Opinión

04 PM | 18 May

La crueldad de Dante

 

 

 

 

 

 

 

 La decisión del presidente Obama de dar a conocer los documentos sobre las prácticas interrogatorias de Guantánamo y Abu Ghraib y, al mismo tiempo, no ordenar la investigación de quienes llevaron a cabo tales prácticas, me recordó un caso bien anterior, en el que el sistema legal es también utilizado para justificar la tortura, y en el cual el torturador tampoco es condenado por sus acciones. Ocurre casi al final del viaje al infierno de Dante, en el Canto XXXII de su Comedia.

No puede haber seguridad en una sociedad que rehúsa investigar y condenar actos de tortura

Siguiendo a Virgilio por los varios círculos infernales, Dante llega al lago glacial en el que las almas de los traidores son presas hasta el cuello en el hielo. Entre las terribles cabezas que gritan y maldicen, Dante cree reconocer la de un cierto Bocca degli Abati, culpable de haber traicionado a los suyos y haberse aliado al enemigo. Dante pide a la inclinada cabeza que le diga su nombre y, como es ya su costumbre a lo largo del mágico descenso, promete al pecador fama póstuma en sus versos cuando vuelva al mundo de los vivos. Bocca le contesta que lo que desea es precisamente lo contrario, y le dice a Dante que se vaya y no lo fastidie más.

Furioso ante el insulto, Dante coge a Bocca por el pescuezo y le dice que, a menos que confiese su nombre, le arrancará cada pelo de la cabeza. “Aún si me dejases calvo”, le contesta el desdichado, “no te diría quien soy, no te mostraría mi cara/ aunque mil veces me azotases”. Entonces Dante le arranca “otro puñado de pelo”, haciendo que Bocca lance aullidos de dolor. Mientras tanto, Virgilio, encargado por la voluntad divina de guiar al poeta, observa y guarda silencio.

Podemos interpretar ese silencio de Virgilio como aprobación. Varios círculos antes, en el Canto VIII, cuando los dos poetas navegan a través del Río Estigio, Dante, viendo cómo uno de los condenados se alza de las aguas inmundas, le pregunta, como siempre, de quién se trata. El alma pecaminosa no le da su nombre, sólo le dice que es “uno que llora” y Dante, sin conmoverse, lo maldice ferozmente. Virgilio, sonriente, toma a Dante en sus brazos y lo alaba con las palabras que San Lucas usó para alabar a Cristo. Entonces Dante, alentado por la reacción de su maestro, le dice que nada le daría mayor placer que ver al condenado volver a hundirse en el fango atroz. Virgilio le dice que así ocurrirá, y el episodio concluye con Dante agradeciendo a Dios la concesión de su deseo.

A través de los siglos, los comentadores de Dante han intentado justificar estos actos como ejemplos de “noble indignación” u “honorable cólera”, que no es un pecado como la ira (según Santo Tomás de Aquino, uno de las fuentes intelectuales de Dante), sino una virtud nacida de una “causa justa”. El problema, claro está, reside en la lectura del adjetivo “justo”. En el caso de Dante, “justo” se refiere a su comprensión de la incuestionable justicia de Dios. Sentir compasión por los condenados es “injusto” porque significa oponerse a la imponderable voluntad divina.

Tan sólo tres cantos antes, Dante cae desmayado de piedad cuando el alma de Francesca, condenada a girar para siempre en el vendaval que castiga la lujuria, le cuenta su triste caso. Pero ahora, más avanzado en su ejemplar descenso, Dante ha perdido su flaqueza sentimental y su fe en la autoridad es más robusta.

Según la teología dantesca, el sistema legal impuesto por Dios no puede ser tachado ni de erróneo ni de cruel; por lo tanto, todo lo que decrete debe ser “justo” aun cuando se halle más allá del entendimiento humano. Las acciones de Dante -la tortura deliberada del prisionero preso en el hielo, su sórdido deseo de ver al otro prisionero ahogarse en el lodo- deben ser entendidas (dicen los comentadores) como una humilde obediencia a la Ley y a una incuestionable Autoridad Mayor.

Un argumento similar es propuesto hoy en día por quienes argumentan contra la investigación y condena de los torturadores. Y sin embargo, habrá pocos lectores de Dante que no sientan, al leer esos pasajes infernales, un mal sabor de boca. Quizás sea porque, si la justificación de la aparente crueldad dantesca yace en la naturaleza de la voluntad divina, entonces, en lugar de sentir que las acciones de Dante son redimidas por la fe, el lector siente que la fe es envilecida por las acciones de Dante.

De la misma manera, el implícito perdón a los torturadores, sólo porque los abusos ocurrieron en un pasado inmutable y bajo la autoridad y ley de otra administración, en lugar de alimentar la fe en la política del Gobierno actual, la envilece. Peor aún: tácitamente aceptada por la Administración de Obama, la vieja excusa de “sólo obedecí las órdenes” adquirirá renovado crédito y servirá de antecedente para futuras exoneraciones.

G. K. Chesterton dijo alguna vez: “Obviamente, no puede haber seguridad en una sociedad en la que el comentario de un juez de la Corte Suprema, diciendo que asesinar está mal, sea visto como un epigrama original y deslumbrante”. Lo mismo puede decirse de una sociedad que, bajo no importa qué circunstancias, rehúsa investigar y condenar infames actos de tortura.

Alberto Manguel es escritor y crítico literario argentino.

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02 PM | 11 May

Un mínimo para sobrevivir en tiempos de crisis

El pasado 28 de abril se creó una subcomisión en el Parlamento español para estudiar las posibilidades de implantación de la renta básica (RB) en el Reino de España. Una RB, es decir, una asignación monetaria incondicional para toda la población, sin otro requisito que la ciudadanía o residencia acreditada. Esta propuesta ha sido estudiada y discutida a lo largo de las últimas tres décadas en distintos ámbitos académicos, políticos y sociales. En una situación de crisis económica profunda como la que estamos inmersos en la actualidad, ¿qué papel podría desempeñar una RB? Me limitaré a tres aspectos Empecemos por las consecuencias del desempleo. Perder el puesto de trabajo provoca una situación de inseguridad económica y vital bien estudiada. Pocos podían imaginar que la tasa de desempleo llegaría al 17,3% en el primer trimestre de 2009, como ahora constatamos. Existen previsiones de algunos investigadores (Edward Hugh, entre otros) que llegan a estimar hasta el 30% de desempleo para finales de 2010. “Ya vendrá la recuperación”, repiten algunos como loros. Y es verdad, pero cuando se acabe produciendo, no podrá absorber en pocos años este monumental ejército de parados.Si se pierde el puesto de trabajo, pero se dispone de una RB indefinida, el futuro se presenta de forma menos preocupante. En momentos de crisis, donde el desempleo crece aceleradamente, esta característica de la RB cobra mayor importancia social.Consecuencia inmediata del gran incremento de desempleo, la pobreza aumentará profusamente. Han sido necesarias tasas de crecimiento económico sustancial a lo largo de los últimos lustros para mantener una proporción de pobres de alrededor del 20%. La RB representaría un buen dique de contención de esta oleada de pobreza.La percepción de una RB supondría una reducción del riesgo en el momento de iniciar determinadas actividades de autoocupación.A grandes trazos, hay dos tipos de emprendedores: aquellos que tienen un respaldo (familiar, muchas veces) que les permite plantear un pequeño proyecto empresarial de forma razonablemente segura, y aquellos para los cuales la autoocupación es la única salida laboral. En el segundo caso, el riesgo en el que se incurre no es sólo perder la inversión, sino perder los medios de subsistencia, lo que hace que cualquier decisión de inversión resulte mucho más azarosa. Pero el riesgo no termina aquí: en muchos casos, la falta de un capital inicial mínimo retrae a potenciales emprendedores. En una situación depresiva, la RB, además de representar un incentivo, en cualquier caso mayor que sin ella, para emprender tareas de autoocupación, supondría una mayor garantía para poder hacer frente, aunque fuera parcialmente, a las eventualidades de los que el pequeño negocio les ha ido mal. Así como la posibilidad de iniciar otro con más posibilidades que el anterior.Mucha gente que conoce la propuesta de la RB objeta: “Todo esto es muy bonito, pero ¿cómo se financia una RB?”.Una RB que tenga sentido debe significar una redistribución de la renta de los ricos a los pobres. Y esto significa hablar del papel de los impuestos. “Los impuestos, lejos de ser una obstrucción de la libertad, son una condición necesaria de su existencia”, es la forma de expresarlo del constitucionalista estadounidense Cass Sunstein. Los impuestos y el dinero público pueden emplearse para usos muy diferentes. Cabe recordar que los rescates y las ayudas a los bancos realizadas hasta el momento en Estados Unidos suman 12,8 billones de dólares (hasta abril). O lo que es lo mismo: 42.105 dólares por habitante. Además, esta cantidad es igual a 14 veces el efectivo en circulación (casi 900.000 millones). Y se trata de una cantidad muy próxima al conjunto del valor del PIB estadounidense.Sorprende constatar lo rápido que aflora el dinero público en determinadas circunstancias y lo tiñoso que resulta cuando se trata de garantizar la existencia material de toda la población. En Estados Unidos se ha llegado a esta increíble situación: los tipos impositivos nominales a los más ricos se han reducido del 91% en el año 1961 al 35% de la actualidad, pero si se trata de beneficios empresariales la tasa marginal aún es inferior. Esta gran rebaja continuada de los impuestos a los más ricos es parte de la explicación de la tremenda redistribución de la renta de los pobres a los ricos en las tres últimas décadas. El que fue ministro del presidente Clinton, Robert B. Reich, escribía en el diario The Washington Post del pasado 1 de febrero que si en 1976 el 1% más rico de EE UU acaparaba el 9% de la renta nacional, en el 2006 ya acumulaba el 20%.De los más interesantes estudios realizados para financiar una RB, se concluyen dos aspectos de suma trascendencia: es posible financiarla y los sectores de la población con rentas más bajas saldrían ganando claramente respecto a la situación actual.Con la creación el 28 de abril de esta subcomisión parlamentaria para tratar de estudiar la necesidad y la viabilidad de una RB, se abre la posibilidad de que esta propuesta social sea conocida por el Parlamento y por buena parte de la población.Daniel Raventós es presidente de la Red Renta Básica (www.redrentabasica.org) y profesor titular de la Facultad de Economía y Empresa de la UB.

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07 PM | 03 May

De epidemia a pandemia

 FRANCES CARRERAS

Cuando se usan banalmente, las palabras llegan a perder su auténtico significado y acabas evitando emplearlas para no caer en la más pura trivialidad. Eso ha sucedido en los últimos años con el término globalización: da vergüenza utilizarlo de tanto como se ha abusado de él. Ahora bien, esta palabra de moda describe muy bien la realidad. La marcha hacia un mundo global es, desde hace mucho tiempo, imparable pero, desde hace pocos años, su naturaleza ha mutado debido a que su ritmo se ha incrementado aceleradamente. Y la gripe porcina, o como se la quiera llamar, presuntamente originada en México, es un buen ejemplo para comprender su significado.

 

Un viejo y excelente manual de historia de las ideas políticas, cuya primera edición en inglés data de 1938, traducido tres años después al castellano por la editorial mexicana Fondo de Cultura Económica, a quien tanto debemos, está escrito ya desde una perspectiva globalizadora. El autor de dicho libro es R. H. S. Crossman, un conocido teórico perteneciente a la segunda generación de fabianos ingleses, los inspiradores del laborismo británico. La versión española lleva por título Biografía del Estado moderno y en sus primeras páginas, para que se entienda la diferencia entre el mundo medieval y el contemporáneo, contiene el siguiente párrafo que me permito reproducir.

“Hoy vivimos en un mundo en el cual la pérdida de la cosecha de goma en Malasia afecta profundamente a los trabajadores en Birmingham o en Detroit, mientras que una negociación en la bolsa neoyorquina puede arruinar a los productores de cacao del África occidental, quienes apenas conocen la existencia de Londres y seguramente no saben nada de acciones y valores. La ciencia nos permite viajar hacia donde nos plazca y comerciar con quienes tengamos el deseo y el poder para ello. Esta facilidad de comunicación, posiblemente más que ningún otro factor, ha producido la interdependencia económica de nuestro mundo moderno. El hombre medieval se encontraba atado al país en que vivía: los caminos de la época eran mucho peores que lo habían sido bajo el imperio romano y su comercio estaba confinado, en la mayor parte de los casos, al mercado local. La economía de la época, eminentemente agrícola, bastaba para satisfacer las propias necesidades y las ciudades dependían para la alimentación de los distritos campesinos más cercanos a ellas”.

Este párrafo sobre la globalización, aún sin usar esta palabra, está escrito antes de la Segunda Guerra Mundial. Sin duda encontraríamos precedentes mucho más antiguos. En la misma obra de Marx, casi un siglo antes, la perspectiva es ya la de un sistema económico globalizado. Y si nos vamos remontando en el tiempo, iremos a parar a Colón descubriendo América, a Vasco de Gama dando un rodeo por el sur de África y a Marco Polo llegando a China. La globalización significa, antes que nada, la posibilidad de conectar las distintas partes del mundo mediante rutas de diverso tipo. Primero por tierra y por mar, después por teléfono, por radio, por televisión, ahora por el misterioso ciberespacio. La ciencia y la técnica han hecho posibles, en cada momento, estos distintos métodos de comunicación al transformar, mediante una revolución silenciosa, la economía, la sociedad, la política y la cultura. Ha sido, y es, la revolución más auténtica, la que ha activado todas las grandes transformaciones humanas.

En el último año hemos comprobado cómo unas hipotecas mal gestionadas en Estados Unidos provocaban una crisis económica de dimensiones globales. Y en estos días, en esta semana, una extraña gripe detectada en México, aunque váyase a saber de dónde viene, está causando la alarma en el mundo. De lo que antes era una epidemia, una enfermedad que se propaga durante un tiempo en un determinado país, hemos pasado a una pandemia, es decir, una epidemia que se extiende a todo el mundo. De la interdependencia en economía -de la que hablaba Crossman- a la interdependencia en los virus: nadie está hoy a salvo, también en cuestiones de vida y muerte.

Todo ello nos debería hacer pensar. Pensar en las enormes desigualdades sociales entre el mundo desarrollado y el mundo pobre, en la enorme distancia que los separa. Hace ya un tiempo que en el primer mundo existe una extendida conciencia de la injusticia que esta desigualdad supone, de la relación causal entre la riqueza de unos y la pobreza de los otros. Las ayudas financieras y la cooperación han aumentado mucho en los últimos tiempos. Pero la generosidad de unos pocos no basta. Son simples gestos, humanamente admirables, pero insuficientes. La solución a estas desigualdades vendrá por el camino del egoísmo: cuando el mundo rico se dé cuenta que la pobreza de los demás pone en peligro su prosperidad. Es entonces cuando empezarán a preocuparse y a buscar soluciones.

Toda crisis económica tiene un lado malo, el más evidente, y un lado bueno, la necesidad de ponerle remedio. La pandemia que nos preocupa es una metáfora de otras muchas pandemias no virales: la inseguridad, el terrorismo, el deterioro del medio ambiente, el paro, el fanatismo. Hasta que no tomemos conciencia de que en este mundo globalizado todos vamos en el mismo barco, cualquier virus, real o simbólico, puede acabar con el confort relativo de quienes vivimos en los países desarrollados. ¿Por quién doblan las campanas? ¡Sin duda están tocando por ti!

FRANCESC DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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08 PM | 17 Feb

CINE VARIEDADES


 EL ARTICULO QUE PODEIS LEER SOBRE EL CINE VARIEDADES LO HA ESCRITO NUESTRO AMIGO ANTONIO HERRANZ.
  TENEMOS QUE HACER  LO POSIBLE PARA QUE EL EDIFICIO NO SE DECLARE EN RUINAS, y ANTONIO NOS TOCA A TODOS UN POCO EL CORAZON PARA SEGUIR TRABAJANDO.(foto Pedro Rubio)


       

                            
                           
                          

 

LA ESQUINA DE LOS SUEÑOS
    
   ANTONIO HERRANZ

Estoy frente al “Variedades”. Hoy no pude asistir a la proyección. No importa, me gusta ver a la gente cuando sale del cine, observar en sus rostros las emociones de las imágenes vistas, escuchar el murmullo de los comentarios en grupo, las luces encendidas del hall de entrada, las puertas abiertas de par en par y la música final que envuelve el lento tránsito hacia la realidad desde este emblemático edificio. Suenan los cierres estrepitosamente, se rompe mi ensoñación; me ha parecido que el ruido hoy era distinto. ¿Una despedida? ¿Un adiós definitivo? Me empeño, no quiero perder tantos buenos recuerdos. Ya sé, es mi propia película. Pero no quiero. Aprieto con fuerza mis párpados, contraigo el rostro. Esto fue real, es real ahora para mí sumergido en la intemporalidad y frente a un lugar donde había vida. Me niego a abrir los ojos. Sigo viendo las imágenes que quiero ver, más fuertes que esta otra realidad de ojos abiertos: los oxidados cierres metálicos que ya no se levantan, las paredes desconchadas, la suciedad del abandono. Veo el nombre: TEATRO VARIEDADES. Letras macizas de un rojo desvaído que aún permanecen sobre el dintel de la puerta de entrada. Los nombres son quizá lo último que se pierde por su capacidad de evocar y acotar territorios imprescindibles. Sí, muy cerca de la esquina está la taquilla donde se vendían las entradas al mundo de los sueños, la ansiedad en la cola de espera y las carreras escaleras arriba para coger sitio. Toda una actitud ante la vida, con olor a ambientador, y la peculiaridad de que con tal comportamiento, aquí siempre encontraríamos recompensa. ¿Desaparecerá esta quimera? ¿Se esfumará este lugar donde tantos se dejaron seducir por imágenes fantásticas de aventuras, de pasiones, de amor, de encuentros…? ¿Dónde se albergarán ahora las ilusiones? Cuando un cine se cierra se rompe un vínculo vital: un primer beso, un sollozo, una risa sincera, el miedo y la ternura, cerrándose además una puerta a lo desconocido. Aprender, soñar, deslumbrarse en una sala oscura; conjurar la realidad y el deseo por un instante que acaba siendo eterno. Tiempo inconmensurable, acumuladamente íntimo y colectivo. La memoria, para muchos, de una educación sentimental. No quiero perderme en la nostalgia, no quiero que mi voz acabe ahogada en su légamo inútil. Quiero que siga en pie ese lugar donde se comparten las emociones. Hay un recorrido desde el esplendor a la decrepitud que va dejando cicatrices, avisos de no proyectar la película si no había más de tres personas. La soledad de las salas sin gente, sin milagro y el vacío que deja lo que no tiene continuidad. Sólo imágenes fantasmales que conviven proyectándose por sí mismas en una pantalla total: paredes, techos, suelos. Imágenes de las miles de películas exhibidas durante tanto tiempo. Un caos de sentimientos, una narración de experiencias que convoca a los vivos y a los muertos. Un mundo de oscuridad más allá de la oscuridad, un foco de espíritus rebeldes que jamás dejarán de existir. Un mundo donde los humanos ya no podrán entrar. En la esquina de dos calles: Pozas y Calvario, está el “Variedades”, ya sólo frecuentado por sus mayores enemigos: el tiempo y la especulación. En diagonal a él, la iglesia del pueblo. Un cruce de caminos donde a un lado espera dios y a otro el diablo. Recuerda, hipócrita cinéfilo, mi semejante, mi hermano, hay un tiempo para la destrucción y otro para la recuperación. Un tiempo donde confluyen lo antiguo y lo nuevo, que está ahí, a la vuelta de la esquina

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03 PM | 31 Ene

JEAN PAUL SARTRE Y LA INFANCIA DE IVAN

El filósofo francés,JEAN PAUL SARTRE, que al tiempo que La infancia de Iván se estrenaba en Italia, vivía en Roma, envió una carta a la redacción del diario l’Unitá, haciendo un comentario a una crítica aparecido en el diario comunista sobre la película de Tarkovski, porque entendía que los críticos de la izquierda italiana no hacían justicia al, según él, admirable filme de Tarkovski. El director de este diario, Alicata, decidió hacer pública la carta de Sartre, y la publicó en l’Unitá el 9 de octubre de 1963.


Discusión sobre la crítica acerca de
La infancia de Iván

por Jean-Paul Sartre



Mi querido Alicata:
Le he dicho en varias ocasiones toda la estima que tengo por sus colaboradores que se ocupan de literatura, de artes plásticas o de cine. Encuentro que en ellos coexisten el rigor y la libertad, lo cual hace que puedan, en general, ir al fondo de los problemas y, al mismo tiempo, captar la obra en lo que tiene de singular y de concreto. Puedo hacer los mismos elogios a Il Paese y a Paese Sera: ningún esquematismo de izquierdas, ni nadie que sea esquemático.
Es la razón por la cual querría expresarle una queja. ¿Por qué hacen, por primera vez, que yo sepa, que la acusación de esquematismo pueda ser lanzada contra los artículos que Unitá y los otros periódicos de izquierda han consagrado a La infancia de Iván, una de las películas más bellas que he visto durante el curso de estos últimos años? El jurado del León de Oro le ha atribuido la más alta recompensa; pero esto se convierte en una extraña patente de «occidentalismo» y contribuye a hacer de Tarkovski un pequeño burgués sospechoso si, al mismo tiempo, la izquierda italiana le mira con malos ojos. En verdad, tales juicios desconfiados abandonan, sin justificación real, a nuestras clases medias, una película profundamente rusa y revolucionaria, que expresa de modo típico la sensibilidad de las jóvenes generaciones soviéticas. Por mi parte, la vi en Moscú, en proyección privada, luego en público, en medio de los jóvenes, y he comprendido lo que representaba para aquellos niños de veinte años, herederos de la revolución, que no la ponían en duda un instante, y se proponían orgullosamente el continuarla: en su aprobación, se lo aseguro, no había nada que se pudiera definir como una reacción de «pequeños burgueses». No hay que decir que un crítico es libre de hacer todas las reservas acerca de una obra que debe juzgar. ¿Pero es justo el mostrar tanta desconfianza respecto a una película que ha sido —y es siempre— objeto de apasionadas discusiones en la URSS? ¿Es justo el criticar sin tener en cuenta esas discusiones, ni su profundo significado, como si La infancia de Iván sólo fuera un ejemplo de la producción corriente en la URSS? Le conozco lo suficiente, mi querido Alicata, para saber que usted no comparte la visión simplista de sus críticos. Y como la estima que siento por ellos es realmente sincera, le pido que les haga conocer esta carta que —por lo menos— tendrá quizá la oportunidad de reanudar la discusión antes de que sea demasiado tarde.
Se ha hablado de tradicionalismo y, al mismo tiempo, de que esos criterios formalistas están superados también. Es cierto que en Fellini, en Antonioni, el simbolismo tiende a ocultarse. Pero con el solo resultado de que es todavía más manifiesto. Y el neorrealismo italiano tampoco lo evitaba. Habría que hablar aquí de la función simbólica de cualquier obra, incluso la más realista. No tenemos tiempo de ello. Por otra parte, es más bien la naturaleza de su simbolismo la que se ha querido reprochar a Tarkovski: ¡sus símbolos serían expresionistas o suprarrealistas! Esto es lo que no puedo aceptar. Primero, porque aquí se halla de nuevo la acusación que un cierto académico hace, incluso en la URSS, contra el joven director de escena. Para ciertos críticos de allí, y para los mejores críticos de aquí, parecería que Tarkovski hubiera asimilado apresuradamente los procedimientos superados en Occidente y que los aplica sin discernimiento. Se le reprochan los sueños de Iván: «¡Sueños! En Occidente nosotros hace mucho que hemos dejado de utilizar los sueños. ¡Tarkovski está atrasado!; eso era bueno entre las dos guerras!» He aquí lo que escriben las plumas autorizadas.
Pero Tarkovski tiene veintiocho años (él me lo ha dicho, y no treinta como escriben ciertos periódicos), y hay que estar seguros de ello, conoce muy mal el cine occidental. Su cultura es necesaria y esencialmente soviética. No se gana nada, y se pierde todo, queriendo derivar de los procedimientos burgueses un «tratamiento» que se desprende de la misma película y de la materia tratada. Iván está loco, es un monstruo; es un pequeño héroe; en verdad es la más inocente y conmovedora victima de la guerra: ese muchacho, al que no es posible dejar de amar, ha sido forjado por la violencia, la ha interiorizado. Los nazis lo han matado cuando han matado a su padre y aniquilado a los habitantes de su pueblo. No obstante, vive. Pero, en otro lado, en ese instante irremediable donde ha visto caer a su prójimo. Yo mismo he visto a ciertos jóvenes argelinos alucinados, modelados por las matanzas. Para ellos, no había ninguna diferencia entre la pesadilla de la vigilia y las pesadillas nocturnas. Los habían matado, querían matar y hacerse matar. Su encarnizamiento heroico era, ante todo, odio y fuga ante una angustia insoportable. Si se batían, huían del horror en el combate; si la noche los desarmaba, si volvían, en el suelo, a la ternura de su edad, el horror renacía, revivía el recuerdo que querían olvidar. Así le ocurre a Iván. Y pienso que hay que celebrar a Tarkovski por haber mostrado tan bien cómo, para este niño tendido hacia el suicidio, no hay diferencia entre el día y la noche. En todo caso, no vive con nosotros. Acciones y alucinaciones están en estrecha correspondencia. Véase las relaciones que conserva con los adultos; vive en medio de las tropas: los oficiales —buenas gentes, valientes, pero «normales», que no han sufrido una infancia trágica— le acogen, se ocupan de él, le quieren, quieren a toda costa «normalizarlo», enviarlo a retaguardia, a la escuela. Aparentemente, el niño podría, como en la novela de Shólojov, hallar entre ellos un padre que reemplazase al que ha perdido. Demasiado tarde: ya no necesita padres; más profundo aún que esta privación es el horror indecible de la matanza vista que le reduce a la soledad. Los oficiales terminan por considerar al niño con una mezcla de ternura, de estupor y ven en él ese monstruo perfecto, tan bello y casi odioso, que el enemigo ha radicalizado, que se afirma mediante impulsos asesinos (por ejemplo, el cuchillo), y que no puede cortar los lazos de la guerra y de la muerte; que tiene ahora necesidad de ese universo siniestro para vivir; que se ha liberado del miedo en mitad de la batalla y que, en la retaguardia, será vencido por la angustia. La pequeña víctima sabe lo que necesita: la guerra —que lo ha creado—, la sangre, la venganza. No obstante, los dos oficiales lo aman; en cuanto a él, todo cuanto puede decirse, es que no los odia. El amor es, para él, un camino cerrado para siempre. Sus pesadillas, sus alucinaciones, no son en nada gratuitas. No se trata de trozos de bravura, ni siquiera de sondeos en la «subjetividad» del niño; son perfectamente objetivas, se continúa viendo a Iván desde el exterior, igual que en las escenas «realistas»; la verdad es que para este niño el mundo entero es una alucinación, y que este mismo niño, monstruo y mártir, es, en este universo, una alucinación para los otros. Por esta razón, la primera secuencia nos introduce hábilmente en el mundo verdadero y falso del niño y de la guerra, describiéndonos todo a partir de la carrera real del niño a través de los bosques, hasta la falsa muerte de su madre (ha muerto realmente, pero el acontecimiento —que no conoceremos nunca, porque está enterrado demasiado profundamente— era distinto; no vuelve nunca a la superficie, sino a través de descripciones que le quitan un poco de su horrible desnudez). ¿Locura? ¿Realidad? Lo uno y lo otro: en la guerra, todos los soldados son locos; ese niño monstruo es un testimonio objetivo de su locura, porque es el más loco. No se trata, pues, ni de expresionismo ni de simbolismo, sino de un modo de narrar exigido por el mismo tema, que el joven poeta Vosnessenky llamó «suprarrealismo socialista».
Habría sido necesario penetrar más profundamente en las intenciones del autor para comprender el sentido mismo del tema: la guerra mata, incluso a los que sobreviven. Y en un sentido más profundo aún: la historia, en un solo y único movimiento, reclama sus héroes, los crea y los destruye al hacerlos incapaces de vivir sin sufrir en la sociedad que han contribuido a forjar.
Se ha celebrado el Uomo da bruciare al mismo tiempo que se miraba con desconfianza La infancia de Iván. Se han hecho elogios a los autores de la primera película, por otra parte muy honorable, porque habían introducido de nuevo la complejidad en el héroe positivo. Es verdad: le han dado defectos: por ejemplo, la mitomanía. Han indicado al mismo tiempo la abnegación del personaje a la causa que defiende y su auténtico egocentrismo. Pero, por mi parte, no encuentro en esto nada nuevo. En definitiva, las mejores producciones del realismo socialista han presentado siempre, a pesar de todo, héroes complejos, matizados, han exaltado su mérito, teniendo cuidado de subrayar algunas de sus debilidades. En verdad, el problema no es dosificar los vicios y las virtudes del héroe, sino el discutir el propio heroísmo.
No para rechazarlo, sino para comprenderlo. De ese heroísmo, La infancia de Iván saca a la luz a la vez la necesidad y la ambigüedad. El niño no tiene pequeñas virtudes ni pequeñas debilidades: es radicalmente lo que la historia ha hecho de él. Proyectado a su pesar en la guerra, la guerra no lo ha hecho enteramente. Pero si asusta a los soldados que lo rodean, es porque no podrá vivir nunca en la paz. La violencia que hay en él, nacida de la angustia y del horror, le sostiene, le ayuda a vivir y le impulsa a pedir misiones peligrosas de exploración. Pero ¿qué va a ser de él después de la guerra? Si sobrevive, la lava incandescente que hay en él no se enfriará jamás. ¿No hay aquí, en el sentido más estricto del término, una importante crítica del héroe positivo? Se le muestra como es, doloroso y magnífico, se hace ver las fuentes trágicas o fúnebres de su fuerza, se revela que ese producto de la guerra, perfectamente adaptado a la sociedad guerrera, está por eso mismo condenado a convertirse en asocial en el universo de la paz. Así, la historia hace a los hombres: los elige, los cabalga y los hace morir bajo ella. En medio de los hombres de la paz, que aceptan morir por la paz y hacen la guerra por la paz, ese niño marcial y loco hace la guerra por la guerra. Precisamente por eso, vive, en medio de los soldados que lo aman, en una soledad insoportable.
De todos modos, es un niño. Esta alma desolada conserva la ternura de la infancia, pero no puede experimentarla y, menos aún, expresarla. O bien, si se abandona a ella en sus sueños, si se pone a soñar en la dulce distracción de los trabajos cotidianos, se puede estar seguro de que esos sueños se metamorfosean inevitablemente en pesadillas. Las imágenes de la dicha más elemental acaban por asustarnos: conocemos el fin. Y, sin embargo, esta ternura reprimida, rota, vive en cada instante; Tarkovski se ha cuidado de rodear de ella a Iván: es el mundo, el mundo a pesar de la guerra e incluso, a veces, a causa de la guerra (pienso en esos cielos admirables atravesados por bolas de fuego). En realidad, el lirismo de la película, su cielo surcado, sus aguas tranquilas, sus bosques innumerables, son la vida misma de Iván, el amor y las raíces que se le han negado, lo que él era, lo que es aún, sin poder jamás acordarse de ello, lo que los otros ven en él, en torno de él, lo que él no puede ver. No conozco nada tan conmovedor como esta larga secuencia: la travesía del río, larga, lenta, desgarradora; a pesar de su angustia y de su incertidumbre (¿era justo hacer correr todos estos riesgos a un niño?), los oficiales que lo acompañan están penetrados de esta dulzura desolada, terrible. Pero el niño, obseso por la muerte, no advierte nada, salta a tierra, desaparece; va hacia el enemigo. La barca vuelve hacia la otra orilla; el silencio reina en medio del río; el cañón se calla. Uno de los militares dice al otro: «Ese silencio, es la guerra…»
En aquel mismo instante el silencio estalla: gritos, aullidos, es la paz. Locos de alegría, los soldados soviéticos han invadido la cancillería de Berlín, suben corriendo las escaleras. Uno de los oficiales —¿el otro está muerto?— ha hallado en un cuartucho varios libritos: el Tercer Reich era burocrático; por cada ahorcado una foto, un nombre en una lista. El joven oficial ve en uno de ellos la foto de Iván. Ahorcado a los doce años. En medio de la alegría de una nación, que ha pagado duramente el derecho de proseguir la construcción del socialismo, hay —entre otros tantos— ese agujero negro, un pinchazo irremediable: la muerte de un niño en medio del odio y de la desesperación. Nada, ni siquiera el comunismo futuro, redimirá eso. Nada: aquí se nos muestra, sin intermediarios, la alegría colectiva y ese modesto desastre personal. No hay siquiera una madre para confundir en sí misma dolor y orgullo: una pérdida árida. La sociedad de los hombres progresa hacia sus fines, los vivos realizarán sus metas con sus propias fuerzas, y no obstante, ese pequeño muerto, minúscula brizna de paja barrida por la historia, queda como una pregunta sin respuesta, que no compromete nada, pero que hace ver todo a una luz nueva: la historia es trágica. Hegel lo dijo. Y Marx también, añadiendo que progresaba siempre por sus lados peores. Pero nosotros no lo decimos casi nunca, en estos últimos tiempos, insistimos sobre el progreso, olvidando las pérdidas que nada puede compensar. La infancia de Iván nos recuerda todo eso del modo más insinuante, más dulce, más explosivo. Un niño muere. Y es casi un happy end, desde el momento en que no podía sobrevivir. En un cierto sentido, pienso que el autor, ese joven, ha querido hablar de él y de su generación. No es que estén muertos, todo lo contrario, esos jóvenes pioneros orgullosos y duros, pero su infancia ha sido rota por la guerra y sus consecuencias. Casi querría decir: he aquí Los cuatrocientos golpes soviéticos, pero para destacar mejor las diferencias. Un niño destrozado por sus padres; he aquí la tragicomedia burguesa. Millares de niños destrozados, vivos, por la guerra, he ahí una de las tragedias soviéticas.
En ese sentido, la película nos parece específicamente rusa. La técnica es ciertamente rusa, aun siendo en sí original. Nosotros, en Occidente, sabemos apreciar el ritmo rápido y elíptico de Godard, la lentitud protoplásmica de Antonioni. Pero la novedad es ver estas velocidades en un director de escena que no se inspira en ninguno de esos dos autores, pero que ha querido vivir el tiempo de la guerra en su insoportable lentitud y, en la misma película, saltar de una época a la otra con la rapidez elíptica de la historia (pienso en particular en el admirable contraste entre esas dos secuencias: el río, el Reichtag), sin desarrollar la intriga, abandonando los personajes en un cierto momento de su vida, para hallarlos de nuevo en otro, o en el de su muerte. Pero no es la oposición de los ritmos la que da a la película su carácter específico desde el punto de vista social. Esos momentos de desesperación que destruyen una persona, los hemos conocido —menos numerosos— en la misma época. (Recuerdo a un niño judío de la edad de Iván que, al saber en 1945 la muerte de su padre y de su madre en la cámara de gas y su incineración, roció de gasolina su colchón, se acostó sobre él, le pegó fuego y se dejó quemar vivo.) Pero nosotros, nosotros no hemos tenido ni el mérito ni la oportunidad de poder lanzarnos a una construcción grandiosa. Con frecuencia, hemos conocido el mal. Pero nunca el mal radical en el seno del bien, en el momento en que entra en lucha con el propio bien. Eso es lo que nos sorprende aquí: naturalmente, ningún soviético puede decirse responsable de la muerte de Iván; los únicos culpables son los nazis. Pero el problema no está ahí: venga de donde venga, el mal, cuando atraviesa el bien con sus innumerables alfilerazos, revela la trágica verdad del hombre y del progreso histórico. ¿Y dónde podría decirse eso mejor que en la URSS, el único gran país donde la palabra progreso tiene un sentido? Y naturalmente no hay lugar para sacar de ello no sé qué pesimismo. Igual que un optimismo fácil. Sino sólo la voluntad de combatir sin perder jamás de vista el precio que hay que pagar. Sé que conoce mejor que yo, mi querido Alicata, el dolor, el sudor y con frecuencia la sangre que cuesta el menor cambio que quiere introducirse en la sociedad; estoy seguro de que apreciará igual que yo esa película acerca de las pérdidas áridas de la historia. Y la estima que siento por los críticos de Unitá me persuade para que le pida que les muestre esta carta. Me sentiría dichoso si estas pocas observaciones pudieran darles la ocasión de responderme y de abrir de nuevo la discusión acerca de Iván. No es el León de Oro lo que debería ser la verdadera recompensa de Tarkovski, sino el interés, aunque fuese polémico, suscitado por su película entre los que luchan juntos por la liberación del hombre y contra la guerra.

Mi querido Alicata:Le he dicho en varias ocasiones toda la estima que tengo por sus colaboradores que se ocupan de literatura, de artes plásticas o de cine. Encuentro que en ellos coexisten el rigor y la libertad, lo cual hace que puedan, en general, ir al fondo de los problemas y, al mismo tiempo, captar la obra en lo que tiene de singular y de concreto. Puedo hacer los mismos elogios a y a ningún esquematismo de izquierdas, ni nadie que sea esquemático.Es la razón por la cual querría expresarle una queja. ¿Por qué hacen, por primera vez, que yo sepa, que la acusación de esquematismo pueda ser lanzada contra los artículos que y los otros periódicos de izquierda han consagrado a una de las películas más bellas que he visto durante el curso de estos últimos años? El jurado del León de Oro le ha atribuido la más alta recompensa; pero esto se convierte en una extraña patente de «occidentalismo» y contribuye a hacer de Tarkovski un pequeño burgués sospechoso si, al mismo tiempo, la izquierda italiana le mira con malos ojos. En verdad, tales juicios desconfiados abandonan, sin justificación real, a nuestras clases medias, una película profundamente rusa y revolucionaria, que expresa de modo típico la sensibilidad de las jóvenes generaciones soviéticas. Por mi parte, la vi en Moscú, en proyección privada, luego en público, en medio de los jóvenes, y he comprendido lo que representaba para aquellos niños de veinte años, herederos de la revolución, que no la ponían en duda un instante, y se proponían orgullosamente el continuarla: en su aprobación, se lo aseguro, no había nada que se pudiera definir como una reacción de «pequeños burgueses». No hay que decir que un crítico es libre de hacer todas las reservas acerca de una obra que debe juzgar. ¿Pero es justo el mostrar tanta desconfianza respecto a una película que ha sido —y es siempre— objeto de apasionadas discusiones en la URSS? ¿Es justo el criticar esas discusiones, ni su profundo significado, como si sólo fuera un ejemplo de la producción corriente en la URSS? Le conozco lo suficiente, mi querido Alicata, para saber que usted no comparte la visión simplista de sus críticos. Y como la estima que siento por ellos es realmente sincera, le pido que les haga conocer esta carta que —por lo menos— tendrá quizá la oportunidad de reanudar la discusión antes de que sea demasiado tarde.Se ha hablado de tradicionalismo y, al mismo tiempo, de que esos criterios formalistas están superados también. Es cierto que en Fellini, en Antonioni, el simbolismo tiende a ocultarse. Pero con el solo resultado de que es todavía más manifiesto. Y el neorrealismo italiano tampoco lo evitaba. Habría que hablar aquí de la función simbólica de cualquier obra, incluso la más realista. No tenemos tiempo de ello. Por otra parte, es más bien la de su simbolismo la que se ha querido reprochar a Tarkovski: ¡sus símbolos serían expresionistas o suprarrealistas! Esto es lo que no puedo aceptar. Primero, porque aquí se halla de nuevo la acusación que un cierto académico hace, incluso en la URSS, contra el joven director de escena. Para ciertos críticos de allí, y para los mejores críticos de aquí, parecería que Tarkovski hubiera asimilado apresuradamente los procedimientos superados en Occidente y que los aplica sin discernimiento. Se le reprochan los sueños de Iván: «¡Sueños! En Occidente nosotros hace mucho que hemos dejado de utilizar los sueños. ¡Tarkovski está atrasado!; eso era bueno entre las dos guerras!» He aquí lo que escriben las plumas autorizadas.Pero Tarkovski tiene veintiocho años (él me lo ha dicho, y no treinta como escriben ciertos periódicos), y hay que estar seguros de ello, conoce muy mal el cine occidental. Su cultura es necesaria y esencialmente soviética. No se gana nada, y se pierde todo, queriendo derivar de los procedimientos burgueses un «tratamiento» que se desprende de la misma película y de la materia tratada. Iván está loco, es un monstruo; es un pequeño héroe; en verdad es la más inocente y conmovedora victima de la guerra: ese muchacho, al que no es posible dejar de amar, ha sido forjado por la violencia, la ha interiorizado. Los nazis lo han matado cuando han matado a su padre y aniquilado a los habitantes de su pueblo. No obstante, vive. Pero, en otro lado, en ese instante irremediable donde ha visto caer a su prójimo. Yo mismo he visto a ciertos jóvenes argelinos alucinados, modelados por las matanzas. Para ellos, no había ninguna diferencia entre la pesadilla de la vigilia y las pesadillas nocturnas. Los habían matado, querían matar y hacerse matar. Su encarnizamiento heroico era, ante todo, odio y fuga ante una angustia insoportable. Si se batían, huían del horror en el combate; si la noche los desarmaba, si volvían, en el suelo, a la ternura de su edad, el horror renacía, revivía el recuerdo que querían olvidar. Así le ocurre a Iván. Y pienso que hay que celebrar a Tarkovski por haber mostrado tan bien cómo, para este niño tendido hacia el suicidio, no hay diferencia entre el día y la noche. En todo caso, no vive con nosotros. Acciones y alucinaciones están en estrecha correspondencia. Véase las relaciones que conserva con los adultos; vive en medio de las tropas: los oficiales —buenas gentes, valientes, pero «normales», que no han sufrido una infancia trágica— le acogen, se ocupan de él, le quieren, quieren a toda costa «normalizarlo», enviarlo a retaguardia, a la escuela. Aparentemente, el niño podría, como en la novela de Shólojov, hallar entre ellos un padre que reemplazase al que ha perdido. Demasiado tarde: ya no necesita padres; más profundo aún que esta privación es el horror indecible de la matanza que le reduce a la soledad. Los oficiales terminan por considerar al niño con una mezcla de ternura, de estupor y ven en él ese monstruo perfecto, tan bello y casi odioso, que el enemigo ha que se afirma mediante impulsos asesinos (por ejemplo, el cuchillo), y que no puede cortar los lazos de la guerra y de la muerte; que tiene ahora necesidad de ese universo siniestro para vivir; que se ha liberado del miedo en mitad de la batalla y que, en la retaguardia, será vencido por la angustia. La pequeña víctima sabe lo que necesita: la guerra —que lo ha creado—, la sangre, la venganza. No obstante, los dos oficiales lo aman; en cuanto a él, todo cuanto puede decirse, es que no los odia. El amor es, para él, un camino cerrado para siempre. Sus pesadillas, sus alucinaciones, no son en nada gratuitas. No se trata de trozos de bravura, ni siquiera de sondeos en la «subjetividad» del niño; son perfectamente objetivas, se continúa viendo a Iván desde el exterior, igual que en las escenas «realistas»; la verdad es que para este niño el mundo entero es una alucinación, y que este mismo niño, monstruo y mártir, es, en este universo, Por esta razón, la primera secuencia nos introduce hábilmente en el mundo verdadero y falso del niño y de la guerra, describiéndonos todo a partir de la carrera real del niño a través de los bosques, hasta la falsa muerte de su madre (ha muerto realmente, pero el acontecimiento —que no conoceremos nunca, porque está enterrado demasiado profundamente— era distinto; no vuelve nunca a la superficie, sino a través de descripciones que le quitan un poco de su horrible desnudez). ¿Locura? ¿Realidad? Lo uno y lo otro: en la guerra, todos los soldados son locos; ese niño monstruo es un testimonio objetivo de su locura, porque es el más loco. No se trata, pues, ni de expresionismo ni de simbolismo, sino de un modo de narrar exigido por el mismo tema, que el joven poeta Vosnessenky llamó «suprarrealismo socialista».Habría sido necesario penetrar más profundamente en las intenciones del autor para comprender el sentido mismo del tema: la guerra mata, incluso a los que sobreviven. Y en un sentido más profundo aún: la historia, en un solo y único movimiento, reclama sus héroes, los crea y los destruye al hacerlos incapaces de vivir sin sufrir en la sociedad que han contribuido a forjar.Se ha celebrado el al mismo tiempo que se miraba con desconfianza Se han hecho elogios a los autores de la primera película, por otra parte muy honorable, porque habían introducido de nuevo la complejidad en el héroe positivo. Es verdad: le han dado defectos: por ejemplo, la mitomanía. Han indicado al mismo tiempo la abnegación del personaje a la causa que defiende y su auténtico egocentrismo. Pero, por mi parte, no encuentro en esto nada nuevo. En definitiva, las mejores producciones del realismo socialista han presentado siempre, a pesar de todo, héroes complejos, matizados, han exaltado su mérito, teniendo cuidado de subrayar algunas de sus debilidades. En verdad, el problema no es dosificar los vicios y las virtudes del héroe, sino el discutir el propio heroísmo.No para rechazarlo, sino para comprenderlo. De ese heroísmo, saca a la luz a la vez la necesidad y la ambigüedad. El niño no tiene pequeñas virtudes ni pequeñas debilidades: es radicalmente lo que la historia ha hecho de él. Proyectado a su pesar en la guerra, la guerra no lo ha hecho enteramente. Pero si asusta a los soldados que lo rodean, es porque no podrá vivir nunca en la paz. La violencia que hay en él, nacida de la angustia y del horror, le sostiene, le ayuda a vivir y le impulsa a pedir misiones peligrosas de exploración. Pero ¿qué va a ser de él después de la guerra? Si sobrevive, la lava incandescente que hay en él no se enfriará jamás. ¿No hay aquí, en el sentido más estricto del término, una importante crítica del héroe positivo? Se le muestra como es, doloroso y magnífico, se hace ver las fuentes trágicas o fúnebres de su fuerza, se revela que ese producto de la guerra, perfectamente adaptado a la sociedad guerrera, está por eso mismo condenado a convertirse en asocial en el universo de la paz. Así, la historia hace a los hombres: los elige, los cabalga y los hace morir bajo ella. En medio de los hombres de la paz, que aceptan morir por la paz y hacen la guerra por la paz, ese niño marcial y loco hace la guerra por la guerra. Precisamente por eso, vive, en medio de los soldados que lo aman, en una soledad insoportable.De todos modos, es un niño. Esta alma desolada conserva la ternura de la infancia, pero no puede experimentarla y, menos aún, expresarla. O bien, si se abandona a ella en sus sueños, si se pone a soñar en la dulce distracción de los trabajos cotidianos, se puede estar seguro de que esos sueños se metamorfosean inevitablemente en pesadillas. Las imágenes de la dicha más elemental acaban por asustarnos: conocemos el fin. Y, sin embargo, esta ternura reprimida, rota, vive en cada instante; Tarkovski se ha cuidado de rodear de ella a Iván: es el mundo, el mundo a pesar de la guerra e incluso, a veces, a causa de la guerra (pienso en esos cielos admirables atravesados por bolas de fuego). En realidad, el lirismo de la película, su cielo surcado, sus aguas tranquilas, sus bosques innumerables, son la vida misma de Iván, el amor y las raíces que se le han negado, lo que él era, lo que es aún, sin poder jamás acordarse de ello, lo que los otros ven en él, en torno de él, lo que él no puede ver. No conozco nada tan conmovedor como esta larga secuencia: la travesía del río, larga, lenta, desgarradora; a pesar de su angustia y de su incertidumbre (¿era justo hacer correr todos estos riesgos a un niño?), los oficiales que lo acompañan están penetrados de esta dulzura desolada, terrible. Pero el niño, obseso por la muerte, no advierte nada, salta a tierra, desaparece; va hacia el enemigo. La barca vuelve hacia la otra orilla; el silencio reina en medio del río; el cañón se calla. Uno de los militares dice al otro: «Ese silencio, es la guerra…»En aquel mismo instante el silencio estalla: gritos, aullidos, es la paz. Locos de alegría, los soldados soviéticos han invadido la cancillería de Berlín, suben corriendo las escaleras. Uno de los oficiales —¿el otro está muerto?— ha hallado en un cuartucho varios libritos: el Tercer Reich era burocrático; por cada ahorcado una foto, un nombre en una lista. El joven oficial ve en uno de ellos la foto de Iván. Ahorcado a los doce años. En medio de la alegría de una nación, que ha pagado duramente el derecho de proseguir la construcción del socialismo, hay —entre otros tantos— ese agujero negro, un pinchazo irremediable: la muerte de un niño en medio del odio y de la desesperación. Nada, ni siquiera el comunismo futuro, redimirá eso. Nada: aquí se nos muestra, sin intermediarios, la alegría colectiva y ese modesto desastre personal. No hay siquiera una madre para confundir en sí misma dolor y orgullo: una pérdida árida. La sociedad de los hombres progresa hacia sus fines, los vivos realizarán sus metas con sus propias fuerzas, y no obstante, ese pequeño muerto, minúscula brizna de paja barrida por la historia, queda como una pregunta sin respuesta, que no compromete nada, pero que hace ver todo a una luz nueva: la historia es trágica. Hegel lo dijo. Y Marx también, añadiendo que progresaba siempre por sus lados peores. Pero nosotros no lo decimos casi nunca, en estos últimos tiempos, insistimos sobre el progreso, olvidando las pérdidas que nada puede compensar. nos recuerda todo eso del modo más insinuante, más dulce, más explosivo. Un niño muere. Y es casi un desde el momento en que no podía sobrevivir. En un cierto sentido, pienso que el autor, ese joven, ha querido hablar de él y de su generación. No es que estén muertos, todo lo contrario, esos jóvenes pioneros orgullosos y duros, pero su infancia ha sido rota por la guerra y sus consecuencias. Casi querría decir: he aquí soviéticos, pero para destacar mejor las diferencias. Un niño destrozado por sus padres; he aquí la tragicomedia burguesa. Millares de niños destrozados, vivos, por la guerra, he ahí una de las tragedias soviéticas.En ese sentido, la película nos parece específicamente rusa. La técnica es ciertamente rusa, aun siendo en sí original. Nosotros, en Occidente, sabemos apreciar el ritmo rápido y elíptico de Godard, la lentitud protoplásmica de Antonioni. Pero la novedad es ver estas velocidades en un director de escena que no se inspira en ninguno de esos dos autores, pero que ha querido vivir el tiempo de la guerra en su insoportable lentitud y, en la misma película, saltar de una época a la otra con la rapidez elíptica de la historia (pienso en particular en el admirable contraste entre esas dos secuencias: el río, el Reichtag), sin desarrollar la intriga, abandonando los personajes en un cierto momento de su vida, para hallarlos de nuevo en otro, o en el de su muerte. Pero no es la oposición de los ritmos la que da a la película su carácter específico desde el punto de vista social. Esos momentos de desesperación que destruyen una persona, los hemos conocido —menos numerosos— en la misma época. (Recuerdo a un niño judío de la edad de Iván que, al saber en 1945 la muerte de su padre y de su madre en la cámara de gas y su incineración, roció de gasolina su colchón, se acostó sobre él, le pegó fuego y se dejó quemar vivo.) Pero nosotros, nosotros no hemos tenido ni el mérito ni la oportunidad de poder lanzarnos a una construcción grandiosa. Con frecuencia, hemos conocido el mal. Pero nunca el mal radical en el seno del bien, en el momento en que entra en lucha con el propio bien. Eso es lo que nos sorprende aquí: naturalmente, ningún soviético puede decirse responsable de la muerte de Iván; los únicos culpables son los nazis. Pero el problema no está ahí: venga de donde venga, el mal, cuando atraviesa el bien con sus innumerables alfilerazos, revela la trágica verdad del hombre y del progreso histórico. ¿Y dónde podría decirse eso mejor que en la URSS, el único gran país donde la palabra progreso tiene un sentido? Y naturalmente no hay lugar para sacar de ello no sé qué pesimismo. Igual que un optimismo fácil. Sino sólo la voluntad de combatir sin perder jamás de vista el precio que hay que pagar. Sé que conoce mejor que yo, mi querido Alicata, el dolor, el sudor y con frecuencia la sangre que cuesta el menor cambio que quiere introducirse en la sociedad; estoy seguro de que apreciará igual que yo esa película acerca de las pérdidas áridas de la historia. Y la estima que siento por los críticos de me persuade para que le pida que les muestre esta carta. Me sentiría dichoso si estas pocas observaciones pudieran darles la ocasión de responderme y de abrir de nuevo la discusión acerca de No es el León de Oro lo que debería ser la verdadera recompensa de Tarkovski, sino el interés, aunque fuese polémico, suscitado por su película entre los que luchan juntos por la liberación del hombre y contra la guerra.

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