09 PM | 19 Nov

El Col·lectiu Wilson

 

  Xavier Sala i Martín en La Vanguardia

Qué pasaría si un extraterrestre interesado en llevar la democracia a su planeta se nos presentara en el salón y nos preguntara cómo tomamos decisiones colectivas los terrícolas? Seguramente le explicaríamos que, para elegir a nuestros gobernantes, votamos; que para aprobar nuestras leyes, votamos; que para decidir cómo se gasta el dinero público, votamos, y que para fijar los impuestos, votamos. Si, de repente, el caballero galáctico se parara delante de un mapa del mundo y nos dijera: “Supongo que para cambiar las fronteras que aparecen en este mapa, también votáis, ¿no?”. Nosotros, avergonzados, deberíamos responder: “¡No, las fronteras sólo se pueden cambiar a bofetadas!”. Ante esta esperpéntica revelación, el pobre señor se quedaría de color verde (si es que ese no era su color original) y saldría corriendo, exclamando que somos unos bárbaros.

Así empezaba un artículo que escribí aquí hace ya más de diez años. Reproduzco el párrafo porque no ha cambiado nada. Como seres humanos civilizados, deberíamos seguir sintiendo vergüenza de que, en pleno siglo XXI, las naciones del planeta Tierra siguen aceptando “las bofetadas” como método de dibujar fronteras: si una nación gana su independencia a través de una guerra, no tarda mucho en ser aceptada por la comunidad internacional y en tener un sillón en la ONU. Pero si intenta conseguir su emancipación a través de los votos, se le pega con la Constitución en la cabeza.

El debate sobre el derecho a decidir las fronteras ha entrado con fuerza en Catalunya a raíz de la masiva manifestación del Onze de Setembre en Barcelona. La manifestación llevó a ArturMas y a su partido a abandonar su tradicional intento de encajar Catalunya en España y a pasar a defender el derecho a decidir. Al ser CiU una coalición mayoritaria en Catalunya, su cambio de chip dejó sin validez el españolísimo argumento de que “una cosa son las manifestaciones y otra muy distinta son los votos y, si no, mirad que ¡los independentistas sólo tienen 14 escaños en el Parlament de Catalunya!”. Con el cambio de CiU, de la noche a la mañana, no tenían 14 sino 78. Al sumarse a esa mayoría los dirigentes de ICV, los independentistas pasaban a tener unas dos terceras partes del Parlament. Y todos esos parlamentarios pedían una cosa natural, simple y democrática: poder votar.

Como era previsible, la reacción del nacionalismo español (el de derechas y el de izquierdas) ha sido visceral. Como el marido que considera que la esposa es de su propiedad y no tiene derecho a marcharse sin su permiso, el españolismo rancio enarboló el libro gordo y dijo que para poder votar se tendría que cambiar la Constitución. Y, claro, como para cambiar esa Constitución hacen falta sus votos, el argumento constitucional equivalía a negar el derecho de los catalanes a votar sobre su futuro.

El problema para el españolismo es que decir que “el libro sagrado de la democracia prohíbe votar” es un poco esquizofrénico. Al fin y al cabo, la democracia consiste en votar. Y así lo han reconocido rápidamente otras democracias como la británica cuando el pueblo de Escocia ha pedido lo mismo. Por eso los nacionalistas españoles no han tardado en adoptar otra estrategia: intentar evitar que el referéndum se lleve a cabo, pero no a golpes de Constitución, sino a base de atemorizar a los catalanes. Si nos explican a los pobres catalanes todas las calamidades que nos ocurrirán si nos vamos, nosotros mismos dejaremos de querer votar y ellos se ahorrarán el tener que prohibir una votación democrática. Y con ese objetivo se han dedicado a intoxicar y a mentir con un descaro escalofriante: que si los jubilados no van a cobrar pensiones, que si nos quedamos fuera de Europa por los siglos de los siglos, que si el PIB catalán caerá un 19%, que si los títulos universitarios dejarán de tener validez, que si se prohibirán los apellidos españoles…

Algunos de esos augurios son tan extravagantes que incluso hacen gracia. A mí, particularmente, me parece cómico y a la vez freudianamente revelador que los que ahora dicen que se prohibirán los apellidos catalanes sean los mismos que me obligaron a llamarme Francisco Javier hasta los 15 años. Otras de las predicciones catastrofistas (como el impago de las pensiones) son puras invenciones fruto de la mala fe y otras (como la caída del PIB en un 19%) están basadas en supuestas teorías económicas que no aguantan el más mínimo escrutinio intelectual.

Con el objetivo de impedir que esas distorsiones impidan que los catalanes puedan ejercer libre e informadamente el derecho a decidir, un grupo de seis académicos hemos formado el Col·lectiu Wilson (el nombre honora a Woodrow Wilson, premio Nobel de la Paz y uno de los grandes defensores del derecho a la autodeterminación). Lo formamos Pol Antràs (doctor por el MIT y catedrático de Harvard), Carles Boix (doctor por Harvard y catedrático de Princeton), Jordi Galí (doctor por el MIT y director del CREI), Gerard Padró i Miquel (doctor por el MIT y catedrático de la London School of Economics), Jaume Ventura (doctor por Harvard e investigador del CREI) y un servidor.

Los miembros del Col·lectiu Wilson creemos que votar para decidir el futuro es un derecho inalienable e incuestionable de todos los pueblos… y eso incluye al catalán. Pero para poder ejercer ese derecho es imprescindible que los ciudadanos tengan la información más verídica posible. Contribuir con rigor a aportar esa información es lo que haremos, a partir de hoy, los miembros del Col·lectiu Wilson.

Xavier Sala i Martín, Columbia University y Col·lectiu Wilson.

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09 PM | 18 Nov

URGA

                                                                                                                                                 Tranta
Un ritual ancestral es el punto de partida: El de la caza, en el sentido más amplio de la palabra. El cazador, armado con su Urga, trata de atrapar a su presa que huye a caballo. Algo bastante común si no fuera porque cazador y presa son marido y mujer buscando perpetuar la especie.
Así comienza la vida de un mongol estepario. Y así nos la retrata Mikhalkov, que nos introduce en la vida de una familia de pastores mediante su cámara, captando la espectacular belleza de la estepa y realzándola mediante una maravillosa flauta de pan que suena a lo largo de todo el metraje.
Nikita, nostálgico admirador de su tierra, cruza en el camino de la familia a un ex-soldado ruso, que asistirá atónito a las costumbres de Gombo, Pagma y sus hijos: El cadáver del familiar en la pradera, el sacrificio de la oveja, la cena en familia y la partitura que menos espera uno escuchar en un país tan remoto como Mongolia (en spoiler)
Pagma, mujer de ciudad, ante el apetito sexual de su marido le instará a que se acerque a la ciudad y compre preservativos. Este viaje hará que Gombo conozca el mundo paralelo que existe a su alrededor, en el que irá descubriendo con la curiosidad de un niño cosas tan mundanas como un dulce, una atracción de feria, una bicicleta o un televisor
La película tiene detalles preciosos como el personaje de Bayartou, un borracho soñador que siempre aparece cantando, la canción de “Las montañas de Manchuria” interpretada por el ex-soldado (con el genial acordeón de Richard Galliano en la BSO) o la escena del sueño de Gombo, en el que se le aparece Gengis Khan con su mujer.

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01 PM | 17 Nov

EL DESIERTO ROJO

El desierto rojo

El color, ni más ni menos

Entre El grito (Il grido, 1957) y El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964), dirigidas ambas por Michelangelo Antonioni, hay siete años de distancia. Ambas se desarrollan en un paisaje industrial y presentan dos personajes, masculino en la primera y femenino en la segunda, emocionalmente desubicados por un trauma reciente –el abandono en la primera, un accidente de coche en el caso de la segunda–. Pero el perfil psicológico y el desarrollo emocional de ambas es completamente diferente. Entre ambas Antonioni dirigió La aventura (L’avventura, 1960), La noche (La notte, 1961) y El eclipse (L’eclisse, 1962), tres películas que estética y narrativamente dejan de observar el pasado para mirar hacia el futuro.

Es por eso que las dos películas citadas arriba, con temas parejos, evoquen dos tiempos tan diferentes; El grito todavía contiene pequeños rescoldos del neorrealismo, que abandonó completamente su director en sus próximas películas. A grandes rasgos, la primera narra el viaje de un hombre que ha dejado su trabajo después de ser abandonado por su amante. Entonces toma la decisión de viajar; se mueve, trata de buscar el porqué de su situación, en vano. En El desierto rojo, vemos a Giuliana (Monica Vitti) correr en repetidas ocasiones, pero no se traslada… Antonioni nos ofrece aquí la percepción de un personaje que contiene una culpa que pesa sobre su cuerpo y la forma de abordar esos pensamientos recónditos no se desarrolla a través del diálogo ni del monólogo, ni de acciones o gestos trascendentales que nos faciliten la dirección hacia la que debemos dirigirnos para comprender a Giuliana, sino que persigue incesantemente a la protagonista, la avasalla con la cámara para poder llegar a ellos.

Conviene recordar que ésta es la primera película en color de su director, y que está meditada con paciencia para que sea en color y éste tenga un contenido que permita crear sensaciones que sustituyan al diálogo, pero esquivando superfluos simbolismos. El conjunto resultante ofrece dos necesarias reflexiones.

Por una parte, y aunque Antonioni se mostró vago al respecto, el color refleja el estado mental de la protagonista, a medio camino entre la neurosis y el existencialismo. Es decir, Giuliana percibe el entorno como una pátina de colores abstractos, indefinidos, en la que su mayor miedo es tener miedo, y ese tener miedo es el acto que condiciona su negativa a tomar decisiones, a rellenar su vida con actos, acciones. Por esa negativa al movimiento Giuliana no puede encontrar ningún tipo de libertad, adquirir conocimiento, sentir la vida, existir. Sin existencia, no hay contenido. Por eso, más que desplazarse, deambula en un paisaje muchas veces grisáceo, fétido otras tantas, donde el escenario es el desierto de la industria y sus residuos contaminantes. Pero no hemos de engañarnos, cuando le dice a Corrado (Richard Harris) que si ella tuviera que viajar se lo llevaría todo, porque esos son sus recuerdos, la realidad que percibimos es que si ella tuviera que emprender algún viaje su maleta todavía estaría llena de nada porque su vida es un folio en blanco.

Por otra parte, conviene centrarse en la construcción del paisaje a través del uso del color. Si eliminamos el mismo del reproductor de dvd mientras visionamos El desierto rojo, el blanco y negro no refleja en absoluto el espacio construido por Antonioni y que recogerán muchos cineastas de la posmodernidad, desde Wong Kar Wai hasta un buen conjunto de cineastas urbanos estadounidenses del siglo XXI, sin olvidar el impacto en cineastas franceses como Nicolas Klotz y Bruno Dumont. Es esa paleta de colores, fríos en su mayoría, los que impregnan de carácter a la película, los que apoyan la comprensión de la misma, los que sustituyen al diálogo y hacen de éste, muchas veces, algo banal. Son los colores los que posibilitan que El desierto rojo sea hoy una de las películas clave de la década de los sesenta.

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01 PM | 17 Nov

JUAN DE LA CRUZ

 En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
(¡oh dichosa ventura!)
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.                     5

  A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
(¡oh dichosa ventura!)
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.                     10

  En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía                             
sino la que en el corazón ardía.                 15

  Aquésta me guïaba
más cierta que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.                    20

  ¡Oh noche que me guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!                  25

  En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.               30

  El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.                  35

  Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado,
cesó todo, y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.                     40

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