09 PM | 08 Sep

LA DERECHA SIN DIOS

Fuera de Italia, Berlusconi ha sido siempre tomado un poco a broma. Pero haríamos mal en desdeñar el impacto de Berlusconi y de lo que representa para otras democracias. Como recuerda Alexander Stille, otros tres fenómenos incubados en Italia también fueron minusvalorados inicialmente. La mafia, el fascismo y el terrorismo de izquierdas (Brigadas Rojas) parecían unas excentricidades italianas, intransferibles a democracias más serias. Sin embargo, esas tres supuestas rarezas se convirtieron, con o sin cambios cosméticos, en pesadillas en muchos otros países. Igualmente, el berlusconismo es exportable y, si nos centramos en sus características centrales, veremos que, de hecho, lleva bastante tiempo entre nosotros.

¿Cuáles son los componentes delberlusconismo? ¿Cuál es la esencia de la superficialidad política? Creo que la clave no son sus aspectos más reconocibles: las velinas, la televisión como espectáculo desinformador, el control casi monopolista de los medios de comunicación para alcanzar el poder. Nos podemos reconfortar con la idea de que el enorme poder político de Berlusconi ha sido el resultado de una persona excepcional (un ciudadano Kane dicharachero) en unas circunstancias extraordinarias (el colapso del sistema de partidos italianos en los noventa). Pero Berlusconi es simplemente la punta visible de un iceberg enorme que se pasea por el Mediterráneo: la derecha sin principios. Una derecha sin Dios, si por Dios entendemos algo que está por encima de nuestro interés egoísta.

Es cierto que es una derecha con Iglesia, pero una Iglesia que ha dejado de lado la promoción de la moral social. Como explicó Miguel Mora para este diario, el apoyo del que ha gozado Berlusconi en la Iglesia se ha basado en la doctrina, inconcebible en otras confesiones cristianas, del pensador católico Vittorio Messori: “Mejor un putero que haga buenas leyes para la Iglesia que uno catoliquísimo que nos perjudique”. La Iglesia, pues, tiene mucho que hacer para convertirse en un faro moral y esperemos que el papa Francisco se ponga a ello rápidamente.

Mientras, la derecha del sur de Europa promueve un laissez faire sin restricciones sobre el comportamiento individual. Casi cualquier cosa vale para enriquecerse o ganar elecciones. Esto se observa en la tolerancia que los partidos de derechas han mostrado ante la proliferación de todo tipo de actividades ilícitas u opacas: desde la manipulación de las estadísticas griegas hasta el entramado Gürtel-Bárcenas, pasando por todos los escándalos alrededor de Berlusconi. Los partidos de izquierda han tragado sus buenas dosis de corrupción también, pero en la derecha no hay visos ni de introspección profunda ni de propuestas de regeneración.

Pero no es en las prácticas ilícitas, sino en las lícitas, donde elsinDiosismo de nuestra derecha se percibe con más claridad. Si miramos a otros países de la OCDE, vemos unos programas políticos de derecha regidos por unos principios, surjan de las universidades (de economistas liberales) o de las Iglesias (de intelectuales luterano-cristiano-demócratas), que aspiran a construir una sociedad más virtuosa y justa. Así, el laissez faire económico queda atemperado por un conservadurismo cívico (en Reino Unido), compasivo (en EE UU) o socialcristiano (en la Europa continental), además de por un ideal de movilidad social.

Tanto Thatcher como Reagan tuvieron una narrativa construida por intelectuales próximos

La altura intelectual de la derecha británica es un ejemplo. El conservadurismo de Cameron parte de un diagnóstico de su país como una sociedad rota y propone, junto a medidas dinamizadoras del mercado, una combinación de principios paternalistas y de devolución de poder a las comunidades locales y barrios que bebe directamente de Edmund Burke, considerado el padre filosófico del conservadurismo occidental moderno. Bueno, del nuestro no, claro, pues Burke dedicó su vida a denunciar el “capitalismo de amiguetes” y el individualismo rampante destructor del tejido social —dos tendencias bien estimuladas en nuestras latitudes—.

Por su parte, el thatcherismo y el reaganismo estaban fundamentados en las ideas de intelectuales —como Milton Friedman, Friedrich Hayek o William Niskanen— que consagraron su vida a pensar cómo podemos tener sociedades mejores. La vida política para muchos conservadores europeos implica un diálogo permanente con intelectuales y, en muchos casos, son los propios políticos quienes escriben panfletos o libros (y no solo esas listas de buenas intenciones llamadas programas electorales) proponiendo una nueva narrativa ideológica. En lugar de ese esfuerzo intelectual creativo, los de aquí suelen entrar en política ganando una oposición y luego a esperar su turno en la cadena ascendente de nombramientos administrativo-políticos. Podemos discutir obviamente qué es lo que entienden otros conservadores europeos por una sociedad más justa y si sus propuestas generan más costes que beneficios. Pero, y aquí radica la cuestión, no podemos discutir con nuestras derechas qué es justicia social —ni tan siquiera cómo activar el ascensor social o la compasión— porque sencillamente son conceptos fuera de su discurso habitual.

Mientras los políticos de derechas continentales y anglosajones buscan inspiración en universidades e iglesias, los nuestros parece que se inspiren en un supermercado. El objetivo no es construir un relato que mezcle individualismo capitalista con unas virtudes morales y sociales. El objetivo del supermercado conservador del sur de Europa es satisfacer las necesidades del mayor número posible de clientes. Así, en una estantería, exhiben leyes al gusto de la jerarquía de la Iglesia, Opus, Legionarios de Cristo y otros grupos católicos. En la de enfrente, pero es que en la mismísima estantería de enfrente, ofrecen Eurovegas y trajes legales a medida para quien traiga negocio al país, aunque sea a costa de fomentar vicios. En la estantería de más allá, metros y trenes para satisfacer el ego de cualquier alcalde o mandamás provincial que se precie. Da igual que endeudemos a las generaciones venideras con proyectos de infraestructuras megalómanos y de dudosa rentabilidad —algo impensable en las derechas del norte de Europa, donde la responsabilidad fiscal se antepone al electoralismo cortoplacista—.

Lo que une a Berlusconi y Rajoy es que ninguno tiene un proyecto para transformar la sociedad

Pero la derecha mediterránea se mueve básicamente para ganar elecciones. No hay proyecto transformativo de la sociedad detrás. Eso une a Berlusconi y a Rajoy, a pesar de que sus estilos sean diametralmente opuestos. Carlos Cué comenzaba uno de sus análisis más recientes sobre nuestro presidente diciendo que “Rajoy suele presumir en privado de su profundo conocimiento de las leyes de la política. En 30 años él ha visto ya de todo, repite. Y esa experiencia y su particular forma de ser casi siempre le dicta que lo mejor es esperar”. Es toda una declaración de intenciones. Para Rajoy, la política no parece que sea una lucha de ideas para transformar el mundo, donde cada segundo cuenta; la política parece más bien una lucha de personas por ocupar puestos y, como en la guerra, la inacción puede ser una gran aliada.

Me diréis que la izquierda también cojea ideológicamente, incapaz de formular un mensaje innovador. Que lleva años inmersa en una larga travesía por el desierto, sin encontrar la ideología prometida. Pero la diferencia es que intelectuales y políticos de izquierda —en el sur como en el norte de Europa— siguen buscando sin cesar. No pasa semana sin que leamos algún artículo con propuestas sobre cómo vigorizar el proyecto socialdemócrata o de izquierdas. Los hay más o menos prometedores, más o menos fundados en trabajos académicos sólidos, más o menos pragmáticos. Pero es indudable que hay una constante lucha intelectual detrás.

La izquierda, pues, sigue caminando, inspirada por unos ideales que trascienden el interés individual (una sociedad sin pobreza, con igualdad de oportunidades); o sea inspirada por su Dios. El desierto es duro, pero Dios da fuerzas para seguir. Nuestra derecha mediterránea, por el contrario, parece como si, renunciando a caminar, hubiera decidido acampar en un confortable supermercado, entregándose a la adoración del becerro de oro, entre casinos, sobres marrones y confetis.

Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

 

 

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06 PM | 11 Ago

¿EL FINAL DE LOS PARTIDOS?

La actual crisis de los partidos políticos, su descrédito, pérdida de relevancia o fragmentación, es manifestación de una crisis más profunda. Se acaba, a mi juicio, una era política que podríamos llamar “la era de los contenedores”. El mundo de los contenedores presuponía un contexto social estructurado en comunidades estables, con roles profesionales definidos y formas de reconocimiento y reputación consolidadas. En esa realidad social se gestaron esas máquinas políticas que son los partidos de masas clásicos.

El periodo de la “democracia de los partidos” tal como la hemos conocido representaba una geografía sólida, mientras que hoy parecemos movernos más bien en un escenario de liquidez, inestabilidad e incluso volatilidad que afecta a los grandes contenedores de antaño (los partidos, las iglesias, las identidades e incluso los Estados). Este panorama líquido, cuyos flujos no tienen una dirección reconocible, afecta tanto al público como a sus representantes. A los primeros les confiere una desconcertante imprevisibilidad. En la terminología del marketing se habla de un electorado menos fidelizado, volátil e intermitente. Hemos pasado del “cuerpo electoral” al “mercado político”, con todas las reglas (o ausencia de ellas), todos los riesgos y toda la imprevisibilidad del mercado.

La volatilidad de los electores afecta igualmente a los agentes políticos y a los partidos. Si los electores son tan “infieles”, los partidos se ven cada vez menos obligados a unos compromisos ideológicos. No lo digo para disculpar esos incumplimientos, sino para tratar de comprender a qué obedecen. Es la volatilidad general del espacio político lo que explica que se haya debilitado la idea de programa electoral e impere un cierto ocasionalismo de las decisiones y los programas. La racionalidad estratégica se ha vuelto muy difícil cuando ya no se dan las circunstancias de estabilidad del mundo que la hacían posible.

¿Cómo será el paisaje después de la actual crisis de los partidos? La crisis de los partidos solo se superará cuando haya mejores partidos. Tirar el niño con el agua sucia, como suele decirse, no sería una buena solución, y la experiencia nos enseña que todavía peor que un sistema con malos partidos es un sistema sin ellos; quien lamente su carácter oligárquico tendrá más motivos para quejarse si los partidos se debilitan hasta el punto de ser incapaces de cumplir las expectativas de representación, orientación, participación y configuración de la voluntad política que se espera de ellos en las democracias constitucionales.

El movimiento 5 Estrellas es muy ilustrativo de la ambigüedad digital

Digo esto como una invitación a explorar las posibilidades de desintermediación que tenemos por delante —las expectativas suscitadas por las redes sociales, la realización de elecciones primarias o la renovación procedente de los movimientos sociales, por ejemplo—, pero a no hacerse demasiadas ilusiones con ellas.

Las nuevas organizaciones políticas surgidas con el impulso de inmediatez y horizontalidad de las redes sociales han tenido unos resultados más bien pobres en relación con las expectativas que suscitaron. Es cierto que la Red confiere una capacidad inédita de conectar a todos instantáneamente, aproxima aquello que se había separado (como los representantes y los representados), permite la observación y el control, sin necesidad de mediación organizativa, como los partidos. Ahora bien, convertir esa inmediatez en el único registro democrático lleva a minusvalorar otros elementos centrales de la vida democrática, como la deliberación o la organización.

Como ocurrió con Margaret Thatcher —que debilitó el Estado y se fortaleció a sí misma— en algunos movimientos políticos surgidos al amparo de las redes sociales, sin estructura, ni reglamentos, ni programa, la autoridad se ejerce a veces de manera más despótica que en los partidos tradicionales, ya que la supuesta flexibilidad permite una adopción de decisiones menos limitada por los derechos de los afiliados, las comisiones de garantías y la referencia a un cuerpo de doctrina o programa estable. El destino del movimiento italiano 5 Estrellas es un caso muy ilustrativo de la ambigüedad digital. Como decía Michels en un célebre ensayo sobre la sociología de los partidos políticos, la organización es el arma de los débiles contra el poder de los fuertes.

Algo similar podría decirse de la institución de las primarias para elegir a los líderes políticos y sus candidatos electorales. De entrada, es un recurso interesante que introduce un elemento de imprevisibilidad en la vida de los partidos. Pero también tiene su ambivalencia: permite a los partidos generar un simulacro de democracia en el exterior, mientras mantienen una vida interna empobrecida, externalizando la participación en un momento concreto y en torno a una elección de personas, que se resuelve frecuentemente con una lógica más mediática que política.

La organización es el arma de los débiles contra el poder de los fuertes, decía Michels

Tampoco deberíamos esperar de los movimientos sociales lo que no pueden dar, que es algo más radical que lo proporcionado por los partidos políticos, pero que no puede sustituirlos. Como dice Michael Walzer, los partidos se dedican a recoger votos y los movimientos sociales a modificar los términos de esa recogida. Ambas cosas no se llevan muy bien, pero de esa tensión cabe esperar una mayor revitalización de nuestra política extenuada que de esa mezcla fatal de fórmulas mágicas, propuestas populistas y lugares comunes.

Comparar a Grillo con Thatcher no es por mi parte un recurso retórico ni una maledicencia. Responde a una coincidencia objetiva que siempre me ha parecido muy sospechosa entre quienes quieren desregular el espacio político desde la izquierda digital y quienes, desde la derecha extrema, impulsan esa desregulación de la esfera pública porque confían en que decaigan así determinadas exigencias sociales y políticas.

Hay una creciente intolerancia del electorado hacia las connotaciones oligárquicas de los sistemas consolidados de representación. Pero no simplifiquemos la complejidad de la vida democrática al esquema populista de un pueblo-víctima, sano y virtuoso, opuesto a un cuadro institucional corrupto y desorientado, un esquema que encuentra ardientes defensores en todo el arco ideológico, que tienen en común la estigmatización de todo lo que parece oponerse a la homogeneidad del pueblo imaginario: ya sea el enemigo, el extranjero, la oligarquía o los cuadros dirigentes.

Lo que se ha acabado es el control monopolístico del espacio público por parte de los partidos políticos, el partido-contenedor, pero en absoluto la necesidad de instancias de mediación en las que se forma la voluntad política. Una cosa es que los partidos y los sindicatos deban renovarse profundamente y otra que las conquistas sociales y de participación ciudadana puedan asegurarse sin organizaciones del estilo de los partidos y los sindicatos. Es evidente que los partidos actuales están muy lejos de cumplir satisfactoriamente tales expectativas; tras la crisis de los partidos estamos en la encrucijada de o bien hacer mejores partidos o bien ingresar en un espacio amorfo cuyo territorio será ocupado por tecnócratas y populistas, definiendo así un nuevo campo de batalla que sería todavía peor que el actual.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador “Ikerbasque” en la Universidad del País Vasco. Acaba de publicar el libro Un mundo de todos y de nadie. Piratas, riesgos y redes en el nuevo desorden global (Paidós).

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06 PM | 11 Ago

EL MALENTENDIDO SOBRE HANNAH ARENDT

Cuando en 1961 se celebró en Jerusalén el juicio del líder nazi Adolf Eichmann, la revista The New Yorkerescogió como enviada especial a Hannah Arendt, una filósofa judía de origen alemán exiliada en Estados Unidos. Arendt, que se había dado a conocer con su libro Los orígenes del totalitarismo, era una de las personas más adecuadas para escribir un reportaje sobre el juicio al miembro de las SS responsable de la solución final. Los artículos que la filósofa redactó acerca del juicio despertaron admiración en algunos (tanto el poeta estadounidense Robert Lowell como el filósofo alemán Karl Jaspers afirmaron que eran una obra maestra), mientras que en muchos más provocaron animadversión e ira. Cuando Arendt publicó esos reportajes en forma de libro con el título Eichmann en Jerusalén y lo subtituló Sobre la banalidad del mal, el resentimiento no tardó en desatar una caza de brujas, organizada por varias asociaciones judías estadounidenses e israelíes.

Tres fueron los temas de su ensayo que indignaron a los lectores. El primero, el concepto de la “banalidad del mal”. Mientras que el fiscal en Jerusalén, de acuerdo con la opinión pública, retrató a Eichmann como a un monstruo al servicio de un régimen criminal, como a un hombre que odiaba a los judíos de forma patológica y que fríamente organizó su aniquilación, para Arendt Eichmann no era un demonio, sino un hombre normal con un desarrollado sentido del orden que había hecho suya la ideología nazi, que no se entendía sin el antisemitismo, y, orgulloso, la puso en práctica. Arendt insinuó que Eichmann era un hombre como tantos, un disciplinado, aplicado y ambicioso burócrata: no un Satanás, sino una persona “terriblemente y temiblemente normal”; un producto de su tiempo y del régimen que le tocó vivir.

Lo que dio aun más motivos de indignación fue la crítica que Arendt dispensó a los líderes de algunas asociaciones judías. Según las investigaciones de la filósofa, habrían muerto considerablemente menos judíos en la guerra si no fuera por la pusilanimidad de los encargados de dichas asociaciones que, para salvar su propia piel, entregaron a los nazis inventarios de sus congregaciones y colaboraron de esta forma en la deportación masiva. El tercer motivo de reproches fueron las dudas que la filósofa planteó acerca de la legalidad jurídica de Israel a la hora de juzgar a Eichmann.

De modo que lo que esencialmente provocó las críticas fue la insumisión: en vez de defender como buena judía la causa de su pueblo de manera incondicional, Arendt se puso a reflexionar, investigar y debatir. Sus lectores habían esperado de ella un apoyo surgido del sentimiento de la identidad nacional judía y de la adhesión a una causa común, y lo que recibieron fue una respuesta racional de alguien que no da nada por sentado. En palabras de Aristóteles, en vez de limitarse a ser una “historiadora”, Arendt se convirtió en “poeta”.

Sus adversarios llegaron a ser muchos; el filósofo Isaiah Berlin no quería ni oír hablar de ella, y el novelista judío Saul Bellow afirmó que Arendt era “una mujer vanidosa, rígida y dura, cuya comprensión de lo humano resulta limitadísima”, aunque otra conocida escritora, Mary McCarthy, publicó en Partisan Review un largo ensayo en apoyo de Eichmann en Jerusalén. Así, el libro de Arendt generó en los sesenta toda una guerra civil entre la intelectualidad neoyorkina y europea.

En vez de defender incondicionalmente, como buena judía, la causa de su pueblo, debatió, investigó, reflexionó

Ahora, medio siglo después de la primera polémica, la realizadora alemana Margarethe von Trotta ha ofrecido al público su películaHannah Arendt, que ha despertado una nueva ola de reacciones contra el tratado de la filósofa. Lejos de ser un documental sobre Arendt, esta “película de ideas”, que se estrenó en mayo en Estados Unidos y en junio en España, enfoca el caso Eichmann sirviéndose de escenas de su juicio en Jerusalén, extraídas de los archivos. Otra vez en Estados Unidos y en Europa se ha despertado una polémica, aunque más respetuosa con la filósofa, la cual, a lo largo de las décadas, ha ido cobrando peso.

La mayoría de los participantes en el debate actual sostienen que, en la “banalidad del mal”, Arendt descubrió un concepto importante: muchos malhechores son personas normales. En cambio, según ellos, Arendt no supo aplicar adecuadamente ese concepto. Según lo expresó Christopher Browning en New York Review of Books: “Arendt encontró un concepto importante pero no un ejemplo válido”. Elke Schmitter argumenta en el semanario alemán Der Spiegel que “la actuación en Jerusalén fue un exitoso engaño”, y que Arendt no llegó a entender al verdadero Eichmann, un fanático antisemita. Alfred Kaplan ha escrito enThe New York Times que “Arendt malinterpretó a Eichmann, aunque sí descubrió un gran tema: cómo las personas comunes se convierten en brutales asesinos”. Todos los críticos —y hay muchos más que los citados— invocan los documentos hallados sobre Eichmann tras la publicación de Eichmann en Jerusalén y las investigaciones posteriores, y afirman que Arendt en su época los ignoraba y debido a ello malinterpretó a Eichmann.

El problema es que —y aquí subyace el primer malentendido— Arendt sí conocía, al menos parcialmente, esos materiales, y su tratado los tuvo muy en cuenta. Dichos documentos provienen de la estancia del jerarca nazi en Argentina, antes de que allí le capturaran los servicios secretos israelíes: se trata de sus memorias y apuntes, además de una entrevista. A partir de esos materiales, diversos estudiosos han publicado en los últimos años nuevos ensayos sobre Eichmann y, por lo general, le dan la razón a Arendt en el hecho de que Eichmann no era un maniático que odiaba a los judíos, sino un hombre común. En cambio, esos historiadores le echan en cara a Arendt su idea de que Eichmann meramente obedecía órdenes.

Logró poner de manifiesto que el mal puede ser obra de gente corriente, de las personas que renuncian a pensar

Y aquí está el segundo malentendido: la filósofa nunca sostuvo que Eichmann se limitara a obedecer órdenes. En su libro, Arendt resaltó la rebelión de Eichmann contra las órdenes de Himmler quien, al aproximarse la derrota, recomendó un mejor trato a los judíos, mientras que Eichmann “se esforzó por hacer que la solución final lo fuera realmente”, escribió Arendt. La filósofa dibujó un minucioso retrato de Eichmann como un burgués solitario cuya vida estaba desprovista del sentido de la trascendencia, y cuya tendencia a refugiarse en las ideologías le llevó a preferir la ideología nacionalsocialista y a aplicarla hasta el final. “Lo que quedó en las mentes de personas como Eichmann”, dice Arendt, “no era una ideología racional o coherente, sino simplemente la noción de participar en algo histórico, grandioso, único”. El Eichmann de Arendt es un hombre que, engañándose y convenciéndose a sí mismo, está persuadido de que sus sangrientas acciones manifiestan su virtud.

Muchos ensayistas y comentaristas no han entendido y siguen sin entender las ideas de Arendt porque no han leído su libro, o lo han leído bajo la influencia de los comentarios anteriores. Por eso el malentendido sobre Eichmann en Jerusalén no acaba de disiparse y Hannah Arendt se ha convertido en una autora de la que se habla mucho, pero a quien leen pocos.

Sus ideas siguen molestando hoy como lo hicieron hace cincuenta años. Nada en la historia es blanco y negro, y los análisis de Arendt despiertan la animadversión de los que prefieren explicárselo todo con esquemas simples que no permitan la duda ni obliguen a reflexionar sin fin. Por ello es más preciso que nunca ir a la fuente y leer a Hannah Arendt, porque ella puso de manifiesto que el mal puede ser obra de la gente común, de aquellas personas que renuncian a pensar para abandonarse a la corriente de su tiempo. Y eso es válido también para los tiempos que vivimos.

Monika Zgustova es escritora. Su última novela es La noche de Valia (Destino).

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05 PM | 29 Jul

¿OLVIDAR?

¿Quién ha podido olvidar las primeras escenas del comienzo de “Les mistons”, una sucesión de travelling con Bernadette Lafont, en la flor se su belleza, pedaleando descalza en bicicleta, con su blusa blanca sin cubrir el vientre, sus cabellos cortos, y un muslo evidente bajo la falda que flamea el viento?  No la olvidaremos, como tampoco lo hicimos de Truffaut.

Han terminado los cursos de verano y, como siempre su Rector nos habló claro .Durante el homenaje que la Universidad dedicó a Francisco Brines, y en algún descanso para tomar café he podido comprobar  cómo funcionan los palmeros y aduladores de los políticos al uso, no es de extrañar la desafección que paulatinamente sufren.

Junto con Carlos Marzal, Almodaina, Siles, Díaz de Castro, no podía faltar el representante por excelencia de la poesía de la experiencia, quien además de analizar a la generación de los 50 en una estupenda conferencia, pudimos comprobar el afecto que le tenían los estudiantes por sus intervenciones en el programa Hora 25.

José Saborit, presente en el homenaje como diseñador, ha publicado un libro de poemas con el título “La eternidad y un día” haciendo referencia a una película de Angelopoulos, ya lo tengo pedido a mi librero. No me puedo reprimir.

Juan Torres en su página semanal en el diario Voz Pópuli hace un gran artículo dedicado a Alberto Descorial, bajo cuyo pseudónimo se encuentra Alberto Martínez, que fue secretario de nuestro Ayuntamiento, Concejal del PSOE, y vecino destacado. No digo más, creo que se me entiende, no era un palmero al uso. Cierro con el mismo soneto que  introduce Juan en su artículo. http://www.vozpopuli.com/blogs/2900-juan-torres-instrucciones-para-escribir-un-soneto

Es indudable otoño en sus señales

de glaucas tenues luces vespertinas,

desgritadas de voz, y de neblinas

que divinizan a los robledales.

Seria como el fulgor de los puñales

la tarde reverbera en las encinas.

Borroso el bosque, enteras las ruinas

donde asientan las dalias sus reales.

Una dulce tristeza de la herida

que la playa recibe por el sable

de la ola llegando ya vencida,

deshojada de modo insoslayable,

en cada embate dando algo de vida,

 

Octubre, cada vez más indudable.

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07 PM | 27 Jul

PORTABELLA

En sus películas, Portabella ha hecho trizas las reglas de la continuidad narrativa del modelo de representación institucional. El modelo de intención de Portabella ha sido casi siempre el investigar las relaciones del cambio de planos: lo que ocurre entre un plano y el siguiente; y, por extensión, los fenómenos que intervienen entre el paso de una secuencia a otra. Sobre este espacio invisible se despliega la invención radical de Portabella. Así, ha anulado la jerarquización de secuencias en favor de una estructura caleidoscópica, donde cada secuencia es independiente de por sí. Ha desprovisto de sentido la distinción entre secuencias preparatorias y secuencias culminantes, haciendo polvo todo atisbo de secuencias transitivas. La progresión dramática ha sido substituida por una estructura en la que los criterios estéticos pesan más que los narrativos.

Pero su ofuscación de la transparencia narrativa ha dado lugar también a la investigación de lo que podríamos denominar los caminos de otra continuidad narrativa. Es decir, las sendas de una continuidad de nuevo tipo, más libre y sin ataduras. Dicho de otro modo: lo que Straub y Huillet anduvieron buscando durante años es lo que había encontrado Portabella en los altos hornos de Barakaldo en el rodaje de Informe general: un plano que en su duración revele toda la intención crítica por la que ha sido rodado. O la escena entre Jeanine Mestre y Christopher Lee en Umbracle, por ejemplo, demuestra que la concordancia de aprehensión retardada funciona también a nivel del interior de la escena, y no sólo a partir de la secuencia. O el plano secuencia de Der Stille vor Bach del combate de la pianola y la cámara muestra una forma de hacer cine absolutamente visual, claramente innovadora y eminentemente estética. La remisión a Eisenstein de Nocturno 29, lo es también al más conocido de los cineastas de la escuela de montaje soviética, es decir, al más combativo de los modos de representación alternativos, que encerraban la posibilidad de un modo de representación distinto.

La búsqueda llevada a cabo por Portabella durante cuarenta años tiene su lógica interna –la estructura del andamiaje, en palabras suyas— en la cuestión de una continuidad narrativa distinta a la convencional (la continuidad por la discontinuidad). El cambio de plano –o de secuencia— es la cuestión central de la narrativa cinematográfica, y es aquí donde Portabella ha emplazado buena parte de su potencia de fuego.

Todo el discurso sobre la sorpresa es, al mismo tiempo, una reflexión sobre la continuidad. Es por esta centralidad que su cine no envejece, sino que cada vez parece más actual. Porque mientras haya cine, quienes lo hacen tendrán que enfrentarse al engarce de dos planos, a la imaginación de qué puede seguir después de un plano determinado. Su permanencia procede, a la vez, de la voluntad de innovar pero también de la aguda receptividad de estar en el filo del tiempo. La modernidad de Portabella no es la de los voltios de una cinemateca, sino que es una apuesta cinematográfica de una vitalidad y una tensión ética, que reformula incesantemente su programa estético y renovador.
Ante el rodaje de una película, cualquier director –y, ante su visión, cualquier crítico o este tipo de aficionado que es el cinéfilo (si existe todavía)— se encuentra enfrentado permanentemente a qué tipo de plano o a qué tipo de secuencia colocar a continuación de otro. Esto, tan sencillo, da una importancia enorme al trabajo de Portabella con la otra continuidad narrativa. Es esto lo que le hace invulnerable al paso del tiempo: es esto lo que le hace ser un clásico indiscutible de la modernidad.

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