Análisis de Películas

12 AM | 09 Abr

Il vangelo secondo Matteo

Por qué Pier Paolo Pasolini decidió hacer su «Evangelio según Mateo»?

IL VANGELO SECONDO MATTEO

Hilario J. Rodríguez – publicado el 19/04/19

Reconocido director ateo, realizó una de las más sorprendentes y controvertidas versiones cinematográficas de la Pasión

En 1962, Pier Paolo Pasolini acudió a un congreso celebrado en Asís, donde cristianos y marxistas debatieron algunas partes de la Biblia. Religión e ideología intentaban acercar posturas, haciendo relecturas conjuntas y casi siempre encontradas, en busca de una materia común.

Fue entonces cuando Pasolini se enamoró del evangelio según San Mateo, que es el menos especulativo y el más concreto con respecto a la figura de Jesucristo. Le gustó sobre todo que no apareciese como un profeta de púlpito a quien los demás debían acercarse, sino como un viajero dispuesto a alimentarse por el camino y al mismo tiempo lo bastante determinado para entregar sus enseñanzas allí por donde pasase.

Cristo, a diferencia de otros viajeros, no era ni un conquistador ni un comerciante. Quería liberarse y liberar. Su tarea, claro, no era sencilla. Debía renunciar a su condición de hombre si quería recordársela a los demás.

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12 AM | 01 Abr

BIENAVENTURADOS LOS NOSTÁLGICOS: LOLA, DE JACQUES DEMY

“Las películas de Jacques Demy son poemas sobre el amor y la crueldad y los malentendidos y el deseo y la frustración y la pasión y la tristeza y el olvido”
-Isabel Coixet

En los créditos iniciales de Lola (1961), su director Jacques Demy añade una dedicatoria a Max Ophüls que es una clara declaración de intenciones cinéfilas de su parte. No solo la protagonista se llama Lola, como el personaje central de Lola Montès (1955), el último largometraje de Ophüls, sino que además ambas mujeres están involucradas, cada una a su manera, en el mundo del espectáculo. Además, la estructura circular de la cinta de Demy evoca a otro filme de Ophüls, La ronda (La ronde, 1950). Hay otro personaje homónimo del cine en el que Demy pensó a la hora de bautizar a su heroína, la Lola Lola que interpretó Marlene Dietrich para Josef von Sternberg en El ángel azul (Der blaue Engel, 1930), que, como esta Lola suya, también trabaja en un cabaret. Demy la viste de manera similar, con unos corsés que también recuerdan los que usa Marilyn Monroe en Río sin retorno (River of No Return, 1954), de Otto Preminger. Y a Marilyn esta Lola hace referencia explícita en un momento dado de la película.

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12 AM | 26 Mar

Un condenado a muerte se ha escapado

Un condenado a muerte se ha escapado

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Un condenado a muerte se ha escapado
Director:

Robert Bresson

Título Original: Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut / Año: 1956 / País: Francia / Productora: Gaumont /  Duración: 99 min. / Formato: BN – 1.37:1
Guión: Robert Bresson (Autobiografía: André Devigny) / Fotografía: Léonce-Henri Burel / Música: W.A. Mozart
Reparto: François Leterrier, Roland Monod, Charles Le Clainche, Maurice Beerblock, Jacques Ertaud
Fecha estreno:  11/11/1956 – 14/05/1957 (Cannes Film Festival)

La imagen que da inicio a la película es tan tímida que tenemos ganas de cerrar los ojos por temor a que se deshaga frente a nosotros. Es el plano general de una cárcel y sobre él, unas letras aún más tímidas nos señalan que lo que vamos a ver es una historia de la vida real (fotograma 1). Robert Bresson escribió y firmó esas palabras con su puño y letra, con una caligrafía temblorosa, casi infantil. Luego de los créditos, donde se nos recuerda cuanta gente murió allí a manos de los alemanes, veremos un par de manos, como las que utilizó Bresson para escribir, pero que ahora sirven para expresar algo distinto. Son las manos, paradójicamente libres, de un prisionero francés de los nazis que va rumbo a la cárcel del fuerte de Montluc, en Lyon. Es 1943.

La mano izquierda del hombre intenta asir la manija de la puerta del automóvil que lo lleva y, en un momento que cree oportuno, abre la puerta y huye. La cámara no lo persigue, misteriosamente se queda en el auto acompañando a otro de los reos. Se oyen disparos, ruido de pasos, algarabía y de pronto nuestro prisionero vuelve al auto, empujado por sus captores. La cámara no se ha movido de su puesto, como si supiera que él iba a regresar. Lo que ocurrió afuera lo intuimos, pero no lo vimos, no había necesidad de hacerlo. Aquí, en la primera secuencia de Un condenado a muerte se ha escapado se resume todo el credo estilístico que Bresson depositó en su película. Estaremos confinados, no en un automóvil, sino en una prisión, mirando siempre a Fontaine (François Leterrier) en su mundo claustrofóbico, mientras intenta escapar con la ayuda de sus manos, su voluntad y unos mínimos elementos. Afuera de la celda todo es ruido, pasos, llaves, puertas que se abren y se cierran, golpes, ráfagas de balas, trenes que pasan. Pero no veremos nada de eso. Seremos un compañero del teniente Fontaine en la cárcel, percibiremos lo que él percibe, veremos lo que él ve, sufriremos por no saber que hay más allá de esas cuatro paredes, temeremos a un ruido en el pasillo, a unos pasos que se acercan, a unos gritos a la distancia. Fontaine, como un ciego, trata de dar sentido a todo lo que oye y lo interpreta a su modo, de una forma que le permite seguir viviendo.

Nos convertiremos sin quererlo en sus cómplices. El relato en primera persona de la película, con la permanente voz en off del protagonista, parece dirigido a nosotros. Hay un íntimo convencimiento en su mirada: este hombre se va escapar y así nos lo cuenta (es más, si escuchamos bien, el narrador está contándonos los eventos como si estos ya hubieran pasado, como si Fontaine los estuviera recordando luego de escapar). El destino parece conspirar para ayudarlo a lograr su propósito y Fontaine no deja pasar por alto ninguna de las circunstancias favorables que aparecen a su paso. Sorprendido porque no lo mataron tras el intento de fuga, aliviado porque sobrevivió a las torturas sin mayores lesiones y esperanzado por haber conseguido un contacto que le permite comunicarse con el mundo exterior, se convence que está destinado a ser libre.

A partir de ese momento todas sus acciones se destinan a planear y llevar a cabo su escape. Su rutina diaria parece dispuesta para dejarlo lograr su cometido. Sus manos, un lápiz y una cuchara son los principales instrumentos que utiliza. La cámara (bajo la sabia conducción del maestro Léonce-Henri Burel) se detiene respetuosa en esas manos, en su trabajo manual guiado por una perseverancia y una determinación que parecen obedecer a un plan celestial maestro (fotograma 2). Puede lograrlo, lo sabe. El viento sopla donde quiere (como nos lo recuerda el subtítulo bíblico que Bresson dio al filme) y no hay nada que lo detenga. La película no nos da opción distinta a mirar a Fontaine y a ver cómo se va acercando a su meta. Bresson no se distrae con escenas innecesarias o con fisuras o desviaciones argumentales, así como no lo hace el prisionero. Su relación mínima con los compañeros de cárcel le sirve para sus fines. Incluso el fallido intento de fuga de uno de ellos le ayuda a mejorar su plan y evitar que le pase lo mismo.

Hay un ascetismo y un minimalismo en la puesta en escena que despojan a la imagen de cualquier adorno gratuito. La limpieza visual está acorde con una de las frases del director, “Construye tu película sobre lo blanco, sobre el silencio y la inmovilidad” (1). Aquí el blanco de las paredes se conjuga con el silencio y la obligada inmovilidad del preso. Sólo la música de la misa en do menor de Mozart (única banda sonora del filme) interrumpe los ruidos de la cárcel, cuyo origen en su mayoría no vemos, así como no vemos casi nunca el rostro de los captores. Todo se presta para una reflexión profunda sobre la fe, la voluntad y la salvación, representada aquí en esa anhelada y buscada libertad. Al estar atrapado físicamente y al no ser capaz de tener un contacto efectivo con los otros reos, el prisionero busca refugio y fuerza en su propio espíritu, ese sí, imposible de poner entre rejas.

“Sólo ten fe”, le dice a Orsini (Jacques Ertaud), otro de los presos. Fontaine tiene fe. Nunca lo vemos orar, no hay un signo externo que nos indique los alcances de su credo (es más, cuando creemos que está rezando en silencio contra una pared, en realidad se está comunicando en clave morse con la celda vecina – fotograma 3) sin embargo su conducta y todos sus actos son una profesión de fe, de confianza en una fuerza que no ve, pero que parece poner todo lo que necesita a su alcance. El prisionero mira con frecuencia hacia arriba, hacia la ventana, como dirigiéndose a ese cielo en el que quiere creer (fotograma 4); es más, la luz cenital de la celda parece acompañar todos sus actos, como iluminado y bendecido por ese Dios que confabula para que todo resulte. Hay sacerdotes entre los demás presos, pero también hay algunos de los reos que no quieren confiar, que se cansaron de ruegos no respondidos. Del valor de unos y otros saca fuerzas Fontaine para evitar desfallecer: “Pensar en ustedes me da valor”, le dice a Blanchet (Maurice Beerblock), su vecino de celda. Puede que el cuerpo y la mente de Fontaine estén golpeados, pero su espíritu está intacto. Bresson, un cristiano jansenista, nos muestra el tamaño de ese espíritu, el calibre de esa voluntad y la distancia que debe recorrer hacia la salvación: “En la película traté de hacer que la audiencia sintiera estas corrientes extraordinarias que existían en las prisiones alemanas durante la resistencia, la presencia de algo o alguien invisible; una mano que lo dirigía todo” (2). Se trata de temas todos muy afines a su filmografía, inquietudes recurrentes de un autor que privilegiaba el sentimiento y los requerimientos del alma sobre la acción dramática.

En la única cita bíblica explícita en el filme (Juan 3:7-9) se habla de renacer: “Tú debes renacer otra vez”, le dice el pastor Deleyris (Roland Monod), igualmente preso, a Fontaine. Nuestro hombre en esa prisión está muerto y toda su lucha es por alcanzar la gracia, por renacer siendo libre. Pero a diferencia de otros momentos de su filmografía, como Los ángeles del pecado (1943), Les dames du Bois de Boulogne (1945), Diario de un cura rural (1951) o El proceso de Juana de Arco (1962), en los que se luchaba por alcanzar la libertad espiritual luego de un largo suplicio físico y mental, aquí se alcanza la gracia sin morir, por el contrario, Fontaine lucha por seguir vivo, por escapar de la trampa de la muerte. Su fe no le hace creer que Dios le va a salvar, sino que debe ayudarse a sí mismo: “Lee y reza: Dios te liberará”, le dice el pastor. “Él lo hará si nosotros mismos nos ayudamos”, le responde Fontaine. De ahí que Bresson quería ponerle como subtítulo al filme “Aide-toi” (ayúdate), que es parte de la expresión “Aide-toi, le ciel t´aidera” (“ayúdate que Dios te ayudará”). Esto la convierte en una película optimista en las posibilidades del hombre, la más humana entre una obra que tuvo siempre al hombre como su preocupación principal.

Juan Carlos González A.
© cinema esencial (septiembre 2017)

 

 

 

 

 

 

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10 PM | 19 Mar

Un domingo en el campo

Desde el momento en que fue estrenada en el festival de Cannes, donde ganó el premio a la mejor dirección, Un domingo en el campo ( Un dimanche a la campagne, 1984), de Bertrand Tavernierfue inmediatamente asociada con Una partida en el campo (Une partie a la campagne, 1934), la obra maestra de Jean Renoir.

Cierto, coinciden, primero, en la época en la que están situadas, los años de la Belle Epoque. Segundo, en cierta semejanza de la situación de base argumental. Transcurren durante un día, festivo para más señas, lejos de las obligaciones y rutinas ordinarias, en el ámbito de la naturaleza. Renoir nos relata la excursión de una familia, padres e hija, incluido un pretendiente de ésta, durante la que conocerán a dos hedonistas lugareños que, entre digresiones sobre la importancia de vivir el momento y las responsabilidades de los actos, se plantean el desafío de seducir a la hija. Tavernier relata la visita dominical que recibe en su casa en el campo el septuagenario Ladmiral (Louis Ducreux) por parte de su hijo Gonzague (Michel Aumont), junto a su esposa y sus tres hijos, y de su hija Irene (Sabine Azéma). En ambas subyacen parecidas cuestiones. Aquellas referidas a las decisiones tomadas en la vida. En qué medida se hacen concesiones y se opta por la opción más cómoda, en vez de haber tomado una más arriesgada, de acuerdo a lo que de verdad se quería. En la obra de Renoir se planteaba de modo preciso en la secuencia final, años después de la excursión narrada, cuando se nos muestra cómo la hija optó por el insípido pretendiente en vez de por uno de los dos lugareños hacia el que había sentido una fuerte atracción. La obra de Tavernier es como una extensión de esa secuencia final. El pasado, o el peso de lo que se pudiera o debería haber hecho, está presente de modo latente, en ocasiones expuesto de modo directo, en otras insinuado, como si sólo se percibiera la punta del iceberg en forma de inquietud o malestar.

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