10 PM | 13 Ene

EN BUSCA DEL PADRE AUSENTE

            En busca del padre ausente

                                                                                                                                                                              Julio Rodríguez Chico

  Galardonada con el León de Oro en la pasada Mostra de Venecia y con el Premio del Jurado en el de Gijón, este debut del ruso An-drey Zvyagintsev viene a incidir en la necesidad de conocer al pa-dre, y en su necesaria presencia junto a la madre en la educación de los hijos para el armónico desarrollo de su personalidad. Para ello, Zvyagintsev sigue la estela de Tarkovski y Sokurov, con una estética que busca capturar el tiempo y adentrarse en el alma de sus protagonistas.

  Andrey e Ivan son dos hermanos adolescentes que ven cómo un día re-gresa un padre para ellos conocido sólo por las fotografías. Su reacción es dispar, y mientras que en el prime-ro surge un sentimiento de admira-ción, en el más pequeño nace el rece-lo y la desconfianza. Es una vuelta a casa llena de misterio y enigmas, co-mo lo es su pasado y los motivos que le mueven a llevar a sus hijos de ex-cursión durante varios días. Asistimos a las difíciles relaciones entre un pa-dre autoritario y unos hijos que inician un viaje de maduración, que pasa ne-cesariamente por el conocimiento de quién es su padre o por la su-peración de unos temores y juegos infantiles. Este viaje es una au-téntica odisea de siete días, contada al hilo de un diario, el mismo que llevan los dos hermanos en su excursión de pesca. Presen-ciamos el drama interior de un padre que entiende la educación al estilo militar, que busca hacer madurar a sus hijos con una salida que se convierte en auténtica jornada de supervivencia; tiene buen corazón, pero sus formas son autoritarias y enigmáticas, y arras-tran a la admiración pero no al cariño. El drama de los hijos, espe-cialmente el de Ivan –bajo cuya mirada contemplamos toda la his-toria–, no es menor y se inicia con un juego en el que se pone a prueba la valentía y el orgullo entre los amigos, y que a la postre resultará decisivo. Al desencuentro entre padre e hijos se le puede añadir otra interpretación más política y sociológica, de manera que nos hablaría de las dificultades de una Rusia poscomunista para abrirse camino tras una cultura y formación basada en las ideas de fuerza e imposición desde el poder.

 

  Cine, como el de Tarkovski, que invita a la reflexión, a responder a multitud de preguntas e incógnitas. Son las que Ivan se formula y dirige a su padre, deseoso de conocer sus intenciones y los moti-vos que le mueven en su actuar. Y cine de imágenes llenas de poesía, que penetra en el interior de sus personajes para dejar ver la soledad y la desolación que albergan, captados con maestría por una fotografía que recoge unos paisajes gélidos y desiertos, y por un sonido que resalta el valor de los silencios. A esta calidad formal hay que añadir una estructura narrativa bien construida que sabe mantener los tempos adecuados y una intriga desasosegante, además de unas interpretaciones que trasmiten toda el drama y el misterio que la historia encierra.

  Película sobre el tantas veces trata-do tema de la ausencia del padre, pero a la que el director ruso imprime un aire dramático y lleno de vida que estremece al espectador. No es una película al uso, sino una introspección en lo más interior e intemporal del hombre, al que lleva a pensar y a la vez a gozar de unas existencias tris-tes que buscan conocer su identidad para recorrer con seguridad el camino de la vida. Intencionadamente oscura y críptica en su interpretación, busca la complicidad de la inteligencia del espectador hasta convertirlo en coautor de la historia: nada es nítido porque su director entiende el cine “como una relación espiritual en que las emociones no deben someterse a las palabras”. No es, por tanto, una película de palo-mitas sino de ideas y sentimientos que sobrecogerán al espectador hasta hacerle pensar y sentirse vivo interiormente.

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09 PM | 13 Ene

LA MENTIRA

                                                                                            MIQUEL
 Notable realización de Claude Chabrol, que se estrena el 22-I-1969 (Francia). Corresponde a su tercera época, la que para muchos es la mejor del cineasta. Desarrolla un agudo análisis psicológico de los personajes principales y de su evolución en el marco de un relato de intriga y tensión que los coloca en situaciones límite. Compone un soberbio fresco en el que se ponen de manifiesto las características que singularizan la burguesía francesa de la segunda mitad de los años sesenta. La visión actual del film se beneficia del valor de testimonio de una época y de unos personajes del pasado que en su momento eran tan reales como la vida misma.

La narración se desgrana con parsimonia, atención al detalle y el apoyo de elementos que aportan indicaciones y sugerencias basadas en analogías, simbolismos y paralelismos, como el problema que plantea al chico y a la familia la resolución del rompecabezas de cartón. El gusto por el sobrentendido, la elipsis y la sugerencia, alcanza su máxima expresión en una escena magistral, en la que Chabrol no explica lo que está ocurriendo, sólo lo da a entender mediante silencios, gestos contenidos, miradas desde la distancia y sobrentendidos que ha de componer el espectador en unos pocos instantes. En nuestra opinión, ésta es la secuencia culminante de la obra y una de las mejores escenas creadas por el realizador.

La acción transcurre en escenarios exteriores de Paris, Neuilly y Versalles, y en escenarios interiores. Los primeros inundan la escena de luz, color, monumentos, jardines, fenómenos atmosféricos (tormentas, lluvia …) y espacios abiertos, por los que siente predilección. Los segundos se presentan construidos con abundancia de elementos que reflejan o glosan el estilo de vida, los valores y las aspiraciones de la burguesía francesa de los años 60. Los temas ampulosos, eróticos, mitológicos y barrocos de las cuadros de la residencia de Versalles hablan de la artificiosidad, vanidad y convencionalismos de los personajes que lo ocupan. De igual modo, la acotación de la figura de la Libertad, de Delacroix, que preside la estancia principal del apartamento de Neuilly-sur-Seine habla de ruptura de lo convencional, de emergencia de nuevos valores para una nueva época, de superación de antiguos y caducos prejuicios.
 

Chabrol aprovecha la ocasión para dejar constancia de su afición a la música clásica, su gusto por la música moderna instrumental (jazz), su apego a la buena mesa, su preferencia por la combinación en la mesa de vino tinto y vino blanco, sus conocimientos de cocina (crepes flambeados) y de su cinefilia. Aconseja al espectador la película “Doctor Zhivago” (1965), de David Lean, y le recuerda que todavía puede gozar de su último trabajo, “Las ciervas” (The Bitches). No faltan los trazos irónicos y mordaces con los que mira la moda de la minifalda de Brigitte. Retoma el tono jocoso y burlesco siempre que se refiere a la mentira y al embrollo.

 

El film capta la atención del público y la mantiene sobre ascuas a lo largo de un desarrollo complejo, pero asequible y convincente, en el que lo más importante es la transformación que se opera en el interior de los personajes. Por lo demás, la obra constituye un buen ejemplo del valor que para Chabrol tienen las figuras de estilo y las formas de contar las cosas.

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11 PM | 29 Dic

JONAS MEKAS

  Jonas Mekas y el underground neoyorkino. Una actitud nueva
David Gutiérrez Camps

Jonas Mekas, el líder exiliado

“La pintura –cualquier clase de pintura, cualquier estilo de pintura-, el hecho mismo de pintar, en realidad, es actualmente una forma de vida, un estilo de vida, por así decirlo”. Mekas repite esta cita hasta la saciedad, en The Village Voice, en Film culture, e incluso sirve de introducción a varios de sus artículos. Es una clave para él que va repitiendo en varios contextos, precediendo a artículos de contenido variable. Lo dijo Willem de Kooning, pintor estadounidense y es, sin duda, para Jonas Mekas un fundamento clave en su estilo de escribir, de filmar, de montar. Sobre esta idea tratará el presente trabajo. Sobre una actitud, una forma de vida, como dice De Kooning o, dicho de otra forma, de un conjunto de películas hechas por gente joven con unos principios similares y algunas constantes estilísticas comunes. A finales de la década de los años 50, se produjo una explosión libertaria en el cine en la ciudad de Nueva York. Se hicieron películas muy distintas entre sí, no obstante a lo largo de este trabajo intentaré mostrar qué tenían en común y qué las separaba de las demás.

El portavoz oficial de este movimiento, conocido como “nuevo cine americano” o “cine underground” fue, sin ninguna duda, Jonas Mekas. Sin su ímpetu es incluso difícil poder asegurar que este movimiento hubiera existido de la forma en que lo hizo. Su tenacidad en la defensa de los nuevos cineastas desde la revista que él mismo creó, Film culture, y el semanario The Village Voice, donde colaboraba, permitieron a este cine encontrar huecos en donde se hablara de él y, por consiguiente, salas donde se exhibiera.

Mekas, además de portavoz puede considerarse por lo tanto casi el inventor de este movimiento. Sus artículos proclamaban Shadows, de John Casavettes, y Pull my daisy, de Robert Frank, como el principio de una revolución que tendría que haber llevado a un nuevo estilo de cine, el llamado underground, a derrocar al antiguo y academicista cine de Hollywood. El tono apasionado de sus textos en defensa del espíritu de este cine define los límites de este movimiento cinematográfico y le da una dimensión que las películas por sí solas probablemente nunca hubieran conseguido.

El presente trabajo se centrará en los artículos que Mekas escribió en The Village Voice y Film culture. A partir de ahí, veremos su propuesta en aquellos años en tanto portavoz-inventor-militante-cineasta del cine underground neoyorkino, lo que nos permitirá hablar de una actitud ante el cine que ha quedado un poco fuera de juego con el paso de los años. Se habla muy poco de esta rebelión que intentaron unos pocos norteamericanos, a la manera de lo que estaba ocurriendo en Europa. El estilo de lo que Mekas llamaba nuevo cine americano se fundamenta en actitudes muy diferentes a las de los nuevos cines europeos, aunque se puedan encontrar concomitancias entre lo que ocurrió a ambos lados del Atlántico. El underground tiene personalidad propia y por lo tanto, debería tener una voz en el debate sobre la historia del cine pero el exagerado poder de la máquina de Hollywood por un lado y la autocomplacencia europea por otro, han tendido a eliminarlo de los libros, de las escuelas y del debate teórico.

 

 

Jonas Mekas arribó a Estados Unidos de América en 1949 procedente de Lituania, donde había nacido en el año 1922 y de donde tuvo que huir por motivos políticos. El régimen ruso le consideraba un disidente, así que tuvo que cruzar medio mundo hasta llegar a la ciudad de los que no tienen lugar: Nueva York. Jonas hizo este viaje acompañado por su hermano Adolfas, con quien pronto pudo alquilar un piso en Williamsbourgh, Brooklyn. Ahí empezó su eterno deambular por trabajos mal pagados en fábricas y por las calles de Brooklyn. Esa ciudad exagerada que se llama Nueva York emanaba una soledad insoportable para Mekas. De ahí su condición de eterno exiliado en la ciudad de los exiliados. “No existe para mí el internacionalismo abstracto. Tampoco cuento con el futuro: estoy aquí y ahora. ¿Se deberá esto al hecho de haber sido arrancado por la fuerza de mi hogar? ¿Es ésa la razón por la cual siempre siento la necesidad de un nuevo hogar, porque no pertenezco en realidad a ningún lugar, excepto a ése, a ese lugar que fue mi niñez y que se ha ido para siempre?”, reza Mekas en sus diarios 1 . Este tono melancólico, muy sensible, es el que preside su cine, que es casi en su totalidad un diario fílmico de su propia vida. Mekas se siente solo y exiliado. Poco después de su llegada comienza a filmar diariamente fragmentos de su vida y lo que la rodea. Son filmaciones improvisadas, casi al azar, que él irá reelaborando a través del montaje, dándole una perspectiva concreta a través de la voz en off o la inserción de intertítulos.

En cambio, en su trabajo como crítico Mekas sabrá, por lo general, dejar aparte esa eterna melancolía de raíz romántica. Su romanticismo aparecerá en sus textos en forma de pasión y de inocencia. Con un vasto conocimiento de la historia del séptimo arte, Mekas consigue en sus críticas transmitir un punto de vista propio desde una perspectiva única. Mekas no cae en divagaciones intelectualoides, ni reproduce la crítica canónica de la época. Su estilo es más subjetivo que el que se utilizaba en el Cahiers de la época.

“Quizá sean las palabras crítico y criticar las que tan a menudo nos confunden. ¿Quién nos ha puesto en la cabeza que un crítico debe criticar? He llegado a una conclusión: el mal y la fealdad se cuidaran solos; es el bien y la belleza lo que necesita de nuestros cuidados. Es más fácil criticar que prestar cuidados. ¿Por qué elegir el camino más fácil?” 2 . Este fragmento, además de servir de ejemplo de la forma de escribir de Mekas, definen muy bien su estilo. Mekas no pretende criticar, sino hablar sobre cine a través de las películas, y cuidar aquel cine que lo necesita. El underground le necesitó. Y él cumplió con lo dicho.

 

Las raíces del underground

Este cine de espíritu libertario que hicieron los Robert Frank, John Casavettes, Gregory Markopoulos, Andy Warhol… fue algo muy nuevo en su momento. Resulta interesante, antes de hacer una aproximación directa a lo que fue el cine undeground de los 60 a través de los textos de Mekas, tratar de encontrar cuáles son las razones que llevaron a Nueva York a semejante estado mental, que permitió la explosión underground. Y no se trata de una forma de contextualizar lo ocurrido, sino también de entenderlo porque este ambiente, este estado mental… es el underground.

Cineastas como Stan Brakhage, Keneth Anger o el propio Mekas tienen mucho que ver con las vanguardias europeas de los años veinte. En aquella época, gente como Luis Buñuel, Marcel Duchamp o Man Ray hicieron un cine que rompió con todo y que tuvo una fuerte repercusión en los círculos vanguardistas. Artistas plásticos como Vikking Eggeling, Hans Richter, Walter Ruttman u Oskar Fischinger también hicieron un cine que se despegó de todo lo precedente. La liberación surrealista llegó al cine.

 

En el año 1946 Hans Richter estrena en EE UU el film Dreams that money can buy, irrumpiedo en Nueva York la vanguardia dadaíista abstracta. Y es que muchos de los vanguardistas europeos tuvieron que dejar una Europa destrozada por el nazismo. Artistas como Ernst, Mondrian, Léger o el propio Richter llegaron a Nueva York y se convirtieron en los dueños de la ciudad a nivel artístico. La presencia de estos embajadores de la vanguardia contribuyó a la formación de un movimiento pictórico como es el expresionismo abstracto, que es otra influencia del posterior cine underground. Arshile Gorky fue el primero en adoptar la técnica del automatismo. Los Gorky o Pollock “rechazaban los estilos en boga en su época y precisamente por ello se consideraban conscientemente vanguardistas. Sabían que su arte, por ser nuevo y diferente, cosecharía el rechazo del mundo artístico y del público. Y no se equivocaron” 3 .

El arte de vanguardia se iba imponiendo en Nueva York. Músicos experimentales como La Monte Young o John Cage ganaban en importancia. Precisamente Cage se esforzó en invitar a los pintores abstractos a llevar la mirada al mundo exterior y abrirse de su cerrazón vanguardista. El pintor y fotógrafo Robert Rauschenberg fue muy importante en este sentido, ya que empezó a usar en sus creaciones objetos propios de la vida cotidiana. “No quiero que la pintura parezca lo que no es. Quiero que parezca lo que sí es” 4 , decía Rauschenberg. De este modo, la pintura dio un paso más del expresionismo abstracto hacia el pop, que acabarían popularizando Andy Warhol.

Nueva York destronó a París como capital artística del mundo. Muchos artistas de todo tipo deambulaban por la ciudad. Pocos años después, Andy Warhol decidiría producir el primer disco de The Velvet Underground (1966), un grupo que mezcló influencias muy diversas y se convirtió en símbolo clave de la escena musical de Nueva York. Melodías repetitivas, letras apocalípticas, voces suaves, grabaciones rudimentarias… The Velvet… supuso una auténtica revolución en el mundo del rock: son precursores del punk, pero también del llamado art-rock.

En el ámbito de la literatura, aunque centralizado en la costa oeste, en San Francisco, autores como Jack Kerouac o Allen Ginsberg escribían de una forma nueva, con una suerte de espontaneidad y con un estilo poco cuidado. Estos autores no tenían problema en atacar las bases de la cultura americana, proponiendo nuevos valores, nuevas formas de vida. Fueron la llamada generación beat. En cierto modo, la América institucional estaba interesada en el surgimiento de este tipo de movimientos –especialmente, el expresionismo abstracto-, puesto que suponía una superación del izquierdismo de raíz claramente comunista.

Nuevas tendencias pictóricas, literarias y musicales iban llegando a Nueva York. Y no sólo se trataba de arte. La contracultura tuvo muchas facetas en los años 60 que sería complicado analizar aquí con un mínimo rigor. Todos estos movimientos culturales tuvieron una influencia en los cineastas undeground y con los textos de Jonas Mekas, también muy vinculados a esa Nueva York que se sentía especial.

Por otro lado, los nuevos cines europeos en general y la nueva ola francesa en particular también tuvieron una relación directa con el surgimiento del underground y el tratamiento que Mekas le dio. En muchos países europeos y algunos latinoamericanos estaban apareciendo nuevos cineastas que reaccionaban contra el cine precedente, demasiado academicista y acomodado, según ellos. Los fundamentos teóricos de estos movimientos señalaban al director como el responsable y, por lo tanto, autor de la película.

En el terreno crítico estadounidense, Manny Farber fue también muy importante en la formación de una cultura alternativa a Hollywood. El estilo personal, pero exacto e ingenioso de Farber fue probablemente una influencia directa para Mekas . Farber, además, fue el primero en aplicar el término underground al cine. Pero su concepción era ligeramente diferente a la que Mekas populizaría. Farber escribía: “Las películas del grupo Hawks-Wellman son underground por otras razones aparte del hecho de que el director se oculte bajo las capas superficiales de su trabajo. El rudo cine de acción halla su lugar natural en cuevas: en cines lóbregos y congestionados que parecen tiendas de tatuaje reformadas y que se ubican junto a las terminales de autobús en las grandes ciudades” 5 . Farber se refería a películas de acción, de serie B, obras de Walsh, Hawks , Wellman… donde los directores abandonaban los delirios de grandeza a los que muy habitualmente les invitaba la industria y hacían películas mucho más humildes, pero mucho mejores, en opinión de Farber. El término underground se mantuvo, probablemente en referencia a ese carácter lóbrego y poco aseado, de las salas donde se proyectaban este tipo de filmes, y al estilo descuidado de las películas que después Mekas llamaría underground. Al respecto, aclaró recientemente Mekas en una entrevista concedida a una revista española:“El término underground es un pequeño hecho histórico que fue usado por primera vez por Duchamp cuando le preguntaron en Philadelphia sobre cuál sería el futuro en el siglo XXI, y él respondió que los artistas tendrían que ir ‘bajo tierra’.”

 

Una(s) nueva(s) estética(s)

En 1959, se estrenan en Nueva York las dos películas que Mekas considerará como las obras fundacionales del “nuevo cine americano”: Shadows, de John Casavetes, y Pull my daisy, de Robert Frank y Alfred Leslie, adaptación de una obra de teatro de Kerouac. Ambos filmes coinciden en rechazar la dictadura del guión abriendo la veda de la improvisación. Es un cine fresco, muy directo, que no tiene miedo de filmar en las calles y de noche, y que traza un puente con lo que se está haciendo en Europa en ese mismo momento, pero con particularidades muy americanas o, mejor dicho, muy neoyorkinas.

A pesar de estar implicado con el grupo de Film culture Casavettes hizo una segunda versión de Shadows, que levantó mucha polvareda entre sus compañeros. Volvió a rodar algunas escenas más minuciosamente, la alargó y la hinchó a 35 mm. Al respecto, Mekas escribe, “no me cabe la menor duda de que, mientras que la segunda versión de Shadows es otro film más de Hollywood –aunque inspirado por momentos-, la primera versión es el film americano de la última década que más fronteras ha traspuesto. Debidamente comprendido y presentado, podría influenciar y cambiar el tono, tema y estilo de todo el cine independiente americano. Y ya está empezando a hacerlo.” 7 Mekas no podía tolerar que Casavettes hubiera arreglado un poco su película, la hubiera domesticado, cuando era un grito en favor de la liberación del cine. Pese a eso, el director de Faces, mantuvo la famosa nota que aparece en pantalla tras el último plano de la película: the film you’ve seen is just an improvisation.

 

Pull my daisy, de Robert Frank, no sólo destaca por la espontaneidad de la que hablábamos. Vemos cómo Mekas ensalza su imagen: “La fotografía en sí, su agudo blanco y directo blanco y negro, tiene una verdad y una belleza visual que no existe en los recientes films europeos y americanos. La higiénica pulimentación de nuestros films contemporáneos, sean de Hollywood, París o Suecia, es una enfermedad contagiosa que parece propagarse a través del tiempo y el espacio. Nadie parece estar aprendiendo nada, ya sea de Lumiére o de los neorrealistas: nadie parece darse cuenta de que la calidad de la fotografía es en cine tan importante como el contenido, las ideas o los actores. (…) Cuando vemos las primeras películas de Lumière, (…) le creemos, creemos que no está fingiendo. Pull my daisy nos recuerda nuevamente ese sentido de la realidad y de proximidad que es la primera propiedad del cine.” 8

Mekas clama por una recuperación de la inocencia en la mirada, por una recuperación de la belleza de lo virgen, por una recuperación de la verdad. Estos tres principios podrían coincidir con lo que clamaban los franceses, pero no sólo este tipo de cine cercano a la realidad es el considerado underground.

La grandeza de Shadows instó al grupo de Film culture a crear el Independent Film Award, que se convirtió en una referencia clave para el cine underground. La segunda edición de tal galardón fue para Pull my daisy y la tercera para Primary, una película documental de Ricky Leacock, Don Pennebaker, Robert Drew y Al Maysles. Estos directores son hoy considerados los creadores del cine directo. El grupo de Mekas les concedió el galardón, argumentándolo de esta forma: “Whereas the usual fiction film is drowned in heavy theatrics, and the usual theatrical and television documentary has become a pallid and dehumanized illustration of literary texts, in Primary, as well as in their Cuba sí, Yankee no, Ricky Leacock, Don Pennebaker, Robert Drew and Al Maysles have caught the scenes of real life with unprecedented authenticity, immediacy and truth. They have done so by darlingly and spontaneously renouncing old controlled techniques; by letting themselves be guided by happening scene itself”.9

A pesar de que el grupo de Leacock no formara parte directamente del movimiento del new american cinema, puesto que por ejemplo no firmaron el First statement, Mekas defendió a rajatabla sus películas y habló de ellas como parte de un nuevo cine que estaba cambiando las cosas. Coinciden en tener poco dinero y mucho hambre de verdad. “La pasión de Leacock, Maysles, Brault y Pennebaker por el Cine Directo ha dado como resultado varios hechos secundarios. Las nuevas técnicas de la cámara y los nuevos materiales temáticos han influenciado a un cierto número de películas independientes de bajo presupuesto. (…) La obra de Andy Warhol es, sin embargo, la última palabra de Cine Directo. Es difícil imaginar nada más puro, menos escenificado y menos dirigido que Eat, Haircut o Street. Opino que Andy Warhol es el realizador más revolucionario trabajando actualmente. Está abriendo a otros realizadores un campo de realidad cinematográfica inexhaustible y completamente nuevo”, explicó Mekas 10 .

 

Es interesante esta relación que establece entre Leacock y Warhol, porque tiende un puente entre dos estilos muy diferentes. De las historias que cuentan Leacock y compañía, literalmente sacadas de la vida cotidiana de algunas personas, a las experiencias límite de Warhol, filmando durante horas una persona durmiendo o al Empire State, hay un trecho. Son estéticas diferentes, y ambas coinciden en un profundo contacto con la realidad, una producción muy pequeña y un deseo de hacer cine nuevo. Aunque estos ya sean planteamientos ajenos a la estética, pero sí a la ética.

El tercer Independent Film Award fue para un director completamente diferente: Stanley Brakhage y su película The dead and the prelude. Veamos las argumentaciones que se hacían desde Film culture: “During the last seven years, Stanley Brakhage has been pursuing his own personal vision. He has developed a style and a filmic language which is able to express (…) the unpredictable movements of his inner eye. (…) He has eliminated from his work all literary elements, making it a unique and pure cinematic experience.” 11

Este recorrido por los Independent Film Award demuestra las variedades estéticas de los cineastas relacionados con el grupo de Film Culture. Brakhage nada tiene que ver con Warhol. Ni con el Cine Directo. Brakhage es el más abstracto de los cineastas relacionados con el new american cinema. Su cine experimental indaga en las posibilidades de la imagen y el movimiento, siguiendo la estela de gente como Oskar Fischinger o el propio Hans Richter. Probó técnicas como el uso de imágenes negativas, la aplicación de pintura sobre el celuloide, la utilización de lentes especiales…

La espontaneidad de Casavettes, la fotografía de Frank, los documentales del cine directo, las experiencias límite de Warhol, la abstracción de Brakhage o Markopoulos… Filmes muy distintos, con estéticas casi opuestas. ¿Qué les une, entonces?

 

Una nueva ética

“La pintura –cualquier clase de pintura, cualquier estilo de pintura-, el hecho mismo de pintar, en realidad, es actualmente una forma de vida, un estilo de vida, por así decirlo”, volviendo a citar a De Kooning. ¿Era una forma de vida lo que tenían en común los autores de los que antes hablábamos? Probablemente, pero quizá sea mas adecuado utilizar la palabra actitud. Los cineastas del new american cinema tenían actitudes similares ante el cine. Sin duda alguna, parte de esta actitud provenía del otro lado del Atlántico. Allá por el 1959, Mekas decía sin tapujos que era la nouvelle vague la que había ayudado mucho a la generación de este movimiento (“Bergman and the nouvelle vague have stirred American critics and the American public out of a long lethargy” 12 ).

En el First statement, declaración que en 1960 hicieron algunos cineastas independientes -entre ellos, Mekas, Frank, Markopoulos y Bogdanovich-, se recoge abiertamente la herencia de los nuevos cines europeos, pero es interesante ver dónde ponen el acento los americanos: “Nuestra rebelión contra lo viejo, oficial, corrupto y pretencioso es fundamentalmente ética, lo mismo que en las otras artes de la América de hoy, -pintura, poesía, escultura, teatro- sobre las cuales se han estado soplando vientos renovadores durante estos últimos años. Nuestra preocupación es el hombre y lo que le ocurre. No somos una escuela estética que encierra el realizador dentro de un molde de principios muertos. Creemos que no podemos confiar en los principios clásicos, ya sea en el arte o en la vida” .

Ellos mismos lo dicen: no son un movimiento estético, sino ético. No sólo les concierne el cine, sino el hombre. Y hay que rechazar todo principio estético. De esta forma, se abren muchísimas posibilidades, muchos experimentos posibles. Cine barato, cine libre. De ahí que el grupo de Mekas incluya a cineastas tan diferentes como Frank, Markopoulos o el propio Mekas.

Entre otras cosas, Mekas –con el permiso de Andrew Sarris- se hizo portavoz de la politique des auteurs, con ciertos matices. Hablaban sin tapujos del cine como un arte, algo que nunca se ha hecho fácilmente el EUA, al decir que “creemos que el cine es una expresión personal indivisible. Por tanto, rechazamos la interferencia de productores, distribuidores y inversores hasta que nuestro trabajo esté listo para ser proyectado en la pantalla”. A diferencia de sus colegas europeos, el grupo del New American Cinema no pone tanto énfasis en el autor, como en el rechazo a las injerencias del business en el cine. Las comparaciones con la pintura, la música y la literatura son constantes, e impusieron la consideración del cine como arte. Un arte más, sin tener que dar más explicaciones.

 

 

Y es que no era –ni es- lo mismo hacer cine en Francia que en EUA, porque en tanto en Francia no existía un gigante como Hollywood había muchos sectores del establishment que, de una forma u otra apoyaban – pienso en las subvenciones- las producciones independientes. La marginalidad del underground se vio acrecentada por la grandeza de Hollywood. Los Godard, Rivette, Truffaut o Chabrol no tenían un enemigo tan grande contra el que luchar y la situación política y económica era muy diferente en su país. A ellos les fue más fácil entrar en los círculos por donde se mueven gran cantidad de películas. Mekas y su gente tuvieron que inventárselo. Para tener su propio circuito, crearon un sistema alternativo: la Filmmakers Cooperative, para poder hacer sus películas y el Filmmakers Showcase, para poder exhibirlas. Estas acciones no eran sólo una forma de poder hacer y mostrar películas, sino un auténtico desafío al establishment americano y, más en concreto, a las redes de distribución del cine imperante. No se trataba sólo de que no les quisieran ayudar a levantar sus películas, sino que ellos no querían entrar en contacto con el sistema de producción estándar. Las convicciones éticas de los firmantes de la declaración les obligaban a hacer filmes pequeños, de bajo presupuesto, más a la medida del hombre que el monstruo de Hollywood.

Dos años después de la declaración, algunas críticas hicieron que Mekas publicara un largo artículo titulado Notes on the new american cinema 13 . Se trata de un acto de defensa ante los ataques que estaba recibiendo, pero también es otro acto de amor, ya que no podía dejar de ayudar a todos esos cineastas que él mismo había instigado a unirse y plantear las cosas de otra forma. En este artículo, el lituano hace un exhaustivo repaso a los nuevos cineastas, sus estilos y los principios que les unen. Aclara, entre otras cosas, que “it is a mistake for the critics to treat these filmmakers as a conscious anti-Hollywood movement. Like the experimentalists, these “stream-of-life” film-makers did not band together to fight Hollywood. These were single individuals who were quietly trying to express their own cinematic truth”. El tono de las palabras de Mekas difiere ligeramente del que se usó en el First Statement. Más que nunca, en este artículo, el lituano habla este nuevo cine como un movimiento ético: “The new american artist cannot be blamed for the fact that his art is a mess: he was born into that mess. He is doing everything to get out of that mess. His rejection of “official” (Hollywood) cinema is not always based on artistic objections. It is not a question of films being bad or good artistically. It is a question of the appearance of a new attitude towards life, a new understanding of man”.

Mekas insiste. Este caótico grupo de personas por el que tanto estoy luchando tan sólo quiere hacer cine libremente, vivir libremente, ignorando todo lo prestablecido. Esta actitud de ruptura tiene mucho a ver con la generación beat, la música de LaMonteYoung, John Cage o la Velvet y las pinturas de Pollock, Gorky o Rauschenberg. Tanto Casavetes como Frank o el propio Mekas pertenecieron a este momento de aires revolucionarios. Entonces aún podían pensar en derrocar al establishment americano. Me pregunto qué deben pensar ahora.


La revolución es posible

Andrew Sarris habla de Mekas. “He wasn’t a critical journalist. Ha was an evangelist. There is something in Jonas that is consistent, this marvellous consistency, the personality, the life, the career. And I think that Jonas’ great virtue is in demonstrating through himself that anything is possible. Jonas goes out and does things that no one had any reason to belive can exist”. 14

Lo que dice Sarris es una de las razones por la cual los textos de Mekas emocionan. Habla de cosas que, en cualquier otro caso, nos parecerían completamente imposibles. Sí, es inocente. Inocente, pero apasionado y, aún ahora sigue haciendo las cosas a su manera. Y le han funcionado. Cierto es que la Filmmakers Cooperative nunca derrocó a Hollywood, pero él ha podido seguir trabajando, haciendo su cine, sus textos y su Anthology Film Archives, gran “filmoteca” de cine vanguardista en Nueva York.

 

Mekas creía que la revolución era posible. Creía que ese grupo de cineastas amateurs y caóticos podrían cambiar muchas cosas. Creía que el centro del cine se podría desplazar de la costa oeste a la costa este, de Los Ángeles a Nueva York. Mekas creía en esta revolución del individuo, en esta liberación de cada uno de nosotros. Jonas Mekas era un sacerdote romántico o, como dice Sarris, un evangelista. Un evangelista de lo libertario, que mucho tiene que ver con el clima que se generó en los años 60 gracias a las múltiples formas de la contracultura.

Incluso Dwight MacDonald, un autor muy crítico con el despedazamiento que los medios de comunicación de masas estaban causando en el mundo del arte, supo ver el movimiento beat y cineastas como Mekas, Rogosin y Frank como una posible salvación de lo que él llamaba Cultura Superior. “La mochila del beatnik es el equivalente moderno de la buhardilla del poeta, bajo distintos aspectos, menos el de la creación poética” 15. Su lucha por recuperar alguna forma de verdad les obligó a replantearse todo, desde su raíz. Por lo que al cine se refiere, ese replanteamiento implicó una reformulación total de los métodos de rodaje, en busca de lo verdadero, lo natural.

Por otro lado, es interesante preguntarse ahora sobre la vigencia del Jonas Mekas teórico. Creo que ya nadie puede hablar de la forma en que él lo hizo sobre la revolución que estaban llevando a cabo. Mucho tiempo tendría que pasar para poder subvertir un imperio americano que ya ha generado demasiados anticuerpos como para plantear una revolución real. Pese a esto, el planteamiento teórico de Mekas está más vigente que nunca. Su forma de escribir y pensar sobre cine es propia, única, personal. Muestra sus opiniones sin ningún tipo de problema, sin caer en la arrogancia o el esnobismo. La suya es una teoría, poética, fragmentada, subjetiva … valores cercanos a las teorías más avanzadas de hoy en día. Heredero de Kracauer y Farber, Mekas supo encontrar su propia forma de hacer las cosas, rechazando la aburrida crítica académica.

A diferencia de lo que querían hacer los cineastas europeos, Mekas apostaba por películas completamente nuevas. Se decía, en aquella época, que en Europa se hacía un cine comercial independiente y que en Nueva York se hacía cine independiente. Sea esto verdad o no, lo cierto es que Mekas y su grupo supieron cortar cualquier relación con el cine comercial y comenzaron a construir por sí mismos su alternativa, su revolución, sin que nadie les ayudara.

En este sentido, quizá tenga que ver el hecho de que los distribuidores europeos no son iguales que los americanos. Mekas vio en la distribución uno de los grandes problemas del modo de funcionamiento del cine. Una vez más, esto es algo hoy plenamente vigente. “Daría mucho por saber a qué círculo del infierno irán nuestros distribuidores, especialmente el distribuidor de la obra maestra y cumbre realización de Max Ophuls, Lola Montes. Lo más probable es que Lucifer obligue a dicho distribuidor a escribir una y otra vez, en el ardiente calor del verano infernal, su nuevo título, inventado en un momento de mundo inspiración, Los pecados de Lola Montes. Y eso no será todo. Creo que será también obligado a comerse, fotograma por fotograma, los sesenta y cinco minutos que cortó del film, y apuesto a que los vomitará antes de acabar con el último, con el que tendrá que empezar otra vez desde el principio.” 16

Y así actuó Mekas, creando su distribuidora y no actuando de esta forma, replanteándoselo todo para hacer las cosas bien. Gente de su talante, de su honestidad, de su humildad, de su tesón seria muy útil hoy en este maltrecho mundo en el que vivimos, donde nos resulta difícil ver el cine que nos interesa y aún más difícil evitar lo que no nos interesa. Quizá el cine se ha democratizado, en cierta forma, porque hay mucha gente haciendo cosas libremente, pero el control sigue perteneciendo a los mismos y probablemente su poder se ha exagerado. Su control sobre incluso las intenciones de los espectadores. Estamos confundidos (otra vez). Habría que volver a empezar desde el principio.

 

NOTAS
1 Esta cita sirve de introducción a la recopliación de sus artículos en el Village Voice. Mekas, Jonas; Diario de cine. El nacimiento del nuevo cine americano, Editorial Fundamentos, Madrid, 1975.
2 Mekas, pp 86.
3 A.A. V.V; Made in USA, ‘Fundació la Caixa’, 1991. pp. 14.
4 Op cit., pp 38.
5 Farber, Manny; Arte termita contra arte elefante blanco y otros escritos sobre cine, Anagrama, Barcelona, 1971. pp. 48-49.
6 Alcorta, Imanol; Pinet, Antoni; Conversación con Jonas Mekas, Cabeza borradora, nº 2, junio de 2003.
7 Mekas, pp. 25
8 Mekas, pp.21.
9 Film culture, 1961, nº 22, pp. 11.
10 Mekas, pp 204-
11 Film culture, 1962, nº 24, pp. 5.
12 Film culture, nº 21, 1960, pp 8.
13 Film culture, nº 24, 1962, pp. 6-16
14 James, David E; Jonas Mekas and the New York Underground; Preinceton University, 1992. pp. 69
15 MacDonald, Dwight; Masscult y midcult, Monte Ávila Editores, 1969.
16 Mekas, pp.17-18.

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05 PM | 22 Dic

ROUSSEAU Y LA ILUSTRACION

La Ilustración, reinterpretada

Cualquier momento debería ser bueno para reflexionar sobre la huella intelectual, política y estética dejada por Jean-Jacques Rousseau, un genio filosófico y literario de inmensa influencia tanto sobre su época como sobre las siguientes. Pero este año 2012 coincide con el tercer centenario de su nacimiento y el convencionalismo del número redondo nos invita a dedicarle una atención especial.

Ocurre, además, y esto sí que es importante, que se han publicado en los últimos tiempos diversas obras que obligan a repensar nuestros juicios heredados no sólo sobre Rousseau sino sobre toda su época. De especial impacto han sido los tres sólidos volúmenes –de unas mil páginas de apretada letra cada uno– escritos por Jonathan Israel sobre la Ilustración. Con Democratic Enlightenment, aparecido en 2011, ha culminado una imponente trilogía iniciada con Radical Enlightenment (2001) y proseguida con Enlightenment Contested (2006). Pese a sus dimensiones y su despliegue de erudición, son libros escritos con estilo vivo y apasionado, cuya lectura no reviste especial dificultad, aunque exige tiempo. Israel, debe aclararse desde el principio, no es un académico angloamericano al uso. Británico, actualmente en Princeton, y especializado en historia de Holanda y del judaísmo, es un cosmopolita, capaz de manejar casi una decena de lenguas, entre ellas el latín y el español.

La visión de Israel, panorámica y detallada a la vez, apenas deja rincón sin explorar. Lo que, en principio, debería hacer muy difícil resumir su idea central en unas pocas páginas. Pero no es así, porque la plantea de forma muy nítida (lo que es, quizá, su problema). Su gran pregunta versa sobre los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa, o de la modernidad occidental en general. Y defiende sin equívoco alguno que the big cause, la causa principal, de ambos acontecimientos fue la «filosofía moderna» (lo que hoy llamaríamos ideas políticas, económicas y sociales); y, dentro de ella, la «Ilustración radical». Un fenómeno desarrollado, según él, entre 1650 y 1800.

Algo que debería destacarse ante todo es que, frente a la tendencia dominante en las últimas décadas a ver la Ilustración como una multitud compleja de manifestaciones sin denominador común, nuestro autor intenta definirla de manera unitaria. Vuelve con ello al clásico planteamiento de Ernst Cassirer (La filosofía de la Ilustración, 1932), al que añade además un muy novedoso esfuerzo por verla desde ambos lados del Atlántico, con incursiones aun en Asia. Para Israel, la Ilustración fue un gran movimiento político-intelectual comprometido con la idea de que era posible y necesario mejorar la suerte de la humanidad gracias al uso de la razón para eliminar ideas o instituciones heredadas nocivas para la felicidad humana. Un proyecto dirigido por la «filosofía», pero que inevitablemente desembocaba en principios políticos, como la libertad y los derechos humanos. Es decir, que abría el camino para las revoluciones que acabaron en la implantación de las actuales democracias representativas. «A Revolution of the Mind» llama, en efecto, a la Ilustración –en un compendio muy legible que sintetiza sus tres volúmenes–, y dice que fue el acontecimiento cultural más importante ocurrido en el mundo desde hace quizás un milenio, «con un significado crucial también para la comprensión de nuestra política y nuestra filosofía».

 

El programa moderado impulsó reformas, pero era incapaz de realizar las transformaciones necesarias para acabar con los despóticos regímenes existentes

Frente a estudios recientes que distinguían la Ilustración francesa, alemana, norteamericana o escocesa, Israel sólo acepta dos variantes dentro del movimiento global: la Ilustración moderada y la radical; ambas comprometidas con la mejora de la condición humana, pero la primera, la más pública y notoria (mainstream), dominada por el escepticismo intelectual y el temor ante cambios políticos drásticos, aceptaba el compromiso con aristócratas y monarcas; apoyada por estos mismos poderes (court-sponsored), basada en un «complejo de superioridad eurocéntrico» y ligada al misticismo deísta de la masonería, no tenía reparos en distinguir entre el racionalismo que intentaba expandir entre las elites cultas y el mantenimiento de la religión y las supersticiones milagreras entre las clases populares, conveniente para que aceptaran su condición subordinada. La otra rama ilustrada, la radical, creó una «conciencia revolucionaria completamente nueva» a partir del principio de la igualdad humana; peor vista en los círculos oficiales, tendió a expresarse de forma más clandestina y a ligarse al racionalismo de los Illuminati. Esta división en dos ramas tuvo carácter universal, según Israel, pues no se limitó a Francia o Gran Bretaña, sino que apareció en la Europa central o en el mundo latino, e incluso en las colonias americanas que pasarían a ser los Estados Unidos, como ejemplifican las diferencias entre John Adams y Tom Paine.

Enemigos tanto de moderados como de radicales eran, por supuesto, los antiilustrados, que seguían apoyándose en la fe, en lugar de la razón, y cuyo saber por excelencia era la teología, a partir de la exégesis de los textos revelados. Los poderes existentes, anclados en el derecho divino y la legitimidad heredada, se alineaban en principio con estos últimos, pero el siglo ilustrado hizo que algunos de ellos giraran hacia posiciones ambiguas, dado su deseo de legitimarse también por su potencial para fomentar el progreso y el bienestar de sus súbditos.

La Ilustración moderada –continúa Israel– fue la dominante hasta 1770. Su origen, como ya señalara Cassirer para todo el conjunto, radicaba en Newton, que había compatibilizado ciencia y fe religiosa y había extendido la creencia de que las leyes de la física podrían aplicarse también a los fenómenos políticos y sociales. Su primer adalid, en el XVIII, había sido Montesquieu, ferviente admirador de la división de poderes británica, y su gran patriarca era Voltaire, aunque también encarnaba en Turgot o Grimm; todos ellos estaban dispuestos a apoyar a déspotas reformistas en Austria, Prusia o Rusia y a exaltar las excelencias de la religión para el pueblo. Entre los moderados se alinearían asimismo los ilustrados escoceses, aunque más en la práctica que en la teoría: Adam Smith, muy renovador en cuanto a la liberalización de los mercados, pero partidario del mantenimiento del imperio inglés y del poder aristocrático y eclesiástico; o Hume, de un escepticismo devastador en relación con la filosofía heredada, pero favorable a la aceptación de los hábitos dominantes, por razones prácticas, en lugar de predicar una reorganización social general a partir de normas universales de justicia o de moral. Todos eran, en definitiva, para Israel, «racionalizadores del Antiguo Régimen».

El programa moderado impulsó reformas, desde luego, pero era incapaz de realizar las transformaciones necesarias para acabar con los despóticos regímenes existentes. Eso sí, en su combate contra los radicales, los moderados difundieron involuntariamente sus doctrinas, con lo que facilitaron la transición a una segunda fase, dominada ya por estos últimos, que preparó el camino para la gran Revolución de 1789. No hará falta añadir que, al iniciarse esta, los moderados la rechazarían con horror, al revés que los radicales; pues la revolución se basaba en sus mismos principios: la igualdad de las personas, la destrucción de los privilegios arbitrarios y la creencia de que los gobiernos habían de trabajar por la felicidad humana y servir a los intereses globales de la sociedad en lugar de a los gobernantes. Otra cosa sería la evolución de cada cual a medida que el proceso revolucionario se despeñó hacia el Terror.

Un rasgo distintivo de la obra de Israel es su decidida localización del origen de la Ilustración radical. Al rastreo del nacimiento y desarrollo de esta línea de pensamiento, piedra angular de la modernidad, dedica este autor la mayor parte de su inmenso trabajo. Todo se remonta, para él, a Baruch Spinoza, protagonista de su primer volumen. Su metafísica basada en el monismo materialista minó las creencias en la divina providencia y en la autoridad eclesiástica y llevó a la repulsa de la teología, la revelación, los milagros y la idea de recompensas o castigos tras la muerte, defendiendo, en cambio, a la razón como única guía legítima en los asuntos humanos. Este racionalismo extremo del spinozismo sería el rasgo fundamental de la Ilustración radical, frente a la moderada, que intentaría limitar la razón al papel de auxiliar o acompañante de la revelación y la autoridad eclesiástica. Y es también la llave que abre el camino al relativismo moral, la defensa de la igualdad, los derechos individuales, la libertad de opinión y la de cultos.

El racionalismo extremo del spinozismo sería el rasgo fundamental de la Ilustración radical

El materialismo spinoziano fue desarrollado en el siglo ilustrado por una serie de pensadores audaces: Bayle, Helvecio, Mandeville, Diderot, d’Holbach, Raynal. Frente a los moderados, que tendían a ser religiosos (protestantes, católicos o judíos), los radicales fueron deístas, agnósticos o ateos y combatieron el dominio social de las religiones. Ese deísmo o ateísmo que les caracterizó les ayudó también a rechazar cualquier compromiso con el pasado y a alinearse con quienes proponían barrer las estructuras sociales y políticas existentes. Los radicales predicaron el racionalismo universal, el materialismo, el secularismo, la tolerancia, el humanitarismo, la igualdad y, en definitiva, la democracia, único sistema en el que el individuo no abdica de su libertad y derechos naturales a favor de ningún grupo o individuo sino de su propia comunidad. Cimentaron, así, la modernidad política.

Israel se atreve a proponer otra serie de consecuencias del spinozismo que tiende a exagerar y, sobre todo, a englobar en un solo bloque. Una de ellas es el multiculturalismo, iniciado por la Histoire philosophique des deux mondes, de Raynal, obra clave (colectiva, como la Encyclopédie) que denunció la expansión colonial europea y sacó a la luz la codicia y la brutalidad de los colonos. Ello permitió por primera vez un planteamiento universal de la opresión política (pues las atrocidades coloniales no se atribuían ya al carácter cruel de ciertos pueblos o religiones, sino a la estructura opresiva) y el respeto hacia otras culturas, frente a la tradicional defensa de la superioridad europea. Al proclamar, como Helvecio, que sólo hay una moral, basada en la razón y aplicable a todos los habitantes del globo, los radicales condenaron la esclavitud, junto con el «fanatismo» y el «despotismo». A través de las observaciones de Raynal sobre la «tiranía» ejercida por los hombres sobre las mujeres en las tribus indias, situación que el «progreso» exigía superar, llegaron incluso al inicio del feminismo. En todo ello, los radicales se distanciaban de Rousseau, que idealizaba a los «primitivos» y consideraba natural y conveniente la subordinación femenina.

 

Lo más innovador en este tercer tomo de la serie de Israel es la conexión entre esta Ilustración radical y el planteamiento revolucionario. Dedica la cuarta parte del último volumen a los debates filosóficos inmediatamente anteriores a la Revolución Francesa, o contemporáneos con esta, muy centrados, según él, en el spinozismo. La Revolución iniciada en 1789 no sería sino «la apoteosis de la Ilustración», pues sólo una ruptura completa con el pasado jerárquico y corrupto podía acabar con el yugo temporal que esclavizaba y degradaba a las sociedades. La exigencia de igualdad de la Ilustración radical derivó en la denuncia del privilegio y esta fue «the only important direct cause of the French Revolution».

En las radicales transformaciones que inauguraron el mundo moderno tuvo, por tanto, para este autor, una importancia crucial la «filosofía». Ella fue la que llevó a la conciencia de los derechos y la exigencia de democracia; y sin los debates alrededor de estos temas no puede entenderse por qué se desencadenaron las revoluciones americana y francesa. Pero no todos aquellos debates tuvieron un origen puramente intelectual. Un gran motivo de reflexión fue, por ejemplo, el terremoto de Lisboa en 1755 (precedido por otros varios, devastadores, en la América española, a lo largo del medio siglo anterior). En páginas muy brillantes, Israel describe cómo impresionó aquel terremoto que, después de destruir buena parte de la capital portuguesa, fue seguido por un tsunami que quitó la vida a muchos de los que, agradecidos por haberla salvado, rezaban en las calles. Los radicales vieron aquella catástrofe en términos de ciegas fuerzas naturales y prueba contundente de la inexistencia de un Dios justo y misericordioso. Los clérigos, en cambio, lo presentaron como un castigo divino por los pecados colectivos. Y los moderados adoptaron la vía media: algunos terremotos podían ser expresión del disgusto divino, pero otros eran puramente naturales.

No es difícil adivinar a quiénes va a irritar el planteamiento de Israel: a los fundamentalistas religiosos, a los estructuralistas y a los posmodernos

Aunque no centre su atención en ella, son de especial interés sus referencias a la Revolución Americana, tema, no hace falta decir, estudiado hasta la saciedad antes de su trabajo, pero no desde esta perspectiva del enfrentamiento entre Ilustración moderada y radical. La Declaración de Independencia estaba, para Israel, saturada de ideas moderadas, religiosas, lockeanas. La base de su racionalidad, que nos presenta como «evidentes» verdades como que todos los hombres han sido creados iguales y dotados de derechos inalienables, como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, es la existencia de un Dios creador del universo. Pero, a través de Jefferson o Tom Paine, encuentra también en ella ideas radicales. De ahí la actitud crítica, a la vez que entusiasta, del radicalismo ilustrado ante el modelo americano.

A partir de lo dicho, no es difícil adivinar a cuántos y a quiénes va a irritar, o lo ha hecho ya, el planteamiento de Israel: a los fundamentalistas religiosos, a los estructuralistas y a los posmodernos, como mínimo. Los primeros se oponen, por supuesto, al secularismo defendido por este autor como aspecto crucial de la sociedad moderna y democrática. Los segundos, y en especial el marxismo, siguen denunciando la historia intelectual como «idealista» y atribuyendo las conmociones revolucionarias a intereses de clase o a la actividad de una «burguesía en ascenso». En defensa de una historia basada en las ideas, Israel afirma tajantemente que quienes predicaron la posibilidad de un proyecto político contrario al «despotismo» y dirigieron incluso de hecho el proceso revolucionario fueron una elite de filósofos y publicistas. Lo cual, en el fondo, no es gran novedad. Que los grandes pensadores iluminan la marcha del mundo era un lugar común del racionalismo progresista. Y que la nouvelle philosophie, al minar la autoridad del rey y la Iglesia, había sido la culpable de la Revolución fue una denuncia lanzada desde el primer día por los clérigos antirrevolucionarios.

En cuanto al posmodernismo, es directamente contrario a la posición de Israel tanto por su declarada intención de cortar toda conexión entre metafísica, ética y política como por su denuncia de la Ilustración por machista y defensora de la superioridad occidental frente a las culturas alternativas; con su entronización de la razón y la ciencia, ha espetado a Israel algún crítico posmodernista, la Ilustración condujo a Robespierre, a corto plazo, y, a más largo, a Auschwitz. Nuestro autor, por el contrario, defiende radicalmente la conexión entre metafísica y política, y arremete contra el relativismo. No creer en el carácter objetivo de la verdad es, según él, «una amenaza grave contra los valores igualitarios y democráticos y contra la libertad individual […] tan carente de coherencia moral como política».

Las conclusiones de Israel son simplificadoras: ni el panorama ilustrado se dividía sólo en radicales y moderados, ni el radicalismo constituía un único bloque

Pese a las muchas críticas recibidas, el planteamiento de Jonathan Israel es muy atractivo. Interpreta de manera coherente una amplia etapa de la historia europea y se atreve a entrar en multitud de temas y a describir situaciones muy variadas sin aportar grandes novedades, pero sin decir desatinos. Su tesis de que dentro del marbete general de «ilustrados» existían facciones, y muy enfrentadas, es un punto de vista del que no será fácil prescindir de aquí en adelante. También es cierto, sin embargo, que sus conclusiones son simplificadoras: ni el panorama ilustrado se dividía sólo en radicales y moderados, ni el radicalismo constituía un único bloque. Es palmaria, por otra parte, su predisposición favorable a los radicales, frente a la incoherencia o poquedad que encuentra siempre en los moderados. A lo que puede añadirse otra parcialidad más, que es su concentración en la Ilustración franco-holandesa, frente a la anglo-americana, encarnación para él de la «moderación», carente de cosmopolitismo y cargada de prejuicios (excepto Jefferson o Tom Paine, que son sus héroes). Israel deja de lado datos como que los cuáqueros, por ejemplo, pese a ser religiosos, repudiaban la esclavitud, o que algunos Estados de la Unión la abolieron tempranamente. Y son injustas su negativa a incluir entre los radicales a Levellers y Diggers –de nuevo, por ser religiosos– o su escasa valoración de la contribución americana a la libertad de prensa.

La principal objeción que podría ponerse a la tesis de Israel, con todo, es su relativa falta de complejidad. Antes de él, los historiadores recientes habían tendido precisamente a lo contrario: a subrayar la coexistencia de religión e Ilustración o el origen escolástico de muchos avances racionalizadores. Él, en cambio, sólo encuentra ruptura, y ésta es completa, en Spinoza. Y relega la coexistencia de ideas viejas y nuevas al sector «moderado». No es cierto que todo el que tenía creencias religiosas sinceras fuera por necesidad políticamente moderado. Como tampoco es tan automática la conexión de Spinoza con el reformismo radical y con la revolución. No siempre los avances más importantes en el pensamiento filosófico llevan a los puntos de vista más radicales en política. Puede que Spinoza, aparte de no ser consciente de las consecuencias político-sociales a las que podía llevar su filosofía, ni siquiera hubiera estado de acuerdo con ellas; no parece que fuera, en realidad, un entusiasta de las revoluciones. También es excesivo atribuirle la paternidad de la idea de volonté générale, arrebatándosela a Rousseau. No menos exagerado es atribuir una visión multicultural a todos los ilustrados radicales; más bien partían de lo contrario: una sola razón, y unos únicos principios políticos, aplicables universalmente. O defender que las ideas de Spinoza fueron más importantes para los revolucionarios que los agravios políticos de cada situación y país concretos. O que los radicales que quedaban vivos en 1789 recibieran el proceso político iniciado en Francia con palmas de alegría. El abate Raynal, uno de los héroes del relato de Israel, y el único radical importante vivo al iniciarse el proceso revolucionario, no se sintió muy feliz con lo que llegó a ver.

Tampoco fue la revolución tan coherente con los principios racional-liberales. Salvo en su primera fase, no estableció la libertad de expresión o de cultos. Y, sobre todo, ¿cómo explicar el Terror? Israel se lo plantea, desde luego, y concluye que hubo una primera «revolución de la razón», de 1788 a 1792, y una segunda «revolución de la voluntad», de 1792 a 1794. La primera no sería responsable de los horrores de la segunda, porque los jacobinos eran «fanáticos rousseaunianos», es decir, antifilosóficos, antiateos y antimaterialistas: antiilustrados, en definitiva. La revolución se inició gracias a la influencia de las ideas de los ilustrados radicales, como Spinoza, Helvecio, d’Holbach, Diderot o d’Alembert (y no, desde luego, de Locke, Montesquieu ni Voltaire). Y evolucionó mal porque se escapó de las manos de sus herederos; para irse a las de los rousseaunianos.

Con lo cual llegamos a nuestro tema.

El sensible Jean-Jacques

La figura de Rousseau es imposible de clasificar dentro de un esquema, como el de Israel, tan tajantemente dividido entre antiilustrados, ilustrados moderados y radicales. Pero parece útil seguir esta distribución para analizar las complejidades del pensamiento rousseauniano, ya que el ginebrino tiene algo de las tres cosas. Quizá por eso, nuestro autor le profesa una nada disimulada ojeriza. No llega, pero se acerca, a la línea de Graeme Garrard en su Rousseau’s Counter-Enlightenment (Albany, State University of New York Press, 2003), que lo veía directamente como el padre de la reacción antiilustrada. Para Israel, Rousseau fue hostil al radicalismo ilustrado, partidario de la censura, enemigo de la democracia representativa y de la sociedad en general, nacionalista, protototalitario, padre del «lado más oscuro» de la Revolución Francesa (pero no de la Revolución en sí, aunque los censores previos persiguieran con tanta saña sus obras; según Israel, los censores se equivocaban).

De lo que no hay duda es de que Jean-Jacques era complejo, como pensador y como persona. Hasta los treinta y tantos años, estuvo integrado en el círculo ilustrado radical de Diderot, Condillac y d’Alembert, que redactaba la Encyclopédie –de la que fue activo colaborador–, y visitó diariamente al primero de ellos cuando estuvo encerrado en la prisión de Vincennes. Sin embargo, frente al materialismo ateo que dominaba en aquellos medios, siempre se declaró ferviente deísta. Como todos ellos, eso sí, era un apasionado partidario del principio de igualdad. De este principio, de la equivalencia en valor de cada uno de los ciudadanos, se derivaba como sistema político, para todos ellos, la democracia, basada en la toma de decisiones por una mayoría de las voluntades individuales, definidora del «interés público». Pero la democracia en la que Rousseau pensaba era muy distinta a la de los demás. Porque para él era la forma de acercarse al estado de naturaleza, donde, a partir del sentimiento humano de compasión, había surgido la moral y la conciencia de los derechos políticos.

La convicción de que la naturaleza es buena y que la sociedad está, en cambio, corrompida, es el punto de partida para Rousseau. «La naturaleza ha creado todo de la manera más sabia posible. Nosotros queremos hacerlo mejor aún y estropeamos todo», escribió; o «la naturaleza me demuestra su armonía y proporción, mientras que la raza humana sólo me muestra confusión y desorden». La sociedad nos corrompe porque hace que nos entreguemos a algo tan artificial y mudable como la opinión de los otros, en lugar de confiar exclusivamente en nuestros propios sentimientos. Frente al modelo hobbesiano de un mundo natural salvaje y en guerra, Rousseau cree que el hombre en estado de naturaleza no es sólo libre, dueño absoluto de sí mismo, sino que carece de agresividad; vive en igualdad con sus semejantes, lo que produce armonía. De aquella situación salió la humanidad, para empeorar, al establecerse la propiedad privada: «el primero que valló un campo, que dijo “esto es mío” y encontró gente suficientemente crédula como para aceptarlo fue el verdadero fundador de la sociedad civil». La desigualdad institucionalizada en la propiedad dividió, a partir de aquel momento, a la sociedad y produjo injusticia, opresión y resentimiento. Un planteamiento que acerca a Rousseau a los círculos más extremos del radicalismo, partidarios de la igualdad o comunidad de bienes, y que desembocaría en Babeuf y el socialismo utópico.

La figura de Rousseau es imposible de clasificar dentro de un esquema como el que propone Israel. Era complejo, como pensador y como persona

También estaría de acuerdo Rousseau con los radicales en que, por medio del contrato social, el individuo transfiere a la colectividad su derecho a actuar libremente, aquella facultad absoluta que poseía en el estado de naturaleza. De ahí que el dominio de la sociedad sea también absoluto, que tenga derecho a imponer a todos sus miembros, sin límite alguno, sus leyes, expresión de la volonté générale. En esto tampoco se distancia Rousseau de los radicales. La voluntad general, eje del pensamiento rousseauniano, no es ajena a Diderot y d’Holbach –y, según Israel, tampoco a Spinoza–, que se apartaron en este punto del individualismo de Locke y del corporativismo de Montesquieu. Pero Rousseau introdujo un matiz: la voluntad general no deriva de (ni está limitada por) la «razón» y la «verdad», sino que deriva de la «voluntad del pueblo». La legitimidad no se basa en la razón, sino en la voluntad. Y la voluntad es de un pueblo concreto, de una comunidad específica que se autogobierna, es decir, que convierte en ley sus propios deseos; que son, por cierto, infalibles cuando esa colectividad decide sobre su propio interés. Es voluntad particular, por tanto, no universal, al revés de lo que pensaba el círculo de Diderot, que creía en una voluntad general universal, basada en la razón; es decir, que la razón, la igualdad y la justicia, principios universales que deben guiar la acción de todo buen gobierno, eran comunes a la raza humana en su conjunto, pues esta no es sino una «vasta sociedad a la que la naturaleza impone las mismas leyes».

Coinciden, por tanto, Rousseau y la Ilustración radical de inspiración spinoziana en su rechazo absoluto de la tradición heredada, en su deslegitimación de las estructuras políticas existentes, en su igualitarismo, en su doctrina de la voluntad general o en su convicción de que la libertad individual debe someterse al bien común. Pero hay, a la vez, divergencias cruciales tanto en su interpretación particularista de la voluntad general como en sus creencias sobre un creador e impulsor primero del universo, la inmortalidad del alma y la existencia de premios y castigos tras la muerte. Lo que en Spinoza es planteamiento universal, basado en la razón –de la que se deriva la justicia– y lleva a Diderot o d’Holbach a denunciar el colonialismo o defender los derechos de la mujer, de los esclavos o de las razas no europeas, es en Rousseau «religión cívica», anclada en la voluntad de un pueblo (traducción, en definitiva, del sentimiento y, peor aún, del interés de ese pueblo). Es, por tanto, particular, intolerante y puede llevar a la censura o al patriotismo agresivo; a Rousseau, recordémoslo, le entusiasmaba Esparta y en sus proyectos constitucionales para Córcega y Polonia recomienda inculcar a los ciudadanos un intenso patriotismo a la espartana. En su esquema, no sólo puede obligarse al individuo a cumplir la ley sino también a que comparta el credo colectivo y adapte sus ideas y gustos a los de la colectividad. De aquí la deriva totalitaria de la Revolución. Este enfrentamiento teórico entre spinozismo y rousseaunianismo, según Israel, «impregna toda la lucha ideológica que comenzó en Francia en 1788»; es la fundamental diferencia entre «el republicanismo de Rousseau, que lleva a la revolución robespierrista, y el republicanismo democrático de los líderes revolucionarios de 1788-92».

La convicción de que la naturaleza es buena y que la sociedad está corrompida es el punto de partida para Rousseau

En todo caso, Rousseau se alejó del círculo de Diderot y los enciclopedistas al mediar la década de 1750. Les reprochaba, sobre todo, su falta de fe en una providencia creadora y protectora del universo, pero también se sentía lejos de ellos por su propia opción por el sentimiento, frente a la razón, o por la naturaleza, frente a la sociedad. Tampoco podía, sin embargo, alinearse con los moderados, que no tenían inconveniente en cooperar con tiranos como Pedro el Grande (a quien Rousseau reprochaba no tanto que su poder no tuviera límites como que pretendiera hacer que sus súbditos fueran alemanes o ingleses en vez de «verdaderos rusos»). Jean-Jacques había ganado ya, por entonces, el premio de la Academia de Dijon con su primer Discurso, el de las artes y las ciencias, al que añadió poco después el segundo, sobre el origen de la desigualdad, y escribió una ópera que se estrenó ante el propio Luis XV con mucho éxito. Pero cuando ganó renombre de verdad fue en 1761-1762, cinco años después de su alejamiento de los enciclopedistas, cuando publicó La nueva Eloísa, Emilio y El contrato social. Estas obras, sobre todo las dos primeras, produjeron gran impresión y le atrajeron una muchedumbre de lectores fervorosos. Rousseau inauguró, en cierto modo, el fenómeno del mercado literario de masas.

En la década de 1760 se produjo también el acercamiento a, y muy poco después la ruptura con, David Hume, uno de los episodios más curiosos de la época y sin duda revelador de la gran distancia que pronto saldría a plena luz entre el racionalismo ilustrado y sentimentalismo romántico. Lo que hubo entre ellos no fue exactamente un choque intelectual, lo cual facilitaría su análisis, sino un problema personal, en el que los pronunciamientos teóricos se vieron muy afectados por el apasionamiento de la pelea. Hace unos diez años, los periodistas David Edmonds y John Edinow (previamente autores de un best-seller con El atizador de Wittgenstein, sobre una historia en cierto modo paralela: el debate entre Ludwig Wittgenstein y Karl Popper) publicaron un libro de gran éxito sobre este tema bajo el título El perro de Rousseau. Ahora, Robert Zaretsky y John Scott han vuelto sobre aquel célebre conflicto con un libro muy distinto: The Philosophers’ Quarrel, aparecido en 2009. Son filósofos, especialistas en Rousseau. De ahí que expliquen con mucho más detalle las ideas tanto de Hume como de Rousseau y el ambiente intelectual de la época.

El gran filósofo escocés David Hume (en aquel momento conocido sobre todo como historiador) desempeñó en la década de 1760 el puesto de secretario de la embajada británica en París. Además de inteligente, Hume era un hombre encantador: él mismo se autodescribió una vez –pero otros muchos lo confirmarían– como «de disposición templada, de humor abierto, sociable y alegre, dotado para los afectos pero poco inclinado a la enemistad, de gran moderación en sus pasiones». En París frecuentó los salones, hizo esfuerzos por expresarse en francés y trabó buenas amistades. «Le bon David», lo llamaban. Una de sus amigas, madame de Boufflers, le pidió que ayudara al gran Rousseau, al infeliz Rousseau, que era objeto de persecución por sus escritos tanto en Francia como en su Ginebra natal. Hume ofreció llevarlo a Inglaterra, donde le aseguró que podría escribir y vivir en libertad. Tras muchas dudas, y pese a no saber ni palabra de inglés, el ginebrino aceptó. Sin hacer caso de quienes le advertían de que tendría problemas con esa «víbora que está criando a sus pechos» –d’Holbach dixit–, Hume viajó con él. Corría el año 1766. Todo había ido bien entre ellos hasta ese momento. Rousseau opinaba de Hume que tenía «grandes ideas, impresionante ecuanimidad, genio», y que estaría situado «muy por encima del resto del género humano si no se sintiera usted tan unido a él por la bondad de su corazón». Hume comparó al ginebrino con el perseguido Sócrates y dijo que le parecía persona «suave, amable, de buen humor» y que «su modestia no parece ser buena educación sino ignorancia de su propia excelencia».

Pero Londres era una ciudad demasiado poblada y ruidosa para Rousseau, que expresó su deseo de refugiarse en el campo. Hume apeló entonces a sus contactos para conseguirle un alojamiento digno y retirado, a la vez que le gestionaba una pensión real (a la que su protegido, en principio, no se negó). Seguía todavía Hume describiéndolo en términos favorables, aunque ya ambiguos: en la soledad del campo, escribía a un amigo escocés, Rousseau «será infeliz, como lo ha sido siempre. No tendrá ocupación, compañía ni diversiones. Ha leído muy poco a lo largo de su vida y ahora ha renunciado a leer ya. Ha visto muy poco y no tiene curiosidad por ver más. Ha reflexionado, en sentido estricto, y estudiado muy poco, y no tiene demasiados conocimientos. Sólo ha sentido, a lo largo de toda su vida; y su sensibilidad ha alcanzado un nivel superior a cualquier otro que yo conozca; pero eso mismo le produce más dolor que placer. Es como un hombre desprovisto no sólo de ropa, sino de piel».

Lo que en Spinoza es planteamiento universal, basado en la razón, en Rousseau es «religión cívica», anclada en la voluntad de un pueblo

El día en que Rousseau por fin salía de Londres, estalló el conflicto. Se debió a una pequeñez: el pago del coche que lo trasladaba a su nueva residencia, que habían asegurado a Jean-Jacques que era gratuito, cuando este sospechó, con razón, que sus protectores lo pagaban a sus espaldas. El ginebrino reprochó el engaño al escocés, en una escena teatralmente sentimental que terminó en un abrazo aderezado con lágrimas. A partir de ahí, en el pecho de Jean-Jacques se levantaron sospechas que acabaron en cartas en las que denunciaba una gran conspiración contra él dirigida por el propio Hume: «usted me trajo a Inglaterra, aparentemente para conseguirme un refugio, pero en realidad para deshonrarme». Intentando rebajar la tensión, el filósofo se limitó, al principio, a pedir pruebas de aquellas acusaciones. Hasta el día en que no pudo más y perdió la calma. Empezó a enviar copia de las cartas de Rousseau a sus amigos parisienses, preguntándoles si aquel hombre estaba loco o era, directamente, un malvado. El asunto –no hace falta decirlo– se convirtió en la comidilla de los salones parisienses. Y los amigos franceses animaron a Hume a publicar todos aquellos textos, comentados por él mismo, cosa que al final hizo. Esta vez, la actitud elegante correspondió a Rousseau, que respondió con el silencio. Voltaire, a quien también llegaron todos los textos, se mostró encantado: «Yo siempre he elevado a Dios una plegaria, muy corta: Señor, haz que nuestros enemigos sean ridículos; y Dios me lo ha concedido».

Si algo tenían en común Hume y Rousseau era su postura crítica en relación con la utilidad de la «razón» tanto para conocer el mundo como para guiar los actos humanos, lo cual les distanciaba de la mayoría de sus colegas ilustrados. Pero su crítica al racionalismo era de muy distinto carácter: Hume pensaba racionalmente para marcar, precisamente, los límites de la razón; veía imposible fundamentar racionalmente la ética, por ejemplo; en cuanto a la vida práctica, consideraba a la razón esclava de las «pasiones» y creía que los humanos nos dejamos guiar más por estas que por aquella. Rousseau, en cambio, daba primacía directamente a las emociones sobre la racionalidad. Tampoco era sociable, como Hume, sino que odiaba el mundo urbano; de ahí su deseo de aislarse en el campo, que también coincidía con su creencia de que era mejor vivir cerca de las «emociones» primitivas. Hume era hombre de dudas; Rousseau, de certezas (su proclamación de la infalibilidad de la voluntad general es sintomático). Los dos, contrarios a las religiones reveladas. Pero Rousseau quería fundar una nueva religión civil y una nueva moral, basada en el republicanismo. Su intenso y sincero deísmo, expresado en la «Profesión de fe del vicario saboyano», fue la base del culto revolucionario al Ser Supremo. Nada semejante sería concebible en un Hume.

En muchos sentidos, Rousseau fue consecuente: se refugió en la soledad y acabó por rechazar la pensión que su majestad británica estaba a punto de ofrecerle. Pero también le encantaba ser conocido y cuidaba teatralmente sus apariciones –con una llamativa túnica y un gran gorro de piel armenios, y llevando en brazos a su perro Sultán– para que nadie pasara por alto su presencia. Consecuente también con su filosofía, cuando Hume le pidió pruebas de sus acusaciones, le replicó que la principal fuente de su información era su propio corazón. Al exigir esas pruebas, «le bon David» también era, por su parte, coherente con su defensa de la evidencia empírica como base del conocimiento. Pero acabó dejándose llevar a terrenos muy emocionales, interceptó y abrió el correo de Jean-Jacques, se dedicó a investigar sus finanzas y participó en alguna maniobra nada limpia para desacreditarlo. De ahí el subtítulo del libro: «The Limits of Human Understanding».

La historia cuestiona y arroja luces muy dudosas sobre sus dos protagonistas. Hume era un enorme filósofo (el autor a quien había que leer para iniciarse en filosofía, según Ortega), cuyos principios escépticos llevaron nada menos que a la destrucción irreparable de sistemas filosóficos tan arraigados en la historia del pensamiento humano como los basados en el «Derecho natural». Fue su crítica, en muy buena medida, la que obligó a Kant a reformular los principios básicos del conocimiento humano. Sabemos que la personalidad de Hume era, además, muy seductora: sociable, equilibrado, paciente y dotado de un envidiable sentido del humor. Pero la relación con el ginebrino puso a prueba todo eso; y zozobró. En cuanto a Rousseau, se había ganado muchos enemigos en el curso de su vida y en sus años finales estaba bastante desacreditado como pensador político en los círculos ilustrados franceses. Seguía siendo muy popular y leído, desde luego, pero no por su Contrato social sino por su Emilio o su Nueva Eloísa. Sólo con el inicio de la Revolución, más de diez años después de haber muerto, su estatura política retomaría el vuelo. De nuevo, no fue su filosofía básica lo que atrajo; no fue su idealización del estado de naturaleza, ni su ataque a las ciencias o al progreso. Fue su retórica, su uso de términos como democracia, patriotismo, vertu publique, sus elogios a los sentimientos del «pueblo», o su negativa a aceptar unas instituciones intermedias, una representación o «poder constituyente» separado del pueblo soberano. Con cada paso que avanzaba la Revolución, crecían las invocaciones a Rousseau, como disminuían las referidas a Montesquieu y al modelo británico. La Ilustración moderada era abiertamente inadecuada para la nueva situación revolucionaria. Pero tampoco la radical poseía la retórica que el momento exigía. La devoción debida a la «virtud pública», en cambio, era la mejor justificación para el uso de la movilización popular y la coacción consiguiente. Lo era igualmente aquella voluntad general que no admitía representación, es decir, asamblearia. Rousseau no poseía el universalismo moral de Diderot o d’Holbach pero, a cambio, proporcionaba el entusiasmo colectivista y patriótico del que estos carecían.

La batalla, en resumen, a muy corto plazo fue ganada por Hume pero, veinte años después, en la Europa que contemplaba con pasión la tragedia francesa, nadie hubiera subestimado la importancia de Rousseau. Han pasado más de dos siglos y se diría que nuestras simpatías –las de los pocos que hoy nos interesemos por estos temas– vuelven a recaer sobre Hume. Pero no podemos olvidar que Rousseau –su persona, sus escritos– suscitó durante mucho tiempo pasiones infinitamente mayores que su contrincante.

El peor favor que puede hacérsele a Rousseau es, en definitiva, simplificar su pensamiento y reducirlo a una categoría como revolucionario o reaccionario. Israel, me temo, lo hace: era un antiilustrado. Lo que significa no valorar los otros aspectos modernos, como los estéticos, en los que Rousseau sí estuvo en la vanguardia.

La Ilustración española e hispanoamericana

No podemos terminar un artículo sobre este tema en una revista española sin referirnos con algún detalle a un aspecto importante al que Jonathan Israel dedica bastantes páginas: la Ilustración española e hispanoamericana. En ellas se distancia abiertamente de la benévola versión iniciada por la gran obra de Jean Sarrailh L’Espagne éclairée de la seconde moitié du XVIIIe siècle (París, Imprimerie Nationale, 1954). A partir de Sarrailh, se impuso entre nosotros la idea de que en España hubo una Ilustración potente, similar a la de tantos otros países europeos, e incluso más ejemplar que otras por su moderación y realismo. Visión hecha suya por José Antonio Maravall o por Julián Marías, en su La España posible en tiempos de Carlos III, y lanzada a bombo y platillo en los fastos de los centenarios, iniciados casi en la propia Transición, inspirados por la necesidad política de reconciliar modernidad y democracia con un pasado al que no le sobraban aspectos presentables.

Pero Israel –un generalista que, por una vez, y gracias a su amplio bagaje lingüístico, otorga un lugar relevante al mundo hispánico– no es tan optimista. La Ilustración española es, para él, el ejemplo extremo de la versión moderada. Una Ilustración muy moderada, abiertamente insuficiente en términos de libertades o reformas sociales. Bajo los Borbones, una serie de ministros e intelectuales quisieron hacer más eficaz la administración, impulsar la agricultura, la artesanía y la navegación, volver a controlar el comercio americano, todo ello sin meterse en debates filosóficos, sin críticas a la religión, sin revolución política ni disturbios sociales. Eran ilustrados pragmáticos y sensatos. Se inscribían en la línea Locke-Montesquieu, con añadidos procedentes de Beccaria o Muratori. Pero fracasaron. No por falta de claridad de ideas ni de coraje, dice Israel, sino por la «incapacidad innata de la Ilustración moderada para funcionar en un contexto de ese tipo». En todos y cada uno de los problemas graves que los reformistas intentaron resolver se toparon con dificultades insuperables derivadas de la rigidez de la jerarquía social o del control del clero. Toda iniciativa importante chocó con la unanimidad religiosa, la censura regia o la subordinación colonial a la metrópoli o suscitó cuestiones sobre el poder de la aristocracia, la Iglesia, las corporaciones privilegiadas o la propia monarquía. Para Israel, el caso español demuestra como ningún otro que las soluciones ilustradas «moderadas» no podían superar las dificultades estructurales ni evitar generar un proceso de debate político y cultural que amenazaba con engullir el sistema de poder civil y eclesiástico existente.

Toda iniciativa importante chocó con la unanimidad religiosa, la censura regia o la subordinación colonial a la metrópoli

Problemas cruciales para superar el atraso económico eran, por ejemplo, el excesivo número de clérigos y conventos, la tierra amortizada y, por tanto, infrautilizada, el comercio monopolístico o hiperregulado con América y las Filipinas, los costes militares del mantenimiento del imperio o el bajo nivel de consumo debido a la miseria popular. Campomanes y otros animaron, ciertamente, la discusión de estos problemas y las «sociedades económicas» dieron premios a memorias para solucionarlos, a la vez que establecían escuelas con el fin de mejorar la agricultura, minería, comercio, navegación, industria y artes. Eran sociedades nada subversivas, «antifilosóficas», nutridas por el clero y la nobleza junto con funcionarios y abogados prominentes. Pero se enfrentaban con problemas insolubles. El sueño era convertir a la nobleza castellana y aragonesa en una elite empresarial, basada en una ética del trabajo similar a la calvinista, cuando la repugnancia nobiliaria hacia el trabajo era precisamente un rasgo básico del mundo mental y la estructura social hispánicos.

Lo que realmente impulsó las reformas en el imperio no fueron las sociedades económicas ni las ideas ilustradas, sino las derrotas, especialmente la de 1763, la pérdida de Florida y otros territorios en el golfo de México, que obligó a reforzar las fortificaciones de La Habana y Nueva Orleans, y a profesionalizar el ejército y la armada frente a la creciente amenaza británica. Esto requería dinero y de ahí las reformas de Gálvez. Desde la década de 1760 fue liberalizado el comercio con América, liquidando el monopolio gaditano, y creado el nuevo virreinato del Río de la Plata como barrera frente a la expansión británico-portuguesa en el Atlántico Sur. También se dictaron medidas liberalizadoras del comercio interior, pero fue preciso dar marcha atrás después del motín de Esquilache. Aranda, jefe del partido aristocrático ilustrado, llegó entonces al poder y aprovechó para culpar a los jesuitas por el motín y expulsarles. La causa de aquella medida no fue tanto una política ilustrada como el disgusto del rey con el ultramontanismo de la Compañía y su inmenso poder tanto en España como en América, que les llevaba a rivalizar con el propio monarca en lugares como Paraguay. La expulsión de los jesuitas proporcionó una oportunidad única para la reforma de la educación. Y en ese momento se comprobó que los reformistas regios no se planteaban en modo alguno sustituir la escolástica como línea oficial de pensamiento, sino abrir algún hueco a nuevas ciencias, como las matemáticas, medicina o física. La idea era establecer un compromiso entre teología y ciencia, pero manteniendo el control de la filosofía en manos de los eclesiásticos (pese a que las demás órdenes demostraron ser incapaces de llenar el vacío jesuítico). El objetivo de los ministros reformistas no era, pues, secularizar la sociedad o reducir el poder de la Iglesia, sino someter al clero al control regio y reducir sus propiedades, exentas de tributación. Gozaron entonces del favor real obispos y publicaciones «jansenistas», en principio partidarios de una piedad religiosa más pura y menos ceremonial. Pero no era tampoco un impulso exactamente ilustrado, pues los jansenistas eran enemigos del secularismo y de las novedades filosóficas, que tomaban por impiedad.

En la España de Carlos III no era posible ni siquiera defender la libertad de expresión, la tolerancia religiosa o la secularización universitaria

Las ideas ilustradas –las moderadas, en general– tuvieron, pues, seguidores entre las elites cultas en España, pero estos de ningún modo podían lanzar sus propuestas en público sin provocar una reacción general antiilustrada. En la España de Carlos III, el mejor momento de la Ilustración española, no era posible ni siquiera defender la libertad de expresión, la tolerancia religiosa o la secularización universitaria. Voltaire, el buque insignia de la Ilustración moderada, no podía ser ni mencionado en ambientes hispánicos. No digamos Rousseau, profundamente religioso, pero considerado por la Iglesia enemigo de la religión; su naturalismo, se decía, era peor incluso que el ateísmo declarado. Bacon, Locke, Newton o Muratori, los grandes defensores de la conjunción armoniosa de ciencia y teología, también tenían problemas para ser difundidos en los territorios de la monarquía hispánica. Beccaria, publicado en principio a iniciativa de Campomanes, y muy influyente por ejemplo sobre Jovellanos, acabó siendo prohibido en 1777. La Scienza de Filangieri, también publicada en 1787 con apoyo oficial, fue igualmente prohibida por la Inquisición tres años después. La única posibilidad que tenía la Ilustración moderada de penetrar en territorios españoles era execrar todos esos nombres, pero adoptar solapadamente sus ideas. Así lo hizo, por ejemplo, el obispo de Puebla, Manuel de Lardizábal y Uribe, en su Discurso sobre las penas (1782). Quienes adoptaron una línea más abierta y desafiante, como Olavide, sufrieron las consecuencias por ello. El procesamiento y condena de este último mostró con toda claridad los límites de la Ilustración española.

Por todo lo cual, no es de extrañar que España siguiera siendo, para los ilustrados europeos, el prototipo de monarquía despótica e inquisitorial. La utopía de Louis-Sébastien Mercier L’An 2440 imaginaba el momento en que, en el siglo xxv, en París se erigiría una estatua a la humanidad sufriente. En ella, «España», «más criminal aún que sus hermanas», pediría perdón por la Inquisición y los treinta y cinco millones de cadáveres de las Indias. No hará falta decir que el libro fue prohibido por la Inquisición y el gobierno real, y quemado en público por el verdugo. La persecución contra las publicaciones subversivas se intensificó, por supuesto, en el momento revolucionario francés. Aumentó el control sobre los libreros, como aumentaron las quemas públicas de libros y las detenciones de sus propietarios. La Inquisición nunca pudo evitar que grandes personajes, como Aranda, Almodóvar o Azara, poseyeran las obras de la Ilustración moderada y las comentaran en sus círculos cercanos. Pero detuvo a los hijos del fabulista Iriarte, por poseer traducciones de Voltaire, o a Bernardo María de Calzada, a quien se encontraron obras de Condillac, Diderot y Voltaire.

Un problema para que se desplegara en la monarquía católica la oposición entre las alternativas moderada y radical de la Ilustración era que ni la censura regia ni la inquisitorial eran capaces de distinguir entre ambas. Tan prohibidas estaban la Enciclopedia, Spinoza o Bayle como Montesquieu, Adam Smith, Beccaria o Voltaire. Los círculos antiilustrados, en general eclesiásticos, aprovechaban además cualquier coyuntura, como por supuesto la revolucionaria francesa, para condenar a todo el que se hubiera apartado un ápice de la línea oficial (los clérigos «jansenistas», por ejemplo, o el clero criollo con proclividades autonomistas). Todo era «falsa filosofía», rebelión, inmoderados deseos de «pensar por su cuenta», falta de respeto hacia el altar y el trono; todo conspiraba en favor del desorden social.

El cuadro que pinta para la América española no es muy distinto del que ofrece para España: pobreza cultural, atraso del mundo universitario y dificultad de aplicar reformas políticas o sociales

El célebre fraile Jerónimo de Cevallos, en su Juicio final del Voltaire (1778), acusaba a toda la secta de los «filósofos», dirigida por Voltaire, Beccaria y Mirabeau. Deísmo, ateísmo, materialismo, libertinismo: todo caía dentro del mismo saco de la «falsa filosofía» y la subversión. El objetivo de todos era el mismo: reemplazar la Summa Theologica tomista, y la moral cristiana en general, por el Tractatus de Spinoza, el Leviatán de Hobbes, el De l’Esprit de Helvecio y la Enciclopedia en general. Tras los acontecimientos iniciados en 1789, Cevallos atribuyó la Revolución a la conspiración filosófica previa. Para él, y para quienes él representaba, entre los «filósofos» no había dos bandos, sino uno solo, que había desatado una guerra contra la religión, los monarcas, la moralidad, la autoridad y el orden social. Ese grupo de rebeldes y ambiciosos estaba organizado como secta secreta, cuyos primeros dirigentes habían sido, sí, Spinoza, Bayle y Voltaire, pero cuya inspiración última se remontaba a Lutero. En conjunto, el asalto desatado en los últimos siglos contra la «verdadera filosofía» era el mayor sufrido por el cristianismo desde las persecuciones romanas.

La conclusión de Israel es que la Ilustración española fue muy débil y apenas llegó a formar parte ni de la corriente moderada. Un verdadero programa de reformas era imposible en España. Hubiera requerido abolir la Inquisición, reducir drásticamente el número de clérigos, eliminar su control sobre el mundo de la cultura, decretar la tolerancia religiosa; en la América colonial, abrir la inmigración a protestantes, musulmanes o judíos, liberar a los esclavos, eliminar las cargas opresivas sobre los indios, acabar con las restricciones mercantilistas sobre el comercio. Ninguna de estas medidas podía tomarse sin romper la alianza histórica entre la corona, la Iglesia y la nobleza y sin cambiar radicalmente el carácter católico, aristocrático y militar del imperio. Con lo que todo quedó en un debate intelectual, aunque duro.

 

No siendo Jonathan Israel un especialista en historia española, nada de lo que dice es absurdo. Y coincide con algunas valoraciones recientes emitidas, por ejemplo, por Francisco Sánchez Blanco. No es, sin embargo, muy coherente con su visión de la América española. Pues defiende que allí las elites reformistas se vieron muy influidas por la Ilustración; y no por la moderada, sino por la radical. En ello coincide con el relato canónico dominante hasta hace poco en América Latina sobre su propia salida de la situación colonial, según el cual la Ilustración había penetrado, vía Francia e Inglaterra, en las mentes de unos cuantos personajes egregios, que adquirieron conciencia de la situación de opresión que vivían sus países y encendieron la llama de la revuelta contra la atrasada y despótica España. Los estudios más recientes, sin embargo, han tendido a variar ese relato (cosa que no ha afectado al discurso oficial, desde luego, que ha guiado las celebraciones de los centenarios). La causa de la revolución, se dice ahora, radicó más bien en la circunstancia, un tanto fortuita, de la invasión napoleónica y el vacío de poder creado por igual en la Península y el imperio. Israel se alinea, pues, con la posición tradicional y resalta la existencia de una corriente ilustrada radical en Iberoamérica (de raíz sobre todo francesa e italiana, más que inglesa y norteamericana) y el papel que estas elites desempeñaron en la lucha emancipadora. La idea de una revolución sin más causa que «un accidente», escribe, es «intrínsecamente muy poco plausible». Pero él mismo se ve obligado a reconocer que las revoluciones americana y francesa tuvieron que causar gran impacto sobre el «unrelenting conservatism, monarchism, and religious subservience of traditional Spanish American culture and values». Del mismo modo que reconoce que existía un malestar previo, por la tradicional rivalidad entre criollos y peninsulares por los cargos y el sistemático favor de la corona hacia los segundos; y que los impuestos y reformas sobrevenidos a raíz de la Guerra de los Siete Años aumentaron ese malestar.

Para Israel, en todo caso, lo esencial fue el movimiento intelectual. Desde el tercer cuarto de siglo, las elites criollas estaban educándose mejor. A comienzos de la década de 1770 había ya «a highly articulated political dissent», y hacia 1780, «a fully conscious ideological clash». Así pues, el impacto de la Ilustración en la América española fue clave para comprender la emergencia de una conciencia revolucionaria. Los intentos de introducir una nueva mentalidad ilustrada, por parte del poder español, se redujeron en definitiva a seguir enseñando escolástica más algo de «ciencias exactas útiles», como metalurgia, química, matemáticas, medicina o botánica. Eso sí, se realizaron más de una cincuentena de expediciones científicas, que estudiaron la flora y fauna desde California a Chile, siguiendo el sistema de Linneo. Pero, en conjunto, el esfuerzo fue «wholly anodyne from a religious and philosophical standpoint». Y no pudo fructificar en unas universidades desastrosamente equipadas para esta tarea.

Como es lógico, el cuadro que pinta para la América española no es muy distinto del que ofrece para España: pobreza cultural, debida a la incomunicación con el mundo exterior y a la doble censura regia e inquisitorial; atraso del mundo universitario, dominado por el clero y la escolástica tradicional; y, por supuesto, dificultad de aplicar reformas políticas o sociales. Y, sin embargo, su conclusión es diametralmente opuesta: la Ilustración desarrollada en la Península fue tan débil que apenas puede considerarse un ejemplo de la versión moderada y no tuvo consecuencias ni siquiera reformistas; mientras que en la América española fue fuerte y radical y tuvo consecuencias revolucionarias. No se sabe qué opinaría este autor de la revolución gaditana; coherente con su firme hipótesis de que no hay revolución material posible sin una previa tormenta de ideas animada por un racionalismo radical, debería concluir que en España se había desarrollado también necesariamente en algún momento una fuerte corriente ilustrada radical.

En todo caso, se esté o no de acuerdo con sus juicios, no hay duda de que es muy útil valorar el fenómeno ilustrado español en términos comparados a partir de una descripción panorámica de tan impresionante amplitud. En esta clasificación europea y mundial, la Ilustración española queda en uno de los puestos más rezagados. Me temo que tiene más razón en sus juicios sobre España que en su tesis sobre la América colonial.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense. Es autor de Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Madrid, Taurus, 2001), que recibió el Premio Nacional de Ensayo en 2002, y ha editado, con Mercedes Cabrera, La mirada del historiador. Un viaje por la obra de Santos Juliá (Madrid, Taurus, 2011).

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05 PM | 22 Dic

AÑOS LENTOS

Fernando Aramburu ganó el Tusquets 2011 con este libro, no obstante, el verdadero premio es el que recibe el lector al disfrutar de su lectura. Pocos libros cada año tienen el calado que el autor vasco despliega en su obra quien, sin alardes, con personajes sencillos, de barrio, es capaz de retratar la sociedad vasca del tardofranquismo y los comienzos de ETA con una pasmosa cotidianidad, tan sincera que parece ser la nota de un suicidio y, en gran parte lo es.

Esta obra breve, escrita en la madurez del autor, apenas sobrepasa las doscientas páginas y mantiene el formato cerrado del género teatral. La vivienda obrera de los tíos del protagonista en el barrio donostiarra de Ibaeta es el escenario sobre el que el elenco ejecuta la acción. A finales de los sesenta Txiki, el sobrino, cuyo verdadero nombre incluso ignoramos, en un niño navarro que por problemas familiares viaja a San Sebastián para aliviar la carga que su madre tiene con sus tres hijos. Allá la familia de su tío Vicente le acoje buscándole hueco en la habitación de Julen, el hijo mayor quien aleccionado por el cura, don Victoriano, se irá adentrando en los círculos germinales de ETA. Mientras la hermana de Julen, Mari Nieves, gorda y fea chica, no cejará en su empeño de ganar popularidad ‘dándoselo’ a todo chaval que se le cruza. El segundo acto está dictado previamente y podemos colegir que una tripa importante y un coche de los grises aparecen pronto en escena.

Aramburu ha compuesto su obra desde un formato dual, por un lado las supuestas memorias de Txiki, quien con pocas luces desde niño recopila sin mucho conocimiento lo acontecido y, por el otro lado los supuestos -o reales- apuntes del propio escritor sobre la creación de su futura novela. A fuer de querer evitar la veracidad de la misma no paramos de creérnosla más, y aunque muchas de las cosas contadas no sucedieron realmente, seguro que son arquetipos de lo realmente acontecido.

Años lentos es el efecto en el tiempo que el franquismo dejó en la sociedad española, especialmente en la vasca, donde “un minuto, duraba minuto y medio o más” según el punto de vista de sus protagonistas. Aramburu demuestra un exquisito equilibrio en la obra donde los buenos y los malos no aparecen separados sino que cada personaje se comporta así según van las cosas, más bien obligados a ejercer un papel que es la sociedad o el barrio quien lo impone. Fiel retrato de lo que cualquier hijo de vecino nacido en los cincuenta o sesenta haya vivido en cualquier ciudad pero que ubicado en Donosti y en la época que lo hace cobra una dimensión especial gracias al impresionante trabajo de su autor.

¡Lectores, el premio es vuestro! Leedlo

Pepe Rodríguez

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