05 PM | 24 Sep

¿SE VOLVERÁN A VER?

No se si fue una casualidad, pero la película la vi el mismo día que se murió Santiago Carrillo, y las noticias que impregnan su comienzo y que se podrían completar con algunas más como por ejemplo que Hernández Mancha era elegido presidente de la derecha, las hostias que se dieron en Reinosa a los trabajadores de Aceros y Forjas, el cese del líder der SPD Willy Brand por espionaje, el atentado de Hipercor,… el lunes negro, nos llevan a un tiempo lejano, pero al mismo tiempo cercano.
Si hoy te vas por la mañana al Comercial a leer el periódico y haces un plano panorámico por las mesas encontrarás a “mariasvalverdes” conversando con escritores maduritos, no se si dispuestas a coger las llaves de la chaqueta para ir al pisito de un amigo, pero lo no me cabe ninguna duda es que los camareros ya no son comunistas.
Con un guion excelente, del que podemos disfrutar gracias a Anaya, la película transmite la tensión justa para que podamos seguirla con un gran interés. ¿Se volverán a ver?
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08 PM | 17 Sep

EL PRINCIPE DE LAS TINIEBLAS

El príncipe de las tinieblas (GUSTAVO MARTÍN GARZO)

“Drácula”, la novela de Bram Stoker, nos enseña que no somos dueños de nuestros deseos, por eso nos perturban. Pero es también, entre muchas otras cosas, una novela sobre la escritura de un libro

 

 Se ha cumplido este año, en el mes de abril, el centenario de la muerte del escritor irlandés Bram Stoker, autor de Drácula(1897), de la que Oscar Wilde dijo que era la novela más bella escrita jamás. Es extraño un calificativo así referido a un libro que habla de la desgracia de existir, de un mundo presidido por la abyección y el mal. La novela comienza con el diario de Jonathan Harker, un agente inmobiliario que viaja a la remota región de los Cárpatos para formalizar la venta de una casa en Londres, y que no tarda en descubrir que es prisionero del extraño y monstruoso ser que le acoge en su castillo.

En uno de los pasajes de este diario, Jonathan Harker nos narra su encuentro con tres lujuriosas mujeres que irrumpen en su habitación aprovechando la ausencia del conde, su amo y señor. Son tres vampiras y, aunque Harker se da cuenta enseguida de que algo maléfico las impulsa, no puede evitar caer bajo su hechizo. “Mi corazón, escribe, se inflamó con un deseo malvado y ardiente de que me besaran con aquellos labios rojos”. Representan, como la Lilith bíblica, el lado oscuro y perverso del ser femenino, la amenaza de una sexualidad libre, sin las ataduras de la religión o las convenciones sociales. Primo Levi, en su relato Lilith, describe así a la primera compañera de Adán: “A ella le gusta mucho el semen del hombre, y anda siempre al acecho de ver adónde ha podido caer (generalmente en las sábanas). Todo el semen que no acaba en el único lugar consentido, es decir, dentro de la matriz de la esposa, es suyo: todo el semen que ha desperdiciado el hombre a lo largo de su vida, ya sea en sueños, o por vicio o adulterio”. Ese semen desperdiciado, el que tiene que ver con los sueños y los deseos inconfesables, es el símbolo de esa sexualidad oscura y siempre ávida de nuevas víctimas que representa el vampiro.

Drácula, escrita en plena época victoriana, habla con un atrevimiento insólito en su época del deseo sexual. Ese deseo no sólo aparece en los merodeos nocturnos del conde sino en el consentimiento de sus víctimas. Una de las leyes que rigen el mundo de los vampiros es que estos sólo pueden entrar en una casa si alguien los llama desde su interior, lo que explica la frase con que el conde recibe a Jonathan Harker, al comienzo de la novela, en la puerta de su castillo: “Entre libremente”. Es decir, porque así lo desea. Es Jonathan Harker el que desea besar los labios rojos de la vampira, y serán, más tarde, Lucy y Mina, la prometida de Jonathan, las que llamen al conde para ofrecerse a él. Las escenas de esa entrega son de una intensidad sexual que todavía hoy, en que la sexualidad ha dejado de ser un tabú, nos hacen estremecernos, y no es difícil imaginar lo que supuso en su tiempo leer unos pasajes como estos.

 

Drácula, la novela de Bram Stoker, nos enseña que no somos dueños de nuestros deseos, por eso nos perturban. No es cierto que nuestro cuerpo nos pertenezca, siempre pertenece a otro: a aquel o aquella que lo hace despertar. Mina y Lucy rechazan todo lo que el conde representa —la oscuridad, el daño, el dominio—, y sin embargo una y otra vez le llaman a su lado pues inconscientemente ansían ese semen que se pierde en las noches, que no llega a la matriz de la esposa, y que representa la sexualidad libre que no dejan de anhelar. Pero mientras que Lucy termina devorada por esa sexualidad y por transformarse ella misma en una vampira; Mina logra sustraerse a su influjo gracias a la fuerza del amor. La historia de estas dos muchachas es sin duda el corazón de este libro extraordinario.

Pero Drácula es también, entre muchas otras cosas, una novela sobre la escritura de un libro. Un libro que lector ve crecer ante sus ojos, como esa obra que separa la razón de la locura, el mundo de los hombres del de la animalidad y el mal. Todos los que se acercan a Drácula comparten misteriosamente esta necesidad de escribir, de contar lo que les sucede cuando se acercan a él, y así, tras el diario de la visita al castillo del conde de Jonathan Harker, nos encontraremos con el diario de Mina y con las cartas que ésta intercambia con su amiga Lucy. A estos documentos no tardan en sumarse las notas de los doctores Seward y del doctor Van Helsing. Todos ellos padecen, como Hamlet, la misma compulsión a anotar lo que ven, sin perder ni un solo momento, como si supieran que lo que está en peligro no es sólo sus propias vidas sino la posibilidad misma de lo humano.

Drácula representa lo que Nietzsche llamó la “gran razón del cuerpo”, que es justo lo que niegan los sensatos diarios que leemos, como si eso tan humano de lo que no dejan de hablar, con su sometimiento a todos los convencionalismo de la época, terminara por resultar insignificante. Sólo el conde Drácula habla de lo que somos, sólo en él se esconde nuestra verdad.

Las victorias de Drácula, como las del demonio cristiano, proceden de una comprensión profunda de la naturaleza de sus víctimas. El hecho de que Lucy se transforme en vampira, y que la misma Mina esté a punto de hacerlo, significa que esas damas sangrientas que tanto temen viven agazapadas en su interior. Drácula no hace sino liberarlas, pues nadie puede transformarse en algo que no es. La amenaza del vampiro está inscrita en la misma naturaleza de sus víctimas. Habla en suma de todo lo que estas son y se niegan a reconocer.

Todo esto aparece expresado con perturbadora y bella crueldad en la escena de la vampirización de Mina. Drácula se acerca a la joven y, tomándola en sus brazos, le dice que a partir de ahora será de su raza, será carne de su carne, sangre de su sangre, su compañera y su ayudante. Luego posa una mano sobre su hombro para sujetarla y, tras desnudar su cuello con la otra, se inclina sobre ella para beber su sangre. Y, al día siguiente, Mina anota en su diario, recordando la escena: “Yo estaba desconcertada y, por extraño que parezca, no deseaba entorpecerle”. A pesar de todo el horror que le produce el conde, lo que Mina nos dice es que deseaba entregarse a él.

Pero no sólo es Mina la que cae bajo el influjo de Drácula, sino que también este se siente turbado, al menos unos instantes, por la irrupción de un sentimiento nuevo, incompatible con su naturaleza demoníaca: la intuición del amor humano. Así es, en efecto, como el doctor Seward describe el comportamiento de Drácula en la misma escena: “A pesar de las circunstancias, me resultó curioso observar que, en tanto que el rostro (del conde), blanco de color, se agitaba convulso sobre la cabeza inclinada de la mujer, las manos acariciaban tierna y amorosamente su cabello revuelto”.

Drácula representa el mundo del deseo sin límites, sin moral, sin posibilidad de aplazamiento o renuncia; Mina, el mundo paciente e inquieto del amor humano, tan cercano a esa escritura que trata de liberarse de la tiranía de las convenciones sociales y atender las razones del cuerpo. Y lo perturbador de esta novela es que nos dice que esos mundos no pueden dejar de estar juntos. El deseo le pide al amor que prolongue sus goces, y el amor le pide al deseo que no lo deje sin locura. Ambos buscan lo que no puede ser: las nupcias entre la vida y la muerte.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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09 PM | 24 Jul

HEMOS VIVIDO UN SUEÑO

Hace poco más de un decenio, el llamado milagro español nos exaltaba y provocaba la admiración del mundo entero. Nuestro presidente del Gobierno, el héroe de la reconquista del islote de Perejil y miembro del famoso trío de las Azores que emprendió la noble y fructuosa (¡cifras cantan!) cruzada de liberación de Irak y la neutralización de sus armas mortíferas, aseguraba a quien quisiera oírle que España se había zafado de la funesta influencia francesa y había recuperado la grandeza perdida desde la época del emperador Carlos V. Los hechos o, por mejor decir, la información de los hechos, le daban la razón. España era la octava potencia mundial en términos económicos, los mercados alentaban nuestro imparable crecimiento y la marca España no era solo, como hoy, la de Nadal, el Real y el Barça, sino la de todo un país que caminaba con paso firme y resuelto por la recta vía del progreso y de la prosperidad.

 Eran los tiempos del ladrillo y del crédito fácil, de la feliz llegada del euro, de la culminación gloriosa de una transición democrática que servía de modelo urbi et orbi, de proyectos y obras faraónicas y de dinero derramado a espuertas.

Pero los milagros —con excepción de los científicamente demostrables por cámaras ultrasensibles en Lourdes y Fátima, según su Santidad Benedicto— no existen y en 2008, tras la quiebra de Lehman Brothers, inesperada para los accionistas crédulos, pero no para sus directores ni para las hoy célebres agencias de notación, aquellos apresuraron a privatizar los beneficios de la venta de sus activos tóxicos en favor de los responsables de la bancarrota y a “socializar” las ingentes pérdidas a costa de los estafados. Después de una sarta de noticias funestas a los largo de 2009 y 2010, abrimos finalmente los ojos y, como dicen en Cuba, “caímos del altarito”. El sueño se había desvanecido y el despertar fue amargo.

 

Lo de un país rico pero pueblo pobre es una constante de nuestra historia. En la época imperial evocada por José María Aznar, el oro de las Indias recalaba en España. No obstante, lo que no era invertido en la construcción de palacios e iglesias y en gastos suntuarios pasaba directamente a manos de los negociantes y banqueros de Génova y Ámsterdam. A diferencia del pragmatismo luterano, calvinista o anglicano forjador del moderno capitalismo según señaló Werner Sombart, el catolicismo hispano acumulaba sin medida fincas rústicas y heredades inmobiliarias y rechazaba por razones de hidalguía el comercio y la fabricación de bienes útiles. España, pese a los esfuerzos de los ilustrados y regeneracionistas y las actividades productivas de los llamados indianos, se descolgó del progreso europeo y quedó rezagada en su furgón de cola. A fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta del pasado siglo, la conjunción de la salida masiva de emigrantes a una Europa a la que política y económicamente aun no pertenecíamos, con la entrada igualmente masiva de turistas procedentes del todo el Viejo Continente, y la llegada al Gobierno de los ministros tecnócratas del Opus Dei, cambiaron las cosas. Estos últimos fueron nuestros calvinistas: desculpabilizaron al catolicismo de sus siempre ambiguas relaciones con el sistema de producción y espíritu de empresa del capitalismo, y asumieron el lema de “por el dinero hacia Dios”. Como previmos algunos en fecha tan temprana como 1964, el régimen franquista se desplomaría a la muerte del Caudillo no por la acción de una izquierda aferrada al recuerdo de su lucha heroica durante la Guerra civil, sino por la transformación de una sociedad que nada tenía que ver con la que se había alzado a poder por la fuerza de las armas 25 antes.

Estamos al cabo de un ciclo histórico y una crisis de civilización. Habrá que exigir responsabilidades

Los logros de la transición que acabó con el ciclo de revoluciones, guerras civiles y dictaduras de espadones están a la vista de todos y recibieron el aplauso unánime de una Unión Europea que no tardaría en acogernos con los brazos abiertos y favorecernos con sus fondos de ayuda para el desarrollo. Pero sus limitaciones no tardarían en manifestarse mientras los sueños de grandeza se nos subían a la cabeza. Hubo una transición política de “borrón y cuento nuevo”, pero no educativa ni cultural. Los hábitos mentales creados por la rutina y el temor a las ideas frescas pero desestabilizadoras de las verdades consagradas se perpetuaron. Los sucesivos gobiernos de las tres últimas décadas no tuvieron unos la voluntad y otros el valor de denunciar el Concordato, de abolir las exorbitantes partidas presupuestarias y privilegios fiscales eclesiásticos y de crear un Estado verdaderamente laico, liberándose así de las recurrentes presiones y chantajes de una jerarquía ideológicamente retrógrada. Convertidos ya en nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos, nuestra clase política, surgida al socaire de la bonanza económica y de un optimismo sin mácula, fundó sus criterios de la gestión pública en el clientelismo con el aplauso de unos ciudadanos que, confortados por el acceso a un crédito fácil, asumieron que este era un pozo sin fondo. El paso de una pobreza real a una riqueza ficticia no se produjo gradualmente sino con una brusquedad que no permitió la creación de una cultura amortiguadora de tan vertiginosa mutación. De ser un país de emigrantes en busca del pan que no ganaban en casa nos convertimos en otro que acogía a millones de fugitivos de la pobreza oriundos de Iberoamérica, Magreb y África subsahariana.

El ejemplo más extremo pero sintomático de lo que ocurría en nuestras “enladrilladas” costas mediterráneas, lo hallé en El Ejido. El país misérrimo que visité hace poco más de medio siglo saltó de un brinco a ser uno de los municipios más ricos de Europa. En medio del mar refulgente del plástico de los invernaderos bajo el que se apiñaban en condiciones indignas millares de magrebíes y subsaharianos, la ciudad improvisada sin planificación alguna albergaba según un informe del Foro Cívico Europeo que cito de memoria, una cuarentena de agencias bancarias, ciento y pico prostíbulos y una librería a todas luces superflua a ojos de una comunidad para la que la educación era algo inútil de cara al logro y al manejo del dinero. ¿Quién iba a decir en 1997 que esta sociedad derrochadora y caciquil, fruto de la megalomanía de especuladores de toda laya a cargo de las Autonomías y Diputaciones —verdaderos reinos de Taifa— iba a convertirse de pronto en el nuevo “hombre enfermo de Europa”, como lo fue hace un siglo el imperio otomano?

Los ciudadanos no distinguen ya entre el partido que originó la ruina y el que la tapó

Al despilfarro y delirio de grandeza de la época de Aznar —el de la boda principesca en El Escorial, con un yernísimo que a diferencia del esposo de la infanta Cristina ha dejado misteriosamente de ser noticia— sucedió para alivio de muchos la llegada al poder de un joven y prometedor José Luis Rodríguez Zapatero. ¿Sabía este en marzo 2004 la envenenada herencia que recibía en manos? Quienes creíamos que no, dado su tenaz optimismo y negación obstinada de la crisis que se nos venía encima después de la quiebra fatídica de Lehman Brothers, nos equivocamos de medio a medio. Un reciente artículo de Francesc de Carreras (La razón moral del indignado, La Vanguardia, 29-5-2012) me puso sobre la pista del libro de Mariano Guindal, El declive de los dioses, cuya lectura aconsejo vivamente, en la que su autor entrevista a quien pronto sería ministro de Industria de Zapatero en vísperas de las elecciones de 2004, y en la que Miguel Sebastián declara: “Menos mal que no vamos a ganar porque la que viene sobre España es gorda […]Tenemos una burbuja inmobiliaria y es inevitable que estalle y cuando esto ocurra se lo va a llevar todo por delante incluyendo los bancos”. Si, como admite el entrevistado, Zapatero y su equipo no estaban preparados para empuñar el timón en la tempestad que se avecinaba, cabía esperar al menos que dieran a conocer la “tremenda” situación que heredaban. La culpa no era suya, y lo razonable hubiera sido coger el toro por los cuernos y afrontar con urgencia la previsible catástrofe.

Por desgracia no lo hicieron y al desmadre especulativo y saqueo del erario público sucedió su incomprensible ocultación. Todo iba bien, seguíamos en el mejor de los mundos, hasta el momento (abril 2011) en el que ya resultó imposible negar la vorágine en la que nos anegábamos y, con dicho reconocimiento tardío, Zapatero cavó su propia tumba.

Hoy, en el vertiginoso salto atrás a la pobreza, paro y ladronería bancaria, cuando los españoles vuelven a emigrar a Inglaterra, Norteamérica, Suiza o Alemania y másters en mano se ven obligados a asirse al empleo que sea en medio del naufragio; cuando liberados de la influencia francesa (¡ah, el sublime Aznar!) dependemos enteramente de la Dama de acero alemana y de las voraces agencias de notación; cuando los mineros de Asturias en huelga marchan a pie hasta Madrid y sacuden con sus justas reclamaciones los fundamentos éticos de un Estado presuntamente democrático, ¿que hacen Rajoy y su flamante Gobierno? Negar ya no la crisis sino el rescate hasta el último momento y presentar luego la capitulación como una victoria; aclarar que “donde digo digo, digo Diego”; sostener que si accedió a agarrarse al salvavidas fue cediendo a las súplicas de quienes se lo arrojaban; imponer los recortes brutales a la educación y asistencia sanitaria y dejar impunes a los causantes de la ruina y a quienes se aprovecharon desvergonzadamente de ella.

El rechazo casi general a la clase política e instituciones estatales, incluido el Poder judicial encarnado por el Dívar de los fines de semana marbellenses —por cierto, ¿por qué y por quién fue nombrado a tan alto cargo en tiempos de Zapatero?— traduce la perplejidad de unos ciudadanos que, desbordados por la magnitud de los problemas que les acucian, no distinguen ya entre los dos partidos políticos, el que originó la ruina y el que la tapó y, a falta de expresar su cólera a gritos, se refugian en la fatalista resignación. Estamos al cabo de un ciclo histórico y una crisis de civilización, y habrá que exigir responsabilidades como claman los indignados. Como se pregunta Josep Ramoneda en un reciente artículo en estas mismas páginas (Poco pan y peor circo, EL PAÍS, 14-6-12), “¿hasta cuando aguantarán los ciudadanos que nadie defienda sus intereses?”

Juan Goytisolo es escritor.

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12 AM | 21 Jul

RAUL RUIZ

En su libro Poética del cine Raúl Ruiz transita sobre los pasos del “inconsciente fotográfico” postulado por Walter Benjamin, quien sostiene que al examinar una “imagen fotográfica, fija o en movimiento” deja en evidencia cierta “cantidad de elementos secundarios que escapan a los signos más patentes en la conformación del tema de la fotografía, y que van adoptando de manera muy natural otra configuración de ellos mismos hasta constituir un motivo nuevo” (p. 67). Observo en esa imagen un tejido ilimitado e inabordable de posibilidades a analizar en su totalidad, asidas en y desde el detalle y su relación con otros detalles. De este modo, todo análisis deviene fracaso, pero a la vez gesto activo de lectura que abre otras lecturas. Ejercicio de aproximación como el ejecutado por Valeria de los Ríos e Iván Pinto, el cual excluye otras posibilidades de análisis, elementos secundarios que escapan o que dejan escapar a propósito. De ahí que este libro se constituya desde la paradoja de ser un completo análisis sobre un corpus incompleto. Un gesto de apertura, no totalizador, que al final de cuentas es el valor mayor del libro.

El prólogo de “El cine de Raúl Ruiz: Fantasmas, simulacros y artificios” (Es relevante el valor de este libro, sobre todo si se considera el escaso aporte editorial a la reflexión y análisis de las obras de los directores chilenos. En parte, este trabajo ha estado en manos de Uqbar, con textos sobre la obra de Patricio Guzmán y Cristián Sánchez) hace notar la escasa recepción de la obra del director. En 1984 Enrique Lihn afirmaba que éste era un “cineasta desconocido”. Hoy los editores plantean que a pesar de su fama: “su extensa filmografía permanece aún como un territorio inexplorado” (p. 11). Así, De los Ríos y Pinto trabajan sobre las causas de ese desconocimiento, destacando, entre ellas, “lo inaprensible de su cine”. Sin embargo, este libro no ambiciona aprehender todo ese territorio, ese cine prolífico e inclasificable, por el contrario, se configura como pieza compuesta por muchas otras piezas que arman, exploran, hurgan y transitan hacia una mejor comprensión de la obra del director, desde veintitrés fragmentos, veintitrés autores –incluido Ruiz- y veintitrés puntos de vista.

El cine de Raúl Ruiz” se ramifica en la obra del cineasta desde estas miradas. Sobre la base de textos publicados y otros inéditos presenta siete capítulos: “Pasajes”, “Territorio”, “Figuras”, “Ojo barroco”, “Mapas”, “Dobles y fantasmas”, “Poética”. Capítulos en los que predomina la idea de escena, espacio, campo, mirada, en los que se revisan los mundos creados por el director, algunos personajes relevantes y ciertas estrategias textuales cinematográficas recurrentes. Capítulos que por separado urden este intento por abordar y clasificar la obra del autor, y que unidos tejen una red que permite adentrarse en ciertas convergencias de ésta.

De manera contante los autores definen el cine de Ruiz. Rojas afirma que en él, “como en un poema auténtico, todo es materia significativa, sin desechos ni sobrantes” (p. 24). Para Bonitzer el cuerpo es su tema y “su propósito es corromperlo, transformarlo, metamorfosearlo” (p. 29). Por su parte, Daney plantea que la “lengua ruiziana es un holograma de una Torre de Babel” (p. 32). En tanto, Cáceres se inclina a pensar que en Ruiz “es la imagen la que determina la narración (p. 54). Una definición más totalizadora es la de Espósito, para quien todo su cine intenta “contrastar el automatismo de la narración (…) Crear una zona de indeterminación” (p. 239). Para Pick, la obra de éste es “extraña y barroca, lúdica y alucinatoria”, escenifica un mundo “monstruoso y repugnante en su banalidad, estrafalario en su humor y perverso en su violencia” (p. 36-7). Buci-Glucksmann plantea que el cine de Ruiz es un cine barroco, donde “todo es posible”. Así, definir, como ejercicio analítico, es el espejismo evidente que intenta coger e interpretar su obra.

Distintos tropos y figuras retóricas son relevados por los autores. Por medio de un lenguaje metamorfoseado intentan construir una base narrativa desde la contradicción y el sinsentido. De este modo, la paradoja es un tropo recurrente en la obra de Ruiz. Urrutia plantea que el director “compone relatos picnolépticos, en lo que prima (…) un estado de vigilia paradójica, de ausencia de sentidos en una narración” (p. 263). En tanto, Christie enfatiza la parodia y Bégin la alegoría. También está presente la burla, siendo Ishaghpour quien afirme que el autor “se burla de los contenidos, las formas, las historias y las imágenes” (p. 179). Para Bruno, el “absurdo empuja siempre hacia el sinsentido” (p. 44).

Una dualidad latente en el cine de Ruiz es la que expone Mora del Solar al detectar una “continua tensión entre lo real y lo fantástico (p. 67). Tensión frecuente en el análisis del libro. De ahí que cada película sea “una vuelta de tuerca más hacia un grado superior de la posibilidad” (Rojas, p. 23), y avance “por medio de rupturas y colisiones respecto de alguna norma o borde cultural” (p. 25). De ahí que sea posible entender la idea de realismo púdico, que considera “la noción de realidad no ya como lo dado (…), sino como un sistema de ocultamientos” (Rojas, p. 21). En las películas de Ruiz, según Lema, en especial en las realizadas durante la Unidad Popular, “lo real copa la escena”: cacerolazos, tomas de fábricas, Piedra Roja, la temática de Cuba, la música.

 

De lo real tensionado con lo fantástico se aprecia la constante del simulacro, pero también del espacio mítico. Como un cineasta “teológico”, de “entidades no-existentes”, es decir, “simulacros, fantasmas, soplos” (Bonitzer, p. 27), es uno de los pocos cineastas que mejor puede decirnos “hasta qué punto nuestra relación con el mundo es tenue, precaria” (Daney, p. 33). Su cine y obra son “una acentuación de la simulación, de sus modulaciones y variaciones”, a la vez, “centra su poética en la indagación del simulacro, del acontecimiento y de las paradojas” (Cangi, p. 247-8). En lo que respecta la presencia de “un escenario mítico”, este se encuentra presente en La expropiación, “donde el tiempo histórico es muchas veces un referente puesto entre paréntesis” (Marín, p. 104). En las películas de Ruiz, según Corro, los personajes “quieren circular más allá de lo razonable por el tiempo y el espacio desmedido”, por lo que toda forma y función de la desaparición en Ruiz implica escribir “sobre desapariciones y apariciones” (p. 271).

Vinculado con la relación entre obra y espectador, Pick sostiene que este realizador empuja al segundo “hacia un mundo fluctuante, intrincado y fragmentado, donde el cuadro cinematográfico es el escenario de transformaciones insólitas” (p. 37), en concordancia con la propuesta de Urrutia, quien hermana el cine de Ruiz con el de Lynch, “en tanto que ambos son directores que adoptan una postura que jamás será paternalista con su espectador” (p. 269).

En tanto, Adrian Martin releva el trabajo teórico de Ruiz, el cual considera “el menos apreciado” (p. 291) dentro del campo de la teoría cinematográfica. Observa en su ensayo “Las seis funciones del plano”, la “más brillante y sostenida meditación (…) sobre cine porque ofrece, precisamente, una teoría de la conexión y la desconexión en el medio fílmico” (Martin, p. 294), en especial en el plano. Para Ruiz, en este ensayo, “las funciones de cada plano sólo se activan en contacto con los otros planos y son independientes de ellos” (p. 307). Definición paradojal que pone de manifiesto ese rasgo dual y distintivo del plano, que lo hace, en sus palabras, tanto centrífugo como centrípeto.

Como esbocé al comienzo, toda definición que se ofrezca en “El cine de Raúl Ruiz” sobre el cine del director es incompleta y fragmentaria, ya que son varios los “elementos secundarios que escapan a los signos”. Esa es la gracia de su obra y ese es el valor de este libro. Si bien Rosenbaum plantea que “cualquier intento de cartografiar la amplitud y la unidad de las obras de Ruiz en video y cine, amenaza con convertirse en una traición de esa obra” (p. 210), este libro es una “amenaza necesaria” para la recepción de una obra como la de Ruiz.


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