Documentación

04 PM | 05 Jun

ROCIO

Fernando Ruiz Vergara falleció el 12 de octubre de 2011 en la aldea portuguesa de Escalos de Baixo, donde vivió sus últimos años, retirado, exiliado por voluntad propia tras el monumental escándalo provocado por la cinta Rocío, que todavía hoy sigue censurada por orden del Tribunal Supremo, con fecha de 3 de abril de 1984. Retenga, por favor, el año de los hechos: mil-novecientos-ochenta-y-cuatro, cuando la época dura de la Transición parecía haber quedado atrás y Felipe González gobernaba ya con mayoría absoluta.

“Todo lo que sufrió con Rocío lo tenía muy presente. No guardaba rencor, pero nunca dejó de dolerle”, explica el realizador José Luis Tirado, que ha analizado en el documental El caso Rocío la polémica que acompaña (aún hoy) la cinta de Ruiz Vergara. “La película acabó de golpe con su carrera profesional. Pero no sólo eso, también le destrozó la vida”, expone Tirado, que lo encontró ya débil de salud, ingresado en la Casa de Misericordia de Vila de Rei (Portugal).

El documental Rocío, dirigido por Ruiz Vergara con guión de Ana Vila e interpretado, como recogía el cartel, “por hombres, mujeres y niños del pueblo andaluz”, es un intento de explicar la romería desde un punto de vista social, histórico y antropológico, por lo que recurre a las opiniones de expertos, algún sacerdote, miembros relevantes de las hermandades rocieras y vecinos de Almonte, como una mujer que narra en primera persona un milagro de la Virgen: la curación de un sarcoma.

Fernando Ruiz Vergara.

Contiene, claro, imágenes de gran potencia visual, muchas tan osadas que hoy serían imposible grabar, como la cercanía de las camareras con la Virgen (“Eres guapísima, eres encantadora, eres la reina almonteña”, le susurra una de ellas) o la descripción que el catedrático José Hernández Díaz realiza sobre la mutilación de imágenes sagradas para adaptarlas al culto o al gusto de la feligresía. Fernando Ruiz Vergara ilustró este hecho con el desmontaje en un convento sevillano de una talla muy modificada de la Virgen de la Merced.

Sin embargo, ni una ni otra propuesta provocó el enorme revuelo que acabó con el secuestro de la cinta y su director condenado a dos meses y un día de prisión, 50.000 pesetas de multa y una indemnización de diez millones de pesetas. Lo que motivó el escándalo fue sacar a luz la represión en Almonte tras el golpe militar de 1936, desde sus instigadores al centenar de víctimas, recordadas algunas con nombres y apodos por el actor José Luis Gómez, que puso la voz en off a la película. “Un total de cien personas, noventa y nueve hombres y una mujer”, dice.

La trastienda de la matanza

En concreto, en un momento de la película, el realizador incluye las declaraciones de un vecino de Almonte, Pedro Gómez Clavijo, quien cuenta a cámara cómo se urdió la represión. Como sostiene el historiador Francisco Espinosa, “Ruiz Vergara vino a contar la trastienda de la matanza realizada por los fascistas, y puso nombre y rostro al que, según algunos testimonios, aparecía como máximo responsable: el terrateniente y ex alcalde José María Reales Carrasco”.

En opinión del realizador de El caso Rocío, José Luis Tirado, “Ruiz Vergara inicialmente no iba buscando nada sobre el tema, pero algunos ancianos se lo contaron y decidió, tras pensarlo mucho, incluirlo en el documental”. Finalmente, el documental Rocío es uno de los primeros intentos de arrojar luz a la represión llevada a cabo en el verano de 1936. “Hoy día, en España, con jurisprudencia sobrada sobre el asunto, no es posible silenciar la historia de la represión por la voluntad de los descendientes de quienes un modo u otro la protagonizaron”, dice Tirado.

Pero, en los primeros ochenta, el resultado fue otro. Los hijos de Reales Carrasco interpusieron el 23 de febrero de 1981 -horas antes del intentona de Tejero- la querella por los delitos de injurias graves, escarnio de la religión católica y ultraje público contra Ruiz Vergara, la guionista Ana Vila y Gómez Clavijo, el vecino que prestó su testimonio. “Las injurias se cometían -expone Francisco Espinosa- al imputar al fallecido Reales Carrasco el asesinato de vecinos de Almonte. Sin embargo, en el metraje, cuando iba a pronunciar su nombre, el sonido desaparecía y se reproducía una foto suya con los ojos tapados por un recuadro negro”.

El proceso judicial

El juez desestimó por completo la imputación de escarnio porque “los temas religiosos están tratados con respeto”, se afirma textualmente. Con todo, sí ordenó el secuestro de la cinta, primero en toda España y, luego, sólo en las provincias de Huelva, Sevilla y Cádiz, las más vinculadas a la romería del Rocío. Era la primera vez que un juzgado secuestraba una película en España después de que se aprobara la Constitución y desaparecieran los mecanismos de censura previa en materia de cine.

Aunque Ruiz Vergara recurrió al Supremo, éste ratificó la sentencia. Según el juez Luis Vivas Marzal, era “indispensable inhumar y olvidar si se quiere que los sobrevivientes y las generaciones posteriores a la contienda, convivan pacífica, armónica y conciliadamente, no siendo atinado avivar los rescoldos de esa lucha para despertar rencores, odios y resentimientos adormecidos por el paso del tiempo”.

A mediados de mayo de 1985, la película volvió a los cines españoles. Se sustituyeron los fragmentos suprimidos por una pantalla en negro con la leyenda “Supresión por sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo del 3.4.1984”. Recuerde, por favor, la fecha: desde mil-novecientos-ochenta-y-cuatro hasta hoy.

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04 PM | 24 May

LA MARQUESA DE O

Entre 1969, año en que cerró su serie sobre los Cuentos Morales con Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969) y 1980, momento en que inició con La mujer del aviador (La femme de l’aviateur, 1980) sus Comedias y Proverbios, Eric Rohmer realizó dos adaptaciones literarias, una novela en el caso de La marquesa de O (1976) y una pieza teatral en su posterior Perceval le Gallois (1979). Ambas obras tomaban como punto de partida textos del escritor romántico alemán Heinrich von Kleist, lo que da muestra del interés que el realizador francés mostraba por la cultura germánica y sobretodo por aquellas manifestaciones artísticas de la misma más relacionadas con el espíritu romántico.

Tras haber diseccionado en sus primeras obras con una metodología casi científica las contrariedades morales y psicológicas de la sociedad burguesa del momento, Rohmer cambia de registro y se decide a adaptar el relato corto La marquesa de O, escrito por Kleist para su libro de Cuentos, entre 1810 y 1811. La historia se desarrolla a finales del siglo XVIII, durante la invasión del ejército ruso en el norte de Italia. Una familia aristocrática, cuyo padre es coronel del ejército, es expulsada una noche de su castillo por las tropas rusas. En medio del desorden y la confusión, la hija de la familia, Juliette (Edith Clever), una marquesa viuda y con dos niñas pequeñas, sufre un intento de violación por parte de un grupo de soldados invasores, pero es rescatada en el último momento por un teniente coronel ruso (Bruno Ganz), quien se convierte para Juliette en una especie de ángel salvador –un ángel que, como se verá, se convierte más tarde para ella en un diablo–. Tras un tiempo, la familia recibe la visita del conde, al que creían muerto, quien manifiesta abierta y un tanto obsesivamente su voluntad de tomar en matrimonio a la marquesa, decisión que extraña a todos por su carácter apremiante y sobretodo por el escaso conocimiento entre ambos. El padre de Juliette (Peter Lühr) consigue convencer al conde de que espere un tiempo, pero al cabo de unos meses la marquesa descubre con horror que está embarazada. Expulsada del hogar familiar, Juliette decide poner un anuncio en la prensa para reclamar la identidad del padre de su hijo.

La simplicidad y el carácter de inverosimilitud de los hechos mostrados –la marquesa es violada sin saberlo por el conde durante su descanso tras el disgusto por el asalto de los soldados–, se explica por el verdadero objetivo del relato de Kleist, que no es otro que la reflexión sobre la lucha entre el racionalismo y la fe, uno de los grandes temas del pensamiento filosófico contemporáneo a la obra. La marquesa intenta por todos los medios que alguien crea su versión, defendiendo su inocencia y su absoluto desconocimiento sobre la causa de su estado. Pero nadie cree en su palabra, ni siquiera su propia madre, quien ante la evidencia pierde cualquier atisbo de fe en la sinceridad de su hija. Los hechos empíricos vencen así a la creencia en lo inexplicable, y ahí queda reflejado el espíritu iliustrado posterior a la revolución francesa, el cual cuestionaba la religión y ensalzaba la razón por encima de todo. Para Rohmer, fascinado por el pensamiento filosófico alemán, esta historia era perfecta para analizar en profundidad, como ya había hecho en sus anteriores Cuentos Morales, el comportamiento de unos seres que se contradicen en sus actos y en sus pensamientos, sin explicitar por ello en su obra ningún mensaje, dejando como siempre que el espectador elabore por sí mismo sus propias conclusiones sobre lo visto. Rohmer observa la realidad a distancia, evitando a toda costa la explicitud en la plasmación de la interioridad de sus personajes. No existe ninguna valoración de los hechos, puesto que éstos no son en sí mismos representativos ni importantes. Lo realmente valioso es el subtexto, y éste se encuentra en la interpretación de los actos de estos seres por parte del espectador, en la conclusión que sobre lo visto pueda elaborar cada uno según su propia experiencia. Por ello, no ha de extrañar que los personajes de La Marquesa de O parezcan herméticos y hasta en cierto modo deshumanizados. Estos seres se explican por sus actos, su modo de pensar sólo se adivina por la observación de las contradicciones que muy a menudo demuestran. Pero Rohmer interviene lo justo en el desvelamiento de la interioridad de sus personajes, y en gran medida el interés de su cine se encuentra en la libertad y el respeto que demuestra hacia el espectador, al que otorga un papel fundamental en el proceso de creación artística, dejando abierta en sus películas la atractiva posibilidad de interpretar y analizar la compleja estructura y comportamiento del género humano.

Rohmer no interviene de manera explícita, deja que sea la propia narración la que determine el lenguaje idóneo en el acto comunicativo con el espectador. Por ello, muchos lo han tachado injustamente de clásico entre los modernos contemporáneos de la Nouvelle Vague. Pero esto no es así, y aunque efectivamente Rohmer decida en sus filmes un estilo realista, este realismo es tan sólo un medio para llegar a entrever aquello que se adivina tras lo aparente, como ya hemos comentado, el elemento central de sus películas.Rohmer no busca la sencillez visual por sí misma, sino que ésta le parece inevitable si pretende reducir al máximo el protagonismo del realizador en el resultado formal de la obra. No obstante, Rohmer cuida y estudia detalladamente cada uno de los recursos elegidos, desde el ángulo de cámara y el tamaño del plano, hasta la composición, la iluminación, la puesta en escena, el sonido, etc. La planificación, exhaustivamente escogida e impecable en su ejecución, está supeditada en el cine de Rohmer a la realidad mostrada por la cámara. La forma en su cine es sobria y sólo se manifiesta cuando debe ejercer de soporte a la narración, pero nunca o casi nunca como articuladora de sentido en sí misma (1). Esto no quiere decir, de ningún modo y en ningún caso, que el estilo formal del realizador francés sea minimalista o que la cámara se limite a observar de manera descuidada la realidad, sino más bien al contrario: Rohmer estudia al detalle cada uno de los recursos escogidos para llevar a cabo su trabajo. La ausencia de música no diegética en la mayor parte de sus obras se debe de nuevo a la voluntad de huir de cualquier intervención o ayuda directa del director en la interpretación de la obra, por lo que la ambientación sonora no le interesa. Pese a todo ello, el director adopta una importancia capital, puesto que aunque su presencia esté disimulada, es realmente quien decide meticulosamente el cómo y el cuándo en la introducción de cada elemento mostrado. Así, y en La Marquesa de O de manera especial, Rohmer decide por ejemplo qué fragmentos de la narración se explican y en qué orden. Este último hecho es no obstante una excepción en su estilo, puesto que el desorden cronológico en la exposición de los hechos no es lo habitual en su cine. La película se desarrolla en gran parte mediante un flashback explicativo de la escena inicial, en la que unos hombres comentan a modo de mofa el anuncio que la marquesa ha hecho publicar en la prensa.Rohmer consideraba que la evolución del cine había de pasar por el respeto a la cronología en la narración (2) y, a ser verdad, esta anticipación de los hechos no acaba de funcionar en su filme, resultando en mi opinión gratuita e injustificada. Diferente es, a este respecto, la utilización de las elipsis, muy frecuentes y necesarias en sus películas, y cuya articulación en este caso se apoya en la introducción de carteles explicativos sobre cada nueva situación mostrada, dejando con ello muy clara la voluntad de Rohmer de respetar y mantenerse lo más fiel posible al texto escrito, sin subordinar por ello el arte fílmico al literario. En el mismo orden de cosas, Rohmer deja ver la influencia de la pintura en su obra, una influencia que en la mayor parte de su filmografía está presente de manera sutil, pero que aquí toma un protagonismo excepcional que, al igual que la comentada alteración temporal, contradice de algún modo su estilo operístico. Sin embargo, y tratándose de una obra de ambientación histórica, este hecho no ha de extrañar puesto que su utilización se debe sin duda a la plasmación de una realidad de la que sólo se conoce su apariencia a través de las manifestaciones pictóricas. Rohmer admiraba la obra de los interioristas románticos, y esta huella es manifiesta en cada uno de los planos del film, llegando al extremo en el calco que Rohmer realiza del cuadro La Pesadilla del romántico alemán Füssli, cuya reproducción realiza en el plano del contorneante cuerpo de la marquesa sobre su lecho, y del que Rohmer obvió el íncubo que en la pintura acecha al sinuoso cuerpo, para substituir su presencia por el plano siguiente del conde observando a la condesa, significando con ello la voluntad de éste por poseer el cuerpo de la joven y manifestando así la dualidad ángel/demonio de este personaje.

La cuidada y estudiada elección de cada encuadre, así como la suavidad de la luz y la naturalidad con la que ésta baña las personas y los objetos es el resultado de la magnífica comunión producida entre el talento de dos grandes, el mismo Rohmer y Néstor Almendros, director de fotografía de muchas de sus obras. Este fotógrafo, genio indiscutible de la luz, realizó con La Marquesa de O uno de sus mejores trabajos, una obra en la que el interior de las estancias del castillo donde se desarrolla la acción son bañadas por una luz diáfana que provenía realmente de los grandes ventanales del castillo de Obertzen, en Alemania (3). Las paredes fueron pintadas de gris para resaltar la claridad del magnífico vestuario diseñado por Moidele Bickel, y pese a la neutralidad de este color, que consigue resaltar las ropas y los rostros, la estética del film no resulta fría, sino cálida y armoniosa, sin cromatismos que alteren el naturalismo del film y con una exquisita belleza sólo conseguida por la intervención de un maestro de la luz como fue Almendros.

La Marquesa de O es una de las grandes obras en la filmografía de Rohmer. Alejada, como se ha visto tan sólo en apariencia, del cine más representativo del director, aquél que encuentra en el análisis de la sociedad contemporánea y en las largas conversaciones entre personajes la piedra angular de su estilo, esta obra empieza a dibujar otra tendencia en su cine, aquella que encontrará en épocas pasadas y en obras literarias los mismos elementos de reflexión y análisis sobre el género humano, lo único que realmente subyace en toda la obra creativa del gran Momo (4).

(1) «Cuando filmo, reflexiono sobre la historia, sobre el tema, sobre la manera de ser de los personajes. Pero la técnica del cine, los medios empleados, me vienen dictados por el deseo de mostrar algo. Dicho de otra manera, si hago planos cortos, no es porque prefiera los planos cortos a los largos, es que, para lo que quiero mostrar, el plano corto es más interesante. Si ocurriera que sólo pudiera mostrarlo en planos largos, haría planos largos. No tengo ninguna forma a priori, eso seguro» (Eric Rohmer a Jean-Claude Biette, Jacques Bontemps y Jean-Louis Comolli, en Cahiers, núm. 172, noviembre 1965; citado por HEREDERO, Carlos y SANTAMARINA, Antonio en Eic Rohmer, Ed. Cátedra, Madrid, 1991, p. 35).

(2) Pier Paolo Pasolini contra Eric Rohmer. Cine de poesía contra cine de prosa. ed. Anagrama Barcelona, 1970, p.48. Citado por HEREDERO, Carlos y SANTAMARINA ,íbid, p. 55.

(3) ALMENDROS, Néstor. Días de una cámara, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1990 (1a ed. 1982), p.162.

(4) Sus compañeros de la Nouvelle Vague le llamaban así por su gran estatura y la solidez de su formación intelectual, según Joël Magny. Citado por HEREDERO, Carlos y SANTAMARINA, Antonio en Eic Rohmer, óp. cit. p.30.

SUSANA FARRE- MIRADAS DE CINE

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10 AM | 18 May

MARAT SADE

Por Liliana Sáez

El acto de interpretar es un acto de sacrificio, el de sacrificar lo que la mayoría de los hombres prefiere ocultar: este sacrificio es su presente al espectador.
Peter Brook

Contemporánea al cine de los jóvenes airados del Free Cinema inglés, y aunque por fuera del manifiesto de estos intelectuales, que modificaron las imágenes de la cinematografía británica con su pesimismo, la historia del cine le debe un lugar preponderante a una cinta que innovó la manera de filmar teatro o las adaptaciones que popularizaban las obras del hombre cuyo nombre es símbolo de la dramaturgia británica: William Shakespeare. Nos referimos a Persecución y asesinato de Jean Paul Marat representado por el grupo teatral del hospicio de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade (The Persecution and Assassination of Jean-Paul Marat as Performed by the Inmates of the Asylum of Charenton Under the Direction of the Marquis de Sade, Peter Brook, 1968).

Marat SadeHablar de las relaciones entre el teatro y el cine sin tener en cuenta a Marat-Sade, como se la conoce más popularmente, sería ignorar un hito de importancia para ambas artes. Porque, aunque impulsada por la energía cercana del Free Cinema, esta obra de Peter Weiss se inspira en el Teatro de la Crueldad, impulsado por Antonin Artaud, quien influido por el simbolismo y el surrealismo, proponía cambios en los términos clásicos de consumo teatral. Para Artaud, el teatro debía funcionar como liberador de las energías reprimidas en el ser humano, para lo cual pensaba en puestas en escena donde no faltaban los conjuros, las luces dirigidas al espectador y los accesorios novedosos, que intentaban borrar los límites entre la escena y el público. Su deseo era recuperar lo sagrado del teatro, esa magia de ceremonia iniciática que tuvo en sus comienzos.

Marat-Sade es una rara avis que bebe del Teatro de la Crueldad de Artaud, pero también se inspira en el Teatro Pobre, de Jerzy Grotowski, para quien el teatro es una comunión espiritual entre el actor y el público, donde puede faltar la luz, la música, el vestuario, los decorados e, incluso, el texto. Es el actor, con sus propias herramientas (el cuerpo y la voz), quien realiza el ritual que llevará a los espectadores a la catarsis.

Fotograma de Marat SadeLa tercera influencia fundamental de Peter Brook es, obviamente, Bertold Brech y su teoría del Teatro Épico, que se opone a la representación clásica, para proponerle al espectador tomar parte en el espectáculo. Es decir, el espectador debe darse cuenta del artificio y enterarse que está ante una ficción para que adopte una posición crítica y pueda transformar su realidad.

Marat-Sade fue presentada en el teatro británico en 1964 por la Royal Shakespeare Company, dirigida por un joven Peter Brook. La obra alcanzó un gran éxito, incluso fuera de las fronteras del Reino Unido, lo que impulsó al director a ampliar aún más su espectro de difusión, llevándola a la pantalla en 1967 con el mismo elenco que lo había acompañado en el teatro.

Peter Brook había descollado ya en la historia del cine con una pieza que quizá hoy no se recuerde, pero que en los años sesenta se enmarcaba en la Nouvelle Vague y era todo un alegato contra la clase media y su aburrida existencia: la adaptación de la novela de Marguerite Durás, Moderato Cantabile, donde la tragedia sobrevuela a una pareja interpretada por dos jóvenes y talentosos actores franceses, Jeanne Moreau y Jean-Paul Belmondo.

Además de una cantidad de adaptaciones de obras de Shakespeare, Brook pasará a la historia por haber realizado también la trasposición de El señor de las moscas (Lord of the flyes, 1963) y el biopic de Gurdjieff, Encuentro con hombres notables (Meetings with the remarkable men, 1979). A pesar del alto nivel de los títulos mencionados, no será sino Marat-Sade la película que lo descubrirá para el resto del mundo como el director de cine sobresaliente que es este teórico, capaz de reflexionar sobre la función del teatro, cuya plasmación más destacable se encuentra en su libro, El espacio vacío.

Marat SadeMarat-Sade transcurre en 1808 y recrea el asesinato de Jean-Paul Marat (Ian Richardson) por Charlotte Corday (Glenda Jackson), a través de la escenificación que para los internados en el manicomio de Charenton realiza el marqués de Sade (Patrick Magee), también recluido allí durante los últimos años de su vida. Tanto Sade como Marat fueron contemporáneos, así que lo que se establece, en esta obra de teatro (una tragedia cuyos parlamentos van acompañados de coro, música y danzarines), es un debate imaginario entre los dos hombres que fueron testigos (y víctimas) de la Revolución Francesa y que instalan en escena una serie de ideas que trascienden el mero hecho histórico para tratar temas universales.

Construida a la manera de las cajas chinas, el film se podría desglosar en tres instancias, encerrada una dentro de las otras: la del film, la de la representación teatral de Sade y la historia que se narra. El film acoge en su seno las dos representaciones restantes, al incluir dentro del cuadro a un público que se asoma como silueta recortada en negro ante las rejas que lo separan del escenario. Y es en la segunda instancia, la de la representación con público, donde sobresale la figura del director del asilo y sus intervenciones para conducir la obra por un discurso “políticamente correcto” (en el que se hable del pasado sin referencias al presente, que no se discuta sobre religión o que no se desborden los locos, porque se caerá su tesis de que con arte se curarán), que le permita salir airoso de la prueba de su gestión. Al fin y al cabo, para eso es que ha aupado la representación.

El heraldo (un simpático y camaleónico Michael Williams) nos ubica en la historia y nos anticipa qué veremos. Su vestimenta amarilla y su tricornio rompen con la imagen en tonos blancos y ocres del entorno. Con su sonrisa permanente y los ojos desorbitados, irá marcando cada escena de la obra y compondrá las trifulcas grupales. Esos desmanes de la masa que reclama igualdad, haciéndose eco del guión que deben interpretar. De esa manera, se lima la frontera entre realidad y ficción. Una situación que se repetirá varias veces y tendrá un papel determinante al final del film. La figura del director y su familia serán funcionales cuando se desaten las pasiones en esos seres, contenidos por camisas de fuerza y dos enfermeros gigantes.

El escenario está ubicado en los baños del manicomio, vistos a través de las rejas que lo separan del público anónimo. La cámara se permite transgredir la frontera enrejada e involucrarse con los personajes, sea en planos generales, como en planos muy cercanos y, muchas veces jugando con el enfoque y desenfoque de las figuras. Ahí vale destacar la escena en que Sade le da la palabra a Marat. Se lleva a cabo a través de un travelling lateral que va desde un extremo a otro del escenario, enfocando sólo los primeros planos de Sade a la izquierda, el del heraldo al centro y el de Marat a la derecha. El grupo de actores secundarios quedará en un segundo plano desenfocado, una especie de masa movediza en tonos grises. En otras oportunidades, la cámara realiza recorridos con el grupo de vocalistas que parodian las acciones del director y su familia… o, como cuando Sade convence a Charlotte de hacerse de un puñal para asesinar a Marat, la cámara realiza un limpio recorrido de 360° en torno a los dos actores.

Marat Sade, de Peter BrookLa austeridad de la puesta en escena arroja un escaso inventario de utilería, compuesta por objetos del lugar: baldes arrinconados, que servirán para volver a poner en su sitio a los actores cuando vuelven a su condición de locos, las plataformas de madera con que se cubren las doce bañeras, ubicadas concéntricamente. Los tablones servirán para construir una muralla, para convertirse en rejas de la prisión o fungir de guillotina, debido a su forma trapezoidal. Las tuberías de agua permitirán, con la apertura y cierre de los grifos, lograr el sonido ambiental en momentos culminantes o llenar de vapor la escena en que se representa la pesadilla de Marat. Las alcantarillas serán parte de un instrumento para lograr sonidos que contextualicen la acción. Por último, una tina, donde Marat encuentra alivio para su enferma piel, ocupará el centro del escenario y hasta allí se dirigirán los personajes de Sade y de Corday para interactuar en diálogos de gran riqueza política y filosófica. Marat en su tina está inspirado en “La muerte de Marat”, el famoso cuadro de Jacques Louis David.

La representación de la tragedia ofrecerá una escena monocroma, apenas rota por manchas de colores planos, como la capa amarilla del Heraldo o el maquillaje rojo y los sombreros negros de los bufones. Lo demás estará en los gestos de unos personajes delirantes que merecen que el espectador se detenga en cada uno de ellos para poder disfrutar del increíble trabajo que Peter Brook ha logrado con sus actores. La gravedad del rostro de Sade, con su profunda mirada oscura; el semblante de un enfebrecido Marat, que se confunde en la pasión política y el dolor corporal; la melancólica y somnolienta Charlotte Corday, que entona una hermosa canción a modo de monólogo al ser presentada a los espectadores; un furibundo Roux, sujetado por una camisa de fuerza y sus parlamentos censurados; el Heraldo que trata de poner paños fríos cada vez que los diálogos se escapan del guión dramatúrgico… y el “más brillante de nuestros maníacos sexuales”, Monsieur Duperret.

Los escasos elementos del ambiente y los recursos gestuales de los actores son aprovechados funcionalmente para ilustrar, por ejemplo, la virginal y seductora imagen de Charlotte, a través de las líneas que recita Sade, en contraposición con la imagen que ofrece la chica adormecida, que no logra mantenerse en pie y no puede estar más lejos del ideal descrito por el marqués. O cuando Sade es castigado a latigazos, mientras el cabello de Charlotte recorre la piel del hombre, simulando el lamido del cuero sobre la espalda, el ruido del azote final es conseguido con objetos de utilería (el bastón del heraldo repasa la reja de una alcantarilla). Del mismo modo, se representa la condena de centenares de individuos, a través de una fila de seres sucios y desdentados, que van desfilando frente a la guillotina e inclinan violentamente la cabeza ante cada golpe del bastón contra el suelo. Allí, Peter Brook incluye una nota de humor. Mientras los que mueren son seres anónimos, vemos al verdugo derramar sangre. El rojo rompe la monocromía del conjunto. Cuando el que va a la guillotina es el rey (un muñeco construido con alimentos que luego serán devorados por la masa), la sangre del balde será azul.

Glenda Jackson en Marat SadeMención aparte merece el maravilloso monólogo de Charlotte Corday, poco antes de visitar por última vez a Marat. En una especie de flashforward, Corday comparte su temor por la suerte que seguramente le espera. El nivel de descripción de los momentos por los que pasa el cuerpo antes de llegar a la cuchilla, mientras se espera la ejecución y luego que rueda la cabeza, no puede venir sino de la mente tortuosa de Sade.

El duelo verbal entre el marqués y el revolucionario toca temas como la religión, el futuro de la revolución o la finalidad de la vida y la muerte. Allí, Sade hace gala de su escepticismo, cuando habla de una naturaleza totalmente indiferente ante la muerte de los hombres, quienes al llegar al fin de sus días hunden su decrepitud en el estiércol de la tierra. No hay futuro para el marqués, sólo decadencia. En su desilusionada visión de la existencia, pronuncia: “Aunque odio a esta diosa insensible (la naturaleza), veo que los grandes actos de la historia han seguido sus leyes. La naturaleza enseña al hombre a luchar por su felicidad. Y si él debe matar para lograr esa felicidad, entonces el asesinato es natural. El hombre es un destructor. Pero si mata y no obtiene placer en ello, es una máquina. Debería destruir con pasión, como un hombre. ¡Cuán delicada es la guillotina con respecto a la tortura! Ahora todo es oficial. Condenamos a muerte sin emoción. Y no hay muertes personales y singulares, sólo una muerte anónima y devaluada, que podríamos dar a naciones enteras de forma matemática hasta que llegue la hora en que se acaben todas las formas de vida“.

Marat, el hombre que actúa, que interviene esa naturaleza silenciosa de la que habla Sade, llega a la siguiente conclusión: “Cuando nuestra revolución finalmente sea extinguida y les digan que las cosas son mejores ahora, no se engañen. Aún si no se ve la pobreza porque ha sido escondida, aún si tienen más dinero y pueden comprar más cosas nuevas e inútiles. Aún si parece que nunca han tenido tanto. Es el lema de aquellos que tienen mucho más que ustedes. Si les dan palmaditas en la espalda y les dicen que ya no hay desigualdad sobre la que hablar y que ya no hay razones por las que luchar, no se engañen. Si les creen, ellos tendrán todo el control en sus casas lujosas y sus bancos de granito, desde donde le roban al mundo bajo la excusa de traerle la libertad…“.

Cartel de Marat SadeNo muy lejos del pesimista futuro que presiente Sade está la premonición de Marat. Una frase que encuentra eco en la realidad política y económica de nuestro tiempo. Aunque los diálogos estén dichos por alguien que vivió doscientos años antes, poseen una vigencia que se respalda con los últimos acontecimientos. ¿No hay en ese reclamo político algo del M15 de los Indignados? ¿No nos resulta familiar lo que dice Marat en relación a la crisis financiera del 2008? Y cuando se refiere a esos poderosos que “los mandarán a proteger sus riquezas en una guerra. Sus armas desarrolladas rápidamente por científicos serviles se volverán cada vez más hacia los mortales, hasta que puedan, en un simple gesto, despedazar a millones de ustedes” ¿no es un eco de las últimas intervenciones de las grandes potencias en territorio musulmán?

Marat-Sade es la mejor representación de cómo la escena teatral y la dinámica cinematográfica se conjugan para lograr una obra singular, de marcada voluntad política y con una contemporaneidad pasmosa. Y aunque haya varias obras que cumplan con alguna de estas características, hemos preferido detenernos en esta película, porque es más que teatro filmado, es más que un film sobre el teatro, es más que un espectáculo para espectadores pasivos. Es la conjunción de Artaud, Grotowski y Brecht, evolucionados en la mágica fórmula de Peter Brook.

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