Opinión

11 AM | 17 Nov

MARINA GARCÉS

Marina Garcés (Barcelona, 1973), filósofa y miembro del grupo Espai en Blanc

Marina Garcés (Barcelona, 1973), filósofa y miembro del grupo Espai en Blanc

Una vieja consigna revolucionaria decía: “abandonad las ilusiones, preparaos para luchar”. ¿Por qué desechar las ilusiones como motor político? Porque las máquinas de ilusión son, al mismo tiempo e indisociablemente, máquinas de decepción y frustración. La novedad envejece deprisa, el gran momento pasa, el mundo nuevo no es tan nuevo como se nos había prometido, la salvación no acaba de llegar, el líder nos falla, las certezas vacilan…

Esta oscilación entre ilusión y decepción ha marcado ya dos siglos y medio de política clásica (tanto oficial como revolucionaria). ¿Es la única política posible? ¿Sólo cegándonos a la realidad, con sus clarooscuros y complejidades, nos podemos comprometer en una empresa de cambio? ¿Sólo la retórica movilizante, la arenga permanente y el triunfalismo que da seguridad nos inyectan energía para pelear? ¿Hay que jugárselo siempre todo a una carta, poner todos los huevos en la misma cesta y fiarlo todo al genio de una figura salvadora?

El 15M supuso un giro: no prometía nada, afirmaba que podríamos cambiar lo que entre todos estuviésemos dispuestos a cambiar (partiendo en primer lugar de nuestras propias vidas). Pero la política de la ilusión vuelve ahora por sus fueros, en esta fase de lucha por el poder político, imponiendo sus alternativas: ganar o perder, ahora o nunca, viejo o nuevo, todo o nada. Por eso la voz de la filósofa  Marina Garcés se recibe en este contexto como aire puro. Como una voz que no niega la pelea (también en el campo institucional) y sus exigencias, pero que nos recuerda que se puede (y se debe) pelear sin abolir la complejidad de lo real, su diversidad de planos y tiempos, etc.

El artículo que puedes leer a continuación es una versión de la intervención en la Feria de Economía Social de Catalunya . Ha sido traducido del catalán por Jordi Oliveres.

Dos retos: redefinir la riqueza, declinar la política en plural

En los años 80, el capitalismo creó una ficción temporal: la de su triunfo definitivo. A través de una victoria histórica sobre el comunismo, y a través de una ilusión seductora que pasaba por la ideología del progreso, del desarrollo y por tanto de la promesa de una vida mejor para todos, el capitalismo se confundió con la realidad.

Actualmente, esta ficción, como las otras burbujas que produce el capitalismo, ha pinchado. La promesa seductora ha mostrado sus límites, cuando constatamos que el crecimiento ilimitado toca techo y que, por tanto, la desigualdad no es lo que el desarrollo capitalista había de dejar atrás, sino que es hoy la consecuencia directa de su funcionamiento, también en los países más ricos. Por otra parte, la victoria del capitalismo sobre el comunismo, después de la guerra fría, no ha traído la paz. La victoria del capitalismo es la de una guerra permanente. La crisis, por tanto, no es un accidente sino una condición del capitalismo y de su funcionamiento, que ya sólo puede seguir manteniéndose desde su imposición, cada vez más descaradamente brutal y autoritaria, como demuestra en este momento la contraofensiva del TTIP (Tratado Transatlántico para el Comercio y la Inversión).

Esta situación de quiebra y de ruptura plantea dos retos ineludibles para cualquier proyecto de transformación social y política que quiera cambiar realmente algo. El primero es redefinir el sentido de la riqueza. La cuestión ya no es producir más riqueza y decidir, políticamente, sobre los modelos de su redistribución (liberal, socialdemócrata, socialista, comunista, etc). Lo que está en juego es desvincular riqueza y crecimiento. Hace tiempo que se defienden estas ideas desde las posiciones éticas y económicas del decrecimiento, pero incluso hay que ir más allá de este término. Más que crecer en positivo o en negativo, lo que todavía nos deja atrapados en la disyuntiva entre la riqueza y la pobreza, hay que dar el salto a la desvinculación de riqueza y crecimiento, desde una apuesta clara por la riqueza como valor a defender y compartir. ¿Qué sentido tiene la riqueza si el valor no se mide por el crecimiento?

Esta pregunta no puede ser respondida más que desde un espectro de formas de politización diversificadas y al mismo tiempo articuladas, capaces de vincular autoorganización económica y reapropiación de la decisión política a diferentes niveles y escalas de la vida social. Ésta es la segunda exigencia ineludible para cualquier nueva propuesta política. Lo que está en cuestión ya no es hoy la relación dual y binaria entre los movimientos sociales y las instituciones o entre la sociedad civil y la política. Si actualmente hablamos seriamente de desbordamiento institucional y de crisis de representación es que esta dualidad ya no nos sitúa ni nos orienta. El dentro y fuera de la política han saltado.

La política, en singular, ya no es lo que tiene lugar en los parlamentos o en determinadas formas de organización como los partidos o los sindicatos. La política es lo que expresa el conjunto de la vida colectiva, en sus diferentes formas de organizarse, de manifestarse, de decidir, de protestar, de reivindicar y de crear. La pregunta no es como recoger y representar todo eso, sino cómo articularlo, teniendo en cuenta que la política institucional sólo puede ser unode los momentos y funciones de esta articulación viva.

Si algún sentido tiene hablar hoy de nueva economía y de nueva política tiene que ver con este doble reto: redefinir el sentido de la riqueza y articular formas de politización diversificadas y autónomas, capaces de superar hoy la clausura institucional de la política y el determinismo de la dictadura económica.

Una alerta, o sobre la insistencia en la novedad

No debemos confundir, sin embargo, la novedad de la situación con la novedad del producto. Desbordar las instituciones políticas desde una politización de la sociedad distribuida y diversificada no es un ideario nuevo y hay muchas experiencias antiguas en el tiempo que son la base de las propuestas actuales. Lo mismo ocurre con las prácticas de la economía cooperativa, social y solidaria: retoman viejas experiencias y aprendizajes para tiempos y realidades nuevas. La resistencia al capitalismo no es nueva, pero necesita inventar y concretar respuestas para coyunturas que cambian en cada lugar y para cada tiempo histórico.

Curiosamente, sin embargo, tanto el pensamiento revolucionario como el capitalismo, que son igualmente hijos de la Modernidad, comparten el culto a la novedad y a la juventud. La revolución busca hacer un mundo y una humanidad nuevos. El capitalismo, que es su cara perversa, destruye la sociedad antigua para producir y vender más y más novedad, en forma de mercancías y de experiencias. Lo que la modernidad convierte en un valor político, estético y mercantil es la novedad en sí misma. Y es que ella misma, la Modernidad, se define como un tiempo nuevo.

La novedad, sin embargo, es un valor temporal por definición: la novedad caduca cuando envejece o cuando entra en el terreno de lo conocido. Al final, la novedad, revolucionaria o capitalista, siempre resulta ser un producto de temporada. No nos podemos presentar, por tanto, como novedad, sin condenarnos, necesariamente, a caducar o decepcionar. ¿Qué pasará cuando los jóvenes de ahora sean viejos, cuando las caras nuevas de ahora sean conocidas y cuando lo que parecen propuestas nuevas muestren que no nos han llevado ni a un mundo ni a un país tan nuevos como prometían?

“Nuevo” es un adjetivo vacío, que vacía de otros valores lo que queremos vivir, compartir o proponer. Tenemos muchos otros adjetivos, heredados y para inventar, con los que llenar de ideas, de indicios y de referencias la economía y la política que queremos: social y solidaria, decimos cuando hablamos de una economía que se sustrae al dictado del beneficio particular. Podemos añadir: y justa, y digna, y decente, y honesta, y libre, y cooperativa, y común, y autónoma y… y… y…

Los adjetivos comprometen, pero es un compromiso que no podemos eludir. Actualmente, tendemos a esquivar los que la historia del último siglo nos ha legado más marcados: comunista, socialista, anarquista… Pesan, porque van ligados a experiencias históricas y relaciones de poder que, en muchos de sus aspectos no queremos repetir y porque sus -ismos predeterminan lo que podemos hacer, vivir y proponer. Tergiversemos y llenemos estos adjetivos de nuevos sentidos y experiencias, si se puede, y busquemos otros, todos los que nos hagan falta para desarrollar propuestas colectivas y organizativas abiertas a lo que aún no sabemos y a los retos concretos de nuestro tiempo. Pero no caigamos en el vacío y en la trampa de la novedad como valor. Nos durará dos días y cuando el tiempo pase inexorablemente nos caerá encima, implacable, su lógica: nos habremos hecho viejos, nosotros y nuestra política.

Una inquietud, o sobre los tiempos de la política y sus oportunidades históricas

Nos sentimos, de repente, en una situación de emergencia. La crisis económica que desde 2008 marca el paso de las políticas económicas de las sociedades más ricas, ha introducido en nuestras casas y en nuestras vidas lo que la ficción de la promesa capitalista de una vida mejor para todos nos permitía ignorar: los límites humanos, sociales y ambientales del actual régimen de explotación del mundo global. Estos límites ya no llegan en forma de denuncia o de discurso abstracto, sino en forma de precariedad, nuestra precariedad. Pero la desigualdad, la guerra por los recursos y la violencia económica sobre poblaciones enteras no habían desaparecido nunca del planeta.

Percibirnos en situación de emergencia nos lleva a confundir, sin embargo, la urgencia con la prisa y la necesidad de reaccionar con la oportunidad histórica. Es una confusión que en nuestro país tiene que ver con una coyuntura local. La emergencia global se solapa aquí con un fin de ciclo histórico y generacional. Así, tendemos a interpretar el impasse actual como una oportunidad histórica única en la que sólo se puede perder o ganar. Es un escenario excitante y movilizador, porque enfoca todas las energías en una jugada, aquí y ahora, ahora o nunca. Pero en el terreno de la transformación social y política, no hay que creer en el “ahora o nunca”. Si las novedades caducan, las oportunidades pasan. ¿Y después qué? Después, o la victoria total, que ya sabemos que no existe, o la frustración y el fracaso. Las narraciones lineales, como las películas, sólo tienen dos opciones: acabar bien o mal. En la lucha por defender y construir una vida digna para todos, no hay final ni después. Hay un ejemplo insistente, persistente y paciente que hace de cada día un reto y una exigencia.

Más que “ventanas de oportunidad”, necesitamos aprender a ver y valorar la potencia de cada situación desde una visión histórica. Más que a un gran momento, es necesario prestar atención a la multiplicidad de tiempos de vida que juntos podemos sustraer al dominio político y la explotación capitalista. Y más que una victoria, necesitamos paciencia, insistencia y persistencia, que son las virtudes con que realmente nos podemos reapropiar de los tiempos de la política, sin ser víctimas de una cruel e implacable política de los tiempos. Una de las cosas más importantes que muchos aprendimos en los centros sociales okupados de los años 90 fue que la mejor manera de abrir espacios de vida y de intervenir desde ellos en los conflictos reales de nuestra ciudad era generar calendarios y agendas propias. Esto no quería decir ir “a nuestra bola”. Era entender que el tiempo de la historia, cuando es único, siempre lo dirigen ellos.

Un desafío, la relación con el poder

Desde ahí se plantea el elemento clave que define la novedad de nuestra situación política actual: la relación con el poder. Esto sí que es nuevo, para nosotros. Y para nosotros significa para una generación muy concreta, nacida y crecida durante la Transición española, lejos de cualquier relación directa con el poder, ya sea económico o político.

En estos 30 años de victoria material y simbólica del capitalismo, en sus diferentes versiones, neoliberal o socialdemócrata, no es que no se haya combatido el poder, como a veces se quiere hacer creer. Hemos luchado, hemos resistido y hemos creado formas de vida alternativas. Pero estas formas de vida, de lucha y de resistencia han crecido en los márgenes. Márgenes incómodos, en muchos casos, porque ha habido mucha represión, destrucción y marginación. Y márgenes también cómodos, porque también ha habido muchas formas de tolerancia, de integración y de folklorización de las alternativas y las diferencias. En todo caso, esta marginalidad nos ha permitido desentendernos del problema del poder. Del poder institucional, como tal. Pero también del hecho de lo que significa tener poder sobre o desde la vida colectiva y ejercerlo.

Reapropiarnos de nuestras vidas colectivamente exige, pues, plantear la cuestión: ¿cómo tomar el poder (el poder de hacer y de decidir), sin ser tomados por el poder? Se dice que el poder corrompe. Demasiado fácil: parece un hecho natural. El poder seduce y destruye. O una cosa o la otra, o las dos a la vez. Salir de los márgenes de la vida social para ocupar el centro, como hemos ocupado las plazas, pide mucha honestidad sobre nuestros límites y mucha inteligencia colectiva para aprender a relacionarnos juntos con este poder del poder: su poder de seducción y su poder de destrucción.

En este sentido, un elemento de preocupación y una dosis de confianza: la preocupación viene del hecho de percibir un nuevo deseo de autoritarismo entre nosotros y en amplias capas de la sociedad. La situación de emergencia se traduce a menudo en un deseo de salvación y, por tanto, de figuras salvadoras. El autoritarismo, a menudo, es solicitado por quienes creen que necesitan ser salvados. Pero cuando la salvación entra en el lenguaje de la política, la política muere y entran en juego otros fenómenos que también organizan la vida colectiva, como la religión, los movimientos de masas o los discursos redentores del tipo que sean. Y esto ocurre a derecha e izquierda. El autoritarismo, hoy, se disfraza de realismo y el nuevo dios, implacable, es la realidad: funciona así y no puede ser de otra manera. Palabra de Dios. Pero no queremos ni salvadores, ni tecnócratas de la realidad: necesitamos compañeros capaces de compartir sus tiempos, saberes, afectos y lenguajes para articular estas formas de vida rica, autónoma y recíproca que queremos construir.

Desde aquí, una dosis de confianza: aunque la bestia humana es antropológicamente incorregible y aunque la historia tiende a repetirse, hay cosas que hemos aprendido porque las hemos vivido hace muy poco. En este país, por suerte o por desgracia, la historia siempre es muy reciente. Y actualmente, todavía tenemos dirigiendo la política, la economía y los medios de comunicación a muchos de aquellos que un día fueron caras nuevas que querían hacer un mundo nuevo. No hay que hacer arqueología. Podríamos hacer un pesebre viviente con estas figuras.

Respecto a ellos hay un corte, y de ahí el elemento de confianza: es un corte cultural y generacional, que es también un corte económico y político. El corte es lo que el mismo sistema, mostrando sus límites, ha impuesto: quienes venimos detrás, como generación, ya no nos podremos colocar. Somos los hijos de la crisis, aquellos que dicen que ya no viviremos nunca mejor que nuestros padres. Pero también somos los hijos de la red, y del deseo de transparencia y de una educación poco disciplinaria y relativamente igualitaria que nos ha permitido aprender a vivir desde nuestros vínculos e interdependencias. Esto nos pone en otra situación: o nos lanzamos cínicamente a la competitividad más desaforada o desarrollamos las diferentes caras de la cooperación necesaria. O el poder de unos contra otros, o la apuesta para descubrir lo que juntas podemos. No hay un término medio. Estamos en una bifurcación donde el deseo de poder económico y político se desnuda y muestra sus cartas. Son cartas feas, pero a veces la fealdad, cara a cara, es lo que puede inspirar más confianza. Nos enseña descarnadamente el rostro de lo que nunca querremos llegar a ser.

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10 AM | 11 Nov

VIRTUDES Y PELIGROS DEL POPULISMO

Se habla mucho de populismo últimamente. En Europa se aplica a la derecha xenófoba francesa, británica u holandesa; en América Latina, al eje chavista venezolano, ecuatoriano o boliviano. Pero el término sigue teniendo difícil acceso al mundo académico. El diccionario de la RAE, por ejemplo, no incluye el sustantivo “populismo”; y define el adjetivo “populista” como lo “perteneciente o relativo al pueblo”, idea que en castellano actual correspondería más bien al adjetivo “popular”.

El populismo no es, la verdad, fácil de definir. Muy frecuentemente se usa en sentido denigratorio, atribuyéndolo a fenómenos que, como mínimo, carecen de contenido serio. Una politóloga propuso, hace años, el abandono del término, por indefinible. La obstinación con que se sigue utilizando indica, sin embargo, que algo deben de tener en común los dispares fenómenos a los que aplicamos ese nombre como para que valga la pena intentar ponernos de acuerdo sobre su significado.

Lo primero indiscutible es que los movimientos o personajes políticos a quienes se llama “populistas” basan su discurso en la dicotomíaPueblo / Anti-pueblo. El primero, no hace falta aclararlo, representa el súmmum de las virtudes; el pueblo es desinteresado, honrado, inocente y está dotado de un instinto político infalible; mucho mejor nos iría si le dejáramos actuar, o al menos le escucháramos. Su antítesis, en cambio, el anti-pueblo, es la causa de todos los males; y puede tomar cuerpo, según los populismos, en entes internos o externos: la oligarquía, la plutocracia, los extranjeros, el clero, los judíos, la monarquía…; en el discurso dominante hoy, en España, sería la “casta política” o “el régimen del 78”, a quienes se oponen “los ciudadanos” o “la gente (decente)”. Por “pueblo” no debe entenderse, desde luego, el proletariado o las clases trabajadoras. De nada sirven aquí las descripciones sociológicas, ni los análisis de clase. “Pueblo” es una mera referencia retórica, una invocación fantasmal. Lo que importa, la clave de todo, es que el Pueblo, la Voluntad del Pueblo, es el principio supremo de la legitimidad. Invocar la voluntad popular, como los dictados divinos para los creyentes, permite saltarse la exigencia del respeto a la ley.

Prospera cuando los partidos tradicionales están desprestigiados hasta niveles escandalosos

Un segundo rasgo común a los populismos es la ausencia de programas concretos. Lo reconoció como nadie José Antonio Primo de Rivera, aspirante a populista, cuando dijo aquello de que sus ideas eran demasiado ambiciosas como para intentar apresarlas en un programa. Fue típico también declarar que no eran de derechas ni de izquierdas. De los proyectos de los dirigentes populistas sabemos que están inspirados por los deseos más grandiosos (“salvar al país”, establecer una “democracia real”), pero no cómo piensan hacerlo; no conocemos sus planes en el terreno institucional, en el económico ni en el internacional. Quiero cambiar todo, decía el Lerroux juvenil. Estoy en contra de todo lo que está mal, declaró una vez el inefable Ruiz Mateos. Una vaguedad que les permite actuar como revolucionarios o como realistas según requieran las circunstancias. Para sus seguidores, lo que importa es que su acción se verá guiada por unos principios políticos y morales intachables, anclados en el interés popular.

Tercer rasgo: en su discurso dominan los llamamientos emocionales dominan sobre los planteamientos racionales. Apelan a la acción, la juventud, la moralidad, la audacia, la honradez. Uno de sus mantras preferidos es que hacen falta “menos palabras y más acción”; es decir, hay que superar la ineficaz verborrea que domina la política actual. El objetivo de estas invocaciones es claro: no se trata de hacer pensar a sus oyentes sino de movilizarlos, de que entren en la arena política grupos hasta hoy indiferentes o marginados. Una movilización que suele ser extra-institucional, por cauces ajenos a los previstos por el “sistema”.

Cuarto: a juzgar por sus proclamas, nadie puede llamarles anti-demócratas; al revés, el gobierno del pueblo es justamente lo que anhelan. Pero democracia es un concepto que admite al menos dos significados: como conjunto institucional, unas reglas de juego, que garantizan la participación de las distintas fuerzas y opciones políticas en términos de igualdad; y como “gobierno para el pueblo”, sistema político cuyo objetivo es establecer la igualdad social, favorecer a los más débiles. Desde esta segunda perspectiva, muchas dictaduras pueden declararse “democráticas”; la Cuba de los Castro, por ejemplo, un régimen que no convoca elecciones libres y plurales pero que presume de grandes logros educativos o médicos para las clases populares. También es típico de cualquier populismo la formación de redes clientelares, dado que la función principal del líder debe ser la protección de los débiles.

Y esta, la existencia de un líder dotado de cualidades redentoristas, es otra peculiaridad de muchos de estos fenómenos. El movimiento está dirigido por un Jefe, un Caudillo, un Cirujano de Hierro, que aúna honradez, fuerza, desinterés y, sobre todo, identificación con el pueblo, con el que tiene una conexión especial, una especie de línea directa, sin necesidad de urnas ni sondeos. Obsérvese que entre sus virtudes no está el saber, la capacidad técnica. El anti-elitismo populista comporta una importante dosis de anti-intelectualismo y anti-tecnicismo. Más que un rasgo modernizador, este elemento clave parece un resto del mesianismo religioso o del paternalismo monárquico del Antiguo Régimen.

Los grupos políticos que carecen de programa y no cuidan las instituciones no son fiables

Una última característica común, que no corresponde al movimiento en sí sino al entorno en el que florece, es que todos los populismos prosperan en un contexto institucional muy deteriorado, en el que los partidos tradicionales y los cauces legales de participación política, por corrupción o por falta de representatividad, están desprestigiados hasta niveles escandalosos.

Esta enumeración de rasgos —no todos aplicables al caso español actual, pero sí algunos— nos lleva a ciertas conclusiones. La primera sería que los populistas tienen la virtud de denunciar sistemas políticos anquilosados, lo cual es de agradecer y obliga a abrir, a flexibilizar, a modernizar las instituciones democráticas. Al ser capaces de movilizar a los hasta hoy apáticos, abren cauces institucionales a los antes excluidos, les permiten intervenir en la toma de decisiones colectivas. Son, desde este punto de vista, revitalizadores de la política; y suscitan simpatía: difícilmente serán tan malos como los que tenemos, piensa uno instintivamente.

Pero no hay que equivocarse. Aunque los dirigentes populistas se proclamen anti-políticos y exijan que el poder —hoy en manos de políticos profesionales— retorne al pueblo, ellos también son políticos. Quieren gobernar, quieren el poder. Y cuando llegan a él, les molestan las cortapisas: no son de su agrado ni la división y el control mutuo entre poderes, propio de las democracias liberales, ni la existencia de una oposición crítica ni el que su mandato se termine a fecha fija. Su lógica es, la verdad, impecable: si el poder es ahora del pueblo, ¿por qué limitarlo? ¿quién y en nombre de qué puede oponerse a la voluntad del pueblo? Es decir, que su vínculo privilegiado con el pueblo exige eliminar todo límite a su capacidad de acción. Lo cual abre un peligroso camino hacia la tiranía. Por otra parte, al no establecer ni reconocer normas, tienden a recurrir a la acción directa, lo que suele significar prácticas coactivas contra los discrepantes. Movimientos políticos que carecen de programa y no cuidan las instituciones no son fiables.

Es imposible, en resumen, saber adónde puede llevar un movimiento de este tipo: su carencia de programa le permite seguir cualquier línea política. El peronismo, siempre el mejor ejemplo, fue intervencionista y expansivo en economía en los años cuarenta-cincuenta y liberal en los tiempos de Menem. El lerrouxismo representó a la izquierda incendiaria en 1909 y al republicanismo de orden en 1934.

Al final, para saber lo que nos espera cuando un movimiento de este tipo asoma por el horizonte lo más práctico es echar una ojeada a los regímenes alabados por ellos o de quienes han recibido apoyo: si se trata de la Venezuela bolivariana, sus votantes deberían considerar qué harán cuando el Gobierno aupado por ellos acapare los medios de comunicación públicos, hostigue a la prensa independiente o amedrente a sus adversarios. Afortunadamente, la sociedad española actual parece poco dispuesta a tolerar ese tipo de cosas.

José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las historias de España(Pons / Crítica).

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11 AM | 24 Oct

LA PROSA QUE NO SE NOTA

Al pensar en Ramiro Pinilla compruebo con agrado la coherencia del hombre y su obra. Hay quienes prefieren componer, cincelar, embellecer, ejercicios sin duda legítimos; que gustan de llevar a cabo cierto extrañamiento de sí mismos a fin de reencarnarse en otras vidas. Pinilla, no. Pinilla era como su escritura: claro y directo. Profesaba una desconfianza instintiva por los estilos ornamentales. ¿Su especialidad? Los hombres tozudos y esforzados que, a fuerza de perseverancia, alcanzan dimensión de héroes, aunque a ellos esta última circunstancia les traiga al pairo.

El que aguanta o la que aguanta, ya que no pocos de sus personajes femeninos son de aúpa. He ahí la virtud, la de la tenacidad ante las dificultades y los sinsabores, que merece atención primordial en sus novelas. En Las ciegas hormigas, por ejemplo, con la que ganó elPremio Nadal en 1960. Su protagonista, Sabas Jáuregui, trata a toda costa de ocultar a la Guardia Civil una carga de carbón que ha reunido con gran esfuerzo, en una noche desapacible, de un barco encallado, arrastrando en su obcecado designio a la catástrofe a toda su familia. De ahí el título, que alude a la condena de los seres humildes que viven por y para el trabajo, maldición de corte bíblico que Pinilla halló en el escritor que mayor influjo ejerció en él,William Faulkner.

Acaso la Guerra Civil no le dejó una huella tan profunda como los años de represión que vinieron después. Al menos es lo que se desprendía de su conversación, cuajada de recuerdos precisos, y de algún que otro pasaje de sus libros. El comienzo de la guerra lo pilló de adolescente, y en su pueblo, Getxo, duró poco. Más vivos estaban en su memoria los registros domiciliarios de los falangistas que iban por los pueblos y caseríos de la zona buscando gente a quien fusilar. Habla de ello en La higuera, uno de sus textos más estremecedores.

De sus años de militancia comunista le quedó una firme convicción en el compromiso histórico del escritor. Con dicho estímulo escribió algunos de sus libros. Pienso en el crudo Antonio B. el Ruso, que él consideraba menor y yo lo contrario. Era como un tributo que pagaba por la Literatura con mayúscula. A los amigos nos confesaba que disfrutaba más escribiendo novelas policiacas. Y a ellas se dedicó hasta el final de su larga vida no bien hubo despachado la descomunal empresa de escribir Verdes valles, colinas rojas, una cima de la literatura española, dicho sea ahora que el autor no me oye, ya que era por demás reacio a los halagos.

Veinte años dedicó a escribir con bolígrafo esta voluminosa parábola de la historia del País Vasco, comprimida en el escenario habitual de sus novelas, Getxo. Un esfuerzo titánico, rebosante de humor y de imaginación, con una base paródica de nula utilidad para el nacionalismo. En el libro se suceden las generaciones. Asistimos al nacimiento del primer vasco, a la fundación de la primera taberna, a amores y desamores, a batallas y crímenes, todo ello y mucho más interpretado por un elenco de personajes al alcance de pocas inventivas.

Pinilla postulaba el llamado estilo transparente. Gustaba de la prosa que no se nota. Fue, por así decir, un escritor que ya tenía su forma, su manera, desde el principio. Estuvo activo hasta el final. Me contaba recientemente su editor, Juan Cerezo, que fue a visitarlo al hospital y Pinilla le dijo que, estando en la UVI, había diseñado mentalmente una novela. Estaba deseando volver a casa para escribirla. La muerte tenía por desgracia otros planes.

FERNANDO ARAMBURU.

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