11 PM | 12 Dic

Análisis de la psicología del fascismo

 

                       DAVILOCHI

En primer lugar hay que empezar por decir que ésta es una obra maestra visual, con un genial fotografía de Vittorio Storaro que usó un gran colorido y un vestuario fiel a los años 30, con un movimiento de cámara muy fluído y ángulos casi imposibles. De hecho el estilo empleado por Bertolucci sintetiza el expresionismo con la estética fascista más clásica. Simplemente hace falta ver los primeros planos en los que Marcello Clerici, el protagonista, aparece en los inmensos espacios (neoclasicismo fascista) de un edificio gubernamental. He aquí un claro ejemplo de la megalomanía del fascismo que trata de imponer al Estado sobre cada uno de los aspectos de la vida de los individuos, de hacer sentir su poder sobre éstos (de hecho son espacios gigantescos y fríos, casi podríamos decir que deshumanizadores): se trata de reducir la voluntad del individuo hasta confundirla con la de la masa dirigida por el Estado. En este sentido la película está muy lograda. De hecho, cuando van a ver al padre al manicomio este, antiguo camisa negra afirma: «Si no toma el Estado la imagen del individuo cómo va a tomar el individuo la imagen del Estado».

Al principio del film, mientras Marcello acuerda su ingreso en la policía secreta, podemos ver a su amigo Italo (su nombre refleja claramente la identificación de su figura con la del pueblo italiano) el cual está dando una locución de radio en la que legitima la alianza germano-italiana. No está de más decir que Italo es ciego, lo cual constituye una alegoría de la ceguera voluntaria o inducida en que se vio sumida la sociedad italiana durante veinte largos años de dictadura fascista. El discurso trata de sustentar el carácter revolucionario del fascismo: antidemocrático y antiparlamentario, sin embargo conforme avance la película este mito irá siendo desmontado.

De hecho, el alto cargo de la policía secreta que habla con Marcello lo deja claro cuando dice que «Sólo unos pocos creen en el fascismo. Unos nos apoyan por miedo y otros por dinero». En primer lugar vemos como la coerción se convierte en el principal medio a través del cual cohesionar la sociedad y, en segundo lugar, la importancia de los apoyos para ascender en la sociedad (dinero, contactos). El dinero sigue siendo el que domina las relaciones sociales al más alto nivel. No menos características son las conversaciones en torno a la religión, cuando Marcello le dice a su futura esposa que «El cura da la absolución a todo el mundo». He aquí un reflejo del proceder del Estado fascista (no es menos significativo que su proceder sea comparado con el de la Iglesia): «El cura da la absolución a todo el mundo», lo importante es someterse a su autoridad.

La madre de Marcello es una muestra de las clases altas italianas que se rindieron al fascismo italiano para conservar su posición social privilegiada frente a la «amenaza» de socialismo y el comunismo: su despiadada conciencia utilitaria («¿Porqué no se muere tu padre de una vez? Nos cuesta tanto el hospital»), el escaso beneficio que reportaban a la sociedad (en este caso ella es morfinómana), su visión social («Las chicas de clase media se casan con miembros de las clases altas». He aquí una interesante alegoría del matrimonio de conveniencia que se produjo entre la burguesía y la aristocracia en Italia para hacer frente a la amenaza de las clases bajas, ellos fueron los verdaderos soportes del fascismo. En este momento había mucha preocupación en Italia ante una posible vuelta del fascismo dada la gran extensión que estaba experimentando la clase media a causa de la bonanza económica de los 50 y 60. Los movimientos del 68 llamaron la atención respecto a esto).

Es interesante el flashback que nos lleva a la juventud de Marcello, porque su resentimiento frente al mundo procede en cierto modo del momento en que se vio acosado por el chófer Lino. Aquí aparece la contradicción que dominará la vida del protagonista: sus valores y deseos frente al intento desesperado por llevar una vida «normal». Es decir, en primer lugar Marcello se declara un profundo admirador del profesor Quadri, a quien se le ha encargado asesinar, y que vendría a ser en cierto sentido un sustitutivo de la figura paterna (aquel que le inculca valores, un credo que seguir, un modo de entender la vida); sin embargo, ante el exilio voluntario de éste a la llegada del fascismo Marcello se siente abandonado y se echa en brazos del fascismo. Abandona sus valores y su más que posible homosexualidad (en principio no parecía que fuera a rechazar a Lino) en aras de una vida «normal». De hecho, cuando se confiesa ante el cura éste parece más escandalizado por la homosexualidad en sí que por un crimen de sangre y éste le dice: «Lo normal es casarse y tener hijos». He aquí la Iglesia como institución legitimadora del orden establecido. «Valdrá para la cocina y la cama»: machismo, orden patriarcal, ambos son valores unidos al fascismo y a la Iglesia.

Dejando muchos detalles interesantes querría destacar dos momentos que enlazan y que suponen un homenaje al Mito de la Caverna de Platón. El primero en su reencuentro con Quadri. Cuando éste abre la ventana Marcello ve como su sombra se esfuma (al fin y al cabo él no ha sido sino una sombra de sí mismo todo ese tiempo) ante la luz que entra, es la luz de los que han elegido la libertad. Al final de la película vuelve a ocurrirle cuando se sienta junto al fuego, pero decide mirar atrás y allí está Lino, allí está la realidad que había estado intentando negar durante todo ese tiempo.

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04 PM | 11 Dic

MEMORIA DE TONY JUDT

 

               ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Tony Judt era apasionado y a la vez escéptico y no se callaba nunca. Creía apasionadamente y al mismo tiempo en el albedrío y la responsabilidad individual y en la solidez de un Estado democrático capaz de proveer servicios fundamentales y garantizar el imperio de la ley. Dedicó páginas y páginas a denunciar el sectarismo y la ceguera de esa parte de la izquierda europea que se negaba a despertar de su romance con las dictaduras comunistas, pero se opuso con igual contundencia a los nuevos fundamentalistas del mercado y a los entusiastas de las nuevas guerras imperiales emprendidas por George W. Bush, su aliado Tony Blair y otros comparsas de menor cuantía, aunque de idéntica soberbia.

Hay personas que pasan sin dificultad del dogmatismo de izquierda al de derecha, de creer que la Historia tiene una dirección indudable que lleva a la sociedad comunista perfecta a creer que a donde lleva esa dirección es a una sociedad capitalista perfecta. Tony Judt, que pudo llegar a la universidad de Cambridge gracias a los avances igualitarios traídos por el laborismo de posguerra, fue toda su vida un defensor de la socialdemocracia europea. Se definía a sí mismo como un «socialdemócrata universalista». Pero era muy consciente de la singularidad de su propio origen, y de la mezcla de sus identidades parciales: era inglés, hijo de padres emigrantes judíos, cada uno de una esquina de Europa; era judío pero carecía de convicciones religiosas; muy joven abrazó el sionismo de izquierdas y se fue a Israel a trabajar en un kibutz, pero salió de allí vacunado contra las obsesiones ideológicas e identitarias. Entre sus compañeros estudiantes en Cambridge, muchos de ellos hijos de la clase dirigente británica, era un advenedizo. En Inglaterra, el origen de sus padres, las comidas que se cocinaban y las lenguas que se hablaban en las reuniones familiares le daban de antemano un matiz europeo; viajó a París para estudiar en la reverenciada École Normale Superieure, y los intelectuales franceses a los que vio de cerca -Sartre, Althusser, Foucault, Kristeva, Lacan, Beauvoir- le inspiraron mucha menos admiración que escepticismo, cuando no un abierto sarcasmo.

 

Nadie menos pomposo o palabrero, menos gurú a la manera francesa que Tony Judt. Y esa misma ironía, esa desconfianza hacia las grandes nebulosidades teóricas que iban a cubrir durante décadas el estudio universitario de las humanidades, también le confirmaron en su posición de rareza cuando se marchó a dar clases a Estados Unidos.

Como historiador, pertenecía a esa magnífica escuela inglesa que combina el rigor de los hechos, la claridad de exposición y el impulso narrativo. Pero esos valores se volvían cada vez más sospechosos, según arreciaba en las universidades la moda de la Teoría, del Discurso, de la jerga intraspasable convertida en lenguaje canónico. Como no se callaba nunca, no dejó nunca de ganarse enemigos. Era un radical de los años sesenta al que en los noventa sus colegas universitarios miraban de soslayo como a un conservador. Era un judío que por criticar la política israelí y proponer que Israel se convirtiera en un estado binacional no basado en pertenencias étnicas o religiosas fue acusado de antisemitismo y de traición, expulsado de revistas en las que colaboraba, sometido a boicot cuando daba conferencias. Desconfiaba del excesivo poder de seducción de las ideas, y le gustaba repetir una cita de Camus: «Cada idea equivocada termina en un baño de sangre, pero siempre es la sangre de otros». A principios de los años ochenta, con el mismo entusiasmo vital con que lo emprendía todo, se puso a estudiar checo y empezó a interesarse por esa parte de Europa que los progresistas del oeste habían ignorado, incluso desdeñado, la Europa central alejada en nuestras imaginaciones hacia los confines de lo inexistente, territorio nebuloso de novelas de espías y de disidentes que no nos inspiraban ninguna confianza y a los que no dábamos ningún crédito, si es que nos enterábamos de sus nombres. Sobre su conocimiento de ese corazón de Europa segregado por la guerra fría Tony Judt levantó el mayor de sus libros, el de más amplitud y riqueza, Postwar, la narración formidable de la historia del continente que resurgió de sus ruinas a partir de 1945: el despegue económico y el ajuste de cuentas o la acomodación con el pasado innombrable; la voluntad gradual de ir estableciendo una unión europea; la desgracia de los países que nada más librarse del nazismo cayeron en manos de los ocupantes soviéticos; la irrupción de lo imposible en 1989, la caída del muro de Berlín y de un orden internacional que parecía establecido para siempre.

No se calló ni cuando la enfermedad se iba apoderando de su cuerpo, paralizándolo poco a poco, músculo a músculo, miembro a miembro. Decía que era como vivir en una celda que se iba achicando cada día unos pocos centímetros. Prisionero en su cuerpo inerte, condenado a noches enteras de insomnio inmóvil, descubrió que su único consuelo era reconstruir meticulosamente sus recuerdos. Cuando estaba sano había investigado en archivos y hemerotecas, entrevistado a testigos, elaborado detalle a detalle el relato del siglo XX en Europa, con ese talento peculiar que necesita un historiador para imaginar las cosas exactamente como fueron. Ahora el objetivo único de su investigación era él mismo, y el único archivo que estaba a su alcance era el de su propia memoria. Sabía que no le quedaba mucho tiempo; también que antes de que se le acabara la lucidez habría perdido el uso del habla, y se vería reducido a un monólogo silencioso con sus propios fantasmas. Administró sus fuerzas: recordaba vívidamente un episodio, una época, un lugar, a lo largo de la noche, y al día siguiente dictaba cada vez con más dificultad lo que había imaginado.

No podían ser textos muy largos: la intensidad, la precisión, la inevitable fatiga, imponían el límite de unas pocas páginas. Le gustaba concentrarse en una sola experiencia y revivirla en cada uno de sus pormenores. Atado a la cama, con una sensación permanente de frío, con un tubo de plástico en la nariz que le permitía respirar, volvía a un pequeño hotel de Suiza al que había ido de vacaciones con sus padres en algún invierno de la infancia: de nuevo subía los peldaños de la entrada; recorría el pasillo; imaginaba el sonido de los pasos sobre la madera y el olor a sábanas limpias de las habitaciones; por una ventana abierta veía un paisaje de laderas nevadas y respiraba el aire helado y limpio. De ese recuerdo viene el título del libro póstumo que acaba de publicarse, The Memory Chalet.

Ideando el libro, dictándolo en los meses últimos de su vida, Tony Judt logró una escapatoria conjetural de aquella celda cada vez más estrecha en que se convertía su cuerpo. Viajó de nuevo con dieciséis años en un carguero por el mar del Norte. Otra vez caminó por las calles de Londres en las que había sido niño. Atravesó en coche por primera vez toda la amplitud desconocida y prometedora de Estados Unidos. Al final quiso estar en una pequeña estación ferroviaria, en Suiza, esperando en paz la llegada de un tren.

Tony Judt. Algo va mal. Traducción de Belén Urrutia. Taurus. Madrid, 2010. 256 páginas. 19 EUROS. TENEMOS ESTE LIBRO EN CRITICAS LITERARIAS

 

 

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12 AM | 08 Dic

BERTOLUCCI

 

Bernardo Bertolucci, hijo del poeta Attilio, al principio se sintió también atraído por la poesía, pero en 1961 abandonó sus estudios de literatura moderna en la Universidad de Roma para trabajar como asistente de dirección de Pier Paolo Pasolini, Acatone. Al año siguiente, gracias al interés del productor Tonino Cervi, debutó con el largometraje «La commare secca», con argumento y guión de su maestro, que también hubiera tenido que dirigir la película. En 1964 dirigió «,Antes de la Revolución, una de las obras juveniles más intensas de esos años; en 1968 colaboró en el guión de «Hasta que llegó su hora» de Sergio Leone y dirigió «Partner», inspirado libremente en «El doble (Il sosia) » de Dostoievski.

 En 1970 dirigió «La estrategia de la araña» (Strategia del ragno) y «El conformista», la primera inspirada en Borges y la segunda en una novela de Moravia: se trata de dos títulos fundamentales – según algunos incluso los más inspirados – de su filmografía, que anuncian la conocidísima «Último tango en París (Ultimo tango a Parigi)» (1972), una de las películas de mayor éxito en la historia del cine, que en Italia sufrió un sinfín de problemas con la censura. En 1976 dirigió «Novecento», una película épica que narra las luchas de los campesinos en Emilia y que pretende crear un gran fresco histórico. «La luna» (1979) es un melodrama atípico en el que se mezclan la droga y el incesto con el fondo de la música de Verdi. «Historia de un hombre ridículo (La tragedia di un uomo ridicolo)» (1981) es un retrato agudo y penetrante de la contemporaneidad italiana , con tonos que van de lo grotesco a lo desconsolado. Con «El último emperador (L’ultimo imperatore)» (1987), ganadora de nueve premios Oscar entre los cuales el Oscar a la mejor dirección, inició una trilogía de peculiares superproducciones de autor que siguió, con resultados alternos con «El cielo protector (Il tè nel deserto)» (1990) y «El pequeño Buda (Piccolo Buddha)» (1993). En 1996 este director volvió a rodar en Italia «Belleza robada (Io ballo da sola)», la delicada historia de una iniciación sexual ambientada en una magnífica villa de la zona del Chianti, en Toscana. En cambio “L’assedio” (1999) – rodada con un presupuesto limitado y muy lograda precisamente por ello – relata la historia de un pianista enamorado de su asistenta extranjera, que consigue conquistar el cariño de la mujer vendiendo todos sus bienes para salvar al marido de ella, prisionero político en su país de origen. En 2003 rodó en París “The Dreamers”, una relectura muy personal de los temas relacionados con la rebelión juvenil de 1968.

 

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12 AM | 08 Dic

EL CONFORMISTA

 

En 1938 en París Marcello Clerici está inmerso en sus recuerdos. Es un joven profesor de filosofía, cuya existencia ha sido marcada por un acontecimiento dramático: en efecto, cree que de pequeño mató a Lino Seminara, un chofer que intentó mantener relaciones homosexuales con él. A partir de entonces ha estado constantemente buscando algo que le rescate del remordimiento que le atormenta. Cuando el fascismo llega al poder, persiguiendo su propio deseo de normalidad, Clerici comulga con el régimen: esta elección le permite introducirse en una sociedad cuyos emblemas son el orden y la disciplina y en la que el mal y la violencia se han convertido en modelos de comportamiento muy extendidos. También su vida privada revela una evidente vocación de conformismo: atormentado por una madre morfinómana y un padre violento, Clerici está comprometido con Giulia, una chica burguesa, fácil y ambiciosa. Sin embargo, él cree que al casarse ella también se convertirá en una señora “normal”. La oportunidad de superar su sentido de culpabilidad se la ofrece la propuesta que le hace la Ovra, la policía secreta fascista: debe entregar a los sicarios del régimen al profesor Quadri, su antiguo profesor de la Universidad y actualmente exiliado político en Francia.

 Colaborando en este delito, Marcello cree que podrá redimirse del asesinato que cometió en su juventud: en efecto, esta vez la muerte se justifica por los principios en los que cree. Con el pretexto del clásico viaje de novios a París, Marcello se reúne con Quadri y su mujer Anna, una francesa muy guapa y emancipada que entabla una amistad morbosa con Giulia, su mujer. Marcello, que se enamora de Anna, intenta evitar que se vea envuelta en el delito que está a punto de cometerse, pero ya no puede aplazar su misión: durante un viaje encoche, asiste impasible al asesinato de Quadri y Anna. Pasan los años y precisamente el 25 de julio de 1943, cuando en Roma se celebra la caída del fascismo, Marcello encuentra por casualidad al hombre al que creía haber matado de pequeño. A pesar de darse cuenta de las aberraciones a las que le ha llevado un remordimiento infundado, una  vez más su comportamiento se adecúa a los nuevos acontecimientos: acusa a Seminara del delito que él mismo ha cometido, denuncia a un amigo fascista y se une a los que festejan la caída del régimen.

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