08 PM | 12 Dic

DEMASIADAS BANDERAS

Allí donde hay un hombre con una bandera hay alguien dispuesto a obedecer, un siervo. Los mares de banderas los inventaron los fascistas y los recuperaron los regímenes totalitarios de diferentes signos. Un tipo con una bandera es un personaje ridículo, uno de esos disciplinados cómplices a los que la historia describe como figura decisiva en todos los desastres. En general no lo hace gratis, se lo suele cobrar en especies. Los que pagan, los señores, no suelen llevar banderas, las cargan sus criados. Los dirigentes, sean radicales o conservadores, no portan banderas; las flamean a sus espaldas los fieles.

Una casualidad me convirtió en presunto experto en banderas. Fue hace quince años, probablemente la última conferencia que di en mi vida. Puedo decir, con orgullo, que debo ser el único ciudadano español dedicado a esto de la escritura y la cultura que no asistió jamás a ningún sarao cultural veraniego, ni a la Menéndez Pelayo, ni a la Rápita, ni a El Escorial, ni a Prades, por citar los comederos más notables de nuestras inteligencias. No es que me haya negado, es que ni siquiera me invitaron. Pero una vez, en Las Palmas de Gran Canaria, alguien programó una especie de seminario sobre los iconos del siglo XX, en elCentro Atlántico de Cultura Contemporánea. Me propusieron la hoz y el martillo, por eso de los tópicos, pero les corregí y les precisé que el icono más impresionante del siglo XX era la bandera roja.

No voy a aburrirles con precisiones eruditas sobre el nacimiento de la bandera roja y su recorrido hasta llegar al sentido revolucionario que obtuvo en el siglo XIX. Aprendí bastante y me adentré en un tema fascinante como es la multiplicación de significados que tiene el color rojo en la historia del arte. Pero ahora no se trata de eso. Entré en contacto con unos personajes amables y singulares que eran los vexilólogos, término que define a los estudiosos de las banderas, y cuyo interés por la trascendencia del concepto era similar a la de los coleccionistas de soldaditos de plomo respecto al historiador de batallas.

Las manifestaciones de antaño eran parcas en banderas. Como se trataba de un símbolo, bastaba con una, que encabezaran las concentraciones. Además tenía un problema añadido y es que cuando llegara la carga de la policía el portador de la enseña tenía todas las posibilidades de ser detenido y obligado a comerse el trapo ante la irresistible insistencia de la policía. Evidencia que me recuerda aquella historia que contaba Escubi, líder en ETA durante los años sesenta, cuando instruía a los novatos y les recomendaba la conveniencia de limar el punto de mira de la pistola. “Así se puede disparar mejor, ¿no?”, decía el militante bisoño. “No, chaval, respondía Escubi, es porque cuando te pille la policía y te la meta por el culo, te haga menos daño”.

En el cine, Kurosawa fue el rey de las banderas, pero se trataba de otra historia, porque la bandera en Japón y más en tiempos antiguos, tiene sentidos familiares y guerreros que nosotros no alcanzamos con facilidad. Nuestras banderas están ligadas al mar y a la distancia, como signo de identificación o necesidad. La bandera antigua era un lenguaje, la bandera contemporánea no lo necesita; es muda y fija, como un sudario. Tiene detrás una leyenda perfectamente construida para que cualquier descerebrado sea capaz de matar por ella. Es el símbolo, en tela de la peor calidad, de siglos de historia, aseguran.

Sé que estas cosas ahora tienen riesgo y no deberían decirse, pero yo pertenezco a una generación, o a una parte de ella que se ha ido disolviendo como los azucarillos, que carece de bandera, y ya puestos a precisar, incluso de himno. Todas las manifestaciones en las que participamos eran tan sórdidas e inseguras que a nadie vi nunca con una bandera; quizá en un caso, en la universidad de Madrid alguien asomó una especie de pañuelo con la enseña del Frente de Liberación Vietnamita, pero fue breve y circunstancial. Vi quemar algunas banderas de Estados Unidos, que debían ser quemadas por vergüenza patriótica. La única manifestación legal en la que participé fue en París, el Primero de Mayo de 1969, y aquello era una fiesta. Sin banderas, pero con pancartas. Un acto de afirmación de los sindicatos. Una manera de decir “aquí estamos”, porque los sindicatos son tan imprescindibles como los empresarios, y puestos a evaluar costos, tengo serías dudas sobre a quién le corresponde la más alta proporción de corruptos.

 

No es precisamente una nadería que un ministro de la Monarquía exigiera ser enterrado bajo la bandera de la II República. Lo hizo Jorge Semprún sin que apenas nadie diera constancia del gesto, llamativo tratándose de un hombre que apenas conoció la República, pero que estaba muy al tanto del valor simbólico, de lo que tenía el hecho de asumirlo, solo y muerto. No es lo mismo que una mesnada de vivos que se jalean. Hay demasiadas banderas. Y no es porque las haya oficiales, oficiosas o rupturistas, sino porque son un síntoma de servidumbre. La gente se manifiesta porque son personas, no porque van cubiertos por una bandera. O al menos eso creía yo antes de ver esas escenas ridículas de los pendones enhiestos por facinerosos dispuestos a romper la cabeza de los sin bandera.

Fíjense en las ciudades. Han vuelto las banderas a los balcones, como en el franquismo, cuando se celebraban festejos o los conversos querían demostrar su adhesión inquebrantable. No son signos de integración sino de exclusividad. Quiere decir: en esta casa somos independentistas, o catalanistas, o abertzales, o españolistas. Orgullosos y arrogantes. Están en su derecho, ¿pero qué debe hacer el vecino? ¿Exhibir que es del Español, o del Real Madrid, o del Betis, que vota al PP o que se abstiene? El hecho de que llame la atención quien no ponga nada en el balcón es una muestra de que esta sociedad está llena de conversos del Séptimo Día, pero también de que hay una gente capaz de resistir esa presión y tomárselo con la misma discreción de quien ve ropa tendida en el lugar inadecuado y no llama a la Policía Municipal.

Impresiona reconocer que la manifestación de mineros sudafricanos en Lomnin que costó 34 muertos, por balazos de la policía, no llevaba bandera alguna. Cuando la gente digna se manifiesta no necesita trapo que encubra su situación: se pelea por la vida, por sus derechos, por la libertad, y para eso basta el riesgo de su cuerpo entero. Me impresiona, digo, lo de Sudáfrica, su silencio, su falta de una respuesta, la ausencia de alguna información que dignifique el trágico gesto. Porque es curioso que esos 34 obreros asesinados en una manifestación sin banderas ocurrió en el mismo país y momento en el que se celebraba el XXIVCongreso de la Internacional Socialista –¿se acuerdan de las internacionales solidarias, que no eran precisamente oenegés subvencionadas?–. No tengo ni idea de qué pasó en el congreso salvo lo que me informaron sobre la asistencia española –Purificación Causapié y Juan Moscoso del Prado– líderes conocidos en su casa a la hora de comer. Vaya sarcasmo.

Las banderas encubren las vergüenzas, de eso la historia ha dado lecciones incontrovertibles. Sin banderas, una manifestación de funcionarios de la Universidad de Madrid ha impedido la inauguración del curso lectivo de este año. “Estas no son formas”, dijo uno. “No es democrático”, dijo el otro. Pero uno y otro son el rector de la Universidad Complutense, José Carrillo, hijo de Santiago Carrillo, y el otro, el director general de Universidades, Jon Juaristi, poeta festivo, con un largo camino desde el abertzalismo radical y el grupo Pott hasta su conversión en bien remunerado compañero de viaje del PP.

Quizá, lo confieso con cierta vergüenza, lo que más me impresiona de estas historias de banderas y convicciones sobrevenidas es que han matado el pasado, lo han hecho desaparecer. Son las figuritas de Lladró de nuestra transición.

GREGORIO MORAN- LA VANGUARDIA.

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08 PM | 12 Dic

HOMENAJE

 

Ayer asistí al homenaje de Luis Gómez Llorente, del que ya hablamos en otro blog, que se le daba en la escuela Julián Besteiro, y lo primero que tengo que decir es que impresiona la entrada al edificio con las dos esculturas a derecha e izquierdas de Besteiro y de Pablo Iglesias El acto lo inició Alfonso Guerra con una intervención muy machadiana, y luego en las mesas se abordaron las vicisitudes de los congresos en Francia con Indalecio Prieto de Presidente, y sobre todo lo acontecido en el 28 congreso cuando el PSOE se desprendió de su raíz marxista. Casi todos los allí presentes fueron los redactores de la ponencia política que ganó el congreso y que González no la asumió presentando su dimisión. La pregunta que quedaba en el aire era incuestionable ¿Qué hubiera pasado si hubiéramos desarrollado  políticas en contra de las encuestas de opinión? , o lo que es lo mismo no apartarnos de los principales valores socialistas como deseaba Llorente. Nicolás Redondo, también en el acto lo dejó claro, no fue buena la ruptura con el sindicato.

Ya por la tarde, y antes de celebrarse el acto central en el ateneo con la presencia de Rubalcaba, se abordó más a fondo el pensamiento político de Llorente, quedando claro que sobre todo era un “pablista”, en la doble dimensión ética y política. Teorizó sobre el laicismo inclusivo, quedando claro que era partidario de la enseñanza del “hecho religioso”, lo que no gustaba a Europa Laica, pero de eso hablaremos en otra ocasión. Al llegar a casa me entero de la muerte de Kanzaburo Nakamura, leyenda del teatro Kabuki y que tuvimos ocasión de ver en aquellos Festivales de Teatro que se hacían en Madrid.

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08 PM | 06 Dic

JOSE HIERRO

En son de despedida

No vine sólo por decirte
(aunque también) que no volveré nunca,
y que nunca podré olvidarte.

Emprendo la tarea
(imposible, si es que algo hay imposible)
de racionalizar, interpretar, reconstruir y desandar
aquellas fábulas y hechizos
que gracias a ti fueron realidad.

Recupero los pasos iniciados a la orilla del río
y que desembocaban en “Kiss Bar” (aunque no estoy
seguro
dónde estaba el principio y dónde el fin).

Estoy cansado, muy cansado.
Don Antonio Machado dijo hace más de sesenta años
“Soy viejo porque tengo más de setenta años,
que es mucha edad para un español”.
(Sin comentarios).

         He vivido días radiantes
gracias a ti. Entre mis dedos se escurrían
cristalinas las horas, agua pura. Benditas sean.

Fue un tercer grado carcelario:
regresas a la cárcel por la noche,
por el día ―espejismo― te sientes libre, libre, libre.
Nadie pudo, ni puede, ni podrá por los siglos de los siglos
arrebatarme tanta felicidad.

Yo no he venido ―te lo dije―
para decirte adiós. Sé que no me echarás de menos,
y eso que yo soñaba ser todo para ti
como tú lo eres todo para mí.
¡Ay vanidad de vanidades y todo vanidad!

No te importuno más (ni siquiera sé si me escuchas).
Bebo el último whisky en el “Kiss Bar”,
la última margarita en “Santa Fe”,
rodeo luego la ciudad y su muralla de agua
en la que ya no queda nada que fue mío.
Desisto de adentrarme en su recinto,
no tengo fuerzas para celebrar
la melancólica liturgia de la separación
Sólo deseo ya dormir, dormir,
tal vez soñar…

(De Cuaderno de Nueva York, 1998)

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07 PM | 03 Dic

EL DERECHO A DECIDIR

 

 

 

Estas líneas están escritas –y este ejemplar de la revista ha sido impreso– antes de conocerse elresultado de las elecciones catalanas. Sea cual sea ese resultado, podemos apostar a que lasformaciones que exigen el “derecho a decidir” obtendrán, conjuntamente, una amplia mayoría.

Lógico y normal.¿Quién puede estar en contra del derecho a decidir? ¡Claro que quiero disfrutar de ese derecho! Por ejemplo,me gustaría que pudiéramos decidir si queremos seguir bajo un régimen monárquico, o si nos convertimosen República. Me gustaría decidir sobre las relaciones con el Estado de Israel. Me gustaría decidir sobre la reprobación y cese de dirigentes políticos que predican una cosa en la oposición, o durante la campaña, y luego esquivan lo que habían prometido o, como sucede últimamente, hacen todo lo contrario. Me gustaría decidir un cambio radical de la ley hipotecaria…

Sin embargo, se está instalando en el subconsciente colectivo que sólo se puede decidir sobre una cosa: sobre la separación de territorios. Al parecer, para una gran parte de la clase política catalana –y probablemente vasca– esa es la única cuestión por la que merece la pena consultar a la población (y encima hay otra parte que también niega que se pueda decidir sobre eso). Pues miren ustedes, a mí me gustaría poder decidir sobre todo, o al menos sobre lo más importante. Seamos serios, y llamemos a las cosas por su nombre. En el sentido en que se está empleando, el “derecho a decidir” se refiere realmente al “derecho a la secesión”. Una expresión que incomoda, salvo a aquellos que se declaran, radical y abiertamente, por la independencia.

Pero por el simple hecho de utilizar la expresión “derecho de secesión” en lugar del cómodo “derecho a decidir”, afloran los problemas, y estos son de envergadura. Porque surgen las preguntas. Por ejemplo, ¿quién es el sujeto de ese derecho? No es una pregunta baladí. O, ¿con qué mayorías se puede alcanzar la secesión? O,¿cómo quedarán protegidos los derechos de las minorías en el nuevo estado? (tampoco es una pregunta baladí;piénsese en lo que está pasando ahora mismo en Letonia y en otros países independizados recientemente.) ¿Qué sucedería si en un referéndum Vizcaya y Guipúzcoa votaran la independencia y Álava no? ¿tendrían los alaveses obligatoriamente que formar parte del nuevo estado? ¿Y que pasa con la deuda pública? ¿Y qué pasa si no se da un rápido reconocimiento internacional? ¿Y…..?

Son preguntas muy relevantes, que han de tomarse en consideración por parte de las fuerzas que se pretenden democráticas y populares. La ambigüedad que tanto el PSC-PSOE como ICV-EUiA han mostrado en la campaña ha tenido un evidente propósito electoral, pero las elecciones ya han pasado, y ahora hay que afrontar el tema sin hacer trampas. No vale conformarse con decir que se aceptará lo que democráticamente vote el pueblo. ¡Faltaría más! Los partidos que dicen representar a las capas populares deben explicar bien a las claras cuál es su posición ante la secesión. Y esa posición, hoy por hoy, es vaga y llena de contradicciones. Los ciudadanos merecemos que se nos trate como adultos, salvo que la clase política pretenda que, al final,los tratemos a ellos como niños.

Miguel Riera

El Viejo TOPO

 

 

 

 

 

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08 PM | 01 Dic

LAZOS CATALANES

                ANTONIO MUÑOZ MOLINA

 EN LA FOTO:Josep Vergés, Carlos Sentís, Josep Pla y Jaume Vicens Vives, fotografiados en la redacción de la revista ‘Destino’.

Ahora que parecemos instalados  alados sin remedio en las abstracciones compactas y arrojadizas —Cataluña, España— quizás estará bien que los que conocimos otros tiempos, quienes nos hemos beneficiado, a un lado y a otro de lo que parece una divisoria infranqueable, de cauces más fluidos, recordemos algunas cosas que ahora prefieren olvidarse, episodios de un pasado común que no encajan en las políticas oficiales de la memoria, o que simplemente se pierden por la erosión constante de lo que sucedió casi ayer mismo. Cada vez estoy más convencido de la justeza del mandato contenido en aquel verso de Luis Cernuda: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Porque la manipulación política se sustenta muchas veces en la manipulación del pasado, es importante que los que han vivido una época se esfuercen en recordar y en contar cómo fue. Y lo es también porque sólo el conocimiento veraz del pasado permite calibrar lo que se ha ganado y lo que se ha perdido con el paso del tiempo, y constatar que lo ahora obvio tal vez era inimaginable sólo unas décadas atrás, y que las cosas, para bien o para mal, no tenían que haber sucedido como sucedieron.

Yo me acuerdo ahora de la presencia inmensa que tenía Cataluña en la cultura española de la resistencia antifranquista, y de los lazos tan estrechos que nos conectaban, en cualquier ámbito de nuestra formación y de nuestra conciencia política. Aquel fermento común estalló gozosamente con el final de la dictadura y fue determinante en la atmósfera cultural de al menos la primera década de la democracia. Pero el germen venía de mucho antes, de aquellas viejas conexiones vanguardistas de los años veinte, cuando Lorca exponía sus dibujos en una galería de Barcelona y Dalí se educaba a su lado y al de Luis Buñuel en la Residencia de Estudiantes. En 1935, estrenando Yerma en Barcelona casi con más éxito que en cualquier otra parte, García Lorca escribía a su familia conmovido por el entusiasmo con que lo había recibido un público multitudinario y generoso, que reconocía en aquel drama, tan atacado por la derecha más oscurantista, una ambición de belleza y de justicia social. Conviene recordar, por si los esencialistas de lo catalán o de lo andaluz prefieren olvidarlo, que fue la catalana Margarita Xirgu la que reveló la universalidad de los dramas andaluces de García Lorca, y la que después de su asesinato y de la Guerra Civil estrenó La casa de Bernarda Alba y continuó difundiendo su teatro en el exilio. El catalán Felip Pedrell fue el maestro del gaditano Manuel de Falla. Algunas de las mejores grabaciones contemporáneas de Falla las hizo la orquesta de cámara del Teatre Lliure.

 

Igual que fue el exfalangista y excantor desengañado de la España imperial Dionisio Ridruejo quien, desterrado en Sitges en los años cincuenta, tradujo al castellano algunos de los libros de Josep Pla que una generación más tarde fueron tesoros para quienes queríamos aprender a escribir mirando las cosas con el grado justo de curiosidad y escepticismo, observando y anotando la vida casi al mismo tiempo que sucedía delante de nosotros. A Pla y a Cunqueiro los empezamos a leer en el semanario Destino, que se publicaba en Barcelona y que había sido fundado en Salamanca durante la Guerra Civil por catalanes que estuvieron del lado de Franco. Nos gustaba la revista Destino porque en ella escribía también sus crónicas de erudición sorprendente y amena Néstor Luján, pero más todavía nos gustaba el tacto y la tipografía de los libros de la editorial Destino, a través de la cual nos llegaban inesperados autores internacionales, y en la que nos acostumbramos a leer las novelas de Miguel Delibes. En la misma editorial publicaban el gallego Cunqueiro, el castellano Delibes, el catalán Pla. La primera novela de verdad importante, a mi juicio, de la posguerra española, Nada, de Carmen Laforet, ganó en Barcelona el Premio Nadal y la publicó Destino.

Eran caminos de ida y vuelta: en los primeros cincuenta el madrileño naturalizado americano Jaime Salinas se instaló en Barcelona y emprendió junto a Carlos Barral un proyecto editorial que está en el origen de la gran renovación de la literatura y la lectura en lengua castellana, tanto en España como en América Latina. Desde la mitad de los sesenta escritores jóvenes tan estéticamente radicales como Pere Gimferrer y Terenci Moix mezclaban a su manera una tradición literaria erudita y múltiple: el cine americano, la nouvelle vague francesa, la copla española, Rimbaud, Rubén Darío, Vicente Aleixandre. Esa desenvoltura pop, ese desgarro mestizo y popular era una parte de lo que tanto nos atraía en el Manuel Vázquez Montalbán de Crónica sentimental de España o las primeras entregas del detective Carvalho, en las novelas fulgurantes de Juan Marsé, que estaban escritas en un castellano fronterizo, empapado de catalán, la herramienta justa para dar cuenta de aquellos mundos de frontera en los que vivían sus personajes, fronteras de barrio, de clase, de idioma.

Las canciones en catalán nos emocionaban tanto como las canciones en inglés, y también tenían una cualidad de himnos. Ahora parece que decir españoles o decir catalanes es como nombrar a las hinchadas hostiles de dos equipos de fútbol, pero hubo una época en la que la reivindicación del catalán y del estatuto de autonomía para Cataluña formaban parte de un mismo proyecto progresista. El público que llenaba en Madrid o Granada los conciertos de Lluís Llach en los años setenta era tan fervoroso como el que había aclamado a Lorca en Barcelona. Mucho antes de que se hicieran habituales las banderas andaluzas ya se agitaban en aquellos teatros banderas catalanas y pancartas idénticas a las de Barcelona: “Libertad”, “Amnistía”, “Estatuto de autonomía”.

No aspiro a desmentir, ni siquiera a compensar, una sensación de lejanía y agravio que se ha fomentado mucho desde los extremos de nuestra vida política, y que probablemente es irreversible. Tan sólo me parece útil recordar que las cosas fueron mucho más complejas, y también más prometedoras, y que aquellos lazos tan estrechos nos alimentaron a todos, más allá de esa lógica binaria del expolio y el chantaje que ahora tristemente se ha impuesto. Los discos de Lluís Llach o de Raimon o de Pi de la Serra o de aquel angélico Jaume Sisa de Qualsevol nit pot sortir el sol se vendían en(toda)España lo mismo que en Cataluña. Y era también en toda España donde encontraba un público entregado el gran teatro independiente catalán.

Empecé a leer con tebeos editados en Barcelona y cuando me hice escritor tuve la rara suerte de que se me cumpliera literalmente un sueño y empecé a publicar novelas en la misma editorial catalana en la que leyendo a Juan Marsé y a Vargas Llosa me había educado como novelista. Con diez años leía tebeos de Bruguera y con veintitantos años leía a Onetti y a John Cheever en ediciones de Bruguera. Que la capital de la cultura en catalán sea también la capital de la edición en español es una hermosa paradoja de la que todos podemos extraer interesantes conclusiones.

Afirmarse negando parece un signo de los tiempos, muy arraigado además en la inhóspita vida política española, pero es posible que al negar al otro uno se esté despojando de una parte crucial de sí mismo.

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