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10 AM | 11 Nov

VIRTUDES Y PELIGROS DEL POPULISMO

Se habla mucho de populismo últimamente. En Europa se aplica a la derecha xenófoba francesa, británica u holandesa; en América Latina, al eje chavista venezolano, ecuatoriano o boliviano. Pero el término sigue teniendo difícil acceso al mundo académico. El diccionario de la RAE, por ejemplo, no incluye el sustantivo “populismo”; y define el adjetivo “populista” como lo “perteneciente o relativo al pueblo”, idea que en castellano actual correspondería más bien al adjetivo “popular”.

El populismo no es, la verdad, fácil de definir. Muy frecuentemente se usa en sentido denigratorio, atribuyéndolo a fenómenos que, como mínimo, carecen de contenido serio. Una politóloga propuso, hace años, el abandono del término, por indefinible. La obstinación con que se sigue utilizando indica, sin embargo, que algo deben de tener en común los dispares fenómenos a los que aplicamos ese nombre como para que valga la pena intentar ponernos de acuerdo sobre su significado.

Lo primero indiscutible es que los movimientos o personajes políticos a quienes se llama “populistas” basan su discurso en la dicotomíaPueblo / Anti-pueblo. El primero, no hace falta aclararlo, representa el súmmum de las virtudes; el pueblo es desinteresado, honrado, inocente y está dotado de un instinto político infalible; mucho mejor nos iría si le dejáramos actuar, o al menos le escucháramos. Su antítesis, en cambio, el anti-pueblo, es la causa de todos los males; y puede tomar cuerpo, según los populismos, en entes internos o externos: la oligarquía, la plutocracia, los extranjeros, el clero, los judíos, la monarquía…; en el discurso dominante hoy, en España, sería la “casta política” o “el régimen del 78”, a quienes se oponen “los ciudadanos” o “la gente (decente)”. Por “pueblo” no debe entenderse, desde luego, el proletariado o las clases trabajadoras. De nada sirven aquí las descripciones sociológicas, ni los análisis de clase. “Pueblo” es una mera referencia retórica, una invocación fantasmal. Lo que importa, la clave de todo, es que el Pueblo, la Voluntad del Pueblo, es el principio supremo de la legitimidad. Invocar la voluntad popular, como los dictados divinos para los creyentes, permite saltarse la exigencia del respeto a la ley.

Prospera cuando los partidos tradicionales están desprestigiados hasta niveles escandalosos

Un segundo rasgo común a los populismos es la ausencia de programas concretos. Lo reconoció como nadie José Antonio Primo de Rivera, aspirante a populista, cuando dijo aquello de que sus ideas eran demasiado ambiciosas como para intentar apresarlas en un programa. Fue típico también declarar que no eran de derechas ni de izquierdas. De los proyectos de los dirigentes populistas sabemos que están inspirados por los deseos más grandiosos (“salvar al país”, establecer una “democracia real”), pero no cómo piensan hacerlo; no conocemos sus planes en el terreno institucional, en el económico ni en el internacional. Quiero cambiar todo, decía el Lerroux juvenil. Estoy en contra de todo lo que está mal, declaró una vez el inefable Ruiz Mateos. Una vaguedad que les permite actuar como revolucionarios o como realistas según requieran las circunstancias. Para sus seguidores, lo que importa es que su acción se verá guiada por unos principios políticos y morales intachables, anclados en el interés popular.

Tercer rasgo: en su discurso dominan los llamamientos emocionales dominan sobre los planteamientos racionales. Apelan a la acción, la juventud, la moralidad, la audacia, la honradez. Uno de sus mantras preferidos es que hacen falta “menos palabras y más acción”; es decir, hay que superar la ineficaz verborrea que domina la política actual. El objetivo de estas invocaciones es claro: no se trata de hacer pensar a sus oyentes sino de movilizarlos, de que entren en la arena política grupos hasta hoy indiferentes o marginados. Una movilización que suele ser extra-institucional, por cauces ajenos a los previstos por el “sistema”.

Cuarto: a juzgar por sus proclamas, nadie puede llamarles anti-demócratas; al revés, el gobierno del pueblo es justamente lo que anhelan. Pero democracia es un concepto que admite al menos dos significados: como conjunto institucional, unas reglas de juego, que garantizan la participación de las distintas fuerzas y opciones políticas en términos de igualdad; y como “gobierno para el pueblo”, sistema político cuyo objetivo es establecer la igualdad social, favorecer a los más débiles. Desde esta segunda perspectiva, muchas dictaduras pueden declararse “democráticas”; la Cuba de los Castro, por ejemplo, un régimen que no convoca elecciones libres y plurales pero que presume de grandes logros educativos o médicos para las clases populares. También es típico de cualquier populismo la formación de redes clientelares, dado que la función principal del líder debe ser la protección de los débiles.

Y esta, la existencia de un líder dotado de cualidades redentoristas, es otra peculiaridad de muchos de estos fenómenos. El movimiento está dirigido por un Jefe, un Caudillo, un Cirujano de Hierro, que aúna honradez, fuerza, desinterés y, sobre todo, identificación con el pueblo, con el que tiene una conexión especial, una especie de línea directa, sin necesidad de urnas ni sondeos. Obsérvese que entre sus virtudes no está el saber, la capacidad técnica. El anti-elitismo populista comporta una importante dosis de anti-intelectualismo y anti-tecnicismo. Más que un rasgo modernizador, este elemento clave parece un resto del mesianismo religioso o del paternalismo monárquico del Antiguo Régimen.

Los grupos políticos que carecen de programa y no cuidan las instituciones no son fiables

Una última característica común, que no corresponde al movimiento en sí sino al entorno en el que florece, es que todos los populismos prosperan en un contexto institucional muy deteriorado, en el que los partidos tradicionales y los cauces legales de participación política, por corrupción o por falta de representatividad, están desprestigiados hasta niveles escandalosos.

Esta enumeración de rasgos —no todos aplicables al caso español actual, pero sí algunos— nos lleva a ciertas conclusiones. La primera sería que los populistas tienen la virtud de denunciar sistemas políticos anquilosados, lo cual es de agradecer y obliga a abrir, a flexibilizar, a modernizar las instituciones democráticas. Al ser capaces de movilizar a los hasta hoy apáticos, abren cauces institucionales a los antes excluidos, les permiten intervenir en la toma de decisiones colectivas. Son, desde este punto de vista, revitalizadores de la política; y suscitan simpatía: difícilmente serán tan malos como los que tenemos, piensa uno instintivamente.

Pero no hay que equivocarse. Aunque los dirigentes populistas se proclamen anti-políticos y exijan que el poder —hoy en manos de políticos profesionales— retorne al pueblo, ellos también son políticos. Quieren gobernar, quieren el poder. Y cuando llegan a él, les molestan las cortapisas: no son de su agrado ni la división y el control mutuo entre poderes, propio de las democracias liberales, ni la existencia de una oposición crítica ni el que su mandato se termine a fecha fija. Su lógica es, la verdad, impecable: si el poder es ahora del pueblo, ¿por qué limitarlo? ¿quién y en nombre de qué puede oponerse a la voluntad del pueblo? Es decir, que su vínculo privilegiado con el pueblo exige eliminar todo límite a su capacidad de acción. Lo cual abre un peligroso camino hacia la tiranía. Por otra parte, al no establecer ni reconocer normas, tienden a recurrir a la acción directa, lo que suele significar prácticas coactivas contra los discrepantes. Movimientos políticos que carecen de programa y no cuidan las instituciones no son fiables.

Es imposible, en resumen, saber adónde puede llevar un movimiento de este tipo: su carencia de programa le permite seguir cualquier línea política. El peronismo, siempre el mejor ejemplo, fue intervencionista y expansivo en economía en los años cuarenta-cincuenta y liberal en los tiempos de Menem. El lerrouxismo representó a la izquierda incendiaria en 1909 y al republicanismo de orden en 1934.

Al final, para saber lo que nos espera cuando un movimiento de este tipo asoma por el horizonte lo más práctico es echar una ojeada a los regímenes alabados por ellos o de quienes han recibido apoyo: si se trata de la Venezuela bolivariana, sus votantes deberían considerar qué harán cuando el Gobierno aupado por ellos acapare los medios de comunicación públicos, hostigue a la prensa independiente o amedrente a sus adversarios. Afortunadamente, la sociedad española actual parece poco dispuesta a tolerar ese tipo de cosas.

José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las historias de España(Pons / Crítica).

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11 AM | 24 Oct

LA PROSA QUE NO SE NOTA

Al pensar en Ramiro Pinilla compruebo con agrado la coherencia del hombre y su obra. Hay quienes prefieren componer, cincelar, embellecer, ejercicios sin duda legítimos; que gustan de llevar a cabo cierto extrañamiento de sí mismos a fin de reencarnarse en otras vidas. Pinilla, no. Pinilla era como su escritura: claro y directo. Profesaba una desconfianza instintiva por los estilos ornamentales. ¿Su especialidad? Los hombres tozudos y esforzados que, a fuerza de perseverancia, alcanzan dimensión de héroes, aunque a ellos esta última circunstancia les traiga al pairo.

El que aguanta o la que aguanta, ya que no pocos de sus personajes femeninos son de aúpa. He ahí la virtud, la de la tenacidad ante las dificultades y los sinsabores, que merece atención primordial en sus novelas. En Las ciegas hormigas, por ejemplo, con la que ganó elPremio Nadal en 1960. Su protagonista, Sabas Jáuregui, trata a toda costa de ocultar a la Guardia Civil una carga de carbón que ha reunido con gran esfuerzo, en una noche desapacible, de un barco encallado, arrastrando en su obcecado designio a la catástrofe a toda su familia. De ahí el título, que alude a la condena de los seres humildes que viven por y para el trabajo, maldición de corte bíblico que Pinilla halló en el escritor que mayor influjo ejerció en él,William Faulkner.

Acaso la Guerra Civil no le dejó una huella tan profunda como los años de represión que vinieron después. Al menos es lo que se desprendía de su conversación, cuajada de recuerdos precisos, y de algún que otro pasaje de sus libros. El comienzo de la guerra lo pilló de adolescente, y en su pueblo, Getxo, duró poco. Más vivos estaban en su memoria los registros domiciliarios de los falangistas que iban por los pueblos y caseríos de la zona buscando gente a quien fusilar. Habla de ello en La higuera, uno de sus textos más estremecedores.

De sus años de militancia comunista le quedó una firme convicción en el compromiso histórico del escritor. Con dicho estímulo escribió algunos de sus libros. Pienso en el crudo Antonio B. el Ruso, que él consideraba menor y yo lo contrario. Era como un tributo que pagaba por la Literatura con mayúscula. A los amigos nos confesaba que disfrutaba más escribiendo novelas policiacas. Y a ellas se dedicó hasta el final de su larga vida no bien hubo despachado la descomunal empresa de escribir Verdes valles, colinas rojas, una cima de la literatura española, dicho sea ahora que el autor no me oye, ya que era por demás reacio a los halagos.

Veinte años dedicó a escribir con bolígrafo esta voluminosa parábola de la historia del País Vasco, comprimida en el escenario habitual de sus novelas, Getxo. Un esfuerzo titánico, rebosante de humor y de imaginación, con una base paródica de nula utilidad para el nacionalismo. En el libro se suceden las generaciones. Asistimos al nacimiento del primer vasco, a la fundación de la primera taberna, a amores y desamores, a batallas y crímenes, todo ello y mucho más interpretado por un elenco de personajes al alcance de pocas inventivas.

Pinilla postulaba el llamado estilo transparente. Gustaba de la prosa que no se nota. Fue, por así decir, un escritor que ya tenía su forma, su manera, desde el principio. Estuvo activo hasta el final. Me contaba recientemente su editor, Juan Cerezo, que fue a visitarlo al hospital y Pinilla le dijo que, estando en la UVI, había diseñado mentalmente una novela. Estaba deseando volver a casa para escribirla. La muerte tenía por desgracia otros planes.

FERNANDO ARAMBURU.

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02 PM | 11 Oct

RELEYENDO A MONTAIGNE

 

Releyendo a Montaigne, Carles Casajuana

 

 

Quizá nos convendría seguir el ejemplo de Montaigne para entender las razones de los que no piensan como nosotros

De vez en cuando, cuando la cabeza me lo pide, como quien se retira a un lugar apartado para descansar y desintoxicarse, dedico unos días a releer los Ensayos de Montaigne. Es una especie de festival privado, que comienza y termina cuando a mí me apetece, sin duración fija ni periodicidad regular. Sigo así el consejo de Jules Renard, otro francés que también es bueno tener a mano: “Escoge a tu hombre. Relee, reléelo para hacerlo tuyo, para digerirlo. Comprender es igualar”. Aspiro a entender a Montaigne cada vez mejor y a hacerlo cada vez más mío, pero no a igualarlo, claro. Mi ambición no llega tan lejos. ¡Quién pudiera igualar a Montaigne!

Los Ensayos son mi manual de autoayuda preferido. Hojearlos, entretenerme con los párrafos que he marcado y las frases que he subrayado en lecturas anteriores, releer unas páginas aquí y otras allá, es una manera de recordarme a mí mismo cuatro cosas básicas que me gustaría tener siempre presentes. Es un libro que se puede abrir por cualquier lugar con la seguridad de que no perderemos el tiempo. Montaigne siempre tiene algo que decirnos. Me gustan las contradicciones en las que cae, sus dudas, su manera de decir una cosa y la contraria. Me distraen las anécdotas que cuenta, los ejemplos que pone, el lenguaje que utiliza, directo, hablando al papel como habla al primero que se encuentra.

Abandonado a sus divagaciones, al arte sublime de “rester soi même”, de ser plenamente él mismo, en diálogo permanente con los clásicos latinos, Montaigne es siempre igual y siempre nuevo. En las páginas de los Ensayos reencuentro a Josep Pla, que no se cansaba de leerlos, y a Friedrich Nietzsche, que también les sacó todo el jugo que pudo. Pero, sobre todo, me reencuentro a mí mismo en frases y páginas que me dicen más cada vez que las releo, como esos platos que sólo desvelan todos sus secretos a los que los han saboreado muchas veces.

Cada adicto tiene su Montaigne. El mío es el que dice que el azar tiene un papel siempre mayor de lo que creemos en los hechos humanos y que los males son siempre peores imaginados, cuando los tememos, que en la realidad si nos ocurren. El que nos recuerda que el placer consiste en buscar, no en encontrar. El que prefiere ser viejo menos tiempo que serlo antes de tiempo y nos aconseja retener con los dientes si es necesario la costumbre de los placeres de la vida, sin dejar que los años nos los vayan arrebatando uno tras otro. El que dice que los libros son la mejor provisión para el viaje de la vida y nos describe su estudio, con una galería de cien pasos de largo para poder caminar, porque la cabeza no le funciona si los pies no le dan cuerda. El que considera un infeliz a quien, en su casa, no tiene un lugar para estar solo, para rendirse pleitesía, para esconderse. El que se ríe de los políticos y de los poderosos diciendo que son como monos que trepan a un árbol, de rama en rama, y no paran de subir hasta que llegan a la rama más alta y, cuando llegan, enseñan el culo. El que asegura que no conoce mejor escuela vital que exponerse a otras maneras de vivir y probar la infinita variedad de la naturaleza humana. El que piensa que la clave de un buen matrimonio reside más en la amistad que en el amor. El que observa que cada uno considera barbarie lo que no es hábito suyo e insiste en que el mundo es un vaivén perpetuo en el que todo se mueve sin descanso. El que cree que la maldad chupa la mayor parte de su propia ponzoña y se envenena con ella.

Estos días, releyéndolo, no he podido evitar preguntarme qué habría pensado Montaigne de nuestros quebraderos de cabeza actuales. ¿Hubiera sido independentista? ¿O habría sido partidario de dejar las cosas como están? Montaigne vivió tiempos turbulentos, con una Francia dividida por las guerras de religión, y era católico pero no se adhirió nunca a ningún grupo ni a ningún partido. Siempre se mantuvo independiente. No escogía a sus amigos en función de su religión o de su forma de pensar sino de sus méritos. En su biblioteca, tenía pintada una frase de Plinio: “No hay ninguna razón que no tenga una contraria”.

No seré yo, pues, quien aventure cuál habría sido su posición. Pero me parece que, fuera la que fuera, no la habría abrazado de una forma extrema, ni sin ver las razones de las demás. “Más de una vez -escribe-, me he dedicado con mucho gusto, como ejercicio y distracción, a defender una opinión contraria a la mía, y la inteligencia, aplicándose a ella y volviéndose hacia esa parte, se me adhiere hasta tal punto que dejo de ver la razón de mi opinión anterior y me aparto de ella”. Quizá nos convendría a todos seguir su ejemplo de vez en cuando. Aunque sólo sea para comprender mejor las razones de los que no piensan como nosotros, que también las tienen.

 

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