Artículos

10 AM | 07 Oct

CHANTAL AKERMAN

CHANTALNo es la cinematografía belga de las más significativas en cuanto a los cines europeos, pero ha dado grandes autores como Jacques Feyder y el documentalista Henri Stork en la era clásica, André Delvaux en la época de los nuevos cines y, más recientemente, los hermanos Dardenne, Jaco van Dormael y Joachim Lafose. Chantal Akerman, fallecida el lunes en París a los 65 años, fue una de las figuras capitales del cine europeo de los años 70. Nacida en Bruselas en 1950, decidió quitarse la vida. Había presentado el pasado agosto su último filme en el festival de Locarno, No home movie, dedicado a su madre Natalia.

No fue fácil la existencia de Chantal Akerman, y nunca ha sido fácil su cine, rechazado incluso por la cinefilia más exigente. Las experiencias de su madre, una mujer polaca de origen judío que sobrevivió al horror del campo de Auschwitz, fueron esenciales en la configuración de su personalidad y la de su obra.

Las películas de Akerman son las de una superviviente emocional, muy frágil -varias veces canceló su visita a Barcelona en certámenes como la Mostra Internacional de Films de Dones-, que se guarecía de las crisis, cuando estas empezaban a emerger, estando siempre en guardia. Su cine se radicalizó desde los inicios: feminismo y experimentación a partes iguales, con pocas concesiones, por no decir ninguna, ni a las modas ni los estilos imperantes.

Empezó a dirigir bajo el influjo de Jean-Luc Godard y Jonas Mekas. Nunca se apartó de esa radicalización. Solo hizo un amago en una ocasión, en 1996, cuando dirigió a Juliette Binoche y William Hurt enRomance en Nueva York, una comedia romántica, o lo que ella entendía como comedia romántica. De sus casi 50 filmes, entre largometrajes y cortos de ficción, episodios en cintas colectivas, documentales y algún trabajo para televisión, en España solo se estrenaron tres: Romance en Nueva York por razones obvias -la presencia de sus dos protagonistas-; la que puede considerarse una de sus más definitorias películas, Los encuentros de Ana (1978), característica road movie europea de los 70, y La cautiva (2000), adaptación libre de uno de los tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.

PROFESORA EN HARVARD / Vivió una larga temporada en Estados Unidos, donde impartió clases de cine en Harvard. Coprodujo muchos de sus filmes con Francia, donde la veían con los mismos ojos que a Godard, Pialat, Garrel y otros cineastas libres de toda atadura. Empezó a destacar con Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxeles (1976), la autopsia dramática y elíptica de una madre soltera que se dedica a la prostitución. Otro de sus mejores filmes es Histoires d’Amérique (1989), una especie de fresco sobre los judíos construido a través de diversos relatos.

Entre sus trabajos televisivos destaca su aportación a la serie Tous les garçons et les filles de leur âge (1993-1994), en la que también participaron Olivier Assayas, Claire Denis y André Téchiné. Akerman sabía ser ligera sin perder consistencia cuando, como en su episodio para esta serie, relató, siempre a su manera, la historia de una adolescente en la ciudad de Bruselas de finales de los 60. Una época que ella vivió también como adolescente, en un mundo en el que nunca acabó de encajar.

Compártelo:
09 PM | 05 Oct

Ulrich Beck, teórico de la sociedad del riesgo

El sociólogo Ulrich Beck

La muerte el pasado jueves (en el año 2.0015) de Ulrich Beck a los 70 años, tras sufrir un infarto, acaba con la trayectoria de uno de los más importantes referentes de la sociología contemporánea. Beck ha sido, junto con Bauman y Sennett, uno de los pensadores más influyentes a la hora de trazar los grandes rasgos del cambio de época en el que estamos inmersos. Solo hace falta repasar la serie de artículos publicados en EL PAÍS para darse cuenta de ello. Su obra La sociedad del riesgo(1986) tuvo un gran impacto al situar las nuevas coordenadas de las sociedades occidentales ya entonces en claro proceso de transformación. Según Beck las tradicionales coordenadas que marcaban las fronteras de desigualdad y de inseguridad (basadas en estructuras de clase y que afectaban a colectivos sociales homogéneos) estaban siendo profundamente alteradas por fuertes procesos de individualización y de fragmentación familiar y social, a caballo de los cambios generados por la globalización y la revolución tecnológica. El riesgo se “democratizaba”, pudiendo afectar de manera inesperada a personas y grupos que hasta entonces habían mantenido unas estables y “seguras” condiciones vitales. Evidentemente los efectos eran mayores para aquellos que partían de condiciones más precarias o frágiles, pero lo relevante es que surgían nuevas fronteras y situaciones de riesgo en esferas sociales hasta entonces salvaguardadas. Se estaba produciendo una “segunda modernidad” que transformaba desde dentro (de manera “reflexiva”) la primera modernidad. Todo ello generaba la obsolescencia de muchos de los conceptos que las ciencias sociales habían ido utilizando. Hasta el punto que Beck no tenía reparo en denominarlos “conceptos zombi”.

Sus trabajos sobre individualización y sobre la ruptura de las estructuras en que se articuló la modernidad (familia, trabajo…) fueron muy influyentes. Su labor con su compañera, Elisabeth Beck-Gernsheim (El normal caos del amor; Individualization;Reinventing the family) tuvo especial incidencia en los estudios sobre los nuevos estilos de vida y en los cambios en la estructura de géneros. Como decía Scott Lash en el prólogo de este último libro, los Beck fueron muy claros en marcar las diferencias entre una primera modernidad centrada en las estructuras (de todo tipo) y una segunda modernidad centrada en los flujos (o “líquida” como diría Bauman). Una lógica de flujos que encuentra su propia racionalidad o (des)confort en el riesgo, en la precariedad, en la incerteza. Una individualización sin lazos, que construye sus relaciones de manera más abierta y lábil. Y es en sus reflexiones sobre la desocupación, la “brasileñización de Europa” o la idea de “superfluos” (trabajadores ya innecesarios) donde podemos ver la conexión con los trabajos de Sennett (La corrosión del carácter).

Más recientemente, los trabajos de Ulrich Beck se centraron en los temas vinculados a la globalización, frente a la cual trató de construir el concepto de “cosmopolitismo”. Su Manifiesto Cosmopolítico quiso ser un diagnóstico de una sociedad en la que el Estado-Nación ya no era capaz de mantener fijadas las condiciones básicas de la convivencia y la seguridad, y que por tanto debía buscar acomodo no tanto en una globalización o universalidad vacía de contenido, como en una concepción cosmopolita que aceptara como un valor central el reconocimiento de la diversidad, de la “otredad del otro”. En esa línea, y de manera coherente con sus trabajos previos, marcó la importancia de repensar el progreso (asumiendo el riesgo ambiental), y los grandes retos de esta segunda modernidad desde lógicas transnacionales. Para ello, entendía que tenían que reforzarse nuevos espacios como la Unión Europea (más allá de la influencia excesiva de Alemania, véase Una Europa Alemana o su manifiesto con Cohn-Bendit), con partidos “cosmopolitas”, que operasen a escala transnacional. Dedicó especial atención a los nuevos movimientos sociales como espacios de experimentación que podían contribuir a la eclosión de esos nuevos escenarios. Sus trabajos no estuvieron exentes de críticas. Sobre todo en relación al concepto de riesgo, entendiendo que no acababa de distinguir los elementos objetivos (situación de clase, condiciones vitales,…), de los factores más subjetivos. Sus posiciones sobre la Unión Europa o sobre su “cosmopolitismo” fueron asimismo tachadas de ingenuas por algunos de sus detractores. Lo que es innegable es que Ulrich Beck ocupará un lugar central en el pequeño grupo de académicos capaces de combinar rigor analítico con alto nivel de influencia en el debate y la divulgación de ideas.

Compártelo:
01 PM | 19 Sep

TRILEROS

No se lo ttrilerosomen en serio. Es una farsa cuyo único resultado será el de romper una sociedad para seguir alimentando a la casta política y aledaños, que llevan manejando este país desde el día aquel que un individuo gritó desde el balcón de la Generalitat : “En adelante, de ética y moral hablaremos nosotros”. Es decir, él. Y añadió: “no lo dudéis, el de hoy es un acto histórico”. Y vaya si lo fue, mientras las masas arrogantes y ensoberbecidas en su ceguera fascistoide, jaleaban “¡Pujol president! ¡Catalunya independent!”. Sucedió un miércoles, 30 de mayo de 1984. La familia que roba unida permanece unida.

Han pasado treinta años de aquello que inició el llamado oasis con abrevadero. “¿Papá, tú estuviste en la plaza Sant Jaume aquella inefable tarde? ¿Llevabas la cartilla de ahorros de Banca Catalana? ¿Y prometiste que aún aumentarías tus ingresos ante aquel rey del cinismo y la doblez? Pues si es así, papá, mejor que metas la papeleta de los tuyos en el lugar obligado de los idiotas, el culo”.

Ríanse, ríanse, que en el festival de la estupidez aún hay espectáculo para rato. Porque no estamos en manos de un loco y un par de bobos, sino de gente aviesa que no sólo nos ha llevado la cartera sino que nos quieren garantizar seguir haciéndolo por mor de la patria de la estafa que ellos representan. A cantar todos, mientras reímos: ¡qué gran inversión la de embargar las sedes de Convergència!

¿Se han dado cuenta que si leen los discursos transcritos por los medios de comunicación autóctonos, incluida TV3%, no hay nadie tan agudo, sensible, tierno, corazón de oro –de oro de verdad y de muchos quilates– como ese hombre que el destino nos legó bajo el imperativo de heredar el poder de la familia más tramposa que conoció la Catalunya reciente? Que un hijo se aprovechara, en fin, está en las inclinaciones de todo clan. ¡Pero todos, empezando por la primera dama, la floristera, “és massa”! Ríanse, ríanse, que esto aún va a dar mucho juego. Todo el mundo habla de nosotros, hasta Obama, dice orgiásticamente el hombre de la mandíbula de hierro. O César o nada.

Él no será nada, pero nos dejará una sociedad abierta en canal. Porque la capacidad del político en el que se dan las mismas cantidades de ambición que de descaro, rodeado de una troupe de aduladores de seminario, los destrozos que causa el naufragio son irreparables durante décadas. El acoso real a los disidentes empieza a adoptar en Catalunya esa fórmula que la dictadura cubana denomina, con desfachatez, “actos de repulsa”. No hay violencia física, basta con el aislamiento, el insulto y la amenaza. Los periodistas tenemos una responsabilidad silenciándolos, porque pronto seremos nosotros las víctimas en esta sociedad cada día más dividida y con unos niveles de agresividad que no se detectarán en los barrios altos pero sí en aquellos donde pasar de la extrema izquierda a la extrema derecha consiste en una leve evaluación de intereses. Estamos alimentando el huevo de la serpiente, algo insólito desde hace más de medio siglo en Catalunya. Y por supuesto, la culpa es del otro, del que no se adapta a “nuestro natural patriotismo, pacífico y conciliador”.

No creo que en la historia de la democracia en el mundo haya un precedente como el de las elecciones autonómicas del 27-S. Se lo cuento para que se enteren, porque yo, que soy paciente y masoquista lector de periódicos, no he conseguido hasta ahora nadie que me lo explicara. Convocan elecciones autonómicas, que aseguran van a ser plebiscitarias, y lo hacen empezando la campaña en el día que el patriotismo de cartón piedra festeja, el 11 de septiembre, a uno de los cobardes más notables de la Catalunya contemporánea, Rafael Casanova. Ya me gustaría a mí saber cuándo se enteró Arturo Mas, aquel chico que jamás en su vida se “metió en líos”, de quién era el tal Casanova. Su padre no debió de ser, porque él sí estaba metido en líos muy beneficiosos para su pecunio.

Convoca elecciones en una fecha que no sólo favorece sus intereses sino que rompe con una tradición de la que el president Mas no tiene ni idea. (Mandíbula de cemento armado, acaba de publicar con su firma, un artículo en Libération de París, evocando al presidente fusilado, Lluís Companys. ¿Quién habrá sido el amanuense que lo redactó? ¡Qué carajo sabe Mas de Companys y de la historia de Catalunya, de la que ha estado ausente hasta que le dieron la oportunidad de hacerse un nombre y una fortuna! ) Y por si fuera poco, las votaciones del 27-S coincidirán con “un puente” en Barcelona, el de la Mercè, que llevará a la parte más reacia a su espectáculo, la metropolitana, a desdeñar este juego de trileros, chapitas y bolitas de papel.

Lo normal es que el candidato que quiere ser presidente encabece la lista de su partido y más aún si se trata del presidente de la Generalitat. Pues no, mire usted por donde el desprestigio, las implicaciones judiciales de él y de su familia, y su falta de vergüenza reiterada, obligan a encontrar unos colchones que alivien la caída y que cubran esa parte grosera de su política: la de ejercer de Rajoy en Catalunya y además capitanear el partido más corrupto de la política española, en franca competición con los populares. Fíjense en el detalle: el president de la Generalitat, que aspira a seguir en el cargo, se coloca a resguardo, en el puesto número 4. Algo inédito, porque no se trata de una coalición ni nada que se le parezca sino de un contubernio entre tres trepas y un avispado logrero de la política.

Y como hicieron tamaña operación sin que la opinión pública catalana dijera ni pío –la opinión pública catalana desde que se retrató en el Palau de la eminente familia Millet está un tanto de capa caída y se limita a la conspiración gastronómica; es decir, comer bien sin decirlo a quién–. Pues fue muy fácil, primero buscaron a un izquierdista de “familia bona”. Aquí los exjóvenes izquierdistas son como las setas, surgen apenas deja de llover. No conozco otro lugar donde las convicciones de los radicales de izquierda puedan cambiar gracias a un teléfono. Sugiero que el próximo ensayo de hombre tan experimentado como Xavier Rubert de Ventós debería orientarse hacia el valor de la llamada telefónica en el sistema de principios de la intelectualidad catalana. Como Gila: “¿Es el enemigo? Necesitamos que nos ayuden prestándonos a alguno de los suyos, porque andamos muy mal de personal leído”. Ocurrió con Ferran Mascarell, procedente de la fecunda cantera de oportunistas que fue el PSUC, rama Bandera Roja, ¿ya saben?, los que eran partidarios de la lucha armada y barrer a los reformistas. Iba para candidato a alcalde socialista y una oportuna llamada del presidente Mas lo convirtió en fidelísimo convergente. Lo más posmoderno de la política catalana consiste en ser compañero de viaje en clase preferente.

Esta vez se obró el milagro con un eurodiputado de Iniciativa, Raül Romeva, del que ni siquiera los suyos tenían en valor. Se repitió la llamada de Gila y allá se fue. La oportunidad de su vida. Imagínense el juego de trileros. Usted ve como la bolita de papel entra en la chapa de Romeva, o de las responsables históricas independientes de las organizaciones más dependientes de Catalunya, Òmnium Cultural y ANC. Y mientras usted contempla perplejo las tres chapitas, el experto le dice que el papelito está en otro sitio, en el dominio del president, organizador de la timba, que al ser el cuarto no tiene chapa. Cualquier votante a esto lo llamaría una estafa. Aquí los plumillas de postín mediático lo denominan “suma de voluntades soberanistas”. Con un pacto secreto, sobre el que nadie, en nuestros medios de abrevadero, ha exigido una explicación.

No estamos al borde del abismo, estamos en el límite de la estupidez. Bastaría con escuchar al de la primera chapa, Raül Romeva: “Catalunya será el principal aliado que tendrá España en el mundo”. ¡Bravo! Como el más clásico de los pasodobles taurinos, “En er mundo”.

gregorio moran en la vanguardia del día 19 de septiembre 2015

Compártelo:
05 PM | 16 Ago

CON LA MANO EN EL CORAZON

xavier rubertEsto no es un artículo ad hominem. Un artículo ad hominem no está escrito para atacar un argumento sino a una persona, y no hay nada más vil que eso. Pero, quizá porque la mala fe podría interpretarlo como un artículo ad hominem, yo he tardado casi tres años en resolverme a escribirlo. Me disculpo: fue un paréntesis pusilánime.

La historia que contaré es doble. Yo sitúo la primera parte hacia la segunda mitad de 1979, todavía durante la Transición. Antes de continuar debo decir que en política casi siempre he sido lo peor que se puede ser, lo más soso y aburrido –un maldito socialdemócrata, un puñetero liberal de izquierdas–, pero por entonces, con 17 años, iba de ácrata, revolucionario y contracultural. Aquella tarde asistí a una conferencia de Xavier Rubert de Ventós en Girona. Aunque a esa edad yo sólo había leído, de sus escritos, El arte ensimismado y artículos sueltos aquí y allá, Rubert ya era para mí una rock-star del pensamiento (ahora recuerdo que, de camino hacia el evento, le vi a través de la puerta del bar Los Claveles, y me quedé un rato allí, al acecho, mirándole comerse unos calamares a la romana).

Rubert vino a decir que la política no debe ser épica ni sentimental sino aburrida y sosa

La conferencia no me decepcionó. El filósofo habló de política y, 35 años después de escucharle, aún puedo reproducir, si no sus palabras, sí el sentido de sus palabras. Rubert vino a decir, con su estilo nervioso, irónico y provocador, que, en democracia, la política no debe ser épica ni sentimental sino aburrida y sosa, que hay que dejar la épica y los sentimientos para el arte y la vida privada, que la política es prosa y no poesía, que la tarea del político no consiste en intentar traer el cielo a la tierra sino sólo en mejorar la tierra –en esa humildad estriba su grandeza–, que el político no debe prometer la felicidad: debe conformarse con facilitar las condiciones para que cada uno la busque por su cuenta.

Cuando Rubert terminó de hablar, se hizo un silencio pétreo en la sala; lo rompió el escritor Antoni Puigvert –entonces, me temo, un muchacho casi tan ingenuo como yo–, quien lamentó, desolado, que Rubert quisiera arrebatarle la emoción a la política, dejarnos a todos sin utopía. “Mira, chaval”, vino a responderle Rubert, “a mí lo que me emociona es ver al alcalde de Barcelona peleándose para que todas las viejecitas de la ciudad puedan usar a un precio ridículo el transporte público. Eso es la política”. La verdad: salí eufórico, despreciando las abstracciones sentimentales y narcisistas y convencido de la sensatez heroica del empeño en mejorar la vida minúscula de gente concreta.

Esa es la primera parte de la historia; la segunda ocurrió hace poco, en septiembre de 2012, justo al inicio del llamado proceso soberanista catalán, cuando un grupo de independentistas organizó frente al palacio de la Generalitat un acto de adhesión a Artur Mas a su vuelta de una reunión fracasada con Rajoy y antes de que convocase las elecciones que debían conducirnos al firmamento de la independencia. Para entonces, tras algunos vaivenes políticos, Rubert era ya el principal teórico del independentismo, un independentismo en teoría laico y práctico, desprovisto de la ganga romántica y sentimental del viejo nacionalismo. Digo en teoría porque, según recogieron muchas televisiones, allí estaba Rubert aquel día, en primera fila, rodeado de cortesanos, con la mano en el corazón, con una sonrisa de emocionada gratitud y casi con lágrimas en los ojos, después de cantar Els segadors, mientras todos aplaudían al líder carismático.

Fue un día tristísimo. Durante años he pensado que lo fue porque estaba viendo a una rock-star de mi adolescencia incurriendo en el mismo error del que él nos había librado cuando era joven y estaba lleno de inteligencia y vitalidad; ahora sé que no es así: ahora sé que estaba triste por mí, por la gente de mi quinta, porque comprendí que ahora nos iba a tocar a nosotros explicarles a los chavales la verdad –que el cielo no existe, que las utopías siempre traen el infierno, que la política es prosa y no poesía, razón y no sentimiento, que lo esencial no son los grandes ideales sino la minúscula gente concreta–, y sobre todo estaba triste porque comprendí que, por mucho que nos esforzásemos, ninguno de nosotros sería capaz de explicarlo mejor de lo que 35 años atrás lo explicaba Rubert.

ARTICULO DE JAVIER CERCAS EN EL PAIS SEMANAL 16-8-20015

Compártelo:
12 PM | 21 Jul

DISPARANDO LA BRISA

BRISALos mejores pensamientos son los pensamientos caminados, dice Nietzsche. Pero son mejores todavía los pensamientos caminados y conversados; los que brotan no de la solitaria divagación, sino del intercambio entre dos inteligencias caldeadas por la amistad, aguzadas por el hábito de la disputa cordial y exigente. Admiramoslas Ensoñaciones del paseante solitario, de Rousseau, pero también nos damos cuenta de cómo la soledad puede aproximarse a la obsesión y al delirio. En La vida de Samuel Johnson, de James Boswell, hay tanta inteligencia y tanta capacidad de observación y escrutinio como en las mejores páginas de Rousseau, pero hay también agitación, alegría, burla, picaresca, disfrute de la vida y sobre todo, junto al impulso caminante, el caudal continuo de las conversaciones, la comedia de las voces humanas mezclada a los ruidos que intuimos aunque no los oigamos, el de los vasos y las carcajadas de los bebedores en una taberna, el de la cena en un reservado, el de la ciudad, Londres, por la que andan siempre de un lado a otro el doctor Johnson y su discípulo Boswell, y en torno a ellos los amigos con los que se encuentran y los desconocidos con los que traban alegremente una conversación.

La lectura, la escritura, la invención artística suelen exigir soledad y silencio. En la conversación, el pensamiento se vuelve locuaz y al encarnarse en el sonido de las voces adquiere también un metal de presencia verdadera que lo confunde con el afecto y lo protege contra las tentaciones de la abstracción y del monólogo. El que conversa vuelve su curiosidad hacia las palabras del otro y ejercita de antemano la tolerancia. Cualquier tema suscitado en una conversación adquiere la temperatura de la amistad, y muchas veces también del amor.

Una amistad es una conversación y una caminata. Al doctor Johnson lo imaginamos caminando deprisa

Una amistad es una conversación y una caminata. Al doctor Johnson lo imaginamos caminando deprisa seguido por Boswell, divagando con él sobre las cosas que van viendo, o subido junto a él a un coche de caballos, o viajando en una barca de alquiler entre Londres y Greenwich, siempre con el destino final de una cena muy conversada que se prolonga hasta las tantas. Está el placer sedentario de conversar en una barra, en la mesa de café o de restaurante, pero hay momentos de conversación caminada que son insuperables, como si por el simple hecho de andar juntos los amigos sientan más inclinación hacia la pura charla sin objetivo preciso, el divagar de las palabras junto al de los pasos. No se están haciendo grandes confidencias, ni formulando ideas profundas, ni discutiendo los asuntos imperiosos del día: simplemente se habla, y el arroyo tranquilo de la conversación va de un lado a otro. A esa manera de ir charlando por ahí se le llama en inglés, con una expresión de gran belleza poética, “shooting the breeze”: dispararle a la brisa, entretenerse con nada.

Sin que los conversadores se den cuenta, el paso se ha hecho más lento, quizá porque han comido bien y han tomado más de un vaso de vino. Y algunas veces los pasos se detienen del todo, porque uno de los amigos, con frecuencia el de más edad, se ha quedado quieto para facilitar un recuerdo, o para subrayar una afirmación. En Nueva York tengo dos amigos propensos a caminar y conversar así, lo cual no deja de presentar ciertas dificultades en esas aceras por las que la gente camina con una urgencia que excluye implacablemente cualquier desviación de su propia línea recta. Mi amigo Vicente Echerri anda a un ritmo de capital de provincia cubana por la que todavía no circu­laran muchos automóviles, como habrían andado su padre o sus tíos al salir de un café en su Trinidad natal. Norman Manea, por descansar las piernas o por asegurarse de que no me apresuro, se tomaba de mi brazo la última vez que caminamos juntos conversando, Broadway arriba, un anochecer de principios de verano. Su mujer y la mía se alejaban muy por delante de nosotros. Norman y yo comparábamos recuerdos de dictadores y de plazas llenas de multitudes disciplinadamente entusiastas, Ceausescu y Franco, Bucarest y Madrid, los grados de opresión y chantaje de la vida diaria, la extrañeza del futuro en el que vivíamos ahora y la ciudad, tan lejana de nuestros orígenes, por la que caminábamos.

Para que cobrara forma su mezcla de crónica y memoria, Vivian Gornick necesitaba los paseos con su amigo Leonard

Dos libros muy distintos que acabo de leer tienen el hilo común de las amistades caminadas y conversadas. Escribir un libro es inventar la forma única que se corresponde con su materia. Francisco García Olmedo, en Buscando a Antonio Ferres, cuenta sus encuentros y sus conversaciones con el novelista, vigoroso y lúcido a los noventa años. Intercala poemas suyos, fragmentos autobiográficos de sus novelas. La conversación desemboca en la memoria personal del novelista; los paseos, los encuentros semanales para desayunar en una cafetería de la calle de Bravo Murillo de Madrid, anclan en el presente los muchos viajes de la vida errante de Antonio Ferres, que viajó clandestinamente a París y a Europa Oriental en los tiempos de su militancia comunista y fue profesor en universidades remotas del Medio Oeste en Estados Unidos. De una página a otra, el libro cambia delante del lector, de la perspectiva de García Olmedo a la de Ferres, de la conversación al recuerdo, a la anotación de diario, al efecto de collage de un poema o una cita.

Algunas veces he caminado conversando por Madrid con García Olmedo. Su libro tiene ese tono, ese ritmo. Cambié bruscamente a una velocidad más rápida cuando me puse a leer The Odd Woman and the City, de Vivian Gornick. Gornick escribe sobre las calles proletarias del Bronx que conoció de niña y el Manhattan cultivado y neurótico en el que vive ahora, todo el arco de una vida vivida en la misma ciudad por la que sigue caminando y conversando a los 80 años. En Nueva York, donde el aislamiento personal puede ser tóxico, una amistad conversada es todavía más valiosa que en Madrid. Para que cobrara forma su mezcla de crónica, divagación y memoria, Vivian Gornick necesitaba el hilo y el eje de sus conversaciones y sus paseos con un amigo, Leonard, mucho más elusivo que el Ferres de García Olmedo o el Johnson de Boswell, pero igual de valioso como presencia real y como artificio literario. Vivian Gornick, que ha sido una de las voces mayores del feminismo americano, escribe de los dones y las dificultades del amor tan vívidamente como del disfrute de una soledad elegida, que es a la vez el regalo y el precio de la independencia personal. Una vez a la semana queda con su amigo Leonard, que es gay y también vive solo. Van a un restaurante, al teatro, al cine, a un concierto, toman café, una última copa en la casa del otro. La compañía mutua es muy intensa, muy discutidora, pero los límites no se traspasan. A veces uno de los dos amigos tiene la tentación de llamar al otro antes del plazo acordado, pero se contiene. Se conocen tan bien que cada uno escucha en la voz del otro lo que estaba a punto de decir. Cuando están solos, piensan algo como si lo dijeran en voz alta. El libro de la mujer sola y caminadora en Nueva York es una declaración de amistad tan apasionada como una declaración de amor.

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Compártelo: