08 PM | 29 Oct

CHRETIEN DE TROYES

(Finales del siglo XII), Poeta francés nacido probablemente en Troyes. Chrétien figura entre los principales trovadores medievales. Fue uno de los primeros poetas que escribió romances en versos pareados sobre el semilengendario rey Arturo de Inglaterra y sus nobles caballeros.
Entre estos poemas, imbuidos de ideales caballerescos y amor cortesano, destacan Perceval o la Historia del Grial, la primera versión literaria de la leyenda del Santo Grial, Erec y Enide, Lancelote en prosa o El caballero de la carreta, donde se presenta al rival amoroso favorito del rey Arturo.
Sus fuentes de inspiración han sido objeto de una larga disputa académica, pero la habilidad y la imaginación narrativa de Chrétien de Troyes provocaron la aparición de numerosos imitadores del poeta en diversos países europeos. Está considerado como el precursor del romance medieval y fue admirado y elogiado por Dante por su aportación al verso narrativo francés.

Felipe de Flandes pensó en reunir en un relato aquellos acontecimientos que perpetuaran el tiempo que el noble vivió. Para ello pidió al mejor escritor de la época, Chrétien de Troyes, que escribiera una historia alegórica.
Así nació el Cuento del grial, que recreaba el reinado de Artús en tierras lejanas y que acabó constituyendo un manual para la formación del perfecto caballero, además de una historia que aún permanece vigente como tópico en la literatura actual. Sin embargo, Troyes murió sin poder terminar su obra, por lo que la trama, inacabada, tuvo continuación por parte de otros autores.

El Libro de Perceval (o El cuento del Grial) es la última obra de Chrétien de Troyes, el creador de la prosa de ficción en la Europa románica. Escrito a finales del siglo XII, entre los años 1178 y 1181 este romance ha sido considerado como uno de los textos más enigmáticos y fascinantes de la Edad Media. Narra las aventuras de un joven caballero galés, Perceval, llamado a ser uno de los caballeros más importantes de la corte del rey Arturo, y las de Galván, sobrino del rey.
El libro va precedido de una dedicatoria a Felipe de Flandes, donde este noble personaje es elogido por su liberalidad y por sus virtudes cristianas. Al final de los versos introductivos Chrétien, hablando de sí mismo en tercera persona, afirma que se ha esforzado y afanado en rimar el mejor cuento que jamás ha sido oído en corte real, que lo ha hecho por orden del conde, quien le dio el libro del Cuento del Grial.

¿Qué libro es éste que Felipe de Flandes dió a Chrétien de Troyes a fin de que en él se inspirara o se informara para escribir el Cuento del Grial?. Éste es uno de los muchos problemas que plantea la última narración de Chrétien de Troyes, y todo cuanto se ha aventurado sobre este punto es mera conjetura.
En el verso 9.293, a Chrétien de Troyes le sobrevino la muerte cuando estaba escribiendo, murió antes de dar respuesta a los enigmas que planteó, la respuesta a estos interrogantes constituyó toda una literatura.
Le siguieron gran número de imitadores y continuadores del Cuento del Grial en los siglos XII y XIII, y del Romanticismo acá, todos ellos, los antiguos y los modernos, discreparon entre sí y propusieron diferentes explicaciones a los secretos que Chrétien se llevó a la tumba.
Tal vez la clave está en averiguar quién era el judio de Toledo, Flegelatis, quien entregó a Felipe de Flandes el original del Cuento del Grial.

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10 PM | 26 Oct

VICTIMA O PSICÓPATA (39 escalones)

El dinero ha sido probablemente, junto con la fe en cualquiera de sus formas (religiosa, nacionalista, política, ideológica, sentimental, amorosa…), uno de los elementos más perniciosos en el lento y trabajoso proceso que a lo largo de siglos y milenios ha conformado y moldeado la condición humana tal y como la contemplamos hoy en día, dos instrumentos que han logrado su primacía absoluta e incuestionable gracias y a través del ejercicio exclusivo del monopolio de su tercer gemelo: la violencia. Estos tres elementos han condicionado, instigado y promovido todos y cada uno de los conflictos humanos desde que se tiene conciencia, constancia y conocimiento de la idea de comunidad, llevándose por delante más vidas incluso que el devenir natural del ciclo de la vida y la muerte. Algo existe de autodestructivo en el ser humano que hace que gran parte de su ciencia, de su capacidad intelectual, de sus habilidades manuales y de sus esfuerzos físicos vaya destinada a la eliminación selectiva de sus semejantes, a la imposición, el imperio de ideas y deseos sobre otros a través de la coacción o la coerción en sus múltiples, inagotables formas, y a la incesante perversión de gran cantidad de herramientas, avances, creaciones, inventos e instrumentos potencialmente útiles, beneficiosos y necesarios para el progreso conjunto de los seres humanos y para su bienestar pleno, hasta conseguir su transformación en medios para la muerte, el control, la dominación o el sometimiento, dejando a las claras que la capacidad del hombre para ser infeliz y generar infelicidad a su alrededor resulta realmente inabarcable.

Esta visión pesimista (o realista, dirían algunos; al fin y al cabo, “un pesimista es un optimista con experiencia”, o “un optimista cree que vive en el mejor de los mundos posibles; un pesimista sabe que es cierto”) es compartida por Robert Bresson en su obra maestra El dinero (L’argent, 1983), coproducción franco-suiza tan bella y lírica como terrible y contundente. En ella, partiendo de un relato de Tolstoi, El billete falso, Bresson, responsable igualmente del guión, cuenta la historia de Yvon, un -aparentemente- pobre hombre (Christian Patey), joven, trabajador, con esposa y una hija pequeña, que se ve envuelto en una pesadilla judicial-carcelaria por culpa de la “travesura” de unos adolescentes que cambian en una tienda de fotografía un billete falso de quinientos francos para conseguir dinero fresco y rápido de curso legal con el que pagar sus vicios y sus salidas nocturnas. A causa de una suma de azares y de los perversos intereses particulares de los implicados, las sospechas del tráfico de dinero fraudulento recaen en él, que trabaja como empleado y conductor de una empresa que suministra gasóleo en camiones cisterna a diversos clientes, incluida la tienda de fotografía. A partir de ese instante su vida se convierte en un horror, viéndose sumido en un caos de desgracias en cadena que le hacen vivir un infierno, y su cerebro, quizás a causa de ello, en el caldo de cultivo de una psicopatía irreversible.

 

En la historia de Bresson no hay inocentes; incluso las víctimas de una estafa o de un calamitoso error del sistema moral, policial y penal de la sociedad son absolutamente culpables. Todos los personajes resultan realmente odiosos por una u otra razón, exceptuando a Elise (Caroline Lang), la desgraciada esposa de Yvon, la mayor sufridora de todos, y quizá a la anciana del tremendo capítulo final del filme (Sylvie van den Elsen). Los adolescentes del comienzo encarnan a la ociosa juventud producto de la sociedad del bienestar que sus padres les han regalado; internamente carecen del concepto de esfuerzo, de trabajo, de sacrificio, de ganarse su situación privilegiada. Lo tienen todo hecho y al alcance de la mano, les basta con pedirlo, o exigirlo, dado que en su mentalidad creen que tienen derecho a todo. De hecho, la película se inicia con uno de ellos abriendo la puerta del despacho de su padre para pedirle la paga, y es la circunstancia de que ésta no colme sus expectativas, de que no llegue a la cantidad que compañeros suyos de escuela reciben de sus padres y de que su madre no lleve suelto en el bolso, el detonante de que, en compañía de un amigo que le da la idea, la espiral de desgracias de Yvon dé comienzo con el cambio del billete falsificado en la tienda. Estos adolescentes, lejos de afrontar su responsabilidad, huirán como cobardes, en la escuela eludirán dar la cara (uno de ellos escapa literalmente de clase), mientras qne en casa su propia madre, amante protectora inconsciene de que el efecto de este hecho en su hijo será fatal, evita poner al padre en conocimiento de lo ocurrido, con lo que la trampa de Yvon comienza a cerrarse: ni siquiera la contemplación de cómo un inocente va a sufrir las consecuencias despierta la humanidad del muchacho o de su madre, ni su piedad ni sus remordimientos. Los dueños de la tienda de fotografía no son mejores; son las víctimas, y sin embargo Bresson los carga de sospecha: su comportamiento no resulta claro, diáfano, sus movimientos, sus diálogos, las situaciones que viven parecen fruto de algún tipo de maniobra turbia, de ocultamiento, de clandestinidad, de secreto inconfesable. Se mueven en silencio, apenas hablan, y cuando lo hacen se refieren a hechos crípticos que el espectador desconoce pero que quizá encierren algo no del todo admisible. Su comportamiento, su forma de actuar, resulta en todo momento culpable, hasta el punto de manipular a su joven ayudante Lucien (Vincent Ruiterucci) para que dé falso testimonio en el juicio de Yvon y forzar su condena, a pesar de que ellos saben que es inocente porque desde el principio han identificado a los chicos como autores de la estafa. Lucien tampoco es ejemplar, ni mucho menos: aprovecha cada venta en la tienda cuando sus jefes no están para cobrar sobreprecios a los productos que se embolsa directamente en su billetero; cuando es despedido por esta razón, se guarda su odio y su rencor dentro, y junto a dos amigos no solo roba la caja fuerte de la tienda, sino que incluso le clona la tarjeta de crédito a su jefe y le “indemniza” con sus propios fondos en un aparente ejercicio de petición de perdón. Todos son culpables, todos están embrutecidos a causa del materialismo de una sociedad excesivamente preocupada por lo accesorio, que crea autómatas o zombis inconscientes o desconocedores de su propia humanidad.

El estilo cinematográfico de Bresson ilustra este punto a la perfección. El estilo es seco, las imágenes están desnudas, despojadas de cualquier artificio o movimiento de cámara accesorio, incluso de música más allá de algunas piezas de Bach que suenan en algún momento del breve metraje (82 minutos). Los intérpretes se expresan de manera lacónica, siempre sobrios, sin permitirse cualquier demostración de emociones o sentimientos, haciendo alarde de seriedad, hieratismo y una conducta casi de androide, tanto en sus movimientos como en sus conversaciones. Incluso cuando Yvon, despedido de su trabajo, se abraza a la delincuencia como forma de vida, primer escalón decisivo para su hundimiento en la miseria, los movimientos de la policía durante el atraco, los sucesivos juicios y estancias carcelarias parecen transcurrir en un frío espacio de ciencia ficción, en un planeta lejano, en una nave espacial perdida en los confines del universo. Esta frialdad, esta distancia de Bresson incorpora su visión casi científica, quirúrgica, de una sociedad enferma, deshumanizada, desnaturalizada, sin esperanza ni redención posible. Bresson nos habla de la brutalidad presente en la sociedad pero elude mostrarla, utiliza las elipsis y las sugerencias o los énfasis en pequeños y reveladores detalles incluso en la criminal eclosión final.

El único paréntesis que se permite Bresson es el momento en que Yvon y la anciana se conocen y comparten unos días juntos. Él está solo; su matrimonio se ha roto, su familia ya no existe, y acaba de salir de la cárcel y de cometer un horrendo crimen; ella, que parece la próxima víctima -al menos él la sigue con propósitos nada alentadores- se convierte sin esperarlo en quizá la única oportunidad para que Yvon recobre su humanidad, recupere la inocencia perdida hace mucho -antes incluso de que lo conozcamos al inicio del filme-. Junto a la anciana, Yvon despierta a pequeñas vivencias que creía perdidas, el sabor de los alimentos, la compañía en un entorno tranquilo, plácido, la efervescencia de la naturaleza (bellísima secuencia de Bresson la que retrata a ambos recogiendo frutos secos en el campo), la sencillez de una vida plácida y tranquila… Pero, como hemos dicho, es solo un paréntesis, porque la naturaleza brutal y despiadada de Yvon, su Mr. Hyde particular, se impone más feroz y terrible que nunca antes.

La interpretación de Christian Patey es magnífica. En su personaje la historia vuelca toda la carga metafórica del film, su condición de víctima y de psicópata es clave para encarnar en él todo el simbolismo de los elementos de la naturaleza humana que Bresson quiere señalar. No sabemos nada de Yvon al principio de la película, de su forma de ser, de su comportamiento con su esposa y con su hija. Solo lo vemos en un breve momento cumpliendo con su trabajo de suministro y, de inmediato, convertido ya en reo de la justicia más injusta concebible (y más incompetente, en lo que constituye la debilidad principal del guión: la condena, por más que ese asunto no interese narrativamente a Bresson, hubiera sido fácilmente eludible en lo jurídico dados los datos que existen para el espectador); asistimos a su caída moral, emocional e intelectual, a su bajada a los infiernos, pero la habilidad de Bresson al ocultarnos su vida anterior nos obliga a hacernos una pregunta: ¿Yvon se ha convertido en psicópata a causa de su desgracia, o ya manifestaba anteriormente rasgos y comportamientos de esta índole? ¿Fracasa su matrimonio a causa de su condena o venía ya roto con antelación? Bresson esconde el pasado de Yvon, nos presenta su actualidad horrible y fatal, pero la relación causa-efecto aparente se deja a la libre aceptación del público.

Por último, un detalle más en la conformación escénica de la película por parte de Bresson; quizá sea el filme en el que mayor cantidad de puertas se abren y cierran. Los personajes, todos ellos, atraviesan constantemente puertas, pasan de una estancia a otra a través de puertas cerradas. Bresson se recrea en esos momentos, la apertura, el ruido del pestillo, de los goznes, del golpe de la puerta en los topes, el cierre… Bresson sugiere así la imagen de la vida como una constante sucesión de etapas, el paso continuo de uno a otro de los compartimentos estancos -afectivos, formativos, profesionales o vitales- en los que esta sociedad ha convertido la experiencia vital en contraste con los días vividos en el campo, al aire libre, sin muros ni puertas, del hombre junto a la anciana, mientras que, en los breves y lúcidos momentos en los que los personajes quedan enmarcados en los umbrales de cada puerta, Bresson parece sugerir la fotografía de un tipo humano, de un perfil, de un comportamiento, congelar por un breve momento la instantánea de la decadencia de la especie. Quizá, no obstante, haya un lugar para la esperanza, para reconducir la situación: la aceptación final por Yvon de su nueva condición y su disposición a afrontar las consecuencias -cosa que no han hecho ni el adolescente del comienzo, ni su madre, ni los dueños de la tienda de fotografía, ni Lucien, ni la pobre anciana, ni su esposa, ni los jueces que le condenaron injustamente ni los policías que lo detuvieron la primera vez- quizá sea otra puerta abierta, esta vez a la confianza en un futuro en que la sociedad como suma de seres humanos adquiera finalmente la madurez y la responsabilidad necesarias para construir un futuro habitable, digno, decente, humano.

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09 PM | 23 Oct

EL DESPRECIO DE LOS POLÍTICOS

                                                                                      GERMAN CANO

Resulta una obviedad afirmar que el desprecio de los políticos sirve de termómetro privilegiado para medir la temperatura de nuestra crisis. Aunque en los últimos sondeos del CIS, tras el paro y los problemas económicos, la clase política aparece como la tercera mayor preocupación de los españoles, el malestar por su actuación está batiendo récords históricos, sumando 17 meses consecutivos como gran problema nacional.

Probablemente, no merezca la pena insistir en las causas inmediatas y genuinamente españolas de esta desafección, pero sí, más allá del ruido mediático, analizar de dónde procede este desprecio que, partiendo de una supuesta corrupción extendida, raya en un peligroso resentimiento hacia la política en general. Permítanme una digresión. Hoy, a la vista de la sintomática entrada de Mario Conde, cual Edmundo Dantés redivivo, en el escenario político, resulta tentador comparar este tipo de discurso contra los políticos con El conde de Montecristo. Escrita solo tres años antes del Manifiesto comunista, la epopeya de la venganza escrita por Dumas nos muestra un tipo de cólera privada de horizonte colectivo: la refrenada ira individual de su protagonista. Por este motivo, aunque su actitud ha sido tildada de “mesianismo de la represalia”, no sería justo reducir la novela, como señaló Antonio Gramsci, a un modelo literario “popular” ligado a las demandas vengativas de las masas indignadas.

Lo interesante del análisis gramsciano es que considera a Dantés como un “superhombre de folletín” cuya indignación no procede tanto de abajo como de arriba, de un romanticismo prima donna de señoritos, un tipo de resentimiento hacia el poder que deforma la posible politización popular en moralina. ¿No simboliza la irrupción de Mario Conde y su demagógico discurso contra la corrupción política ese genuino resentimiento derechista que persigue, en la narración de Dumas, coaptar la comprensible indignación social, deformándola en un noble acto vengativo? Del mismo modo que a esta novela le correspondía despolitizar la ira de los damnificados centrándola en los “malvados”, hoy parece emerger una crítica demagógica que, al mismo tiempo que blanquea las relaciones sociales y económicas que nos dominan, pinta de negro una corrupción política generalizada.

 

En un viaje narrativo que tal vez evoque la iluminadora experiencia en las cimas carcelarias de la desesperación del exbanquero de Banesto, el relato de Dumas termina alumbrando la convicción moral de que lo malo no surge de las estructuras económicas o sociales, sino del perverso corazón de ciertos hombres. Desde esta óptica melodramática, hoy la política se asocia con una corrupción mítica que, como el diablo, cambia continuamente de rostro.

Ahora bien, justo porque queremos combatir esta proyección imaginaria, es preciso no eximir de crítica a los políticos. Es más, para comprender este resentimiento, a este primer desprecio de los políticos debería sumarse también el desprecio de los propios políticos… hacia la política. Si un sector importante de la población española siente, en su impotencia, alguna empatía por Dantés, es también por la situación de desorientación y obsolescencia política en la que nos ha arrojado la práctica de los partidos mayoritarios. El estado de excepción constitucional al que nos vemos condenados bajo la subordinación a los dictámenes tecnocráticos de Europa y el FMI alimenta aún más en la ciudadanía la percepción de la política como un “estado de corrupción” ineluctable, que no se crea ni se destruye; solo se transforma cada cuatro años. Si todo posible cuestionamiento o debate sobre el sentido político de la crisis y su transformación colectiva es despachado con el argumento de “metafísicamente imposible”, como sostuvo con desparpajo teológico el ministro Soria, ¿cómo no comprender la creciente reacción extraparlamentaria? En este contexto de taponamiento del horizonte político de decisión, donde la crisis deviene tsunami natural, la llamativa mutación de Rubalcaba de licántropo en bamby de la troika augura poco futuro para las ilusiones de lo que aún queda de socialdemócrata en el PSOE.

Cuando el horizonte político se encoge hasta reducirse a un mero dominio tecnocrático excluido de todo proceso de deliberación público, no tarda en abonarse el terreno, primero, al cinismo y, luego, a reacciones de demagogia antipolítica. Politizar el resentimiento de Edmundo Dantés es una tarea pedagógica crucial para la izquierda. No debe olvidarse que si el irónico efecto bumerán de toda esta política eufemística toma ahora como chivo expiatorio a la “casta política” en lugar del avaricioso intermediario judío o el “parásito social”, es porque la lógica individualista neoliberal es la ideología dominante, el marco que, incluso en las presuntas críticas al “sistema”, lo reproduce hegemónicamente. La campaña mediática de la derecha contra los funcionarios públicos o el 15-M es elocuente en este aspecto.

Por todo ello, en el marco de una cultura cada vez más regida por la creencia en lo inmediato, lo expresivo, así como reacia a todo mapa comprensivo del malestar, las condiciones de posibilidad para dinámicas carismáticas están maduras. “Necesitamos líderes fuertes y no maricomplejines”, se dice insistentemente desde la caverna mediática.

Si el problema de la izquierda se cifra en su incapacidad de recoger la inversión política del malestar social, el de la derecha gobernante radica en que, en un contexto de acelerada deslegitimación, solo puede conservar su hegemonía desplazando el discurso político hacia consignas moralizadoras (“esfuerzo”, “sacrificio”, “responsabilidad individual”). De ahí que esta precise de un fuerte liderazgo carismático que, desviando toda atención de la politización de la economía, personifique estos valores. Para un partido como el Partido Popular cuyo principal atractivo competitivo en ciertos sectores es su capacidad de blanquear el discurso político bajo tonalidades morales, la debilidad carismática de su líder es mala noticia. El drama de parte del electorado popular es que quisiera seguir al Conde de Montecristo y tiene que mirarse en el espejo de “Mariano”.

Esta interpelación carismática derechista puede tener éxito entre otras clases sociales porque, en la atonía de la izquierda, impera una gramática despolitizada para expresar el malestar. Aquí, la posibilidad de realizar conexiones más complejas entre la frustración individual y sus explicaciones estructurales ha sido neutralizada por, entre otros factores, la atomización del tejido social laboral y la realpolitik de partidos. En un contexto de hegemonía neoliberal, sin embargo, no basta, si no resulta ingenuo, apelar, de forma abstracta e histérica, frente a la “amenaza fantasma” populista, a las buenas maneras de la reflexión distanciada. Como ya advirtiera Ernst Bloch, ante la irrupción nacionalsocialista en Weimar, lo urgente no es gritar vade retro al demonio populista, sino “quitarle —no sin un arduo esfuerzo— sus armas mentirosas y sus artificios”.

Frente al peligroso giro del “todos los políticos son iguales” no necesitamos, pues, petulantes exorcistas del mal, sino análisis modestos de la situación. Esto es, solo comprendiendo estos contenidos populares, interviniendo en estas retaguardias ninguneadas y politizándolas con humildad “desde abajo” cabe encontrar salidas a este creciente resentimiento. Si la izquierda señorita prefiere construir sus cartografías desde distancias prefijadas en lugar de atender a las novedades del presente, corre el riesgo de trabajar para su enemigo.

Es el “secuestro” tecnocrático de nuestra capacidad colectiva de decisión el que, fomentando una masiva despolitización, despierta el espíritu antipolítico de los Montecristos. Por ello, en la medida en que están quedando excluidas de discusión pública las cuestiones realmente importantes, inquieta la condena de todo debate más amplio, como el impulsado por el 15-M, sobre el sentido de nuestro futuro, así como urge denunciar las maniobras destinadas a generar miedo en la sociedad civil: figuras como la delegada Cristina Cifuentes están peligrosamente jugando con fuego al identificar el ejercicio público y responsable de la desobediencia civil con un golpe de Estado. Solo quien se contente con una democracia espectral sin demócratas de carne y hueso puede criminalizar estas iniciativas.

Germán Cano es profesor de filosofía de la Universidad de Alcalá de Henares.

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05 PM | 22 Oct

LAS NIEVES DEL KILIMANJARO

Robert Guédiguian se podría definir artísticamente hablando como un director bipolar. Tan pronto rueda explosiones de optimismo (Marius y Jeanette, su film más conocido) como descarnados relatos repletos de pesimismo (La ciudad está tranquila). Entra en la primera categoría esta cinta cuyo título curiosamente no proviene del relato corto de Ernest Hemingway, que dio lugar a la popular cinta de Henry King con Gregory Peck. Las nieves del Kilimanjaro, de Guediguián en realidad alude a una canción de Pascal Danel, muy popular en Francia, y que cantan los personajes en un momento determinado.

Guédiguian acierta al retratar las consecuencias de la crisis económica, que obliga al sindicato de trabajadores de astilleros a sortear públicamente el nombre de los veinte empleados que la empresa tiene que despedir para evitar el cierre. Uno de los escogidos, Michel, representante de los trabajadores, trata de hacer frente a su cese laboral, al tiempo que celebra su aniversario con Marie-Claire, en compañía de hijos, nietos y amigos que les hacen un regalo muy especial: un viaje al Kilimanjaro.

Como es habitual, Guédiguian filma en su Marsella natal, y le da los dos personajes principales, Michel y Marie-Claire, a sus dos actores habituales, Jean-Pierre Darroussin y Ariane Ascaride, esposa del realizador. Sin embargo, la película –que según los títulos de crédito se inspira en el poema de Victor Hugo ‘Les pauvres gens’, reivindicación de la solidaridad– no suena a ya vista, sino que tiene cierta frescura, y mezcla muy bien comedia y drama. Aunque Las nieves del Kilimanjaro, de Guediguián tiene tono de fábula, resulta lo suficientemente realista, y confronta diferentes actitudes ante los problemas, la del personaje central y la de su antagonista. Además, todas las piezas confluyen en un desenlace emotivo, que apuesta por la reconciliación, la comprensión del prójimo y la confianza en el futuro.

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