabajadores asalariados, representados por los sindicatos, lógicamente no pueden crear otro horizonte que no sea asegurar sus trabajos en peligro.
Y las generaciones jóvenes, que son los intérpretes del espíritu de su época, están atrapadas en una bolsa de irrealidad. Al negarles a los jóvenes hacerse adultos, mediante su reducción a peterpanes consumidores y negándoles un trabajo con perspectiva que les permita integrarse socialmente en el continuo de generaciones, los hemos encerrado en un limbo, un perpetuo presente sin futuro. Si Europa no tiene más izquierda es porque los europeos no la quieren.
  artículo de suso del toro en el diario el pais
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12 PM | 03 Ago

Rafael Azcona

 

 

 

  

Nadie en el cine europeo ha dialogado como este guionista, eso se debe a que usaba el calzado adecuado. Logró el equilibrio perfecto entre la visión más tierna y desgraciada de la gente y su determinación fue inexorable hasta sus últimos días.Reproducimos el daguerrotipo de Manuel Vicent del diario El Pais.

 

Como muchos hombres enteros, que se definen por sus zapatos, Rafael Azcona los usaba muy resistentes, cómodos y apropiados para el barro, aunque los zapatos de Azcona eran de una marca especial: habían salido de fábrica preparados para no pisar ninguna mierda ni tener que meterse en charcos innecesarios. La calle, los bares, pensiones, fondas de estación, fiestas de pueblo, las bodas y entierros constituían su ruta natural, pero tampoco desdeñaba adentrarse en el laberinto de El Corte Inglés, adonde Azcona acudía a menudo, como quien va al acuario o al zoológico a estudiar el comportamiento de ciertos animales de clase media excitados ante un cúmulo de cacharros. Azcona tenía una mirada fotográfica y el oído extremadamente desarrollado para captar el sonido auténtico de las palabras que emite la gente subalterna cuando se mueve en su propio medio. Si nadie en el cine europeo ha dialogado como este guionista, eso se debe a que usaba los zapatos adecuados. Siempre miraba dónde ponía el pie. Tal vez esa lección la había aprendido una noche oscura en Ibiza cuando volvía a casa en bicicleta después de una fiesta y llevado por la emoción poética le dio por levantar los ojos hacia las constelaciones y se dio un batacazo. Una y no más. Había que dejar las estrellas en su sitio allá arriba y poner la metafísica al nivel de las hormigas.

La Roma de los años sesenta le enseñó que a este mundo se había venido simplemente a gozar de la vida y no a atormentarse

Rafael Azcona decía que la gran comedia en el cine italiano murió el día en que los guionistas se hicieron ricos y dejaron de ir en autobús. Dispuesto a no morir como creador, él despreció siempre el taxi e incluso el automóvil de los amigos que se ofrecían a llevarlo a casa a la salida del restaurante. Cuando a cada uno de los comensales el aparcacoches le acercaba el Audi, el Mercedes o el BMW, Azcona se despedía del grupo en la acera blandiendo con orgullo de resistente el bonobús de jubilado y se dirigía a la parada. En este sentido su determinación fue inexorable hasta sus últimos días. Parecía que le iba la vida con ello. Tal vez porque en su tiempo, en Logroño donde nació, los taxis se tomaban para cosas muy serias, casi siempre graves, por ejemplo, para ir a hacer testamento o para llevar a un familiar al hospital a operarse de vesícula o de algo peor.

Nunca contó un chiste, pero no decía nada que no fuera sorprendente y divertido. Nadie veía lo que él veía. Azcona tenía el don de convertir lo cotidiano en surrealista y por muy extraña que fuera su salida, al final llegabas a la conclusión de que tenía razón y que te acababa de mostrar el revés del espejo. Antes de volver a casa a pie o en autobús, en la sobremesa con los amigos, había desmitificado el amor, la patria, Dios, la iglesia, la política, el dinero, el ejército, los banqueros, los obispos, todo con ejemplos y datos concretos, inapelables, sin retórica alguna, sólo con la ayuda de un par de orujos. De ese río turbulento y embarrado que arrastra a personas, perros y enseres por la vida Azcona con su criba siempre sacaba una pepita de oro, que no era otra cosa que el placer de la carcajada. No tenía el gen de la envidia y le ponían muy nervioso los elogios. Enseguida cambiaba de conservación.

No creía en las grandes palabras. ¿El amor? El amor iguala al magnate y al fontanero. Si la doméstica desprecia al fontanero cuando va a una casa a desatascar el retrete su sufrimiento es idéntico al que experimenta el millonario si una modelo maravillosa lo desdeña. Y al revés. El placer sexual que procura la pasión amorosa nace de un calambre idéntico para ricos y pobres, porque si resulta que Bill Gates lo pasa mejor que uno cuando eyacula, habría que ir pensando en pegarse un tiro.

Rafael Azcona se quedó con las ganas de crear una asociación con todos los novios perjudicados por Frank Sinatra. Él veía que en un local a media luz los novios se acariciaban; de pronto sonaba la voz de Sinatra y las parejas se ponían tiernas, desprotegidas, a merced de su melodía y decidían casarse. Luego, una vez casados, volvían a poner el disco y ya no era lo mismo. Azcona creía que un buen abogado norteamericano le hubiera sacado una pasta al cantante, tan hormonal, por daños y perjuicios.

Un amor contrariado y el sueño de ser escritor lo trajo a Madrid. Después de velar las armas de la literatura en un peluche del café Gijón se empleó de contable en una carbonería; luego fue recepcionista en un hotel de mala muerte; vivió en una pensión de la plaza del Carmen especializada en opositores a Correos donde había una criada enana y una cocinera octogenaria. Un sastre le tomó medidas de su primer abrigo en una esquina de la Gran Vía y allí mismo le hacía las pruebas al aire libre durante varias semanas. El amor contrariado que había dejado en Logroño le propició los primeros versos que recitó en las justas del café Varela a cambio de que no le obligaran a consumir ni un café con leche y le dieran el agua gratis. Dormía la siesta en el Comercial con una servilleta tapándole la cara y pese a todo odiaba la bohemia. Mingote lo llevó a La Codorniz y Azcona un día rompió a escribir novelas de humor negro, con un talante personal que nunca perdió.

Pertenecía a la generación de los años cincuenta, en compañía de Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Fernández Santos. Eran escritores de vino tinto servido en vaso chato en los mostradores siempre mojados de las tabernas madrileñas. Después de pasar por La Codorniz, Rafael Azcona estaba destinado a alimentar el realismo social y sin llegar a exaltar la berza como estandarte, sus escritos se llenaron de gente de un costumbrismo de pensión, de funcionarios derrotados, de chicas llenas de amor melancólico, pero un día vino a rescatarlo Marco Ferreri y se lo llevó a Italia.

Antes, en la Ibiza de los años cincuenta, donde recaló junto con las primeras aves del paraíso, Azcona descubrió que allí bastaba con ponerse un foulard para que te admitieran en cualquier fiesta, pero la Roma de los años sesenta le enseñó que a este mundo se había venido simplemente a gozar de la vida y no a atormentarse, como sucedía en España. En Roma nadie hablaba del bien morir. Allí se educaba a la gente para vivir lo mejor posible. En cambio, durante años la enseñanza en España estaba encaminada a que uno fuera al cielo y el camino más recto era no haber disfrutado nada en este mundo y haber recibido la extremaución con la bendición apostólica.

Hay alimentos que son proteína pura, sin grasa, excipientes ni colorantes. Ése era Rafael Azcona, un tipo que había logrado ese equilibrio perfecto entre la visión más tierna y desgraciada de la gente, su despecho, su compasión y su inalterable rigor. Un día supimos que estaba gravemente enfermo. Con la muerte soplándole la nuca acudía a la cita con sus amigos en el restaurante. No perdió nunca su alegría descarnada. Y al final ejecutó su última obra maestra. La muerte es una cosa muy obscena y las pompas fúnebres una muestra macabra de mal gusto. Una voz nos comunicó que Azcona había muerto cuando ya estaba incinerado. Su ideal había sido morir lo más tarde posible, en perfecto estado de salud, en la cama, dormido, y sin ningún problema. Sin dar con su cadáver tres cuartos al pregonero. Llevó bien la corta enfermedad. El médico dijo que sólo le sobraron ocho días. Hasta ese momento en la cama estuvo escribiendo un guión que trataba de gente de la calle, tributable, anónima, feliz a ratos y siempre derrotada. Una historia más de sus criaturas.

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08 AM | 24 Jun

Lección de historia con lobos

 

 

 

 

Hay que saber mucho cine para poder hacer un documental como El abogado del terror. Hay que saber mucha historia para tener el talento de contarla sin perderse. Hay que tener una cultura inagotable para ser capaz de mezclar en una sala de montaje un material que le deje al espectador literalmente traspuesto, y sin que se utilice en ningún momento voz en off, el habitual comentario rotundo que convierte la inmensa mayoría de los documentales en sucedáneos del National Geographic. Hay que poseer el bagaje cinematográfico de Barbet Schroeder para construir una auténtica obra maestra del cine sobre lobos. Lobos de dos patas, criminales de la Revolución y del Estado, indisolublemente unidos por algo tan evidente como el modo de hacer, el modo de vivir, el modo de matar, el modo de justificar el crimen.

 

Llevo dos semanas dándole vueltas a este documental espeluznante y esclarecedor, que no sólo recomiendo sino que debería convertirse en un tema de debate para varias generaciones -empezando por la mía- que vivieron la dialéctica salvaje de salvar la humanidad y esclavizarla. Esa argamasa que ha constituido el tejido de nuestros sueños más ambiciosos y más crueles, porque con esa pasta que embadurnábamos nuestros deseos figuraba el amor -para qué negarlo- pero también la brutalidad, esa antesala del crimen.

Estamos hablando de las buenas intenciones de un asesinato, o de dos, o de una clase social, o de varias, hasta llegar al ridículo de no saber si defendimos la transformación de la sociedad o fuimos esos cándidos personajes, tan implacables como secundarios, que aparecen en las obras de Shakespeare, casi para hacer reír en los momentos en que la tensión teatral resulta insoportable.

El filme El abogado del terror, de Barbet Schroeder, que se acaba de estrenar en España y que volará pronto de las carteleras -un cine y una sesión en Barcelona, un cine y dos sesiones en Madrid- porque las gentes que dicen saber de esto y viven de ello consideran que ese es cine para gente muy especial, que apenas da un duro para que les hagan la corte publicitaria. En la historia del cine, más aún que en la historia de la literatura, lo mejor lo saca el tiempo y lo redime del fracaso ante críticos y espectadores. Fíjense que si digo “se estrena en España”, debo preguntar luego: ¿dónde se estrenan las películas en España? ¿En Madrid y Barcelona? Me consta que la inmensa mayoría de las ciudades españolas ya no tiene cines, fuera de esos galpones para ganado familiar de fin de semana, junto a los abrevaderos del consumo de masas. El cine convierte en casi imposible la artesanía y la empresa familiar. Pero de vez en cuando aparece algo así y hay que precipitarse en el elogio y el entusiasmo porque no se trata de esos ejercicios de fin de carrera -esa abrumadora pesadez de los jóvenes cinéfilos- y estamos ante algo grande y realizado con los limitados medios de un género tan manido y difícil como el documental.

El protagonista principal del filme de Schroeder es un gran abogado parisino -Jacques Vergès- que en España no sonará mucho porque nunca, que yo sepa, tuvo relación alguna con nadie de aquí y hasta me temo que no debió pisar este país nunca, como no fuera alguna sala de aeropuerto. Sin embargo se le publicó apenas muerto Franco, cuando salían del armario los radicales irredentos; aún conservo la edición de Anagrama del año 76 de La estrategia judicial de los procesos políticos,donde se puede leer la sentencia que abre el libro: “El aparato estatal formado por el ejército, la policía y la justicia es el instrumento mediante el cual una clase oprime a otra”. Firmado, Mao Tse Tung. El mundo de Vergès no era precisamente el nuestro. Hijo de un francés de la isla Reunión y de una vietnamita, discreto sólo de estatura, ojillos vivos enmarcados en aquellas gafas redondas que pretendían definir una concepción del mundo. Osado y soberbio hasta la fatuidad, siempre se sintió un producto exquisito y colonial que debía mostrar al país más autocomplaciente del mundo -Francia inventó el “chovinismo”- que eran tan viles, desalmados, explotadores e imperialistas como cualquier otra sociedad occidental con intereses coloniales.

La trayectoria de este letrado imaginativo e implacable empieza con el terrorismo independentista argelino, al que defenderá en un juicio que se habría de convertir en leyenda de ese mundo tan cargado de mitos y escaso de futuros. Incluso acabará casándose con una leyenda del mundo árabe, la terrorista Djamila Bouried, condenada a muerte por el Estado francés, a la que Vergès, en su condición de abogado y gran manejador de los medios, conseguirá salvar la vida. Djamila Bouried y su odisea, no más sangrienta y criminal que la de Menahem Begin, en el otro lado de la barricada, que llegaría a primer ministro del Estado de Israel e incluso a premio Nobel de la Paz. Se podría decir que en casi todos los vericuetos terroristas de los movimientos palestinos de los años sesenta y setenta, tienen como letrado, intermediario y cómplice a Jacques Vergès. Y luego con Mao Tse Tung en China y Pol Pot en Camboya, y la colección de tiranos árabes supuestamente socialistas. Allí donde había un combate contra el sionismo estaba Vergès, que se llegó a convertir al islam y dejó de comer cerdo y otras golosinas, pero por poco tiempo. Luego siguió con los restos internacionales de la Baader Meinhof, y con ese espécimen singularísimo del género lobo, Ilich Ramírez Sánchez, venezolano, más conocido como Carlos; su relato, sus descripciones, su atropellada manera de hablar un francés utilitario como una “9 Largo”, en conversación telefónica desde la prisión donde cumple la perpetua, dejan al espectador en un estado de perplejidad absoluto, como si de pronto uno escuchara la voz de un Conde Drácula real, arrogante, locuaz y deslenguado. No es la banalidad del mal, de la que hablaba Hanna Arendt, sino la presunción del killer. Probablemente esa sería la manera de enfocar el asesinato político de aquel Netchaev, hoy tan olvidado y sin embargo tan presente; fue el primero que construyó una ética del terrorista como lobo sanguinario y filantrópico.

Ninguna actriz sería capaz de hacer tan naturalmente el papel que interpreta la antigua terrorista alemana Magdalena Kopp, contando su propia vida y su experiencia amorosa y frustrada con Jacques Vergès. Es un momento cenital, en el que realidad y representación convergen y dan un resultado inhumano de puro sencillo. Cualquiera al oírla podría pensar que estamos ante una historia de gentes comunes, asaeteadas por la vida, cuando de lo que se trata es de genéricos de la especie lobo, dispuestos a matar por una idea, la primera que les viene a la cabeza; después de tantos años pensando que sólo eran capaces de morir por ella. Una diferencia notable, la de ser capaz de morir, a considerar que es imprescindible matar. Cualitativa, que decían los dialécticos. Y siempre ahí está Vergès con su puro habano a medio fumar, como si moviera la batuta de un jefe de orquesta corrigiendo las deficiencias de los músicos del foso.

Y como traca final, el gran sarcasmo. Defender a un criminal en su grado superlativo. Klaus Barbie, la hiena de Lyon, el hombre que torturó y asesinó a hombres, mujeres y niños en la Francia ocupada. Como en una exhibición del túnel de los horrores van apareciendo unos tipos amables, hasta simpáticos, buenos narradores de sus propias mentiras, que cuentan con la mayor normalidad cómo hicieron o mandaron hacer tal o cual cosa, sin perder el ritmo ni alterarse. Como buenos representantes del género lobo. Y nos están contando una historia con la sencillez de una lección de alta política, como aquellos profesionales de la antropología que son capaces de desvelar todos los secretos de una mansión a partir de una detallada relación de lo que va en la bolsa de la basura. No cabe la simplificación. No es un trepador social, tampoco un revolucionario, ni un vulgar cómplice del terror. Es mucho más, es un abogado que demuestra que la ley es un trampa construida por los poderosos, que en ocasiones se les enreda en las patas del lobo y les hace temblar. No de vergüenza, como podría ser el caso, sino de miedo, quizá de complicidad.

 Artículo publicado en la Vanguardia el 1 de noviembre de 2008 por Gregorio Moran

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