Cuando llamé al hermano de conejo para darle el pésame por la muerte de su hermano me embargó un sentimiento raro, sentí su muerte como si se tratara de un familiar cercano.No nos veiamos, excepto enalgunas ocasiones en el pueblo, pero los amigos de la infancia crean mucho vínculo afectivo.
Nos llamaban la soga y el caldero (el padre Samuel sobre todo) porque ibamos siempre juntos.No se quien sería la soga y quien el caldero pero cuando me echaron de clase por no se que bobada de aquellas el único que dijo: “si echas a félix yo tambien me voy” fué José Luis, y esa solidaridad no se olvida.
No había trampas ni hipocresias en mi dolor por su muerte, y no me pasa lo mismo con los que me cruzo a diario y nos decimos hola y adiós, o compartimos las mismas ideas.Será porque detecto rapidamente no tener las mismas ideas sobre las cosas cotidianas o porque veo el alfange siempre dispuesto a darte una puñalada (trasera por supuesto).
Nadie en el cine europeo ha dialogado como este guionista, eso se debe a que usaba el calzado adecuado. Logró el equilibrio perfecto entre la visión más tierna y desgraciada de la gente y su determinación fue inexorable hasta sus últimos días.Reproducimos el daguerrotipo de Manuel Vicent del diario El Pais.
Como muchos hombres enteros, que se definen por sus zapatos, Rafael Azcona los usaba muy resistentes, cómodos y apropiados para el barro, aunque los zapatos de Azcona eran de una marca especial: habían salido de fábrica preparados para no pisar ninguna mierda ni tener que meterse en charcos innecesarios. La calle, los bares, pensiones, fondas de estación, fiestas de pueblo, las bodas y entierros constituían su ruta natural, pero tampoco desdeñaba adentrarse en el laberinto de El Corte Inglés, adonde Azcona acudía a menudo, como quien va al acuario o al zoológico a estudiar el comportamiento de ciertos animales de clase media excitados ante un cúmulo de cacharros. Azcona tenía una mirada fotográfica y el oído extremadamente desarrollado para captar el sonido auténtico de las palabras que emite la gente subalterna cuando se mueve en su propio medio. Si nadie en el cine europeo ha dialogado como este guionista, eso se debe a que usaba los zapatos adecuados. Siempre miraba dónde ponía el pie. Tal vez esa lección la había aprendido una noche oscura en Ibiza cuando volvía a casa en bicicleta después de una fiesta y llevado por la emoción poética le dio por levantar los ojos hacia las constelaciones y se dio un batacazo. Una y no más. Había que dejar las estrellas en su sitio allá arriba y poner la metafísica al nivel de las hormigas.
La Roma de los años sesenta le enseñó que a este mundo se había venido simplemente a gozar de la vida y no a atormentarse
Rafael Azcona decía que la gran comedia en el cine italiano murió el día en que los guionistas se hicieron ricos y dejaron de ir en autobús. Dispuesto a no morir como creador, él despreció siempre el taxi e incluso el automóvil de los amigos que se ofrecían a llevarlo a casa a la salida del restaurante. Cuando a cada uno de los comensales el aparcacoches le acercaba el Audi, el Mercedes o el BMW, Azcona se despedía del grupo en la acera blandiendo con orgullo de resistente el bonobús de jubilado y se dirigía a la parada. En este sentido su determinación fue inexorable hasta sus últimos días. Parecía que le iba la vida con ello. Tal vez porque en su tiempo, en Logroño donde nació, los taxis se tomaban para cosas muy serias, casi siempre graves, por ejemplo, para ir a hacer testamento o para llevar a un familiar al hospital a operarse de vesícula o de algo peor.
Nunca contó un chiste, pero no decía nada que no fuera sorprendente y divertido. Nadie veía lo que él veía. Azcona tenía el don de convertir lo cotidiano en surrealista y por muy extraña que fuera su salida, al final llegabas a la conclusión de que tenía razón y que te acababa de mostrar el revés del espejo. Antes de volver a casa a pie o en autobús, en la sobremesa con los amigos, había desmitificado el amor, la patria, Dios, la iglesia, la política, el dinero, el ejército, los banqueros, los obispos, todo con ejemplos y datos concretos, inapelables, sin retórica alguna, sólo con la ayuda de un par de orujos. De ese río turbulento y embarrado que arrastra a personas, perros y enseres por la vida Azcona con su criba siempre sacaba una pepita de oro, que no era otra cosa que el placer de la carcajada. No tenía el gen de la envidia y le ponían muy nervioso los elogios. Enseguida cambiaba de conservación.
No creía en las grandes palabras. ¿El amor? El amor iguala al magnate y al fontanero. Si la doméstica desprecia al fontanero cuando va a una casa a desatascar el retrete su sufrimiento es idéntico al que experimenta el millonario si una modelo maravillosa lo desdeña. Y al revés. El placer sexual que procura la pasión amorosa nace de un calambre idéntico para ricos y pobres, porque si resulta que Bill Gates lo pasa mejor que uno cuando eyacula, habría que ir pensando en pegarse un tiro.
Rafael Azcona se quedó con las ganas de crear una asociación con todos los novios perjudicados por Frank Sinatra. Él veía que en un local a media luz los novios se acariciaban; de pronto sonaba la voz de Sinatra y las parejas se ponían tiernas, desprotegidas, a merced de su melodía y decidían casarse. Luego, una vez casados, volvían a poner el disco y ya no era lo mismo. Azcona creía que un buen abogado norteamericano le hubiera sacado una pasta al cantante, tan hormonal, por daños y perjuicios.
Un amor contrariado y el sueño de ser escritor lo trajo a Madrid. Después de velar las armas de la literatura en un peluche del café Gijón se empleó de contable en una carbonería; luego fue recepcionista en un hotel de mala muerte; vivió en una pensión de la plaza del Carmen especializada en opositores a Correos donde había una criada enana y una cocinera octogenaria. Un sastre le tomó medidas de su primer abrigo en una esquina de la Gran Vía y allí mismo le hacía las pruebas al aire libre durante varias semanas. El amor contrariado que había dejado en Logroño le propició los primeros versos que recitó en las justas del café Varela a cambio de que no le obligaran a consumir ni un café con leche y le dieran el agua gratis. Dormía la siesta en el Comercial con una servilleta tapándole la cara y pese a todo odiaba la bohemia. Mingote lo llevó a La Codorniz y Azcona un día rompió a escribir novelas de humor negro, con un talante personal que nunca perdió.
Pertenecía a la generación de los años cincuenta, en compañía de Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Fernández Santos. Eran escritores de vino tinto servido en vaso chato en los mostradores siempre mojados de las tabernas madrileñas. Después de pasar por La Codorniz, Rafael Azcona estaba destinado a alimentar el realismo social y sin llegar a exaltar la berza como estandarte, sus escritos se llenaron de gente de un costumbrismo de pensión, de funcionarios derrotados, de chicas llenas de amor melancólico, pero un día vino a rescatarlo Marco Ferreri y se lo llevó a Italia.
Antes, en la Ibiza de los años cincuenta, donde recaló junto con las primeras aves del paraíso, Azcona descubrió que allí bastaba con ponerse un foulard para que te admitieran en cualquier fiesta, pero la Roma de los años sesenta le enseñó que a este mundo se había venido simplemente a gozar de la vida y no a atormentarse, como sucedía en España. En Roma nadie hablaba del bien morir. Allí se educaba a la gente para vivir lo mejor posible. En cambio, durante años la enseñanza en España estaba encaminada a que uno fuera al cielo y el camino más recto era no haber disfrutado nada en este mundo y haber recibido la extremaución con la bendición apostólica.
Hay alimentos que son proteína pura, sin grasa, excipientes ni colorantes. Ése era Rafael Azcona, un tipo que había logrado ese equilibrio perfecto entre la visión más tierna y desgraciada de la gente, su despecho, su compasión y su inalterable rigor. Un día supimos que estaba gravemente enfermo. Con la muerte soplándole la nuca acudía a la cita con sus amigos en el restaurante. No perdió nunca su alegría descarnada. Y al final ejecutó su última obra maestra. La muerte es una cosa muy obscena y las pompas fúnebres una muestra macabra de mal gusto. Una voz nos comunicó que Azcona había muerto cuando ya estaba incinerado. Su ideal había sido morir lo más tarde posible, en perfecto estado de salud, en la cama, dormido, y sin ningún problema. Sin dar con su cadáver tres cuartos al pregonero. Llevó bien la corta enfermedad. El médico dijo que sólo le sobraron ocho días. Hasta ese momento en la cama estuvo escribiendo un guión que trataba de gente de la calle, tributable, anónima, feliz a ratos y siempre derrotada. Una historia más de sus criaturas.
La semana pasada estuvimos en Babia, una zona de León donde los reyes se escapaban para pasar pequeñas temporadas fuera de la corte.Tuvimos ocasión de volver a leer “La lentitud de los Bueyes” un poemario del 79 de Julio LLamazares, con quien tuvimos ocasión de compartir tertulia en el Croché, aquellas que organizaba mi amigo Manolo ( él es mas amigo que yo de él, me suele decir). Alfonso estuvo muy atento al hecho de que nada trasciende la densa mansedumbre de ésta tarde…,Alicia retomó, después de una cabezadita, lo de “hay racimos de soledad en tus manos”…, Ana, después de su palomita se puso unas copas de tierra sobre la boca, Carmina se quedó sorprendida de mi éxito con la tabernera, Geñete quería a toda costa Benedetti, Maiki buscaba la quietud dulce y torturada comparando con Alexandre, y mientras los demás dormían ,Marisol callaba , Mercedes, siempre complaciente con “mis inventos”, me pedía nuevamente que … Yo no recuerdo sino el sabor de la duda como un alud de fresas sobre las blandas escamas de mi boca.
He olvidado el lugar donde las nieves más azules consiguen resistirse
a su abandono.
He olvidado ya hace tiempo la dócil lentitud de los molinos.
Mucho antes de la hora de los vagabundos, y a través de arboledas heladas,
caminé largamente hacia la mansedumbre. Busqué los prados donde pastan
los bueyes más antiguos.
Rocas más amarillas que el silencio puse sobre mi incertidumbre.
Rocas más dilatadas que algodón.
Y no quedó otra cosa que la duda fluyendo dulcemente, como nata derretida.
Yo no sé si, después de la muerte, alguien vendrá a dormirme con leyendas
aprendidas en lugares lejanos.
Yo no sé si el aguacero de la nada apagará los hornos de la mendicidad.
Pero es seguro que palabras absolutas, más absolutas que vasijas de aceite
derramadas, me estarán esperando al otro lado del olvido.
Y entre esas voces acuñadas sobre moldes de arcilla y certidumbre,
mi voz sonará extraña como tomillo arraigado en las cuestas del amor.
Mi voz será como un paréntesis de duda.
Hay que saber mucho cine para poder hacer un documental como El abogado del terror. Hay que saber mucha historia para tener el talento de contarla sin perderse. Hay que tener una cultura inagotable para ser capaz de mezclar en una sala de montaje un material que le deje al espectador literalmente traspuesto, y sin que se utilice en ningún momento voz en off, el habitual comentario rotundo que convierte la inmensa mayoría de los documentales en sucedáneos del National Geographic. Hay que poseer el bagaje cinematográfico de Barbet Schroeder para construir una auténtica obra maestra del cine sobre lobos. Lobos de dos patas, criminales de la Revolución y del Estado, indisolublemente unidos por algo tan evidente como el modo de hacer, el modo de vivir, el modo de matar, el modo de justificar el crimen.
Llevo dos semanas dándole vueltas a este documental espeluznante y esclarecedor, que no sólo recomiendo sino que debería convertirse en un tema de debate para varias generaciones -empezando por la mía- que vivieron la dialéctica salvaje de salvar la humanidad y esclavizarla. Esa argamasa que ha constituido el tejido de nuestros sueños más ambiciosos y más crueles, porque con esa pasta que embadurnábamos nuestros deseos figuraba el amor -para qué negarlo- pero también la brutalidad, esa antesala del crimen.
Estamos hablando de las buenas intenciones de un asesinato, o de dos, o de una clase social, o de varias, hasta llegar al ridículo de no saber si defendimos la transformación de la sociedad o fuimos esos cándidos personajes, tan implacables como secundarios, que aparecen en las obras de Shakespeare, casi para hacer reír en los momentos en que la tensión teatral resulta insoportable.
El filme El abogado del terror, de Barbet Schroeder, que se acaba de estrenar en España y que volará pronto de las carteleras -un cine y una sesión en Barcelona, un cine y dos sesiones en Madrid- porque las gentes que dicen saber de esto y viven de ello consideran que ese es cine para gente muy especial, que apenas da un duro para que les hagan la corte publicitaria. En la historia del cine, más aún que en la historia de la literatura, lo mejor lo saca el tiempo y lo redime del fracaso ante críticos y espectadores. Fíjense que si digo “se estrena en España”, debo preguntar luego: ¿dónde se estrenan las películas en España? ¿En Madrid y Barcelona? Me consta que la inmensa mayoría de las ciudades españolas ya no tiene cines, fuera de esos galpones para ganado familiar de fin de semana, junto a los abrevaderos del consumo de masas. El cine convierte en casi imposible la artesanía y la empresa familiar. Pero de vez en cuando aparece algo así y hay que precipitarse en el elogio y el entusiasmo porque no se trata de esos ejercicios de fin de carrera -esa abrumadora pesadez de los jóvenes cinéfilos- y estamos ante algo grande y realizado con los limitados medios de un género tan manido y difícil como el documental.
El protagonista principal del filme de Schroeder es un gran abogado parisino -Jacques Vergès- que en España no sonará mucho porque nunca, que yo sepa, tuvo relación alguna con nadie de aquí y hasta me temo que no debió pisar este país nunca, como no fuera alguna sala de aeropuerto. Sin embargo se le publicó apenas muerto Franco, cuando salían del armario los radicales irredentos; aún conservo la edición de Anagrama del año 76 de La estrategia judicial de los procesos políticos,donde se puede leer la sentencia que abre el libro: “El aparato estatal formado por el ejército, la policía y la justicia es el instrumento mediante el cual una clase oprime a otra”. Firmado, Mao Tse Tung. El mundo de Vergès no era precisamente el nuestro. Hijo de un francés de la isla Reunión y de una vietnamita, discreto sólo de estatura, ojillos vivos enmarcados en aquellas gafas redondas que pretendían definir una concepción del mundo. Osado y soberbio hasta la fatuidad, siempre se sintió un producto exquisito y colonial que debía mostrar al país más autocomplaciente del mundo -Francia inventó el “chovinismo”- que eran tan viles, desalmados, explotadores e imperialistas como cualquier otra sociedad occidental con intereses coloniales.
La trayectoria de este letrado imaginativo e implacable empieza con el terrorismo independentista argelino, al que defenderá en un juicio que se habría de convertir en leyenda de ese mundo tan cargado de mitos y escaso de futuros. Incluso acabará casándose con una leyenda del mundo árabe, la terrorista Djamila Bouried, condenada a muerte por el Estado francés, a la que Vergès, en su condición de abogado y gran manejador de los medios, conseguirá salvar la vida. Djamila Bouried y su odisea, no más sangrienta y criminal que la de Menahem Begin, en el otro lado de la barricada, que llegaría a primer ministro del Estado de Israel e incluso a premio Nobel de la Paz. Se podría decir que en casi todos los vericuetos terroristas de los movimientos palestinos de los años sesenta y setenta, tienen como letrado, intermediario y cómplice a Jacques Vergès. Y luego con Mao Tse Tung en China y Pol Pot en Camboya, y la colección de tiranos árabes supuestamente socialistas. Allí donde había un combate contra el sionismo estaba Vergès, que se llegó a convertir al islam y dejó de comer cerdo y otras golosinas, pero por poco tiempo. Luego siguió con los restos internacionales de la Baader Meinhof, y con ese espécimen singularísimo del género lobo, Ilich Ramírez Sánchez, venezolano, más conocido como Carlos; su relato, sus descripciones, su atropellada manera de hablar un francés utilitario como una “9 Largo”, en conversación telefónica desde la prisión donde cumple la perpetua, dejan al espectador en un estado de perplejidad absoluto, como si de pronto uno escuchara la voz de un Conde Drácula real, arrogante, locuaz y deslenguado. No es la banalidad del mal, de la que hablaba Hanna Arendt, sino la presunción del killer. Probablemente esa sería la manera de enfocar el asesinato político de aquel Netchaev, hoy tan olvidado y sin embargo tan presente; fue el primero que construyó una ética del terrorista como lobo sanguinario y filantrópico.
Ninguna actriz sería capaz de hacer tan naturalmente el papel que interpreta la antigua terrorista alemana Magdalena Kopp, contando su propia vida y su experiencia amorosa y frustrada con Jacques Vergès. Es un momento cenital, en el que realidad y representación convergen y dan un resultado inhumano de puro sencillo. Cualquiera al oírla podría pensar que estamos ante una historia de gentes comunes, asaeteadas por la vida, cuando de lo que se trata es de genéricos de la especie lobo, dispuestos a matar por una idea, la primera que les viene a la cabeza; después de tantos años pensando que sólo eran capaces de morir por ella. Una diferencia notable, la de ser capaz de morir, a considerar que es imprescindible matar. Cualitativa, que decían los dialécticos. Y siempre ahí está Vergès con su puro habano a medio fumar, como si moviera la batuta de un jefe de orquesta corrigiendo las deficiencias de los músicos del foso.
Y como traca final, el gran sarcasmo. Defender a un criminal en su grado superlativo. Klaus Barbie, la hiena de Lyon, el hombre que torturó y asesinó a hombres, mujeres y niños en la Francia ocupada. Como en una exhibición del túnel de los horrores van apareciendo unos tipos amables, hasta simpáticos, buenos narradores de sus propias mentiras, que cuentan con la mayor normalidad cómo hicieron o mandaron hacer tal o cual cosa, sin perder el ritmo ni alterarse. Como buenos representantes del género lobo. Y nos están contando una historia con la sencillez de una lección de alta política, como aquellos profesionales de la antropología que son capaces de desvelar todos los secretos de una mansión a partir de una detallada relación de lo que va en la bolsa de la basura. No cabe la simplificación. No es un trepador social, tampoco un revolucionario, ni un vulgar cómplice del terror. Es mucho más, es un abogado que demuestra que la ley es un trampa construida por los poderosos, que en ocasiones se les enreda en las patas del lobo y les hace temblar. No de vergüenza, como podría ser el caso, sino de miedo, quizá de complicidad.
Artículo publicado en la Vanguardia el 1 de noviembre de 2008 por Gregorio Moran
Alfonso Guerra estuvo en la Biblioteca Nacional para comentarnos cuales habían sido los libros mas importantes de su vida, y después de un recorrido realmente emocionante, terminó con una novela que recomendé a Carmina hace tiempo para que la propusiera en un club de lecturas, me estoy refiriendo a Helena o el mar del verano de Julián Ayesta, y que a mí me la recomendó hace unos años Vicent, un amigo valenciano, la novela, que tiene pocas páginas dice cosas como éstas:
“Algunas veces mi amor -que era Helena, tan hermosa, con la piel tan morena y el pelo rubio y los ojos azules y tan libre y valiente- se paraba otra vez a coger zarzamoras y se pinchaba con una espina. Entonces me ofrecía su dedo ensangrentado y yo le chupaba la sangre, que era tan roja, tan salada, tan hermosa centelleando al sol. Después me besaba y me lavaba con sus labios la sangre que había quedado en los míos. Y después de hacerlo nos entraba como un miedo raro. Porque aquello era un rito secreto, secretísimo, como una especie de pecado; nadie sabía por qué. Helena se apretaba contra mí como una gata misteriosa, y con los ojos llenos de lágrimas murmuraba: «Tengo miedo.» Y yo, lleno de una ternura y un amor que casi me hacían llenárseme los ojos de lágrimas, la apretaba más aún contra mí y la mantenía así, con mis labios sobre su pelo, tiempo y tiempo, hasta que Helena separaba la cabeza de mi pecho y me miraba todavía con lágrimas, pero sonriéndose de amor y de felicidad. Entonces seguíamos andando abrazados, con la cabeza de Helena apoyada en mi hombro. Y así seguíamos hasta el mar.”
Como me alegré coincidir con él.
Estuve de viaje en Portugal y paramos en Lamego visitando el teatro Ribeiro de Concisao, una maravilla de espacio que tiene un parecido con la Scala de Milán .La historia del teatro es muy sencilla: un nativo del pueblo hizo dinero en Brasil y a su vuelta quiso hacer un teatro, con el tiempo se deterioró, hubo un incendio y al final la recuperación se ha tenido que hacer desde los poderes públicos .El teatro Variedades si queremos que funcione tendrá que tener un recorrido parecido, aunque algunos crean que lo privado es la mejor solución.
Alejandra ha estado muy bien en el mitin que el PSOE de nuestro pueblo dio el pasado domingo .Alguien tendrá que ir pensando en como se abordan las próximas elecciones municipales.
1 de junio 2009