Artículos

02 PM | 24 May

EL PROBLEMA DE LA DESIGUALDAD ¿DONDE?

Leer el influyente último libro de Thomas Piketty, Capital in the Twenty-First Century [El capital en el siglo XXI], lo deja a uno con la impresión de que el mundo nunca fue tan desigual desde los tiempos de los reyes y los barones ladrones. Es extraño, porque hay otro libro excelente publicado hace poco, The great escape [El gran escape], de Angus Deaton (del que hice una reseña), según el cual habría que concluir que el mundo nunca ha sido tan igualitario.

¿Cuál de las dos visiones es correcta? La respuesta depende de que uno contemple los países individualmente o el mundo en su conjunto.

El dato principal del libro de Deaton es que durante las últimas décadas, varios miles de millones de habitantes de los países en desarrollo (particularmente en Asia) lograron salir de niveles de pobreza realmente desesperantes. El mismo mecanismo que aumentó la desigualdad en los países ricos niveló el campo de juego para miles de millones de personas a escala global. En perspectiva, y asignando la misma consideración (por poner un ejemplo) a un indio que a un estadounidense o un francés, los últimos 30 años han sido de los mejores de la historia por lo que respecta a la mejora de las condiciones de vida de los pobres.

Por su parte, el brillante libro de Piketty estudia detalladamente la desigualdad interna de los países, especialmente en los países ricos. Gran parte del revuelo cultural en torno a su libro se origina en personas que se ven a sí mismas como de clase media en sus países, pero que vistas en el contexto global son clase media alta, e incluso ricas.

El primer problema del siglo XXI sigue siendo ayudar a los extremadamente pobres de África y otros lugares del mundo

Los hechos que Piketty y su coautor, Emmanuel Saez, establecieron en los últimos 15 años son materia de abstrusos debates técnicos. Pero yo encuentro que sus resultados son convincentes, especialmente en vista de que otros autores han llegado a conclusiones similares usando métodos totalmente diferentes. Por ejemplo, Brent Neiman y Loukas Karabarbounis, de la Universidad de Chicago, sostienen que la participación de los trabajadores en el PIB viene disminuyendo a escala global desde los años setenta.

Pero Piketty y Saez no ofrecen un modelo, tampoco en este último libro. Y la falta de un modelo, combinada con su énfasis en países de clase media alta, es muy importante a la hora de formular políticas. ¿Serían los seguidores de Piketty tan entusiastas acerca de su propuesta de instituir un impuesto global progresivo a la riqueza si el objetivo fuera corregir las inmensas disparidades entre los países más ricos y los más pobres, en vez de las diferencias que hay entre aquella gente que en términos mundiales está bien y los ultramillonarios?

Piketty sostiene que el capitalismo es injusto. ¿No lo fue el colonialismo también? En cualquier caso, la idea de instituir un impuesto global a la riqueza supondría una infinidad de problemas de credibilidad y aplicación, además de ser políticamente improbable.

Aunque Piketty tiene razón cuando dice que en las últimas décadas la rentabilidad del capital creció, no tiene suficientemente en cuenta el amplio debate que hay entre los economistas respecto de las causas. Por ejemplo, si el factor principal de ese aumento fue el ingreso masivo de mano de obra asiática a los mercados de comercio internacional, entonces el modelo de crecimiento propuesto por el premio Nobel de Economía Robert Solow sugiere que, a la larga, los stocks de capital se ajustarán y los salarios aumentarán, a lo cual también contribuirá el retiro de trabajadores de la fuerza laboral conforme alcancen la edad jubilatoria. Si, en cambio, la disminución de la participación de los trabajadores en la renta se debe al aumento inexorable de la automatización, entonces seguirá habiendo una presión a la baja en ese sentido, como expliqué hace algunos años en un artículo sobre la inteligencia artificial.

Felizmente, hay formas mucho mejores de hacer frente a la desigualdad en los países ricos y al mismo tiempo fomentar un crecimiento a largo plazo en la demanda de productos de los países en desarrollo. Por ejemplo, implementar un impuesto al consumo con tasa relativamente uniforme (y un alto mínimo no imponible, para que sea progresivo) sería un modo mucho más sencillo y eficaz de cobrar impuestos a las riquezas acumuladas en el pasado, especialmente en tanto se pueda vincular el domicilio fiscal de los ciudadanos con el lugar donde obtuvieron sus ingresos.

Un impuesto progresivo al consumo sería relativamente eficiente y no distorsionaría las decisiones de ahorro tanto como los actuales impuestos a las ganancias. ¿Por qué tratar de implementar un improbable impuesto global a la riqueza, cuando existen alternativas que permitirían recaudar importantes sumas, sin afectar el crecimiento, y a las que se les puede dar un carácter progresivo definiendo un mínimo no imponible elevado?

Además del impuesto global a la riqueza, Piketty recomienda para Estados Unidos un impuesto a las ganancias con una tasa marginal del 80%. Aunque estoy firmemente convencido de que Estados Unidos necesita un sistema impositivo más progresivo (particularmente respecto del 0,1% más rico de la población), no entiendo por qué Piketty da por sentado que una tasa del 80% no causaría distorsiones significativas, sobre todo teniendo en cuenta que este supuesto se contradice con el voluminoso trabajo de los premios Nobel Thomas Sargent y Edward Prescott.

Además de un impuesto progresivo al consumo, hay muchas políticas prácticas que se pueden adoptar para reducir la desigualdad. En el caso particular de Estados Unidos, Jeffrey Frankel, de la Universidad de Harvard, sugirió la eliminación de los impuestos a los salarios para los trabajadores de bajos ingresos, una reducción de las exenciones para trabajadores de altos ingresos y aumentar los impuestos a la herencia. Frankel también señala que la universalización de la educación preescolar colaboraría con el crecimiento a largo plazo, a lo que yo añado que también habría que insistir más en la educación continua de los adultos, tal vez por medio de cursos en Internet. También se pueden cobrar impuestos a las emisiones de dióxido de carbono, que ayudarían a mitigar el calentamiento global y serían una importante fuente de recaudación.

Al aceptar la premisa de Piketty de que la desigualdad es más importante que el crecimiento, no hay que olvidar que los ciudadanos de muchos países en desarrollo dependen del crecimiento de los países ricos para escapar de la pobreza. El primer problema del siglo XXI sigue siendo ayudar a los extremadamente pobres de África y otros lugares del mundo. Desde ya, el 0,1% de la élite debería pagar mucho más en impuestos, pero no olvidemos que en lo que respecta a reducir la desigualdad global, el sistema capitalista lleva tres décadas de avances impresionantes. J

Kenneth Rogoff, ex economista jefe del FMI, es profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard.

Traducción de Esteban Flamini.

Compártelo:
08 AM | 12 May

BAJO EL VOLCAN

Esta semana se han cumplido 50 años de la aparición en castellano de una de las novelas más singulares y fascinantes de la literatura del siglo que dejamos atrás. Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, uno de esos británicos con culo de mal asiento que al final uno no sabe si lo nacieron en un pueblo de Cheshire o deberíamos colocarlo en lugares voluntarios: Estados Unidos, Canadá, Sicilia, Francia, España –a sus protagonistas los hace casarse en Granada–, o en el México que le dio la mala vida y la gloria. Acabó enterrado en un pueblo anodino de Sussex, en el país que le vio nacer, lugar de su última y letal borrachera.

Tenía 47 años y estábamos en 1957. Malcolm Lowry, estudiante en Cambridge, es un decir, porque si hubo persona poco dada a la seriedad académica y a la literatura convencional, fue él. Pero los británicos tienen eso, ¿qué más da que no termines nada si en todo lo que iniciaste has dejado huella de carácter y talento? Se metió en la carrera diplomática siguiendo el dicho, tantas veces confirmado por la realidad, de que es la única profesión que te permite unos fondos saneados y mucho tiempo libre. Dadas las peculiaridades de su personalidad le mandaron a Cuernavaca, México, y por esos privilegios que otorga la literatura cuando se escribe en superlativo, pasaría a la historia como el cónsul Geoffrey Firmin, protagonista indiscutible de su única novela, ¡para qué más!, Bajo el volcán.

Es verdad que antes había escrito Ultramarina, una novela para hacer dedos, que dirían los pianistas, y luego de su espectacular Bajo el volcán intentó un poco de todo, poesía, relatos, y hasta adaptaciones cinematográficas. ¿Qué tipo de novela es Bajo el volcán? Empezó a escribir la primera versión en 1936 y pasito a pasito, aunque mejor sería decir botella a botella, alcanzó la cuarta versión, la definitiva, en 1944. La historia de un cónsul de Su Majestad británica en Cuernavaca durante una jornada –el 1 de noviembre de 1938, día de Difuntos–, una fecha muy especial para cualquiera que conozca un poco el inconmensurable mundo mexicano, ese mundo que atrapó a Lowry durante muchos años y del que acabaría expulsado por dos razones: conducta absolutamente desordenada –era una bebedor compulsivo y agresivo– y su manifiesta incompetencia, nacida probablemente en Cambridge, para lo que un mexicano de la clase que sea denomina mordida, el sobre de la corrupción.

Pero tratándose de un hombre de cultura antigua y bien asentada, Malcolm Lowry desarrolla su relato en un día, ese de Difuntos, pero transcurre con vueltas y revueltas a su torturada memoria durante 12 horas y tiene 12 capítulos. Conocía la Cábala, el ocultismo, la Biblia, las singularidades numéricas creadas en los años oscuros, medievales y modernos, y todo eso hace de su relato una pieza de relojería donde todo encaja. Las peleas con sus dos editores, el gringo y el británico, fueron históricas. ¡Un texto demasiado largo! Le sobraban palabras, como habían dicho al joven Mozart con sus notas. Y sobre todo, ese primer capítulo, en apariencia confuso y sin el cual la pirámide invertida del relato tendría dificultades para sostenerse. El gran editor Jonathan Cape se quedó alelado cuando el autor le envió una carta de 31 páginas, inefables, donde explicaba con brillantez cómo encajaba ese primer capítulo y su sentido.

Consiguió publicarla en 1947, tras tres años de pelea editorial. Apareció en Nueva York y Londres. La edición francesa apenas si tardó dos años, con un hermoso prólogo del autor. Nosotros no tuvimos traducción al castellano hasta 1964, por Ediciones Era (México), y eso que abundan las frases y los modismos mexicanos, y referencias constantes a la guerra civil española y, en concreto, a “la Batalla del Ebro que se está perdiendo”. No olvidemos que el texto se sitúa en 1938. Pero lo que más llama la atención es el escaso eco de este texto entre la literatura de la época y la posterior. Es verdad que estábamos en pleno franquismo, en año tan agresivo como 1964 (los XXV años de Paz), pero resulta difícil de entender.

La simplificación de una novela como Bajo el volcán, como ya había ocurrido con el Ulyses de Joyce, del que es deudor –Lowry es un joyceano confeso–, se limitaría a cuatro personajes que se van cruzando en Cuernavaca bajo el poderoso influjo del volcán Popocatepetl, el guerrero que fuma, acompañado de su pareja volcánica Iztaccíhuatl; “el matrimonio perfecto” en palabras de Lowry.

¿En qué sentido estamos ante una obra de gran literatura? Porque la simplificación se limitaría a contar cómo el cónsul británico Geoffrey Firmin va trasegando bebidas alcohólicas de alto voltaje, desde el común whisky, pasando por el mezcal, la tequila, la ginebra, la cerveza, y hasta las lociones para el cabello o la estricnina licuada. Un cruce de tan sólo cuatro personajes principales: su esposa, su hermano, un peculiar cineasta francés varado en la derrota permanente y el autor protagonista. Una prosa deslumbrante.

¿Pero cómo este libro que lleva entre nosotros 50 años apenas tiene el reconocimiento de otros textos consagrados de la literatura? Quizá por el tema, el alcoholismo en grado superlativo. Lo cual tiene dos ángulos, uno que no alcanza a las pretensiones de este artículo y que consiste en marcar lo que significa para un creador, caso Lowry, la obligatoriedad de beber hasta el límite, para poder crear hasta el límite. Pero la otra es más compleja de explicar.

¿Cómo una generación de dipsómanos españoles dedicados a la literatura apenas se detienen en este libro que supera con mucho las boberías académicas que se han escrito sobre Rimbaud y Baudelaire? En nuestra intelectualidad republicana, al menos hasta la derrota de 1939, es raro encontrar escritores inclinados vorazmente hacia el alcohol, fuera de algunos casos marginales. Baroja era abstemio, Ortega y Gasset también, e incluso Unamuno se consideraba militante de la liga antialcohólica. Sólo el marginal Pérez de Ayala bebió por todos ellos.

Pero esa tendencia se rompe con la dictadura de Franco. Las generaciones de poetas y escritores que dominan los años sesenta tendrán dificultades para sobrevivir, pero no para producir una obra importante en un mundo dominado por la represión y la grisura ambiental, pero anegado en alcohol. El poeta más notable, tan ninguneado hoy, Claudio Rodríguez, consigue la gloria –la modesta fama de los degustadores de poesía– con un libro que lo dice todo, Don de ebriedad (1953)– y no dejó de beber en exceso hasta la muerte. Como Ángel González –me acuerdo de su dilema metafísico: si no tomo varios whiskies no puedo subir a recitar, y si los tomo se notará que estoy borracho–. ¡Qué decir de Luis Marín Santos o Juan Benet, bebedores ansiosos y agresivos! “¿Ha bebido usted en su vida?”, le preguntó el médico a Benet, que según la leyenda respondió: “Media Escocia”. La lista se haría terminable pero llamativa: Gil de Biedma, la entrañable Ana María Moix, y el desmedido Carlos Barral, por citar los más sobresalientes. Incluso gente generacionalmente mayor como Leopoldo Panero o Luis Rosales, a quien nunca conocí sobrio.

¿A dónde voy? Quizá había un cierto rubor social al considerar al cónsul Firmin de Bajo el volcán como una delación de sus inclinaciones y eso limitó su prestigio en la clandestinidad de los bebedores apasionados. Han pasado 50 años. Quizá convendría volver a leer esta obra maestra de la literatura como lo que es: el ejercicio de una autor capaz de compaginar la Divina Comedia de Dante, la Biblia, la miseria amenazante de 1938 en vísperas de la Gran Matanza, y el jazz singular de Joe Venuti, el introductor del violín en el jazz, un italiano que nació en el barco que llevaba a sus padres emigrantes a los EE.UU., y al que homenajea con dos palabras gloriosas: “jubilosa alondra”.

Ocurre con los grandes libros. No admiten simplificaciones. Bajo el volcán lo es. Por lo demás, no me hubiera gustado conocer a Malcolm Lowry. Era un hijo de perra, con momentos sublimes.

 

GREGORIO MORAN

Compártelo:
11 AM | 09 Abr

EL ARTE DE LA MIRADA

Soñar es quizá lo más necesario que existe, más necesario incluso que ver. Si un día me dijeran: estás obligado a elegir entre soñar y ver, yo elegiría sin duda soñar. Creo que con la imaginación y el sueño se soporta mejor la ceguera. Sin sueños, la vida no sería fácil”. Esta frase es del cineasta iraní Abbas Kierostami, un heredero de Roberto Rossellini. Las películas de Kierostami narran los hechos más ordinarios de la vida: un día de clase en una escuela infantil, una muchacha que tiene que hacer de actriz y que se niega a repetir lo que le dicen, un niño que busca la casa de un compañero para entregarle el cuaderno que se ha olvidado en clase, un director de cine que visita los lugares devastados por un terremoto para ver lo que ha pasado con los colaboradores de una película anterior. Historias de gente común que Kierostami nos cuenta con un estilo alejado de toda retórica, con largos planos secuencia que recuerdan la estética de los documentales. Tampoco sus actores son profesionales. Suele elegirlos en los lugares mismos en los que rueda, tratando de ser lo más fiel posible a la realidad que quiere reflejar. Su reivindicación de los sueños no es, pues, obra de un visionario, de alguien que antepone el mundo de la fantasía, sino la del que solo aspira a captar con su cámara la presencia del mundo. Como si hablar de presencia fuera hablar de pensamiento, de alguien mirando.

El cine, como la fotografía, es el arte de la mirada. Es imagen vivida, imagen en el tiempo. El cine la deja fluir, la fotografía la detiene, pero ambos son artes temporales. Tal vez por eso no es posible ver una fotografía sin sentir que forma parte de un continuo, que pertenece a un transcurrir del que hemos aislado un instante. Un instante que tiene un antes y un después. Mirar fotografías nos obliga a un doble esfuerzo: el esfuerzo de ver, pero también el de adivinar. Pero ¿no pasa eso mismo cuando miramos el mundo? Mirar no es limitarse a percibir pasivamente las cosas, sino adentrarse en ellas, percibir su vida escondida. Lo que es lo mismo que decir que solo con la imaginación, como afirma Kierostami, podemos ver de verdad el mundo.

Solo el que se asoma a la realidad de la vida mira de verdad el mundo

Pero ¿es posible hoy algo así? La presencia cada vez más invasora de los medios audiovisuales hace que hoy no sea posible ver nada sin la mediación de sus representaciones. Incluso cuando nos detenemos ante un rostro querido en nuestra mente se desencadenan al instante las imágenes virtuales de decenas de rostros. O, dicho de otra forma, no le vemos por lo que es en sí mismo sino por lo que comparte con esas imágenes idolatradas. Si es un niño, querremos verle dueño de la salud y el encanto con que suelen aparecer los niños en la publicidad; si es una muchacha, su belleza deberá recordarnos la belleza vaporosa de las actrices de cine; si es un animal, el mundo de los documentales y las puestas de sol. La fotografía de alguien jugando al balón solo nos parecerá lograda si nos evoca la imagen de los futbolistas en los periódicos deportivos; y la de un paisaje, si nos recuerda las estampas de los libros turísticos. No vemos la realidad, sino sus múltiples simulacros.

Vivimos bajo el signo de las copias y los ecos. Bajo del signo de la pobre ninfa Eco. Eco acostumbraba entretener a Hera con su charla, lo que Zeus aprovechaba para entregarse a sus aventuras amorosas. Cuando Hera lo descubre, convencida de que la ninfa es su cómplice, la condena a repetir todo cuanto oye negándole la posibilidad de hablar por sí misma. De forma que, cuando se encuentra con Narciso en el bosque y se enamora de él, no puede sino repetir las cosas que este le dice. Nuestro mundo no es distinto al de la desdichada ninfa. No hacemos sino ser el eco de lo que vemos en los medios audiovisuales, que a su vez solo es repetición de lo que se dice y se ve en otro lugar. Somos copias de copias. Y, lo más extraño, es que no solo no tenemos conciencia alguna de ello, sino que cuanto más nos limitamos a repetir lo que oímos y a parecernos a lo que vemos más orgullosos nos sentimos. No, no somos como Eco. Dos cosas nos diferencian de la delicada ninfa: la conciencia de su desdicha y su vocación de amor.

Mirar tiene que ver con la atención, con la renuncia a poseer, es un acto de amor. Pero el cine actual, en su mayor parte, ha renunciado a estabúsqueda y se ha transformado en una máquina más de producir imágenes fijas, copias, simulacros, repeticiones. Por eso, y frente a la mayoría de las películas que triunfan en las pantallas, es muy raro tener la sensación de algo nuevo. Todo en ellas nos parece visto mil veces. La vieja fábrica de sueños se ha transformado en el paraíso de las copias y los ecos, en una dependencia más de ese gran parque temático que es la cultura del presente.

Es muy raro tener la sensación de ver algo nuevo en las películas

En Una pena observada, C. S. Lewis, al hablar de la muerte de su esposa, escribe que “la amada terrenal, incluso en vida, triunfa necesariamente sobre la mera idea que se tiene de ella”. No nos basta con tener una imagen de lo que amamos, sino que queremos su “directa e imprevisible realidad”. Para Lewis la realidad es iconoclasta y se encarga ella misma de hacer saltar por los aires las imágenes con que tratamos de fijarla. Solo el que se sorprende, el que no sabe qué querer, el que se asoma al misterio de la realidad, el amor y la vida mira de verdad el mundo. Un cine como el de Charles Chaplin no nos dice cómo son las cosas, nos enseña a mirarlas desde lugares inimaginables, como hacen los niños cuando dibujan. Ellos no pintan el caballo, sino su emoción al descubrirlo. Pintan su asombro al verlo en el prado, su fusión con él. Pintan pequeños centauros. Ven porque aman; y aman a pesar de que ven.

Adorno afirma en su estética que la verdadera experiencia de lo bello debe transformarse en pensamiento o no existiría. Y eso hace el verdadero cine, y por eso es hoy más necesario que nunca: ver el mundo con los ojos del pensamiento. Una mirada que no se conforma con ver, sino que espera ver, así fue una vez la mirada del cine (y aún sigue siéndolo en un puñado de directores que, por desgracia, apenas tienen cabida en los circuitos habituales de exhibición). Hay un pasaje en El idiota, la novela de Dostoievski, en que el príncipe Mishkin habla a sus amigos de una época oscura de su vida en que sus frecuentes crisis epilépticas le sumieron en un estado de confusión cercana al delirio. Una tarde, en las afueras de Basilea, el repentino rebuzno de un burro tiene el poder de devolverle la razón que estaba perdiendo al poner frente a él la presencia insustituible de lo real. Este pasaje inspirará a Robert Bresson su película más hermosa, Au hasard Balthasar. Nadie que haya visto esta película podrá olvidar la última secuencia, en que el burro enfermo busca el calor de un rebaño de ovejas para morir. Llegar a un lugar sin daño, eso es mirar. Solo el verdadero cine nos lleva a lugares donde ver y soñar se confunden.

Gustavo Martín Garzo es escritor.

Compártelo: