JAVIER CASTRO
La estepa de las maravillas
del arte la sensibilidad del espectador es mucho más importante que cualquier otra consideración. Mucho más que el conocimiento acerca del arte. Un puede saber mucho acerca de la pintura abstracta, pero si un cuadro de Kandinski no le dice nada, nada puede hacerse. Se sepa o no de arte, este debe producir sensaciones. Alguien que no tenga ni idea de pintura (como es mi caso) puede acudir a una exposición de vanguardia y emocionarse ante manchas informes de color. Simplemente por que te ha llegado, porque te parece bello. Otro puede contarte una teoría extravagante sobre ese cuadro; que si arte conceptual, que si objetualidad, que si simbolismo inconsciente… A mí, si el cuadro no me llega, ya me pueden contar el cuento de la ratita presumida.
Por supuesto el conocimiento abre las puertas del entendimiento. Aprender a interpretar lo que se mira es fundamental, en arte, en ciencia, en las relaciones humanas… Pero la manera de adquirir ese conocimiento no es única. Puedes aprender a apreciar la fotografía expresionista acudiendo a sesudos cursos de iluminación, pero si has visto algunas docenas de películas es posible que lo más importante, lo que de veras vale para apreciar un film, ya lo tengas. Todos sabemos distinguir lo bello de lo que no lo es, al menos en nuestro propio criterio. Con eso basta. Por ejemplo, mi conocimiento acerca del cine se limita a haber visto muchas películas (aunque menos de las que quisiera) y algún curso de cine de 2º nivel. En este sentido te estoy engañando a ti, querido lector, y a mis compañeros de revista, que saben mucho más que yo y se expresan mejor (no es falsa modestia, pues no tengo reparos en reconocer que sé mucho de astronomía por ejemplo, pero no de cine). Lo que sí sé es qué tipo de cine me gusta y por qué: porque me arrastra y me fascina; porque me sorprende lo que me cuentan y cómo me lo cuentan; porque me siento identificado con los personajes y con el gusto estético del autor. Por eso, porque cumple todas estas premisas y algunas más, me entusiasma esta película, y porque me entusiasma, os quiero hablar de ella.
El director Nikita Mikhalkov es más conocido últimamente por sus delirios de grandeza políticos que por su carrera cinematográfica, que fue lo menos destacado de su última película (El barbero de Siberia / Sibirskij Tsiryulnik, 1998), pero antes había realizado tres películas magníficas como Ojos negros (Ochi chyornye, 1987)la que ahora nos ocupa, Urga, El territorio del amor, y Quemado por el sol (Utomlyonnye solntsem, 1994). Desconozco el resto de su filmografía, pero en estas tres películas muestra una mirada muy particular y entrañable hacia unos personajes excéntricos y fuera de lugar (o a veces muy en su lugar). Y lo hace con un estilo que mezcla tiempos y espacios, sueños y vigilias en imágenes de gran belleza, trabajando los encuadres con la fotografía más estilizada y el montaje con música suave y envolvente, creando un aspecto visual fascinante e hipnótico que atrapa la mirada y la impide alejarse de la pantalla.
Y para mi gusto es en esta cinta donde esos aspectos están más acentuados. La música del para mi desconocido Edward Artemyev mezcla algunos temas tradicionales rusos y chinos (incluso en un cierto momento suena un pasodoble torero), con las tonalidades melodiosas hasta el éxtasis de oboes y otros instrumentos de viento y cuerda, que usa especialmente en los planos de las estepas de Mongolia cubiertas de altas hierbas verdes o amarillas (según la hora del día) mecidas por la brisa. Como si fuera la tierra la que suspirara entre las interminables colinas. La fotografía de Vilen Kaliuta se detiene entre ellas, mostrándolas bajo un cielo a menudo encapotado, siempre un poco subexpuesto para resaltar el verde omnipresente. Y los interiores de la cabaña de los protagonistas, o los locales nocturnos de la ciudad tienen colores cálidos y vivos, que invitan a entrar y reposar la vista en las hogueras y las lámparas. A los que no hayan visto esta película y quieran un ejemplo más al alcance de la mano con el que poder compararla, a mí “los amantes del círculo polar” me remite directamente a esta. Algunos podrán alegar un exagerado esteticismo en ambas, pero a mi no me lo parece pues está siempre supeditado a una historia extraordinaria cuya sensibilidad requiere este tratamiento.
Esta historia que nos cuenta es bastante sencilla. Para empezar explicando el título, diré parafraseando un momento de la película que el urga es una caña larga de madera con un lazo en el extremo que usan los mongoles (entre otras tribus) para atrapar a los animales. Cuando quieren hacer el amor en las estepas, clavan el urga en el suelo y al ser muy largo, se ve desde lejos y así la gente sabe que no debe molestarlos. Es cuando menos equívoca (si no inintencionadamente errónea) la época en la que está ambientado. Parecería que fuera en el momento de hacerse la película por varios detalles, pero al final un narrador que no se sabe de donde sale (una de las muchas idas de olla de la parte final) nos dice que fue hace unos 20 años, lo cual resulta difícil de creer por los detalles comentados.
La película comienza con un intento de violación. Un hombre, Gombo, persigue a una mujer ambos a caballo por la estepa intentando atraparla con el urga, pero al final escapa. Los dos son mongoles que viven de forma tradicional en la estepa de la indefinida frontera entre Mongolia, Rusia y China, cuidando su ganado y trasladando su tienda cuando lo necesitan. Son marido y mujer, pero ella no quiere hacer el amor para no quedarse embarazada, pues el médico les ha dicho que es peligroso. Por aquella zona pasa un ruso, Serguei, en su camión. Se queda dormido y casi tiene un accidente. El camión queda colgado a la orilla del río y su petición de socorro es atendida por Gombo. La pareja le recibe en su casa con toda la hospitalidad de la que son capaces, e incluso sacrifican a una oveja para darle un buen banquete (la secuencia del sacrificio del animal, aunque quizá desagrade a los ecologistas más recalcitrantes, me parece una de las escenas rituales más bellas que haya visto nunca, sólo comparable a autopsia de “el hombre del cráneo rasurado” del recientemente fallecido André Delvaux). La mujer de Gombo le propone que vaya a la ciudad a comprar preservativos, y al día siguiente se va para allá con Serguei. En esta primera parte la historia es más o menos lineal, pero a partir de aquí comienzan a suceder cosas que descolocan al espectador, como ese vecino de Gombo que aparece de repente en casa de Serguei, o los sueños en los que se pierde Gombo a la vuelta de la ciudad, o la curiosa programación de la televisión que compró en ella.
Desde luego el trío protagonista es de absoluta antología (desconozco si los actores son naturales), con una galería de secundarios (la madre de Gombo, el vecino borrachín, el tío pianista, etc.) digna de cualquier película de Berlanga. Y esos momentos surrealistas sorprenden al espectador y le hacen partícipe y cómplice entusiasta de la fábula sin moraleja a la que asistimos. La vida de estas personas ha sido siempre sencilla, no ha cambiado desde hace siglos. Pero la marea del progreso (siendo positivos) o la civilización (siendo negativos) está rondando sus puertas. Ellos la conocen, se aprovechan de ella de vez en cuando, pero llegará un momento en el que no podrán permanecer al margen. Los últimos fotogramas y la voz en off que los glosa son la plasmación de que la marea ha de llegar, pero me deja con la esperanza de que los que conocen “la descansada vida del que huye del mundanal ruido” tienen la clave para permanecer a flote. No hay que ir hasta Siberia para encontrarles.
Por todo esto considero esta película una obra de arte, una pieza maestra; porque me arrastra, porque me emociona, porque me hace feliz, y porque cuando termino de verla, me queda una sonrisa melancólica en los labios y veo la vida de otra manera.
FELAS
Para los que hemos seguido a Rohmer en cada uno de sus estrenos, le tenemos que disculpar por alargar ésta película con unas escenas sobre Gauvain, y la Pasión. Y le disculpamos porque en el primer caso nos saca a Marie Riviere, la protagonista del Rayo Verde, y en el segundo el latín que aprendimos en el colegio ¡qué tiempos aquellos!
Mantener el octosílabo francés como en el original de Chrètien de Troyes, hacerlo con unas imágenes que parecen ilustraciones del siglo XII, y que nos mantenga atentos, al menos hasta la llegada de Gauvain, es de un mérito que está al alcance de pocos cineastas. Si en Bresson, con su Lancelot du Lac, el sonido de las armaduras nos penetra en nuestro interior, en el Perceval de Rohmer es el color y los decorados los que nos llaman la atención.
Destacamos de Perceval el episodio en el castillo del Graal, ya que es esencial en la novela de Chrètien, no en vano la titula “Li Contes del Graal. En el castillo se espera la llegada de un salvador que reparará la desgracia, el abatimiento y restaurará el antiguo esplendor, según nos cuenta Martín de Riquer, uno de los primeros traductores de la novela en castellano. Perceval es digno de portar la espada, dando paso a un cortejo, dos de cuyos elementos han de suscitar las preguntas del recién llegado, recuerdo, tal vez, del ritual de la Pascua Judía, en el que que las ceremonias no pueden proseguir hasta que un niño, o el más joven de la familia, formule cuatro preguntas. En la gran sala del castillo, y ante Perceval, lo que desfila es un viático, o comunión de los enfermos, en el que se lleva la eucaristía a quien no puede salir de la habitación. El viático va acompañado de luces (lucerna praecedente), lo que en la película corre a cargo de dos pajes portando diez candelabros cada uno. ¿Por qué Perceval no puede responder a las preguntas? Ese es uno de los enigmas de la obra.
Estamos pues no ante símbolos, sino ante la sagrada lanza de la Pasión, tan venerada en los tiempos de Chrètien, y nos tememos que también de Rohmer, de ahí que su añadido final tenga un sentido muy de su gusto. Chrètien se dirige a un público del siglo XII, y Rohmer a nosotros. Más allá del carácter historicista de la obra, me temo que en este caso el catolicismo de nuestro admirado director no cala en espectadores con una cultura laicista.
La obra “LAS TRES HERAMANAS” de Chejov que tuvimos ocasión de ver en versión original en el Valle Inclán termina así : ¡si se pudiera saber¡ ¡si se pudiera saber¡, claro, las cosas las hubiéramos hecho quizás de otra manera, pero como dicen “a lo hecho pecho”, eso sí, haciendo siempre una autocrítica para poder mejorar lo que nos queda.
Me he dado una buena dosis de Tomás Luis de Vitoria y su officium defunctorum, y me he metido, una vez más, en la noche oscura de Juan de la Cruz .Es una forma pipa de pasar el puente de difuntos.
Estoy de acuerdo con Marcos Ordoñez en lo bueno que sería poner en TV series como las de Isabel, pero me gustaría poder discutir con los televidentes sobre la propaganda y la mentira que se puso de manifiesto en el conflicto sucesorio de Castilla. Según mis últimas investigaciones Enrique IV funcionaba muy bien con tres jóvenes segovianas. Me hago fan de La Beltraneja y de paso de Pedro I el cruel
Soy un desastre, siempre voy con los perdedores.
Por Juan Forn
Todo empezó con aquella foto de Stalin mostrando su amor por la lectura, una sesión de rutina con el retratista Nappelbaum que pasó insólitamente todos los filtros y, cuando estuvo colgada en cada aula soviética, desató risas por lo bajo: el Gran Educador necesitaba seguir con el dedo las líneas que leía. El poeta Ossip Mandelstam dio entonces su famoso paso en falso. Compuso un epigrama que recitó en una reunión de amigos, para espanto de Boris Pasternak, que le dijo: “Eso no es un poema. Es un acto suicida, una sentencia de muerte en dieciséis versos. Tú no me has recitado nada y ese poema no existe”. El poema en cuestión era el “Epigrama contra Stalin” (“Tus bigotes de cucaracha, tus dedos como gordos gusanos”) y, aunque el propio Mandelstam reconocería que eran versos facilones comparados con su excelso promedio habitual, no pudo resistir la tentación de recitarlos de nuevo en los días siguientes, hasta que alguien le fue con el cuento a Stalin y, en medio de la noche, se presentaron tres agentes del NKVD en su departamento.
Se tomaron su tiempo para revisarle todos los papeles. Anna Ajmátova estaba ahí, junto a Mandelstam y su esposa Nadezda. Había ido de visita sin avisar y sus anfitriones no tenían nada que ofrecerle. Con unos pocos kopeks en el bolsillo, Mandelstam bajó a conseguir algo y sólo logró agenciarse un huevo duro, que seguía sobre la mesa cuando los agentes del NKVD dieron por terminada su búsqueda cerca del amanecer, sin haber hallado el epigrama (Mandelstam había tenido al menos la prevención de no ponerlo por escrito), y se llevaron el poeta a la Lubianka. Ajmátova puso en su mano aquel huevo duro cuando se despidió de él. Dice la leyenda que lo quebraron sin tortura física (“Usted mismo ha reconocido que es bueno para un poeta experimentar el miedo. Se lo haremos experimentar con plenitud”). Dice la leyenda que fue el propio Mandelstam quien les dio de puño y letra la única transcripción que lograron tener del poema.
En el ínterin, Bujarin había intercedido ante Stalin (“Hay que ser cautelosos con los poetas; la historia está siempre de su lado”) y tiene lugar la famosa llamada telefónica nocturna de Stalin a Pasternak. El Padrecito de los Pueblos le pregunta a quemarropa a Pasternak si Mandelstam muestra o no maestría en el poema en cuestión. Ese no es el punto, dice Pasternak. Cuál es el punto entonces, pregunta Stalin. Estamos hablando de la vida y de la muerte, dice Pasternak. Stalin le contesta con sorna que él hubiera sabido defender mejor a un amigo y cuelga. Pero la sentencia fue “vegetariana”, para los tiempos que corrían: tres años de destierro, primero en Cherdyn y luego en Voronezh. La orden de Stalin había sido: “Aísleselo pero presérveselo”. Nadezda recibió permiso para acompañar a su marido y lo alojaron en un pequeño dispensario rural (un médico, una enfermera) donde el desterrado intentó suicidarse tirándose por la ventana de un segundo piso. Oía voces, creía que Ajmátova había sido arrestada por su testimonio, no lograba recordar qué había confesado, a cuántos había incriminado. Después pasó a creer que aquella caída del segundo piso le había devuelto la cordura (“Me quebré un brazo y recuperé la razón”).
Mandelstam escribió entonces su “Oda a Stalin”. La leyenda se bifurca en este punto: hay quienes creen que lo hizo para congraciarse con el tirano y hay quienes dicen que Stalin se lo ordenó. Joseph Brodsky dice que da igual: lo que importa es el desequilibrio inquietante de esos versos, que los censores no supieron cómo tomar (“Si me despojan del derecho a respirar y a abrir las puertas / Si me tratan como un animal y me dan de comer en el suelo / Yo anudaré diez cabellos en mi voz y en la profunda noche / Susurrará Lenin en medio de la tormenta / Y en la tierra que huye de la putrefacción / Stalin despertará la razón y la vida”). Esa es la función de la poesía, según Brodsky: moverle el piso a quien lee. Eso pasó con los censores, que terminaron pidiendo a la todopoderosa NKVD “una solución al caso Mandelstam”. La solución fue expeditiva: cinco años de condena en Siberia.
No llegaron a ser ni seis meses. Cuenta Varlam Shalamov en los Relatos de Kolymá: “Sus compañeros de barraca ocultaron su muerte dos días para quedarse con su ración de pan, de modo que sepan los futuros biógrafos que el poeta murió dos días antes de su muerte”. En su libro Contra toda esperanza, Nadezda Mandelstam cuenta que a su marido le gustaba repetir en el destierro dos frases que ella detestaba por igual. Una decía: “No hay que quejarse; vivimos en el único país que respeta la poesía; matan por ella”. La otra era: “La muerte de un artista no es su fin sino su último acto creador”. Más de medio siglo después, cuando aquella hoja redactada en letra temblorosa por Mandelstam fue exhumada de los archivos de la KGB, se descubrió que la memoria colectiva había ido deformando para mejor el epigrama, año a año, a medida que pasaba de boca en boca, para preservarlo del olvido.
(Finales del siglo XII), Poeta francés nacido probablemente en Troyes. Chrétien figura entre los principales trovadores medievales. Fue uno de los primeros poetas que escribió romances en versos pareados sobre el semilengendario rey Arturo de Inglaterra y sus nobles caballeros.
Entre estos poemas, imbuidos de ideales caballerescos y amor cortesano, destacan Perceval o la Historia del Grial, la primera versión literaria de la leyenda del Santo Grial, Erec y Enide, Lancelote en prosa o El caballero de la carreta, donde se presenta al rival amoroso favorito del rey Arturo.
Sus fuentes de inspiración han sido objeto de una larga disputa académica, pero la habilidad y la imaginación narrativa de Chrétien de Troyes provocaron la aparición de numerosos imitadores del poeta en diversos países europeos. Está considerado como el precursor del romance medieval y fue admirado y elogiado por Dante por su aportación al verso narrativo francés.
Felipe de Flandes pensó en reunir en un relato aquellos acontecimientos que perpetuaran el tiempo que el noble vivió. Para ello pidió al mejor escritor de la época, Chrétien de Troyes, que escribiera una historia alegórica.
Así nació el Cuento del grial, que recreaba el reinado de Artús en tierras lejanas y que acabó constituyendo un manual para la formación del perfecto caballero, además de una historia que aún permanece vigente como tópico en la literatura actual. Sin embargo, Troyes murió sin poder terminar su obra, por lo que la trama, inacabada, tuvo continuación por parte de otros autores.
El Libro de Perceval (o El cuento del Grial) es la última obra de Chrétien de Troyes, el creador de la prosa de ficción en la Europa románica. Escrito a finales del siglo XII, entre los años 1178 y 1181 este romance ha sido considerado como uno de los textos más enigmáticos y fascinantes de la Edad Media. Narra las aventuras de un joven caballero galés, Perceval, llamado a ser uno de los caballeros más importantes de la corte del rey Arturo, y las de Galván, sobrino del rey.
El libro va precedido de una dedicatoria a Felipe de Flandes, donde este noble personaje es elogido por su liberalidad y por sus virtudes cristianas. Al final de los versos introductivos Chrétien, hablando de sí mismo en tercera persona, afirma que se ha esforzado y afanado en rimar el mejor cuento que jamás ha sido oído en corte real, que lo ha hecho por orden del conde, quien le dio el libro del Cuento del Grial.
¿Qué libro es éste que Felipe de Flandes dió a Chrétien de Troyes a fin de que en él se inspirara o se informara para escribir el Cuento del Grial?. Éste es uno de los muchos problemas que plantea la última narración de Chrétien de Troyes, y todo cuanto se ha aventurado sobre este punto es mera conjetura.
En el verso 9.293, a Chrétien de Troyes le sobrevino la muerte cuando estaba escribiendo, murió antes de dar respuesta a los enigmas que planteó, la respuesta a estos interrogantes constituyó toda una literatura.
Le siguieron gran número de imitadores y continuadores del Cuento del Grial en los siglos XII y XIII, y del Romanticismo acá, todos ellos, los antiguos y los modernos, discreparon entre sí y propusieron diferentes explicaciones a los secretos que Chrétien se llevó a la tumba.
Tal vez la clave está en averiguar quién era el judio de Toledo, Flegelatis, quien entregó a Felipe de Flandes el original del Cuento del Grial.