Críticas

12 PM | 24 Nov

PRINCESA

Lee Su-jin debuta en la dirección con Princesa (Han Gong-ju), película coreana que narra el intento de una joven, la Han Gong-ju que da nombre a la película, interpretada por una magnífica Woo-hee Chun, de comenzar una nueva vida tras ser alejada del lugar en el que vive y estudia debido a unos sucesos traumáticos que desconocemos en un principio y que no sabemos si han sido ocasionados por ella o es víctima de ellos. Pero a lo largo de la película, mediante flashbacks cuya duración van creciendo paulatinamente, iremos descubriendo que Han Gong-ju fue víctima de unos acontecimientos aberrantes que no solo la han conducido hacia una nueva casa y un nuevo instituto, sino que también la han convertido en una persona arisca y retraída que evita todo contacto, o lo intenta, con otras personas, obsesionada por no ser reconocida.

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Lee Su-jin sorprende con su habilidad en la puesta en escena, combinando pasado y presente en la narración de tal manera que crea una relación directa entre ambos momentos que ayuda a mostrar los intentos de la joven por seguir hacia delante, por rehacer su vida, a la par que no consigue alejarse del todo de ese trauma, como demuestra el final. Así, Princesa juega con el esquema de las películas de segunda oportunidades y de cine de instituto (aunque bien medido esto último) para crear una película contundente y dura sobre una joven que, de repente, ve cómo su vida ha quedado suspendida pero aun así intenta encontrar su lugar.

Lee Su-jin, como director coreano, absorbe a la perfección la herencia reciente del cine de su país, pero modulando ésta a partir de una soberbia, y sobria, puesta en escena muy personal, con un tratamiento visual elegante y poético que atiende tanto a los primeros planos como a los generales, buscando unos registros de encuadres variados mediante una perfecta utilización de todos ellos. El tremendismo de la situación es rebajado a partir de una cierta distancia sobre los sucesos, no así sobre el personaje de la joven, a quien acompaña con la cámara en todo momento en busca tanto de aislarla del entorno como de introducirla de lleno en él. El cineasta juega con la información que poco a poco va desvelando sobre ella, dado que nadie más, incluido el espectador, conoce, creando un personaje tan misterioso como cercano, con el que es fácil conectar pero al debemos ir conociendo. Lee Su-jin nos ayuda a ello, tomándose su tiempo, dejando que la narración fluya y con ella el perrsonaje.

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Lee Su-jin ha realizado una película de imágenes de gran potencia, sugerente y poética, pero realista y dura. Una obra que presenta a un cineasta a quien seguir de cerca, algo que Scorsese tuvo que percibir para encontrar Princesa tan importante. Porque en muchos aspectos, lo

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02 PM | 12 Nov

Al despertar el día

Al despertar del día, quizá la muerte. Paradoja. ¿Qué es lo que puede amanecer cuando las ilusiones han sido acribilladas? ‘Al despertar el día (Le jour se leve, 1939), de Marcel Carné es una intensa y bella obra, con exquisitos diálogos de Jaques Prevert, que relata las circunstancias que determinaron que un hombre a asesinara a otro. En el principio, y en el final de todo, las preguntas. Un big bang y las interrogantes consiguientes: parece la definición de nuestra propia existencia. En la primera secuencia, se oyen los disparos tras una puerta, y después una observación que exuda cansancio, desesperación, rabia: Mira lo que te has hecho. Y una respuesta que es pregunta: ¿Y a ti? Un cuerpo sale tambaleándose y cae rodando por las escaleras, dos tramos, como si se resistiera a morir, como si se castigara por su torpeza. Hay torpezas, las del orgullo, las de la vanidad, que supuran cuando además te conducen a la muerte. Un hombre se ha matado, o ha propiciado que otro hombre dispare sobre él, por estúpidas razones. Otro hombre se ha matado por matar a otro, por dejarse llevar por el impulso del momento, la rabia, el cansancio, la desesperación.

El relato nos desvelará por qué no pudo contener ese impulso, qué determinó que el impulso gobernara sobre su mente. Se alternará con la dilatación del tiempo presente de un remordimiento que irá consumiéndole mientras la policía asedia el singular edificio (un destello de inspiración creativa de Alexandre Trauner). Es una edificación que sobresale en el entorno, una construcción mucho más elevada que el resto, como un torreón, pero escuálido, como si careciera de la suficiente consistencia. Quizá como la vida de Francois (Jean Gabin), de quién dicen que tiene un ojo alegre y otro triste, y que sus rasgos se asemejan a los de un osito de peluche al que falta una oreja. Un hombre que soñó, que no supo resistir las contaminaciones e interferencias que pueden cegar, y al final se dejo abatir por sus esquirlas, como una infección que no supo detener.

La obra alterna dos tiempos, el presente, en el que tras presentarnos el exterior de una casa, en una barriada de Paris, la cámara realiza una panorámica en su interior, desde un ciego que asciende las escaleras hasta una puerta, en lo alto, tras la que se oyen unas voces y un disparo. Un ciego asciende, otro ciego en sus entrañas, ciego por sus impulsos, descenderá, o se precipitará en el vacío, por dejarse arrebatar por un impulso. Un hombre sale tambaleándose, mortalmente herido, y cae por las escaleras, y otro se tambaleará, figuradamente, durante un día de asedio, mientras se reconcome en su torreón con las esquirlas de su vida destrozada, como el espejo que rompe, porque ya lo que refleja es un cadáver, la imposibilidad de un retroceso, de un reajuste de lo que ya quebró irremisiblemente. Desde otro tejado habían disparado, impactando sobre el espejo, y un osito de peluche bajo el mismo. El impacto de esas balas se alterna con planos del sombrío rostro de Francois contemplándolo. Ya sólo resta tapiarse, intentar ocultarse del mundo, de sí mismo: Cuando disparan desde la escalera, coloca un armario para taponar la puerta. Pero los recuerdos sí traspasan las puertas o armarios de su mente, como la puerta del armario que se entreabre y muestra las fotografías de la mujer que ama, Francoise (Jacqueline Laurent). Su amor por ella, o precisamente el impulso ciego que es parte del mismo, fue determinante de que matara a quien pretendía contaminar ese amor.

Francois era un pintor a pistola en una herrumbrosa fábrica. En el pasado se le presenta como una máscara, sin rostro, sin mirada. Premonición de los impulsos que le superarán. Así conoce a Francoise, la cuál está perdida buscando a la esposa del subdirector, a la que trae unas flores. Flores que se marchitan por efecto de las emanaciones de la pintura. Orfandad. Encuentros. Extravíos. El uno se encuentra en la otra. Ambos comparten nombre en masculino y femenino, ambos crecieron en un orfanato. Pero Francois se extraviará cuando crea que Francoise mantiene una relación con un cínico domador de perros, Valentín (Louis Berry). El impulso ciego, el recelo, la inseguridad, marchita fácilmente la ilusión.

Las secuencias entre Francois y Francoise son de un lirismo conmovedor, sea la primera noche en el hogar de ella, cuando él se marcha portando el osito, para no irse con nada entre las manos, ya que ella aún prefiere que no hagan nada, y además le dice que tiene una cita. O el bellísimo momento, de vibrante luminosidad, en el invernadero, ambos rodeados de flores, en el que Francois comparte su vida pasada de precariedades en la que nada brillaba. Aunque este fulgor, este amor, tiene algo de idealización, de pintura. Porque ya se han empezado a entrever las fisuras, esas que al final le hacen exclamar a Francois que hay otras formas de matar lentamente en la vida, como arena que se te mete en el cuerpo.

Y esa figura la encarna el cínico Valentín, el hombre al que Francois asesinará, el hombre que hace que la realidad sea lo que él dice, porque miente e inventa, y sugestiona, como respira, y así cautiva con sus falsas ilusiones, ya sea a Francoise, o a Clara (Arletty), la mujer que Francois conoce la noche en que ha dejado de ser ayudante de Valentin. Esa es la noche en la que Francois no quiso preguntar de frente, ni expresó que algo le afectaba, sino que expresó lo contrario de lo que sentía: la fisura que abrió y precipitó el abismo. Esa noche, cuando Francoise le dijo que tenía una cita, él se lo tomó a la tremenda, pero aparentó indiferencia, apostillando que ambos eran libres de hacer lo que querían. Pero no era así como sentía, por eso se apostó en la oscuridad y decidió seguirla. Y en un espacio que es espacio de representación, un escenario, advierte que hay un vínculo entre Francoise y Valentin: y los engranajes de su mente se disparan en la dirección de los sentimientos que se retuercen, e implica en el desvío a Clara en una relación que no es sino evidencia de un despecho. Progresivamente, se irá desvelando el vínculo entre Francoise y Valentin, hasta que Francois asuma que la realidad es como ese camafeo que Valentin regala como si fuera especial cuando no es sino uno de los tantos que tiene y regala. Y es que, como refleja el hermoso plano final, hay humos que difuminan y ensombrecen la brillante luz del amanecer de lo posible.

del blg EL CINE DE SOLARIS
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12 AM | 05 Nov

HISTORIA DE UNA PASIÓN

DE ENTRE LOS MUERTOS

Top 2016 Historia de una pasiónEmily Dickinson, cumbre de la lírica mórbida, se dedicó en vida —eso que ella definiría como “la innecesaria antesala antes del eterno descansar”— a disponer todo lo necesario para cuando lo inevitable aconteciese. Sus instrucciones están ahí, en su poesía: hacia dónde había que orientar sus despojos, el olor que le gustaría que desprendiese la madreselva, la calidad de la piedra que conformaría una losa llamada a deshacerse sobre sus huesos; en definitiva: el obsceno modo como todo seguiría su acontecer, sin que su paso por el mundo hubiese significado otra cosa que una guirnalda de flores secas, un desgastado grupo escultórico y, quizás, un sarcástico epitafio (el suyo fue “me llaman”, bella prolongación de sus cuitas existenciales).

Terence Davies, cronista sutil del desespero silente, nos cuenta en Historia de una pasión su creciente aislamiento, ese tenebrismo en el que escribía, esa lucidez sin amargura que se infiltraba hasta en sus contados juicios morales. Emily y su familia aguardan con impaciencia el final y por el camino se flagelan a sí mismos, proselitistas ad nauseam del valle de lágrimas, el rostro contrito y la dicha inmerecida. El desapasionado circular de las agujas del reloj no tiene aquí nada de derroche épico, de cántico espiritual al estilo Malick. El espacio-tiempo queda constreñido en cuatro o cinco estancias, en un sendero que circunda el hogar, en media docena de visitas y varias tentativas de hacer felices a los demás. Labor infructuosa: la Dickinson no está aquí para echarle leña a la hoguera de las vanidades ajenas. Por eso la veréis día tras día levantarse antes de la salida del sol y escribir todavía rodeada de tinieblas lo que le ocurrirá —a su cuerpo y a su espíritu— cuando ya no esté, cuando pase a peor vida el último testigo de su existencia (no contó con la literatura y su querencia por los genios agónicos, casi espectrales).

Un texto de 

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