12 PM | 04 Feb

JAPON DE CARLOS REYGADES

CRITICA DE LUCIANO MONTEAGUDO EN FOROGRAMA.COM

Vida y muerte según “Japón”
Hay algo perturbador, inquietante ya en el primer comienzo de Japón, la ópera prima del mexicano Carlos Reygadas (31 años), que se llevó la Cámara de Oro en Cannes 2002 y todo un rosario de premios en el circuito de festivales internacionales, incluyendo el de mejor actor para su protagonista, Alejandro Ferretis (que no es actor profesional), en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. La ciudad de México y la civilización toda van quedando atrás, pero la cámara, en planos fijos, mira siempre obsesivamente hacia delante, como si hubiera sido impelida a un viaje a otro mundo, sin retorno posible. De pronto, la película y el espectador se encuentran en plena montaña, junto a un hombre que parece su propia sombra, tan delgado y tan oscuro en sus intenciones. “¿Qué va a hacer por allí, si no hay nada?”, le preguntan cuando lo ven dirigirse –renqueando, como si arrastrara todo el peso de su existencia– a un pueblo recóndito, que quizá ni figure en los mapas. Y el hombre responde, grave, decidido, pero sin énfasis: “Voy a matarme”.
Autogestionada con escasos medios, al margen de los aparatos estatales y privados de producción, con un elenco hecho apenas de un viejo amigo (Ferretis) y los pobladores de una región olvidada, Japón es desde su título mismo –que parece evocar el suicidio ritual de un ronin, un guerrero errante y solitario en una tierra lejana– un film extraño, fuera de norma, tan lejos de la espectacularidad de Amores perros y del paisajismo for export de Y tu mamá también como de los sórdidos melodramas claustrofóbicos de Arturo Ripstein, por citar apenas los ejemplos más difundidos del cine mexicano, con los que no comparte nada.
En este sentido, el film de Reygadas parece estar reinventándose constantemente a sí mismo, tan sólo con Andrei Tarkovski como guía e inspiración. Hay una suerte de intención mística en Japón, que es quizá lo menos interesante de la película, pero al mismo tiempo esa vaga pretensión espiritual, acentuada por la música de Bach, Shostakovich y Arvo Pärt, se hace cargo también de lo más bajo, de lo más primitivo y allí radica la tremenda fuerza de una obra que parece concebida como un choque de opuestos.
Se diría que en esa colisión constante entre vida y muerte, civilización y barbarie, niños y viejos, hombres y animales y hasta entre el sol y la bruma se produce la verdadera tensión dramática del film. Esas fuerzas antagónicas también tienen su correlato en las formas geométricas que despliega Reygadas, con la colaboración inestimable del director de fotografía argentino Diego Martínez Vignatti. Utilizando un soporte y un formato de combinación absolutamente inusuales, el 16mm CinemaScope, todo en Japón tiene una magnificencia horizontal, una esplendor rectangular que se enfrenta con el vértigo –de naturaleza vertical– que producen no sólo los abismos de esas montañas sino también la decisión abisal del protagonista.
¿Hay lo que habitualmente se llama “una historia” en Japón? Apenas esquicios, apuntes, fragmentos, en todo caso. Entre ellos, la relación del protagonista con Ascensión, una vieja que parece tener la edad del Tiempo y que con su sola presencia, como si fuera un monolito, consigue introducir la duda en ese hombre acerca de su decisión final (la escena de sexo entre ambos es una de las más insólitas del cine reciente).
Ascensión, a su vez, siente amenazada su vivienda por un sobrino codicioso y por los habitantes del pueblo, que parecen los herederos de ese pozo sin fondo que Luis Buñuel encontró en la aldea de Las Hurdes, en Tierra sin pan (1932). Pero Reygadas no es –siguiendo la dicotomía establecida por Eric Rohmer y Pier Paolo Pasolini– un cineasta de prosa, sino de poesía. Lo que en otros films sería un acontecimiento central, en Japón es apenas una anécdota. Lo suyo es el lirismo, la sensualidad de los elementos, la necesidad de aprehender el mundo, con esas tomas panorámicas de 360 grados, que dan cuenta de la belleza pero también del caos, como en el impresionante final, un único, prolongado, demencial plano-secuencia que parece prefigurar el Apocalipsis.
Fotograma.com
Luciano Monteagudo

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02 AM | 03 Feb

C RITICA DE LA PELICULA JAPON DE CARLOS REYGADAS REYGADAS

CRITICA  DE LA PELICULA JAPON DE CARLOS REYGADAS QUE VAMOS A VER EL PROXIMO VIERNES A LAS 20 HORAS.(AURELIO MEDINA)

No podemos evitar imaginar el rodaje de esta película como un continuo work in progress, donde la narración (y la ausencia de ésta) se fue conformando a medida que avanzaron los días de rodaje. La película ofrece una historia en sus inicios, se olvida de ella, vuelve a retomarla vagamente, para destrozarla de nuevo a base de golpes secos y, finalmente, abrazarse a ella como si le fuera la vida en ello. Japón es un pastiche de buenas intenciones, donde reina un tono aséptico y críptico, por momentos místico, un ejercicio de autor (en mayúsculas) lleno de energía tras la cámara, en definitiva, de amor por el trabajo que se está realizando. Lógicamente, podríamos atender a que es un director primerizo, con los consecuentes defectos que acarrea, y su intento de abarcar en dos horas géneros y estilos diametralmente opuestos es palpable. Aún así, pocas veces un director novato había encontrado en sus defectos y excesos de cámara un fiel aliado: desenfoques, miradas subjetivas, planos contraplanos sonrojantes, momentos trascendentales que evocan al mismo Tarkovski y que se balancean temblorosos en el alambre del ridículo… Sentados en la butaca, desubicados pero inmersos, tenemos ante nosotros un estilo sin pulir, tosco, que no sabemos si es fruto del ímpetu inicial de su carrera o quizás, una marca de autor que perdurará en futuras películas.

Japón es, desde su extraño título, un canto a la anarquía y a la pasión por el cine. Un canto entrecortado y tartamudo, a la vez que sobrecogedor, como el que entona un viejo trabajador en los estertores de la película. Y la historia puede esperar: no importa quién muera al final de la narración, más relevante que el desenlace es el último plano hipnotizador que cierra esta intermitente y singular película. Reygadas por encima de la historia. En resumidas cuentas, un maravilloso despropósito.

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04 PM | 20 Ene

LOS POETAS, YA MUERTOS, GANAN

  
    ESTE ES UN ARTICULO DE GREGORIO MORAN QUE SE HA PUBLICADO EN LA VANGUARDIA DEL PASADO SABADO DIA 18 SOBRE ANGEL GONZALEZ Y QUE LO PROPONEMOS PARA COMENTAR EN EL CLUB DE LECTURAS DEL DIA 30.

Ha muerto Ángel González y hoy sábado su ciudad natal, Oviedo, que no le dio ni un sitio donde cobijar su vejez, le regalará una plaza pública y muchas palabras de cínicos instalados. Porque los poetas ganan al morir, y es pena, porque a ellos ya no les sirve de nada, ni siquiera para escribir unos versos melancólicos sobre la desvergüenza. La gente adora a los poetas cuando ya tienen encima unas capas de tierra y dos quintales de papel de prensa dedicada. Cuando son glosados por sus amigos, sus viudas, sus amantes, sus enemigos, sus colegas curados ya de envidia, por los aspirantes al título, a quienes pagó un café, o el vecino que le señalaba a sus hijos con palabras cargadas de futuro, que diría otro poeta: “Ese tipo que va por ahí, con esa pinta, es poeta. ¡No te jode, poeta! ¡Vaya morro!”. La gloria para los poetas alcanza el paroxismo cuando fallecen. Los homenajes, los recuerdos, incluso se ponen sus nombres a fundaciones y premios que ellos no atisbaron en vida.

César Vallejo, cuando murió, sobre todo “de hambres”, se convirtió en una leyenda y su tumba parisina en lugar de peregrinación. Como Machado más o menos, al que tiraban piedras los niños de Soria, por rijoso. Y Leopardi; vaya vida puta. No digamos Gustavo Adolfo Bécquer, que no alcanzó a ver en libro ni una sola de sus obras; todo póstumo, salvo la pornografía a la que se dedicó durante años con notable éxito. Es verdad que algunos suertudos, sobre todo en países de alta cultura, lograron la gloria en vida, pero son escasos y no siempre los mejores.

Los dos poetas españoles que más estimo de la segunda mitad del siglo pasado, se apellidan González y Rodríguez (Claudio), y eso es jodido en un país donde los apellidos son importantes desde antes incluso del inquisidor debate sobre los cristianos viejos y la pureza de sangre. Un político o un empresario ya se encargan ellos, y sobre todo sus empleados, de hacerles brillar el apellido como si fuera único. Yo nací a la vida y a la pelea, que es lo mismo, con la poesía de Ángel González. El procedía de otro Oviedo que el mío, por edad y por amistades, y jamás nos encontramos fuera de dos saludos convencionales. Estaba empleado en el Ministerio de Obras Públicas, junto a otro grande y fallido creador, Juan García Hortelano. Ambos militaban a la sazón en el Partido Comunista, y si conseguían mantener el empleo en Obras Públicas, donde no pegaban literalmente ni un palo al agua, se debía al patrocinio de un fascista con rostro humano, emparentado con las máximas autoridades del franquismo, que les cubría diciendo: “La próxima, no lo podré parar y tendré que echaros a la calle”.

Nunca hablé con él de nada y no me produce ninguna envidia no haber participado en las sesiones etílicas hasta el alba, multitudinarias a lo que parece por la cantidad de reseñistas póstumos, donde el poeta desgranaba canciones hasta el amanecer.

Sin embargo seguí atentamente sus versos y sus pasos. Tengo grabada en mi memoria el efecto que nos causó su Tratado de urbanismo, que en muchas librerías y en casi todas las bibliotecas figura en la sección de Arquitectura. Y cuando uso el plural es porque me estoy refiriendo a unos cuantos que poblábamos entonces pensiones y casas de alquiler en el bronco e hirsuto Madrid de los sesenta; probablemente no éramos muchos pero lo creíamos. Conservo aún el ejemplar de 1967, editado por José Batlló en Barcelona, cuando esta ciudad era la capital intelectual de España. (Siempre que veo a Batlló, en su digna librería de Gràcia, con su aspecto de capitán de barco antiguo, me falta valor para inclinarme y respetuosamente darle las gracias; jamás en mi vida he cruzado con él una palabra, por vergüenza histórica y respeto. Como también es poeta, habrá que esperar a que se muera para que echen sobre su tumba dos quintales de loas en papel impreso)

Los poetas vivos son un incordio porque quieren comer y vivir normalmente, tal que las personas, pero conservando alguna engorrosa peculiaridad, como insistir en publicar sus textos, en vez de reservarlos para la posteridad. Me irrita, lo reconozco, cada vez que veo escrito negro sobre blanco que tal poeta o escritor tuvo que marchar de España por “el franquismo”, porque entonces la palabra “franquismo” adquiere una apelación ahistórica, cósmica. Nada real y social, como el cólera que fue.

Porque en muchos casos quien los echó no fue “el franquismo” en genérico sino los colegas de la universidad, los críticos de los diarios, los periodistas canallas, los denunciadores voluntarios, los inquisidores pasionales y los editores sátrapas y filisteos. Franco no supo ni de la existencia de Ángel González, ni Antonio Ferres, ni Jesús López Pacheco, por citar tres nombres que son el ramillete de escritores entonces con “mucho futuro” que se diría hoy, pero ahora desconocidos para casi todo el mundo que no esté avezado en el gremio. Ellos tuvieron que irse de esa España inhóspita de los años setenta y buscarse la vida en universidades norteamericanas, o canadienses. Y estoy seguro que este inmenso detalle no va a ser destacado en los kilos de elogios que va a desatar la muerte de ese gran poeta que fue Ángel González. Porque es verdad que sobrevivieron a los durísimos sesenta, y si consiguieron hacerlo es por las complicidades que generaba la esperanza en el fin de esa dictadura, de ese cólera que impregnó toda la sociedad. Pero desde finales de los años sesenta, tras el estado de excepción de enero de 1969, la vida empezó a carecer de futuro y sobre todo de presente.

Luego advino la democracia y se les concedió un homenaje aquí, una conferencia allá, y algún premio compensatorio. Ponerse el traje de pingüino y bien capadito ya, tener derecho a entrar en la Real Academia. ¡Qué pasmo si levantara la cabeza la generación de la República!, esa que los profesores siguen llamando “del 27″ sin saber que fue a causa del miedo etílico de Dámaso Alonso que la bautizó en la revistucha nacionalcatólica Finisterre (1948). Me estoy refiriendo a los Cernuda, Bergamín, Salinas, Lorca, Hernández… los que llamaban “putrefactos” a los caballeros del pingüino y la Academia. Pero en la cultura, como en tantos campos, el cólera siguió vivo.

Como nadie lo va a recordar se lo cuento yo y así sabemos lo mismo todos. Ese notable poeta que acaba de morir, Ángel González, vivió desde los años setenta gracias a la universidad norteamericana de Albuquerque, en Nuevo México, que le acogió dignamente. Todos los intentos que hizo el poeta por conseguir algún curso, algunas clases continuadas que le permitieran abandonar aquel destierro americano chocaron con la resistencia berroqueña de las universidades españolas. Incluso les digo más, en la Universidad de Oviedo, donde fue invitado en 1985 para dar un curso de cuatro meses se planteó la posibilidad de nombrarle “profesor invitado”. Pero no fue posible. Ningún departamento ni decano ni rector encontró la fórmula que le permitiera quedarse y hubo de volver a los Estados Unidos. Reunido el departamento de Literatura de la Universidad de Oviedo, capitaneado por dos amantes de la mejor poesía, los catedráticos Martínez Cachero y Caso, padre de la escritora Ángeles Caso, rechazaron por doce votos frente a uno que un poeta vivo alcanzara un privilegio como el suyo. ¡Cómo va a dar clase, si ni siquiera es licenciado!

Así se comprende que el pasado diciembre, con el poeta tambaleante -”soy lo que queda de un señor antiguo”-, jugando ya las últimas cartas con la vida, la Universidad de Oviedo le nombrara doctor Honoris Causa. Probablemente estaban presentes los que le negaron el derecho a quedarse en España y dar clases de lo que sabía más y mejor que ellos. Hubo discursos académicos, aplausos y hasta lloros de emoción. La memoria ausente facilita los fluidos; se llora y se orina con impávida parsimonia. Pero nadie recitó esos terribles versos del último periodo del poeta:

“¿Qué sabes tú de lo que fue mi vida?

Ahora sólo ves estos últimos años que son como la empuñadura de un cuchillo clavado hasta el final en mi costado.

Arráncalo de golpe y un borbotón de sueños salpicará tu rostro”.

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06 PM | 12 Ene

LES AMANTS REGULIERS

  LA CRITICA DE LA PELICULA DE PHILIPPE GARREL LOS AMANTES HABITUALES DE LA REVISTA TREN DE SOMBRAS.

…………………
Las protestas estudiantiles de París y los acontecimientos revolucionarios del mayo de 1968 francés suelen ser tratados en la historiografía de forma ambivalente tanto como objeto de fuertes mitificaciones nostálgicas por sus esperanzadoras buenas intenciones como de duras críticas por lo efímero de estas, consecuencia de la falta de coordinación de un movimiento que resultó víctima de su propia espontaneidad. Si bien Raymond Aron no creyó en ningún momento en las movilizaciones primaverales y las tildaba genéricamente de psicodrama, escenificación de un drama familiar y mera puesta en escena liberadora de traumas colectivos, resultan más amargas y reveladoras las palabras de Daniel Cohn-Bendit, por ser una de las verdaderas almas de mayo: «Tengo la impresión de que la gente es capaz de luchar por algo concreto, pero, en realidad, no tiene ningunas ganas de administrar la sociedad»(1). No obstante, pese a no propiciar resultados políticos tangibles ni su soñado cambio de régimen, es innegable la capacidad del mayo del 68 para aunar unas ambiciones y aspiraciones políticas y culturales de las que cuya esencia aún hoy en día merece ser defendida desde solitarias trincheras retóricas contra el dominio mundial del neocapitalismo.

En 2003 el director italiano Bernardo Bertolucci filmó su particular homenaje a mayo, Soñadores (The Dreamers), que a la vez le servía para honrar a gran parte de sus afinidades e influencias cinematográficas, con el cine francés de la nouvelle vague a la cabeza. Son muchos los puntos de unión, casi de diálogo, entre la película del director de Antes de la revolución (Prima della rivoluzione 1964) y Les Amants Réguliers de Philippe Garrel, no basta solamente con señalar la evidente correspondencia temática y el detalle de que el hijo del último, Louis Garrel, protagonice ambos filmes. Bertolucci dedica casi la totalidad de su película a mostrar la relación que se construye entre sus particulares Jules, Jim y Catherine; relaciona la experimentación sexual del joven trío y su pasión cinéfila con el despertar revolucionario que terminaría cristalizando en la toma de las calles. Por su parte, Garrel realiza una película que se torna especular y simétrica de la anterior: comienza con los coches volcados, el olor a neumático quemado y los cascos recortados sobre la noche parisina para a continuación pasar a la vida desocupada de un grupo de jóvenes, esta vez más numeroso, que viven en comunidad y experimentan con el lenguaje de las relaciones afectivas y sufren la soledad de los sentimientos.

Con Garrel la llegada a la revolución no necesita de una piedra que rompa los cristales y aborte el dulce sueño de los justos con el aire revuelto que entra de la calle, sino simplemente un par de pinceladas trazadas mediante elipsis secas y directas: presentación de los jóvenes pasando un rato juntos mientras conversan y fuman, corte al protagonista François (Louis Garrel) esquivando habilidosamente su servicio militar, corte a él mismo embriagado por la emoción de haber tocado un cóctel molotov en la calle, y finalmente corte y entrada de lleno en la noche de las barricadas. En apenas los primeros 10 minutos de una película de 175 ya se nos ha presentado a los jóvenes parisinos, su situación antes de mayo, el momento en el que uno es tocado por primera vez por el aliento revolucionario y el paso a la acción. Barricadas, violencia policial, adoquines levantados y coches ardiendo serán los elementos destacados con absoluta frialdad por parte de la cámara como muestra de lo ocurrido. Un año antes, en su profética película en proceso de realización (“un film en train de se faire”), La Chinoise (1967), también de notable primitivismo formal, Godard ya apuntaba al final cómo la juventud intelectual acomodada que propiciaría la revolución era parte de un teatro vital, actores que una vez terminada la función abandonarían el escenario y volverían al mundo real. Un final desconcertante y demoledor que encerraba un aspecto sobre el activismo revolucionario también tratado por Garrel: una vez pasada la noche a la que conscientemente reduce todo mayo, sus protagonistas vuelven a casa con la cara ennegrecida dispuestos a darse un baño relajante y descansar mientras su madre recoge el calzado sucio y desgastado por las carreras delante de la policía. La función ha terminado.
Como hemos visto, la explosión callejera del éxtasis revolucionario es pronto abandonada para pasar a centrarse en el nacimiento del amor entre el emocional François y la tierna Lilie (Clotilde Hesme). La liberación sexual era una de las constantes del 68. Las primeras píldoras anticonceptivas comercializadas entre la juventud chocaban con el conservadurismo moral de la autoridad en cuanto a las relaciones sexuales de tal forma que se construyó una particular concepción de la revolución: si el sistema reprimía la pulsión sexual con tanta fuerza y exigencia era porque sabía que se trataba de un punto débil(2). La libertad sexual fue el detonante mismo de todo mayo con la movilización de los estudiantes de Nanterre contra la segregación sexual en sus residencias universitarias. Bertolucci enfocó explícitamente esta sacudida sensual en el triángulo de Soñadores, con atracción incestuosa incluida, pero en Les Amants Réguliers el sexo toma el camino de la elipsis. Garrel opta más por las conversaciones, las miradas y los paseos de los dos enamorados. Las piezas amorosas se intuyen en detalles vaporosos, no en secuencias explícitas, como la infidelidad de Lilie, que también se esconde en la elipsis nocturna. De igual forma que la revolución teorizada, soñada, es preferida a la praxis desilusionadora, la relación amorosa también parece sustentada sobre ideales deseados, implícitos, más discutidos y reflexionados que explotados.

Si hablamos de la elipsis en la película es imposible no citar una de sus más bellas utilizaciones del raccord de forma expresiva y narrativa, tal y como hace S. Delorme: «Bajando la escalera del taller (…) Lilie hace un ruido que despierta a François en el otro extremo de la ciudad (…) es suficiente ese raccord para explicar que su relación se ha terminado. No es necesario explicar los avances del escultor ni la tentación de Lilie, las elipsis se llevan todo para no dejar más que rastros de la desaparición y el vértigo de la ausencia»(3). La ruptura entre los dos amantes viene de forma tan natural como había llegado su amor, de intercambiar miradas pasan a compartir lágrimas y todo el final de su relación no ocupa de manera efectiva en pantalla más de tres o cuatro escenas. Se trata de una más de las múltiples aceleraciones y dilataciones que hace Garrel del tiempo en su película. Así como todo mayo cabe en una noche y el amor se consume con tanta rapidez como se encendió en un principio, los momentos en los que los personajes están juntos y conversan, consumen opio o bailan al ritmo de los Kinks —precisamente la canción “This Time Tomorrow”, cuya inocente letra habla de una huída hacia el ideal del futuro, hacia la playa debajo de los adoquines— detienen el avance de la narración para mostrarnos sin prisa su forma de relacionarse.     

El estilo formal de Garrel resulta fundamentalmente deudor del malogrado Jean Eustache y de una observación desde la distancia de las constantes formales de la nouvelle vague . Utiliza el formato cuadrado, un contrastado y bellísimo blanco y negro y las transiciones mediante cortinillas y fundidos características de la renovación francesa del cine, pero la cámara, incluso cuando está en medio del fragor de la calle, se mantiene lo más reposada posible y distanciada de la acción y los personajes. Solamente cuando la bella composición musical de Jean-Claude Vannier irrumpe de forma natural entre las imágenes parece que los sentimientos traspasen el umbral que separa a los personajes de la cámara y toda pretensión de rígido estatismo se desmorona. Desde sus películas con la cantante Nico la música ha tenido una gran vinculación a la naturaleza femenina en el cine de Garrel, y es Lilie, o también las demás chicas que visitan el piso donde se reúnen los protagonistas, quien lleva la música a la vida de François y, por lo tanto, a la película. Esa dulce melodía de piano contribuye al ablandamiento de la cámara, que abandona su distancia y retrata con verdadero mimo a Clotilde Hesme acariciándola en abundantes primeros planos.       

La inmersión de Les Amants Réguliers en el cine de la época que retrata y que homenajea es absoluta. Bertolucci optó por la inclusión de pequeñas secuencias míticas de las películas que formaron a toda la generación Langlois, pero la vía de Garrel es la de la asimilación completa del espíritu y las maneras, lo que le permite proponer una atmósfera idéntica. Soñadores es una visión postmoderna, de collage y recreación, mientras que Garrel participa en el mismo universo cronotópico de escenario, tiempo y forma de sus referentes, aunque como hemos dicho le sea imposible negar que mira desde una lejanía donde se mezcla la nostalgia con la desmitificación.
Al final, tanto Bertolucci como Garrel dirigen sus filmes sobre mayo hacia la revolución del amor. Si ambos consideran que la chispa amorosa es la de la revolución —en el primer caso predecesora, el preludio de la salida a la calle, y en el segundo sustituto imperfecto de los sueños rotos, más cercano al ideal pero sin alcanzarlo—, esta vinculación también se ha visto en apesadumbradas miradas hacia el futuro inmediato de esa generación que quería llevar la imaginación al poder y, una vez pasado el calor revolucionario, terminaba plenamente integrada en el sistema, tanto en su desarrollo profesional como en sus esquemas mentales, ordenación de significados y valores. Por ejemplo, en la magistral Tout va bien (Jean-Luc Godard. 1972) se escenifica el desarrollo de la lucha de clases inmediatamente posterior a 1968, con los personajes interpretados por Yves Montand y Jane Fonda trabajando para los medios de comunicación —él como director de anuncios publicitarios y ella como locutora radiofónica—. Insatisfechos con sus inhibidores y poco estimulantes empleos, canalizan toda la frustración posrevolucionaria hacia la degradación de su relación de pareja. No hay que olvidar que Philippe Garrel también parecía abordar el tema por su cuenta en J’entends plus la guitare (1991), explorando cómo los que una vez abrazaron la música de la revolución ahora tienen que hacer frente a relaciones sentimentales de gran complejidad donde no hay sitio para la ligereza y felicidad de antaño, sólo queda el descontento.

La vía de escape a esta situación para Lilie es marchar a Nueva York, la nueva meta idealizada ahora que París ya no tiene sentido, como le indica el escultor que precipitará su separación de François. Este último al final abrazará el definitivo sueño de los justos, no mediante la muerte dulce de los soñadores de Bertolucci, sino por medio de pastillas, quizás similares a las ingeridas por el personaje de Daniel Auteuil en Caché (Michael Haneke. 2005), una película con la que en principio nada tendría que ver si no fuera por un final que invita a pensar en una radical huida, soltando lastre en sentido absoluto, de los errores —o sueños rotos— del pasado. Huida en forma de ensoñación con reminiscencias al ambiente onírico de Le révélateur —filme experimental que Garrel rodó en el dinámico 68— que puede hablar de, una vez ya perdida la esperanza en la revolución y en el amor, un nuevo camino hacia la unión con la incorporeidad de las ideas. También se trata de la desaparición del joven idealista, ya doblemente desengañado, que prefiere abandonar su cuerpo para vivir en el más agradable espacio de sus sueños. En cualquier caso, François se encamina hacia la pequeña mañana que siempre sigue a las grandes tardes, buscando encontrar ese inalcanzable lugar donde todo va bie

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03 PM | 12 Ene

ANTES DEL DILUVIO.-ALBERTO MANGUEL

Cada fin de año, como pequeños y enérgicos dioses, los editores de los suplementos literarios encargan, a ciertos modestos Noés, la construcción de arcas literarias para salvar del olvido unos cuantos libros recientes. Menos generosas que su ilustre modelo, las listas de elegidos son necesariamente fragmentarias: suben por la estrecha rampa algún ursino Vila-Matas, alguna Rosa Montero variopinta, un trío de Javier Marías, un Juan Goytisolo solitario y singular. Pocas veces las listas coinciden. “En la literatura como en el amor”, escribió el alguna vez ilustre y ahora nada recordado André Maurois, “suele sorprendernos lo que los otros eligen”.
Si, como dice el Eclesiastés, “no hay fin de hacer muchos libros y el mucho estudio aflicción es de la carne”, entonces para algo servirán esas listas que resumen catálogos y proponen atajos. Las primeras fueron establecidas en Alejandría donde, para guiar a los lectores por los infinitos anaqueles de la Biblioteca, los bibliotecarios propusieron selecciones comentadas de los libros que, en su opinión, eran los mejores en cada área. La autoridad de estos eruditos avalaba sus listas; en estos casos, como bien sabemos, es mejor conocer a la madre del borrego.
Agradezco al listero que me propone, como ficciones magistrales, Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos; La buena terrorista, de Doris Lessing, y la Historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges. Pero no es lo mismo que la propuesta venga de mi librero favorito o que la sugiera un cierto coronel Gaddafi. Los libros cambian con sus lectores.
Es que aquello que los lectores eligen no define la fauna literaria, define a sus lectores. Mejores, peores, más importantes, más divertidos, los libros de nuestras listas son el catálogo de nuestras propias calidades, defectos, inteligencia, emociones que cambian con la edad y con la experiencia.
Adolfo Bioy Casares cuenta que en su primer encuentro con Borges éste le preguntó a qué autores admiraba más “en este siglo o en cualquier otro”. “A Gabriel Miró, a Azorín, a James Joyce”, contestó el joven ecléctico.
Respuestas igualmente desconcertantes aparecen cada mes de diciembre en los suplementos literarios del mundo entero. “Éstos son los autores norteamericanos más importantes de todos los tiempos”, proclamó hace algunas navidades la revista francesa Lire: “Raymond Chandler, Faulkner, John Fante”. Hace unas semanas, Michel Tournier (que no tenía hasta ahora reputación de idiota) eligió como libro del año en The Times Literary Supplement la nueva novela de Amèlie Nothomb, Ni d’Eve ni d’Adam, que ya había propuesto, naturalmente sin éxito, para el Premio Goncourt. En cierto diario italiano, un célebre crítico de cuyo nombre no quiero acordarme, coronó como el mejor libro de 2007 la obra completa de Dario Fo, “el Shakespeare del siglo veinte”, juicio que, si exacto, haría de Shakespeare el Dario Fo del siglo diecisiete. “Sobre gustos no hay nada escrito”, escribió alguien que nunca abrió un suplemento literario.
Oscar Wilde arguyó que hacer listas de lo que hay que leer es una tarea inútil o perniciosa, puesto que un auténtico aprecio por la literatura es siempre cuestión de temperamento y no puede ser enseñado. Propuso en cambio listas de lo que no hay que leer: las obras teatrales de Voltaire, la Inglaterra de Hume, la Historia de la filosofía de Lewes… Siguiendo su ejemplo, Mark Twain opinó que la mejor forma de iniciar una biblioteca es evitar las novelas de Jane Austen. Prevenir, dicen, es mejor que curar. ¿Se atreverán nuestros suplementos literarios a tales osadas alternativas? –
Alberto Manguel es autor de La biblioteca de noche (Alianza).

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