04 PM | 24 May

LA MARQUESA DE O

Entre 1969, año en que cerró su serie sobre los Cuentos Morales con Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969) y 1980, momento en que inició con La mujer del aviador (La femme de l’aviateur, 1980) sus Comedias y Proverbios, Eric Rohmer realizó dos adaptaciones literarias, una novela en el caso de La marquesa de O (1976) y una pieza teatral en su posterior Perceval le Gallois (1979). Ambas obras tomaban como punto de partida textos del escritor romántico alemán Heinrich von Kleist, lo que da muestra del interés que el realizador francés mostraba por la cultura germánica y sobretodo por aquellas manifestaciones artísticas de la misma más relacionadas con el espíritu romántico.

Tras haber diseccionado en sus primeras obras con una metodología casi científica las contrariedades morales y psicológicas de la sociedad burguesa del momento, Rohmer cambia de registro y se decide a adaptar el relato corto La marquesa de O, escrito por Kleist para su libro de Cuentos, entre 1810 y 1811. La historia se desarrolla a finales del siglo XVIII, durante la invasión del ejército ruso en el norte de Italia. Una familia aristocrática, cuyo padre es coronel del ejército, es expulsada una noche de su castillo por las tropas rusas. En medio del desorden y la confusión, la hija de la familia, Juliette (Edith Clever), una marquesa viuda y con dos niñas pequeñas, sufre un intento de violación por parte de un grupo de soldados invasores, pero es rescatada en el último momento por un teniente coronel ruso (Bruno Ganz), quien se convierte para Juliette en una especie de ángel salvador –un ángel que, como se verá, se convierte más tarde para ella en un diablo–. Tras un tiempo, la familia recibe la visita del conde, al que creían muerto, quien manifiesta abierta y un tanto obsesivamente su voluntad de tomar en matrimonio a la marquesa, decisión que extraña a todos por su carácter apremiante y sobretodo por el escaso conocimiento entre ambos. El padre de Juliette (Peter Lühr) consigue convencer al conde de que espere un tiempo, pero al cabo de unos meses la marquesa descubre con horror que está embarazada. Expulsada del hogar familiar, Juliette decide poner un anuncio en la prensa para reclamar la identidad del padre de su hijo.

La simplicidad y el carácter de inverosimilitud de los hechos mostrados –la marquesa es violada sin saberlo por el conde durante su descanso tras el disgusto por el asalto de los soldados–, se explica por el verdadero objetivo del relato de Kleist, que no es otro que la reflexión sobre la lucha entre el racionalismo y la fe, uno de los grandes temas del pensamiento filosófico contemporáneo a la obra. La marquesa intenta por todos los medios que alguien crea su versión, defendiendo su inocencia y su absoluto desconocimiento sobre la causa de su estado. Pero nadie cree en su palabra, ni siquiera su propia madre, quien ante la evidencia pierde cualquier atisbo de fe en la sinceridad de su hija. Los hechos empíricos vencen así a la creencia en lo inexplicable, y ahí queda reflejado el espíritu iliustrado posterior a la revolución francesa, el cual cuestionaba la religión y ensalzaba la razón por encima de todo. Para Rohmer, fascinado por el pensamiento filosófico alemán, esta historia era perfecta para analizar en profundidad, como ya había hecho en sus anteriores Cuentos Morales, el comportamiento de unos seres que se contradicen en sus actos y en sus pensamientos, sin explicitar por ello en su obra ningún mensaje, dejando como siempre que el espectador elabore por sí mismo sus propias conclusiones sobre lo visto. Rohmer observa la realidad a distancia, evitando a toda costa la explicitud en la plasmación de la interioridad de sus personajes. No existe ninguna valoración de los hechos, puesto que éstos no son en sí mismos representativos ni importantes. Lo realmente valioso es el subtexto, y éste se encuentra en la interpretación de los actos de estos seres por parte del espectador, en la conclusión que sobre lo visto pueda elaborar cada uno según su propia experiencia. Por ello, no ha de extrañar que los personajes de La Marquesa de O parezcan herméticos y hasta en cierto modo deshumanizados. Estos seres se explican por sus actos, su modo de pensar sólo se adivina por la observación de las contradicciones que muy a menudo demuestran. Pero Rohmer interviene lo justo en el desvelamiento de la interioridad de sus personajes, y en gran medida el interés de su cine se encuentra en la libertad y el respeto que demuestra hacia el espectador, al que otorga un papel fundamental en el proceso de creación artística, dejando abierta en sus películas la atractiva posibilidad de interpretar y analizar la compleja estructura y comportamiento del género humano.

Rohmer no interviene de manera explícita, deja que sea la propia narración la que determine el lenguaje idóneo en el acto comunicativo con el espectador. Por ello, muchos lo han tachado injustamente de clásico entre los modernos contemporáneos de la Nouvelle Vague. Pero esto no es así, y aunque efectivamente Rohmer decida en sus filmes un estilo realista, este realismo es tan sólo un medio para llegar a entrever aquello que se adivina tras lo aparente, como ya hemos comentado, el elemento central de sus películas.Rohmer no busca la sencillez visual por sí misma, sino que ésta le parece inevitable si pretende reducir al máximo el protagonismo del realizador en el resultado formal de la obra. No obstante, Rohmer cuida y estudia detalladamente cada uno de los recursos elegidos, desde el ángulo de cámara y el tamaño del plano, hasta la composición, la iluminación, la puesta en escena, el sonido, etc. La planificación, exhaustivamente escogida e impecable en su ejecución, está supeditada en el cine de Rohmer a la realidad mostrada por la cámara. La forma en su cine es sobria y sólo se manifiesta cuando debe ejercer de soporte a la narración, pero nunca o casi nunca como articuladora de sentido en sí misma (1). Esto no quiere decir, de ningún modo y en ningún caso, que el estilo formal del realizador francés sea minimalista o que la cámara se limite a observar de manera descuidada la realidad, sino más bien al contrario: Rohmer estudia al detalle cada uno de los recursos escogidos para llevar a cabo su trabajo. La ausencia de música no diegética en la mayor parte de sus obras se debe de nuevo a la voluntad de huir de cualquier intervención o ayuda directa del director en la interpretación de la obra, por lo que la ambientación sonora no le interesa. Pese a todo ello, el director adopta una importancia capital, puesto que aunque su presencia esté disimulada, es realmente quien decide meticulosamente el cómo y el cuándo en la introducción de cada elemento mostrado. Así, y en La Marquesa de O de manera especial, Rohmer decide por ejemplo qué fragmentos de la narración se explican y en qué orden. Este último hecho es no obstante una excepción en su estilo, puesto que el desorden cronológico en la exposición de los hechos no es lo habitual en su cine. La película se desarrolla en gran parte mediante un flashback explicativo de la escena inicial, en la que unos hombres comentan a modo de mofa el anuncio que la marquesa ha hecho publicar en la prensa.Rohmer consideraba que la evolución del cine había de pasar por el respeto a la cronología en la narración (2) y, a ser verdad, esta anticipación de los hechos no acaba de funcionar en su filme, resultando en mi opinión gratuita e injustificada. Diferente es, a este respecto, la utilización de las elipsis, muy frecuentes y necesarias en sus películas, y cuya articulación en este caso se apoya en la introducción de carteles explicativos sobre cada nueva situación mostrada, dejando con ello muy clara la voluntad de Rohmer de respetar y mantenerse lo más fiel posible al texto escrito, sin subordinar por ello el arte fílmico al literario. En el mismo orden de cosas, Rohmer deja ver la influencia de la pintura en su obra, una influencia que en la mayor parte de su filmografía está presente de manera sutil, pero que aquí toma un protagonismo excepcional que, al igual que la comentada alteración temporal, contradice de algún modo su estilo operístico. Sin embargo, y tratándose de una obra de ambientación histórica, este hecho no ha de extrañar puesto que su utilización se debe sin duda a la plasmación de una realidad de la que sólo se conoce su apariencia a través de las manifestaciones pictóricas. Rohmer admiraba la obra de los interioristas románticos, y esta huella es manifiesta en cada uno de los planos del film, llegando al extremo en el calco que Rohmer realiza del cuadro La Pesadilla del romántico alemán Füssli, cuya reproducción realiza en el plano del contorneante cuerpo de la marquesa sobre su lecho, y del que Rohmer obvió el íncubo que en la pintura acecha al sinuoso cuerpo, para substituir su presencia por el plano siguiente del conde observando a la condesa, significando con ello la voluntad de éste por poseer el cuerpo de la joven y manifestando así la dualidad ángel/demonio de este personaje.

La cuidada y estudiada elección de cada encuadre, así como la suavidad de la luz y la naturalidad con la que ésta baña las personas y los objetos es el resultado de la magnífica comunión producida entre el talento de dos grandes, el mismo Rohmer y Néstor Almendros, director de fotografía de muchas de sus obras. Este fotógrafo, genio indiscutible de la luz, realizó con La Marquesa de O uno de sus mejores trabajos, una obra en la que el interior de las estancias del castillo donde se desarrolla la acción son bañadas por una luz diáfana que provenía realmente de los grandes ventanales del castillo de Obertzen, en Alemania (3). Las paredes fueron pintadas de gris para resaltar la claridad del magnífico vestuario diseñado por Moidele Bickel, y pese a la neutralidad de este color, que consigue resaltar las ropas y los rostros, la estética del film no resulta fría, sino cálida y armoniosa, sin cromatismos que alteren el naturalismo del film y con una exquisita belleza sólo conseguida por la intervención de un maestro de la luz como fue Almendros.

La Marquesa de O es una de las grandes obras en la filmografía de Rohmer. Alejada, como se ha visto tan sólo en apariencia, del cine más representativo del director, aquél que encuentra en el análisis de la sociedad contemporánea y en las largas conversaciones entre personajes la piedra angular de su estilo, esta obra empieza a dibujar otra tendencia en su cine, aquella que encontrará en épocas pasadas y en obras literarias los mismos elementos de reflexión y análisis sobre el género humano, lo único que realmente subyace en toda la obra creativa del gran Momo (4).

(1) «Cuando filmo, reflexiono sobre la historia, sobre el tema, sobre la manera de ser de los personajes. Pero la técnica del cine, los medios empleados, me vienen dictados por el deseo de mostrar algo. Dicho de otra manera, si hago planos cortos, no es porque prefiera los planos cortos a los largos, es que, para lo que quiero mostrar, el plano corto es más interesante. Si ocurriera que sólo pudiera mostrarlo en planos largos, haría planos largos. No tengo ninguna forma a priori, eso seguro» (Eric Rohmer a Jean-Claude Biette, Jacques Bontemps y Jean-Louis Comolli, en Cahiers, núm. 172, noviembre 1965; citado por HEREDERO, Carlos y SANTAMARINA, Antonio en Eic Rohmer, Ed. Cátedra, Madrid, 1991, p. 35).

(2) Pier Paolo Pasolini contra Eric Rohmer. Cine de poesía contra cine de prosa. ed. Anagrama Barcelona, 1970, p.48. Citado por HEREDERO, Carlos y SANTAMARINA ,íbid, p. 55.

(3) ALMENDROS, Néstor. Días de una cámara, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1990 (1a ed. 1982), p.162.

(4) Sus compañeros de la Nouvelle Vague le llamaban así por su gran estatura y la solidez de su formación intelectual, según Joël Magny. Citado por HEREDERO, Carlos y SANTAMARINA, Antonio en Eic Rohmer, óp. cit. p.30.

SUSANA FARRE- MIRADAS DE CINE

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