01 AM | 26 Mar

GRACIAS POR EL CHOCOLATE

Frente a tanto filme anodino, sorprende (agradablemente) la grandeza de este nuevo filme de Chabrol. Astuto y estupendo (cuando quiere) director, que tanto en su película anterior (En el corazón de la mentira) como en ésta parece dispuesto no sólo a dar soberbias lecciones de cine sino también a lograr (al estilo del mejor Godard, ese eterno joven transformador del cine) reformar o innovar el lenguaje cinematográfico: búsqueda de nuevas formas expresivas donde el cine ante todo y sobre todo se mueve aparentemente en el terreno de la ambigüedad, un perfecto entramado fílmico asentado en el terreno de la sugerencia. Repetiré lo tantas veces dicho: el sentido y la finalidad de la verdadera obra fílmica es sugerir cosas al espectador, dejar abierta (y libre) la película a múltiples (pero nunca opuestas)  ideas. No se precisan explicaciones. Debe dejarse abierto el filme para que el “lector” puede oficiar su papel de (pequeño) creador. Ese es el gran misterio y grandeza de Godard, Bergman, Angelopoulos y también, ¿por qué no? de los Hitch, Ford, Welles, Stroheim…. Un camino que supone el avance del lenguaje cinematográfico hasta llegar a un mayor grado evolutivo y que se consigue gracias a la multitud de aportaciones que ha habido a lo largo de su historia y en especial a las “expuestas” por los grandes maestros (en el cine de Hollywood) al imponer desde clásicas estructuras narrativa una serie de (pequeñas o, en apariencias, insignificantes) transgresiones que más tarde serán aprovechadas (y asumidas) por directores de la talla de Welles, así como por las nuevas cinematografías de los años sesenta (con la aportación principal de la nouvelle vague), o por cinematografías que van desde el cine japonés de ayer (Ozu, Mizoguchi, Kurosawa), al chino de hoy (Yimou, Kar-wai) sin olvidar a varias novedosas cinematografías orientales de ahora mismo.

Gracias por el chocolate (olvidemos aquel desliz cercano de Chabrol titulado No va más) será una película (insólita) y desconcertante para los espectadores que acudan normalmente al cine a pasar (simplemente) un rato divertido. Chabrol exige una participación de los asistentes a las salas de cine no admite su simple postura cómoda de expectación. Si así fuera (la simple postura del espectador pasivo) no sería posible que esta obra (y otras del buen director francés) fuese reconocida por los que embebidos por la “magia” de la pantalla identificasen, incluso y de forma simple, las imágenes en la propia realidad. Y es que para entender éste filme (y a Chabrol y a otro muchos realizadores) se precisa una postura analítica: ser (los asistentes a la proyección) “editores”, pensadores de imágenes. Es preciso (para amar y disfrutar el cine) pasar, en el decir de Santos Zunzunegui, de ver a mirar las imágenes. Los que no “miren” esta singular e importante obra (igual que les ocurrió a los que “vieron” así In the mood for love de Kar-wai) no podrán degustar su buen aroma. Desde luego, eso es fácil de asegurar: éste hermoso Chabrol será odiado por los amantes de cosas tales como Torrente y sus secuelas. Es imposible que alguien pueda estar tan confuso como para asumir tal paranoia.         

El último filme de Chabrol  parece no contar absolutamente  nada, o mejor sería decir que NO EXPLICA, y por tanto explícita, lo contado. No existe, pues, una historia propiamente dicha. ¿Cuál es la verdad? o mejor ¿existe una única verdad?  No se está lejos de la propia ambigüedad de su anterior filme, En el corazón de la mentira. No solamente se negará la certeza de la verdad desde la mirada omnisciente del creador sino que se obviará, incluso, un estudio “profundo” (o más bien primario) de los personajes que interpretan el drama. Su forma de actuar, conocerles, saber lo que ocultan sus máscaras sólo podrá ser descubierto por medio de pequeños gestos, sobrentendidos, miradas, movimientos: unas manos detrás de la espalda de Mika (Isabelle Huppert) que se retuercen en primer plano mientras en un segundo plano vemos a la joven Jeanne (Ana Mouglalis) charlar con ella, una caricia de Mika a la cabeza de un niño (¿el hijo? de su deseado hombre) mientras urde el asesinato de la madre de la criatura (o sea de su “rival”), dos manos que se acercan y tratan de encontrarse, un paño que se teje, un joven siempre niño jugando incansablemente con su consola, un réquiem siempre presente (premonición y acompañamiento) ejecutado por maestro y discípula (¿padre e hija?) siguiendo y apuntillando unos actos y relaciones (esencia y existencia de los personajes y de la “fúnebre” acción)…

En el terreno de la ambigüedad o (mejor) de la sugerencia es donde esta hermosa película, no menor en la filmografía de Chabrol como alguien ha afirmado, alcanza su mayor grandeza. Si tuviéramos que proceder a hacer un resumen “temático” diríamos que nos enfrentamos a la afilada disección de la sociedad /hipócrita occidental, centrada, en este caso, en una ciudad de Suiza, donde sus adinerados y seguros habitantes son capaces de cometer (sin abandonar su sonrisa) las mayores atrocidades mientras hablan o saborean viandas y bebidas. Personajes que ante todo y sobre todo (he ahí la “idea” centro del filme) han olvidado lo que significa la palabra amar (o más claramente, han olvidado lo que es amar), ignorando la existencia de los otros al preocuparse únicamente por posesionarse de lo que desean. Una única mira: obtener (adueñarse) de sus deseos a costa de lo que sea. Una sociedad afín a las películas de Chabrol (culta, refinada, de la alta burguesía) capaz de solucionar sus problemas en el entorno cercano familiar o amistoso y que contempla -y asiste- sin inmutarse a las mayores tragedias o revelaciones. Nadie levanta la voz, nadie se asusta ante los datos que va recibiendo. Es algo normal cuando el espejo que devuelven otras historias no refleja sino cosas parecidas o iguales. Triste expresión y representación de un fin/comienzo de siglo donde se ha alcanzado un terrible grado de normalidad. Todo es posible ante tanta “maldad” u horror lanzado desde cualquier lugar o medio. El sentido moral de otras obras anteriores de Chabrol, aunque sigan bebiendo en culpabilidades  y sentimientos propios de Hitchcock, va abriéndose paso hacia la mayor de las amoralidades. Todo, en el momento presente, parece haberse perdido, hasta, incluso, la dignidad de las personas.

Gracias por el chocolate nos cuenta (siempre que se “muestra” algo aparecen personas y cosas. Existe, pues, una referencia con la realidad de forma que el espectador reconoce unos hechos, aunque, como en este caso, personajes y situaciones no son más que presencias sin que exista un afán de explicitar la razón de lo que ocurre o ha ocurrido a los personajes tanto externa como internamente) como un pianista se casa con la dueña de una gran fabrica de chocolate (la pretendida dulzura del producto se convierte aquí en amargura y dolor como mostrando que el chocolate -símbolo- se hace de productos amargos. Sin proponérselo Chabrol parece contestar con esta película al “chorreo” de buenos sentimientos que expresa Chocolat de Lasse Hallström). El músico tiene un hijo de su primer matrimonio. Por esas casualidad del destino… propias del cine de Lang, al que se rinde homenaje explícito (al igual que ocurre con una película de Renoir) al citar uno de sus títulos (de cierto carácter metafórico en el desarrollo de los acontecimientos ya que se trata nada menos que de Secreto tras la puerta), una chica se entera de que pudo ser cambiada casualmente al nacer en el hospital por otro bebé, concretamente por el hijo del pianista. Para que la duda sea mayor el joven es una especie de “parásito”, poco preocupado por el arte, y ella es una pianista (¿se puede heredar el sentido artístico?). La chica (la identidad de la joven con la mujer del pianista se expresa por sus gestos, sus expresiones, su forma de escuchar…) decide acudir a la casa de su probable padre para conocerle.

Lo indicado con anterioridad es el comienzo de un drama. Ahí se empezará a tejer una especie de tela de araña (como el tejido que Mika  va tejiendo a lo largo del filme) en la que se verán envueltos todos los personajes. ¿Quién es quién? ¿De dónde se procede? ¿Qué es ser padre o madre? ¿Quién es realmente “padre” y “madre”?. En definitiva, donde está el amor. El punto fuerte del relato (su clímax) llega cuando Mika (Isabel Huppert) descubre al espectador (y a los de su entorno) que es hija adoptiva.

¿Se puede querer a aquel que no se sabe (o más bien se duda) si es realmente el hijo? ¿Se puede odiar al hijo nacido por inseminación de alguien “anónimo”? ¿Qué significa el amor? ¿Amar equivale a poseer, a domar, a obligar a hacer cualquier cosa? Las preguntas van desgranándose sobre las bellas imágenes dominadas por la presencia de la protagonista, la misteriosa, dolorosa, solitaria y malvada Mika. Un curioso ser que plantea la ambivalencia entre el odio y el amor, entre la posesión y el asesinato. Parece ser difícil comprender (y de ahí la complejidad del personaje) cual es la barrera que separa (en el mundo actual) el bien de mal o mejor, tal como explícita la citada Mika, ser, en definitiva,  capaz de cualquier cosa (¿no hacen lo mismo los otros personajes?) con tal de conseguir (o de posesionarse) aquello que se desea o se quiere o al menos poder encadenar a alguien al lado. De esa forma los variados asesinatos que comete Mika (los que se asegura y los que intuimos: ¿de cuantos en realidad es culpable?) no son más que un camino hacía su propio bienestar. Para ella, claro. Su maldad es su propio sentido del bien. Es la razón por la que debe eliminar cualquier cosa que la aparte de sus miras. Pero ¿por qué? ¿Quizás porque ella ha aprendido en su triste peregrinaje lo difícil que es ser amada o, quizás, lo que significa su ausencia? Una caricia, una palabra, un gesto es algo muy distinto a satisfacer unas necesidades o dar a alguien un determinado nivel de vida. Eso no será amor si detrás de la relación de los personajes se ha levantado una barrera difícil de ser derribada.

Es importante comprobar como se va poco a poco tejiendo (o como se tejió) la prisión a la que Mika somete a su “amor” (su ídolo o su dios). Cualquiera que se le acerque, forme parte del mundo de su amado y debe ser eliminado. Como también lo serán los que le impidan llegar a obtener sus intereses o los que se oponen a sus decisiones. Una sonrisa (asesina), una galantería educada es la cara (de ingenua inocencia) que presenta a sus numerosas víctimas. Como esa que (centro de la trama) va cerrando/urdiendo sobre la joven Jeanne (repetición de la que años antes creó para “cazar” a la mujer del pianista) al verla como un nuevo objeto-rival en su camino amoroso-posesivo. ¿Y cuál es la actitud ante el hijo -propio o no- de su marido? ¿Por qué razón echa somníferos al chocolate del joven todas las noches para que “descanse” plácidamente? ¿Por qué deja caer, en un momento, el chocolate de forma premeditada? ¿Hasta donde llega la malignidad de Mika? Las palabras del novio de Jeanne, que explican como ciertos hombres, para “violar” a tiernas jovencitas que posteriormente no recuerdan nada de lo ocurrido, utilizan los mismos somníferos que emplea Mika, ponen un nuevo interrogante sobre la realidad de la actuación (recuérdese su caricia sobre el pelo del niño mientras lee en el sofá -objeto éste de obligada referencia en el relato-) de la mujer. Una realidad que somete a mayores amoralidades (o malignidades) las imágenes al abrirlas hacia premisas incestuosas.

Un final inolvidable, hermoso, uno de los mejores que ha filmado Chabrol a lo largo de su amplia obra, clausura esta singular, lúcida, abierta y profunda película: un primer plano del rostro de Mika sostenido a la derecha de la pantalla mientras a la izquierda (en una utilización magnifica de la pantalla ancha) pasan los letreros finales, Cuando han acabado, la mujer, la grandiosa Mika-Isabelle Huppert, se deja caer en actitud fetal sobre el sofa. Es una vuelta al seno (desconocido) materno, a la búsqueda del cariño que nunca tuvo. El amor como acto-posesión (en un intento de sentirse como ser humano) y no como verdad, la conducen al cruel encuentro con la terrible verdad de su inexistencia: un ser incapaz de superar “su” pasado. Mika NO ES, pues ni siquiera ha nacido.

Terrible conclusión para un film espléndido que como todos los de Chabrol, y cada vez con más cinismo, nos habla de una clase dominante y sin futuro, muriendo poco a poco, necesitada de un cambio, de nuevas estructuras. Un ejemplo, cruel, en el que se sustituyen los ideales por las buenas maneras, por los juegos de salón. Y es que así se vive y así se mata, educadamente. De igual forma que se escuchan las terribles confidencias. Todo es igual. Educadamente (¿o amaestradamente?), se toma una taza de café o de chocolate incluso sabiendo que puede tener veneno. Hay que ser amable con el vecino, hipócritamente amable. Morir y vivir en la mentira, siguiendo las mismas (espantosas) reglas del juego. Hay que sonreír mientras se dispara (aunque sea sin rifle) o se recibe (metafórica o realmente) la bala. Es el juego de las apariencias, de la falsedad, de la mentira, el cruel mundo habitado por una sociedad burguesa reflejo de sociedades y clases de otros tiempos donde la hipocresía reinante en sus reuniones de salón no era sino el símbolo de una decadencia. La misma que película a película viene filmado, sobre el (la mentira del) hoy, este gran diseccionador social que es Claude Chabrol.

Bien es verdad que no es un filme redondo. Le sobra la explicación (forzada) del joven investigador sobre los efectos de la droga que Mika echa en el chocolate o la propia -y algo metida a trompicones- aseveración de la mujer sobre su adoptividad, pero son, en definitiva, males menores en una obra sumamente rica y abierta.

Y, como Chabrol no puede “vivir” sin su admirado Hitch, habrá que indicar finalmente la forma curiosa en que este filme rinde homenaje a una de las obras maestras del genial director. Nada menos que se ”acuerda” (o “recuerda”) Encadenados (Notorius). ¿En qué? En el claro juego del veneno, de la muerte lenta bebida en pequeños sorbos en tazas de café o chocolate mientras se charla de nimiedades con los familiares, los amigos o los amantes. Inolvidable y grandiosa. 

Adolfo Bellido

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