12 PM | 03 Ago

Rafael Azcona

 

 

 

  

Nadie en el cine europeo ha dialogado como este guionista, eso se debe a que usaba el calzado adecuado. Logró el equilibrio perfecto entre la visión más tierna y desgraciada de la gente y su determinación fue inexorable hasta sus últimos días.Reproducimos el daguerrotipo de Manuel Vicent del diario El Pais.

 

Como muchos hombres enteros, que se definen por sus zapatos, Rafael Azcona los usaba muy resistentes, cómodos y apropiados para el barro, aunque los zapatos de Azcona eran de una marca especial: habían salido de fábrica preparados para no pisar ninguna mierda ni tener que meterse en charcos innecesarios. La calle, los bares, pensiones, fondas de estación, fiestas de pueblo, las bodas y entierros constituían su ruta natural, pero tampoco desdeñaba adentrarse en el laberinto de El Corte Inglés, adonde Azcona acudía a menudo, como quien va al acuario o al zoológico a estudiar el comportamiento de ciertos animales de clase media excitados ante un cúmulo de cacharros. Azcona tenía una mirada fotográfica y el oído extremadamente desarrollado para captar el sonido auténtico de las palabras que emite la gente subalterna cuando se mueve en su propio medio. Si nadie en el cine europeo ha dialogado como este guionista, eso se debe a que usaba los zapatos adecuados. Siempre miraba dónde ponía el pie. Tal vez esa lección la había aprendido una noche oscura en Ibiza cuando volvía a casa en bicicleta después de una fiesta y llevado por la emoción poética le dio por levantar los ojos hacia las constelaciones y se dio un batacazo. Una y no más. Había que dejar las estrellas en su sitio allá arriba y poner la metafísica al nivel de las hormigas.

La Roma de los años sesenta le enseñó que a este mundo se había venido simplemente a gozar de la vida y no a atormentarse

Rafael Azcona decía que la gran comedia en el cine italiano murió el día en que los guionistas se hicieron ricos y dejaron de ir en autobús. Dispuesto a no morir como creador, él despreció siempre el taxi e incluso el automóvil de los amigos que se ofrecían a llevarlo a casa a la salida del restaurante. Cuando a cada uno de los comensales el aparcacoches le acercaba el Audi, el Mercedes o el BMW, Azcona se despedía del grupo en la acera blandiendo con orgullo de resistente el bonobús de jubilado y se dirigía a la parada. En este sentido su determinación fue inexorable hasta sus últimos días. Parecía que le iba la vida con ello. Tal vez porque en su tiempo, en Logroño donde nació, los taxis se tomaban para cosas muy serias, casi siempre graves, por ejemplo, para ir a hacer testamento o para llevar a un familiar al hospital a operarse de vesícula o de algo peor.

Nunca contó un chiste, pero no decía nada que no fuera sorprendente y divertido. Nadie veía lo que él veía. Azcona tenía el don de convertir lo cotidiano en surrealista y por muy extraña que fuera su salida, al final llegabas a la conclusión de que tenía razón y que te acababa de mostrar el revés del espejo. Antes de volver a casa a pie o en autobús, en la sobremesa con los amigos, había desmitificado el amor, la patria, Dios, la iglesia, la política, el dinero, el ejército, los banqueros, los obispos, todo con ejemplos y datos concretos, inapelables, sin retórica alguna, sólo con la ayuda de un par de orujos. De ese río turbulento y embarrado que arrastra a personas, perros y enseres por la vida Azcona con su criba siempre sacaba una pepita de oro, que no era otra cosa que el placer de la carcajada. No tenía el gen de la envidia y le ponían muy nervioso los elogios. Enseguida cambiaba de conservación.

No creía en las grandes palabras. ¿El amor? El amor iguala al magnate y al fontanero. Si la doméstica desprecia al fontanero cuando va a una casa a desatascar el retrete su sufrimiento es idéntico al que experimenta el millonario si una modelo maravillosa lo desdeña. Y al revés. El placer sexual que procura la pasión amorosa nace de un calambre idéntico para ricos y pobres, porque si resulta que Bill Gates lo pasa mejor que uno cuando eyacula, habría que ir pensando en pegarse un tiro.

Rafael Azcona se quedó con las ganas de crear una asociación con todos los novios perjudicados por Frank Sinatra. Él veía que en un local a media luz los novios se acariciaban; de pronto sonaba la voz de Sinatra y las parejas se ponían tiernas, desprotegidas, a merced de su melodía y decidían casarse. Luego, una vez casados, volvían a poner el disco y ya no era lo mismo. Azcona creía que un buen abogado norteamericano le hubiera sacado una pasta al cantante, tan hormonal, por daños y perjuicios.

Un amor contrariado y el sueño de ser escritor lo trajo a Madrid. Después de velar las armas de la literatura en un peluche del café Gijón se empleó de contable en una carbonería; luego fue recepcionista en un hotel de mala muerte; vivió en una pensión de la plaza del Carmen especializada en opositores a Correos donde había una criada enana y una cocinera octogenaria. Un sastre le tomó medidas de su primer abrigo en una esquina de la Gran Vía y allí mismo le hacía las pruebas al aire libre durante varias semanas. El amor contrariado que había dejado en Logroño le propició los primeros versos que recitó en las justas del café Varela a cambio de que no le obligaran a consumir ni un café con leche y le dieran el agua gratis. Dormía la siesta en el Comercial con una servilleta tapándole la cara y pese a todo odiaba la bohemia. Mingote lo llevó a La Codorniz y Azcona un día rompió a escribir novelas de humor negro, con un talante personal que nunca perdió.

Pertenecía a la generación de los años cincuenta, en compañía de Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Fernández Santos. Eran escritores de vino tinto servido en vaso chato en los mostradores siempre mojados de las tabernas madrileñas. Después de pasar por La Codorniz, Rafael Azcona estaba destinado a alimentar el realismo social y sin llegar a exaltar la berza como estandarte, sus escritos se llenaron de gente de un costumbrismo de pensión, de funcionarios derrotados, de chicas llenas de amor melancólico, pero un día vino a rescatarlo Marco Ferreri y se lo llevó a Italia.

Antes, en la Ibiza de los años cincuenta, donde recaló junto con las primeras aves del paraíso, Azcona descubrió que allí bastaba con ponerse un foulard para que te admitieran en cualquier fiesta, pero la Roma de los años sesenta le enseñó que a este mundo se había venido simplemente a gozar de la vida y no a atormentarse, como sucedía en España. En Roma nadie hablaba del bien morir. Allí se educaba a la gente para vivir lo mejor posible. En cambio, durante años la enseñanza en España estaba encaminada a que uno fuera al cielo y el camino más recto era no haber disfrutado nada en este mundo y haber recibido la extremaución con la bendición apostólica.

Hay alimentos que son proteína pura, sin grasa, excipientes ni colorantes. Ése era Rafael Azcona, un tipo que había logrado ese equilibrio perfecto entre la visión más tierna y desgraciada de la gente, su despecho, su compasión y su inalterable rigor. Un día supimos que estaba gravemente enfermo. Con la muerte soplándole la nuca acudía a la cita con sus amigos en el restaurante. No perdió nunca su alegría descarnada. Y al final ejecutó su última obra maestra. La muerte es una cosa muy obscena y las pompas fúnebres una muestra macabra de mal gusto. Una voz nos comunicó que Azcona había muerto cuando ya estaba incinerado. Su ideal había sido morir lo más tarde posible, en perfecto estado de salud, en la cama, dormido, y sin ningún problema. Sin dar con su cadáver tres cuartos al pregonero. Llevó bien la corta enfermedad. El médico dijo que sólo le sobraron ocho días. Hasta ese momento en la cama estuvo escribiendo un guión que trataba de gente de la calle, tributable, anónima, feliz a ratos y siempre derrotada. Una historia más de sus criaturas.

Compártelo:

Escribenos un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *