Todo es opinable en cine, pero lo que no se puede decir es que las películas de Andrei Tarkovski pasen inadvertidas o que no tengan trascendencia. De todas formas, su cine no es fácil, no es digerible sin previa información y alguna guía. No se lo puede apreciar desde la tradición cinematográfica dominante, sino que es imprescindible una mirada permeable a una nueva concepción visual y una importante dosis de paciencia para descubrir el significado y el significante de sus extremadamente cansinos movimientos de cámara. Si el espectador espera encontrarse con alguna escena espectacular, o quiere pasar un rato de entretenimiento, pues se ha equivocado de artesano. Ese no es el cine de Tarkovski. Para verlo deberás estar dispuesto a confrontar los convencionalismos y controlar la ansiedad de que en la pantalla no pase nada durante un buen rato. Abrir la mente, como se diría en el vulgo, dejarte llevar por la somnolencia de sus travellings y disfrutar de los planos más abiertos, en los que la libertad de apreciación es infinita, ya que el cineasta no dirige la mirada del espectador, sino que lo invita a ver lo que él quiera dentro del encuadre más amplio. El retrato de la vida, tal y como cualquiera lo vería, sin aditamentos ni efectos visuales. Por ello, su teoría afirma que el cine debe plasmar la realidad tal como se percibe, no como es vista simplemente. En su libro Esculpir el tiempo lo expone claramente: «La imagen cinematográfica es la observación de los hechos de la vida situados en el tiempo, organizados según las formas de la propia vida y según las leyes del tiempo de ésta (…) El cine surge de la observación inmediata de la vida. Este es para mí el camino cierto de la poesía fílmica, es en esencia la observación de un fenómeno inserto en el tiempo…”.