Opinión

06 PM | 08 Feb

Para acabar de una vez por todas con los partidos

En Mani sulla città (Las manos sobre la ciudad, 1963), película del fallecido Francesco Rosi sobre la especulación inmobiliaria en Nápoles, un candidato del partido centrista que ha formado parte de la comisión municipal encargada de investigar el derrumbe de un edificio, sacudido por la certeza de que el accidente se debe a la falta de escrúpulos de un constructor que forma parte de las listas de la coalición de centro-derecha, dice al líder de su partido que, por razones de conciencia, no puede concurrir a las elecciones: uno de los dos tiene que salir. Mirándolo comprensivamente, con la paciencia de un padre ante su hijo, el líder centrista trata de retenerlo: «Querido amigo, está usted enfocando el asunto de una manera equivocada. Necesitamos esos votos para hacernos con la alcaldía y cumplir con nuestro programa. Sobre todo, no debe verlo como un problema ético, sino como un asunto político». Naturalmente, el concejal accede: por razones políticas.

Es sabido que la emancipación de la política respecto de la moral fue observada ya por Maquiavelo en su estudio sobre el poder; pero también que el papel de los partidos en la lucha por acceder al mismo los convierte en espacios privilegiados para el análisis de esa problemática disyunción. Sobre ese tema, casi como si glosara el diálogo entre los dos munícipes napolitanos, trata Sobre la abolición de todos los partidos políticos, una obrita de la filósofa francesa Simone Weil que, a la vista del intenso debate desarrollado en España últimamente sobre las patologías de los partidos, en coincidencia con la fragmentación de los sistemas de partido en todo el continente europeo, merece la pena leer. Distinto es que puedan extraerse enseñanzas útiles de su apasionante contenido.

Escrito en 1943, en Londres, donde Weil había contribuido a la formación de la Francia Libre alrededor del general De Gaulle, la obra responde a su inquietud ante el faccionalismo partidista que empieza a observar en el exilio. Poco después, ya desde el hospital, Weil cesaría de sus responsabilidades en la Resistencia, para morir el 24 de agosto de ese mismo año, víctima de la tuberculosis, a los treinta y cuatro años de edad. Este ensayo fue publicado por vez primera siete años después, en la revista La Table Ronde, recibiendo elogios de Breton y Alain. Publicada en forma de libro por Gallimard en 1953, reeditada por Flammarion en 2008, aparece recientemente en la colección de The New York Review of Books, en edición y traducción de Simon Leys, con un post scriptum de Czesław Miłosz.

Weil no tiene tiempo que perder. Después de trazar el origen de los partidos europeos, que a su juicio se encuentra en una combinación del Terror francés y la práctica semideportiva de los británicos, plantea el problema de la siguiente forma:

El simple hecho de que existan no es razón suficiente para su preservación. La única razón legítima para preservar algo es su bondad. Los males de los partidos políticos son del todo evidentes; en consecuencia, el problema que ha de examinarse es éste: ¿contienen un bien suficiente que compense sus males y hagan deseable su mantenimiento?

Más aún, en una peculiar combinación de platonismo y consecuencialismo, Weil sostiene que tampoco la democracia o la regla de la mayoría son bienes en sí mismos, sino que son medios para la consecución del bien; medios, añade, cuya eficacia es incierta. Su posición no puede sorprendernos una vez que Weil descubre sus cartas: un ideal republicano desarrollado enteramente a partir de la «voluntad general» de Rousseau, cuyo Contrato social califica como uno de los libros más «clarividentes y articulados» jamás escritos.

Desgranando a Rousseau, Weil identifica dos premisas necesarias para el cumplimiento de la voluntad general que serán familiares para cualquier observador de la actual realidad política española, siempre y cuando consideramos los discursossobre esa realidad una parte constitutiva de la misma. En primer lugar, no debe existir ninguna forma de «pasión colectiva»; en segundo término, «el pueblo debe expresar su voluntad en relación con los problemas de la vida pública». La cursiva es mía; donde dice pueblo podemos escribir gente, pero el problema sigue siendo el mismo: la imposibilidad de ir más allá de esa mera declaración de intenciones, por ser impracticable cualquier expresión de la voluntad popular que no sea metafórica o aproximativa. Esto queda claro, para el observador sutil, cuando Weil elogia el sistema de cahiers de revendications que operaba en 1789, que permitía a los ciudadanos presentar sus quejas ante unos representantes. Dice Weil que, si se daba aquí

hasta cierto punto una genuina expresión de la voluntad general –incluso aunquese había adoptado un sistema representativo, por incapacidad para inventar una alternativa–, era sólo porque se disponía de algo mucho más importante que las elecciones.

De nuevo, la cursiva es mía. Porque no deja de ser llamativo que Weil contemple en esa práctica revolucionaria un atisbo de voluntad general a pesar de la mediación representativa, cuando, a poco que el demos en cuestión posea una cierta dimensión, la construcción de la voluntad general sólo puede llevarse a cabo gracias a esa mediación. De ahí que, como acabo de señalar, la expresión de la voluntad popular sólo pueda ser metafórica o delegativa; a menudo, de hecho, las dos cosas a la vez.

Una expresión metafórica recoge una determinada agregación de preferencias, principalmente a través del voto, y proclama a continuación aquello de «el pueblo ha dicho…»; la voz del pueblo es una decantación de sus muchas voces distintas. Por su parte, el método aproximativo admite distintas posibilidades, entre ellas el voto directo entre distintas alternativas o la creación de minipúblicos que debaten sobre un asunto en representación del resto del público. En cualquiera de estos casos, sin embargo, se comete el pecado mortal de la delegación: esa Gran Abstracción que es «la gente» se descompone en un sistema más o menos sofisticado –según los casos– de mediaciones y representaciones. ¡No puede ser de otra manera! Incluso una democracia electrónica directa exige que alguien seleccione las preguntas; no es posible demediar la mediación, aunque sí sea dable ocultarla hasta hacerla casi invisible.

En cualquier caso, este problema merece una atención separada. Hoy nos interesa sobre todo en conexión con los argumentos de Weil contra los partidos políticos. Para la filósofa francesa, la legitimidad republicana sólo puede lograrse mediante la abolición de los partidos: punto. Y ello, a la vista de sus tres características definitorias, todas ellas perniciosas: son máquinas de generación de pasiones colectivas; son organizaciones diseñadas para ejercer presión sobre las mentes de sus miembros; su objetivo primero y final es el crecimiento sin límite. A consecuencia de ello, todo partido es potencialmente totalitario.

Para Simone Weil, el problema de la política estiba en su separación de la ética, disyunción que la cita inicial de la película de Rosi expresa con claridad. Si, contrariamente, la política es indisoluble de una rigurosa concepción ética orientada a la verdad y la justicia, los partidos políticos se convierten en obstáculos estructurales para su consumación, como vendría a demostrar una sencilla regla de tres:

Los partidos políticos son organizaciones pública y oficialmente diseñados para matar en todas las almas el sentido de la verdad y la justicia. Esa presión colectiva se ejerce sobre el público con los medios de la propaganda. El propósito confeso de la propaganda no es iluminar, sino persuadir. […] Todos los partidos hacen propaganda.

Para Weil, el peligro estriba en la facilidad con la que la subsiguiente identificación con los partidos por parte de sus miembros y partidarios les lleva a hablar comoconservadores o socialistas, renunciando a su juicio individual y adscribiéndose, en cambio, a las cosmovisiones ideológicas proporcionadas por el partido en cuestión. La filósofa francesa, por el contrario, exige mucho más de nosotros: si sólo hay una verdad, no podemos pensar más que en ella, a la luz de las pruebas que la razón nos ofrezca; algo que nada tiene que ver con las verdades prefabricadas en las factorías propagandísticas de los partidos. La conclusión es palmaria:

Si la pertenencia a un partido nos empuja a mentir constantemente, en cada caso, la propia existencia de los partidos políticos es, absoluta e incondicionalmente, un mal.

Más aún, para Weil hay una contradicción fundamental entre la búsqueda de la verdad y la justicia en nombre del interés general, por un lado, y la actitud que se espera de aquel que pertenece a un partido político: no se puede servir a dos amos a la vez. Tristemente, tenemos sobrados ejemplos de cómo la conciencia individual puede verse subsumida por completo en la unimente partidista, al menos de puertas hacia fuera. Para trazar la genealogía de este fenómeno, Weil recurre a la consabida lucha de la Iglesia católica contra la herejía; que es, dicho sea de paso, la explicación que para todos los males de España suele uno oír de los miembros de las generaciones educadas en el franquismo. No hay razones para negar la verosimilitud de la sugerencia; pero tampoco para probarla. De hecho, ¿no es más lógico pensar que la Inquisición es simplemente una de las formas históricas que adopta el transhistórico deseo humano de suprimir la diferencia e imponer una homogeneidad religiosa o ideológica en la que no pocos seres humanos se sienten cómodos? Otras formas son el Partido Comunista de la Unión Soviética o, salvando las distancias, el equipo de fútbol de la propia ciudad. Desde este punto de vista, la lenta forja del sujeto autónomo capaz de distanciarse de esos bloques –o de entrar lúdica o reflexivamente en ellos– es una conquista histórica del proceso de civilización, conquista debilísima siempre en peligro de retroceso.

Son así claras las conclusiones de Weil, pero quizá no pueda decirse lo mismo de sus presupuestos. Su diagnóstico sobre los males asociados a los partidos políticos es razonable, especialmente si tenemos en cuenta la radicalidad ética de su planteamiento. Esa radicalidad le impide apreciar las virtudes funcionales de los partidos, quizá menos visibles en su época que en la actualidad; virtudes que, en conjunto, seguramente compensen los muchos vicios en que incurren. En su análisis de las «pasiones colectivas» engendradas por los partidos, Weil ignora el papel que cumple la identidad colectiva, visible también en los movimientos sociales. Tal como demostró la marcha convocada por Podemos en Madrid, todavía hoy, en plena era posmetafísica, hay cientos de miles de personas dispuestas a profesar una religión política y a echarse a la calle con el entusiasmo propio de la fe. En el fondo, es algo extraordinario. Y algo que no se entiende sin tener en cuenta el deseo de pertenencia del ser humano, derivado directamente de su condición social.

Por otro lado, subyace al planteamiento de Weil una curiosa ambigüedad. Su neoplatonismo, conforme al cual sólo existe una verdad esperando a ser descubierta, ¿no podría desembocar en la misma asfixia de la conciencia en que incurren los partidos? De hecho, así ha sido a lo largo de la historia. Pensemos en el racionalismo «científico» invocado por el marxismo-leninismo en defensa de su sanguinaria verdad partidista. Es decir, que el rigorismo ético puede ser también la tumba de la libertad. O de la propia república: la verdad personal de Antígona choca con las leyes de la ciudad, algo que la famosa declaración de Albert Camus, según la cual entre su madre y la justicia elige a su madre, también refleja, porque la frase la podría suscribirla Michael Corleone. Ya sea por el flanco racionalista o por el sentimental, se deja ver aquí que invocar la verdad qua verdad –otra cosa es hacerlo como horizonte regulativo– plantea más problemas de los que resuelve.

No digamos si añadimos a eso la confianza que Weil demuestra tener en el «observador neutral» al que se refiere Sloterdijk en un ensayo reciente: el pensador desencarnado que no se deja influir por sus emociones ni circunstancias en su búsqueda de la verdad1. Tras los exitosos ataques contra la idea de neutralidad, anotados por el propio pensador alemán, los contemporáneos sólo podemos acercarnos a la idea de verdad con cautela y sin mayúsculas, distinguiendo cuidadosamente sus distintas variantes y con conciencia de sus distintos modos de producción. ¡Cuidado con ella! Paradójicamente, Weil même defendió durante su corta vida la necesidad de ponernos en el lugar del otro para comprender su punto de vista, hasta el punto de entrar a trabajar en una fábrica para conocer las condiciones de vida de la clase trabajadora. Fue antes Juana de Arco que Descartes.

Sea como fuere, ¿qué aspecto tendría la sociedad tras la abolición de los partidos? Como si quisiera contradecir directamente la conocida definición de Benjamin Disraeli, según la cual los partidos son «opinión organizada», Weil sugiere que los candidatos presentarían sus propias ideas sin ligarse a partido alguno, para, una vez en el parlamento, «asociarse y disociarse entre sí siguiendo el flujo natural y cambiante de las afinidades». Fuera del parlamento, los círculos intelectuales se formarían de manera natural alrededor de las revistas dedicadas a las ideas políticas. Pero el flujo no debe dejar de ser flujo:

Allí donde un círculo de ideas y debate se sienta tentado a cristalizar y crear una pertenencia formal, habría de reprimirse legalmente y castigarse ese intento.

Para Weil, lo importante es que sean las ideas, como expresión de la búsqueda de la verdad, antes que los intereses o las meras intenciones, las que articulen la vida política. Quiere que los miembros de los partidos dejen de comportarse como «sectas de juramentados», por usar la expresión de Rafael Sánchez Ferlosio, no por casualidad otro moralista en materia política.

No es difícil contraponer al utopismo bienintencionado de Weil la cruda realidad del poder y los intereses, la complejidad de una sociedad que necesita de los expertos tanto como de los idealistas, si no más, o apuntar hacia las funciones que eficazmente cumplen los partidos como agregadores de preferencias y reductores de la heterogeneidad social en beneficio de la gobernabilidad y de un orden no por imperfecto menos deseable. Su mayor ingenuidad es creer que la desaparición de los partidos conduciría naturalmente al reino de las ideas; ingenuidad que podría parecernos especialmente llamativa en plena guerra mundial, pero que puede también interpretarse como la lógica reacción ante un conflicto en cuya génesis desempeñaron un papel decisivo los partidos antiliberales de carácter ideológico. En nuestra sociedad de clases medias, los partidos han cambiado, limando en la práctica sus aristas ideológicas, punzantes todavía, sin embargo, en el plano retórico. Más que abolir los partidos, parecería necesario restringir su poder, a fin de que no cubran más campo civil del que resulte necesario, con objeto de que pueda reforzarse una esfera pública donde esa libre asociación de ideas a la que Weil alude pueda hacerse realidad.

Es aquí donde las intuiciones de Weil resultan más valiosas. Aunque su adhesión al imposible lógico que constituye la voluntad general de Rousseau lastra la carga propositiva de su panfleto, la filósofa francesa acierta de pleno cuando denuncia la influencia malsana que el espíritu partidista ejerce sobre la vida pública. Al final de su obra, señala que las instituciones que regulan esta última dan forma a la mentalidad general, y añade:

Progresivamente, la gente ha desarrollado el hábito de pensar, en todos los terrenos, sólo en términos de estar «a favor de» o «en contra de» una opinión, buscando sólo después los argumentos necesarios. Se trata de una exacta trasposición del espíritu partidista.

Más que pensar, tomamos partido. Y esa elección –a favor o en contra– acaba por reemplazar la actividad mental del ciudadano, constituyendo una forma de «lepra intelectual» que, originada en el mundo político, termina por contaminar toda forma de pensamiento. Esta imagen poderosa encierra una considerable cuota de verdad, como un rápido vistazo a los términos del debate público –máxime en la versión sin filtros que nos ofrecen las redes sociales– viene a mostrar. Hay, acaso, avances: la adhesión incondicional a los partidos está reduciéndose, florece el periodismo de datos, el número de voces en el debate público no hace más que crecer. Pero la lepra está lejos de extinguirse y la advertencia de Weil contra ese mal necesario que son los partidos no ha perdido vigencia durante los algo más de setenta años transcurridos desde su publicación. Su voz constituye así un valioso recordatorio del valor informador que sobre nuestras prácticas tienen –o más bien deberían tener– un puñado de principios regulativos. ¡No es poco!

04/02/2015      ARTICULO DE MANUEL ARIAS MALDONADO

1. Peter Sloterdijk, Muerte aparente en el pensar. Sobre la filosofía y la ciencia como ejercicio, trad. de Isidoro Reguera, Madrid, Siruela, 2013. 

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11 AM | 02 Feb

LA DECEPCION DEMOCRATICA

Conviene que nos vayamos haciendo a la idea: la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción. La democracia es un sistema político que genera decepción… especialmente cuando se hace bien. Cuando la democracia funciona bien se convierte en un régimen de desocultación, en el que se vigila, descubre, critica, desconfía, protesta e impugna.

Pensemos en dos de las más comunes fuentes de desafecto ciudadano hacia nuestros representantes: la corrupción y el desacuerdo. El menos avisado puede tener una impresión demasiado negativa y caer en el típico error de percepción que genera la corrupción descubierta o el desacuerdo institucionalizado propio del antagonismo democrático. La corrupción es siempre intolerable, por supuesto, y la incapacidad para generar grandes acuerdos está en el origen de muchas de nuestras torpezas colectivas, pero deberíamos ser sinceros y reconocer que buena parte de nuestro malestar con la política corresponde a una nostalgia inadvertida por la comodidad en que se vive donde lo malo no es sabido y se reprimen los desacuerdos. La antropología política nos enseña que hay un sentimiento atávico, nunca plenamente superado, de añoranza hacia formas de organización social en las que reine una plácida ignorancia y los políticos, como reza la queja habitual, no estén todo el día discutiendo.

Hay otra fuente de decepción democrática que tiene que ver con nuestra incompetencia práctica a la hora de resolver los problemas y tomar las mejores decisiones. La política es una actividad que gira en torno a la negociación, el compromiso y la aceptación de lo que los economistas suelen llamar “decisiones suboptimales”, que no es sino el precio que hay que pagar por el poder compartido y la soberanía limitada. Está incapacitado para la política quien no haya aprendido a gestionar el fracaso o el éxito parcial, porque el éxito absoluto no existe. Hace falta al menos saber arreglárselas con el fracaso habitual de no poder sacar adelante completamente lo que se proponía. La política es inseparable de la disposición al compromiso, que es la capacidad de dar por bueno lo que no satisface completamente las propias aspiraciones. Similarmente los pactos y las alianzas no acreditan el propio poder sino que ponen de manifiesto que necesitamos de otros, que el poder es siempre una realidad compartida. El aprendizaje de la política fortalece la capacidad de convivir con ese tipo de frustraciones e invita a respetar los propios límites.

En el mundo real no hay iniciativa sin resistencia, acción sin réplica

Todas las decisiones políticas, salvo que uno viva en el delirio de la omnipotencia, sin constricciones ni contrapesos, implican, aunque sea en una pequeña medida, una cierta forma de claudicación. En el mundo real no hay iniciativa sin resistencia, acción sin réplica. Las aspiraciones máximas o los ideales absolutos se rinden o ceden ante la dificultad del asunto y las pretensiones de los otros, con quienes hay que jugar la partida. No tiene nada de extraño, por ello, que nuestros más fervorosos seguidores aseguren que no era eso a lo que aspiraban. Si además tenemos en cuenta que la competición política crea incentivos para que los políticos inflen las expectativas públicas, un alto grado de decepción resulta inevitable.

Todo esto provoca un carrusel de promesas, expectativas y frustraciones, de engaños y desengaños, que gira a una velocidad a la que no estábamos acostumbrados. Los tiempos de la decepción —lo que tarda el nuevo Gobierno en defraudar nuestras expectativas o los carismas en desilusionar, los proyectos en desgastarse, la competencia en debilitarse— parecen haberse acortado dramáticamente.

Incluso quien se presenta generando las mayores expectativas de renovación —porque no forma parte de lo ya conocido y esa carencia de pasado político le permite gozar de la virginidad política como su principal valor—, no tarda mucho en decepcionarnos. Pronto recurren esos mismos a las jugadas políticas que nos habían escandalizado y se organizan como un aparato clásico. Comienzan “pudiendo”, siguen con un quién sabe y terminan posponiendo indefinidamente las promesas más audaces. Hemos pasado, por ejemplo, de no pagar la deuda a pagarla sólo en parte para finalizar con una inocua auditoría ética (apelando, por cierto, al juicio de los expertos). Es curioso lo poco que tarda el radicalismo en “socialdemocratizarse”. La estrategia para ganar elecciones es muy diferente de la tarea de gobernar, y por eso suele ocurrir que lo primero palidece a medida que se acerca la hora de la responsabilidad. Con el paso del tiempo, lo que era exhibido como radicalidad democrática —que los temas cruciales sean decididos por todos— se revela como indefinición táctica o simple ignorancia acerca de qué debe hacerse. No creo que Podemos tarde mucho en decepcionar, como ocurre con todos los actores políticos, no sólo porque comparten nuestra condición humana sino sobre todo porque en algún momento tendrán que tomar decisiones que suponen aceptar algo como menos malo. La prueba de fuego estará en el momento en que sus votos en una institución impliquen una preferencia por unos o por otros, cuando su abstención abra el paso del gobierno a alguien en concreto, todavía más, cuando tengan que preferir a alguien de “la casta” para gobernar.

Es curioso lo poco que tarda el radicalismo en “socialdemocratizarse”

¿Qué racionalidad podemos introducir en medio de esta decepción? Creo que lo mejor es partir de una constatación muy liberadora: la política es una actividad limitada, mediocre y frustrante porque así es la vida, limitada, mediocre y frustrante, lo que no nos impide, en ambos casos, tratar de hacerlas mejores. Y en segundo lugar, nuestras mejores aspiraciones no deberían ser incompatibles con la conciencia de la dificultad y los límites de gobernar en el siglo XXI. Lo que hacen los políticos es demasiado conocido y demasiado poco entendido. La sociedad comprende poco los condicionamientos en medio de los cuales han de moverse y las complejidades de la vida pública. Esto no ha de entenderse como una disculpa sino todo lo contrario: es el elemento de objetividad que nos permite agudizar nuestras críticas, impidiendo que campen desaforadas en el espacio de la imposibilidad.

Recordar tales cosas en medio de esa desbandada que llamamos desafección política, cuando están saliendo a la luz múltiples casos de corrupción y la política se muestra incompetente para resolver nuestros principales problemas, puede parecer una provocación. Si lo recuerdo es para defender estas tres tesis: que la política no está a la altura de lo que podemos esperar de ella, que no es inevitablemente desastrosa y que tampoco deberíamos hacernos demasiadas ilusiones a este respecto. Y es que las quejas por lo primero (por su incompetencia) se debilitan cuando uno da a entender que acepta lo segundo (que la política no tiene remedio) y cuando traslucen una expectativa desmesurada acerca de la política. De este modo no pretendo disculpar a nadie, sino permitir una crítica más certera, porque nada deja más ilesa a la política realmente existente que unas expectativas desmesuradas por parte de quien no ha entendido su lógica, sus limitaciones y lo que razonablemente podemos exigirle.

Ahora que todo está lleno de propuestas de regeneración democrática no viene nada mal que analicemos con menos histeria el contexto en el que se produce nuestra decepción política, para que estemos en condiciones de valorarla en su justa medida y no cometamos el error de sacar consecuencias equivocadas de ella. Deberíamos ser capaces de apuntar hacia un horizonte normativo que nos permita ser críticos sin abandonarnos cómodamente a lo ilusorio, que amplíe lo posible frente a los administradores del realismo, pero que tampoco olvide las limitaciones de nuestra condición política.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.

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10 PM | 28 Ene

El desencanto que viene

No es verdad que no haya nada nuevo bajo el sol (el sol mismo hubo un instante en que fue nuevo). Como tampoco lo es que seamos por completo inaugurales, cual Adán en el paraíso. En el primer caso no habría nada que hacer; en el segundo no sabríamos qué hacer. En realidad, incluso la más rabiosa novedad contiene siempre alguna proporción de mezcla entre lo inédito, lo absolutamente original, y lo conocido, lo déjà vu.Este principio general, presente a lo largo de toda la historia, se conjuga con una relativa facilidad en las diferentes situaciones particulares. Afirmar que actualmente en España estamos a punto de volver a vivir una segunda Transición, y reservarse los papeles que hace casi cuarenta años representaron los viejos actores sale gratis, en el fondo porque no es más que un deseo (aceptemos, con benevolencia, que tal vez incluso piadoso) cuya verosimilitud todavía no se ha puesto a prueba. Así, en la comunidad autónoma en la que vivo hay uno que se cree Suárez y, fascinado por la leyenda de maestro del regate corto que se le suele atribuir al primer presidente de la democracia española, se dedica a todo tipo de trapacerías, argucias y engaños (incluso a su propio electorado), en el convencimiento de que de esta forma pasará él también, al igual que el de Ávila, a la historia, como si la determinación de semejante destino le correspondiera al propio interesado.

A escala española parece estarse llevando a cabo un reparto que, en ocasiones, más parece de disfraces que de papeles. Hay quien se pide el de Felipe González, como los hay que desearían que hubiera quien se hiciera cargo del de Fraga, y así sucesivamente. El reparto incluso podría alcanzar a los actores secundarios, y no faltará el malvado que señale que a Íñigo Errejón le ha correspondido en (mala) suerte el papel de Pilar Miró, únicamente cambiando en el guion bolsos por becas, y a Juan Carlos Monedero, el de Alfonso Guerra (o el de su hermano, no sabría decirlo).

Por supuesto que a los obsesionados en fantasear repeticiones les convendría no olvidar el célebre destino que, según Marx, aguarda a los que se empeñan en que la historia regrese tal cual (como es sabido, terminar haciéndolo, en efecto, pero en forma de farsa). De poco sirve el recordatorio si no se señala a continuación su razón de ser. Porque lo que realmente impide que se materialice la fantasía de la repetición no es ninguna ley o fatalidad de signo opuesto (una presunta ley de la caricatura en este caso), sino precisamente la contingencia misma de la historia. Con otras palabras: el hecho de que, en general, no se puede olvidar lo que alguna vez se supo y, en particular, el de que cuando muchos ciudadanos experimentan la sensación de que toda una serie de actitudes, gestos, iniciativas y discursos ya no les vienen de nuevas (como sí ocurrió cuando se dieron por vez primera) no reaccionan de la misma forma que lo hicieron en el pasado.

A este carácter resabiado de la ciudadanía habría que añadir otro elemento, relacionado con las específicas características que viene adoptando de un tiempo a esta parte la política en nuestra sociedad. La creciente tendencia a plantear las relaciones sociales en términos psicológicos o, por enunciarlo con los términos del Richard Sennett de El declive del hombre público, la saturación completa de la vida pública con elementos procedentes de la vida privada, como sentimientos o motivaciones personales, ha terminado por exasperar algo que siempre estuvo en germen, aunque bajo un relativo control.

La decepción no afectará esta vez a la democracia, sino a la confianza en regenerarla

En efecto, la espectacularización de la vida pública ha consagrado el desplazamiento de la atención de la ciudadanía desde las políticas a los políticos. Se ha convertido en completamente habitual que los ciudadanos hayan dejado de justificar sus preferencias electorales en términos propiamente programáticos, esto es, manifestando su acuerdo con una determinada propuesta de medidas o con el modelo de sociedad que consideran deseable, para pasar a hacerlo en términos casi exclusivamente personales, tales como “X me inspira confianza”, “Y parece honrado”, “Z transmite ilusión” y similares.

Semejante desplazamiento, lejos de constituir un signo de nuestro tiempo irrelevante, banal o exento de conclusiones, merece ser considerado como una auténtica bomba de efectos retardados. Hacer descansar el peso de la propia opción política en una dimensión subjetiva, convirtiendo la participación en lo colectivo en mero consumo de los valores personales que expresan los políticos, implica consagrar una idea del compromiso de los ciudadanos con la cosa pública extremadamente frágil y vulnerable. Si comparamos este tipo de vínculo con el que era más habitual hasta hace no tanto, se comprenderá mejor lo que estoy intentando señalar.

Al elector que en el pasado confiaba su voto a un determinado partido por los ideales globales que postulaba y por las políticas concretas que proponía, la hipotética frustración ante el comportamiento de un determinado candidato al que había apoyado no le llevaba a alterar sus convencimientos de fondo. La consideraba una mera decepción por un incumplimiento programático que, como mucho, le movía a exigir la sustitución de quien hubiera faltado a sus promesas por alguien que sí estuviera dispuesto a cumplirlas.

Pero cuando las cosas se plantean en términos personales (subsumiendo, como dije, la política en los políticos) y, por añadidura, se descalifica a todos ellos en sumarios términos moralistas (por su condición de casta, por ejemplo), se corre el serio riesgo de que tales argumentos acaben volviéndose, como un bumerán,contra quienes tan a la ligera los lanzaron. El eco obtenido en las últimas semanas por el goteo de noticias que daban cuenta de determinadas contradicciones personales de algunos de estos políticos emergentes constituye, al margen de la evidente intencionalidad política de las presuntas denuncias, un serio aviso del tipo de efectos a que acaba dando lugar una determinada lógica discursiva.

Quienes se apoyan en el personalismo corren el peligro de ser sus primeras víctimas

Porque en el instante en el que esta otra decepción personalizada se produzca, de manera necesaria habrá de adoptar un carácter muy diferente al abiertamente politizado que acabamos de comentar, y se presentará en unos términos que a algunos habrán de resultarles lejanamente familiares, esto es, en términos de desencanto. Esta específica forma de desafección respecto a lo político siempre fue un recurso cómodo para ciudadanos poco dispuestos a un compromiso político fuerte y, por tanto, necesitados de una justificación de apariencia convincente que legitimara la rápida desvinculación de su apoyo anterior a un determinado proyecto (el término se puso de moda a partir del estreno ¡en 1976! de la película de Jaime Chávarri del mismo nombre, cuando tan poco había de lo que estar desencantado).

Por añadidura, la apelación al desencanto parece orlar a quien la plantea de una dimensión ética, de una expectativa ilusionada de honradez, de cuya frustración el político presuntamente nuevo sería por definición el absoluto responsable. La argumentación es, sin duda, falaz y constituye un obsceno ejercicio de ventajismo moral por parte de quienes se acogen a ella. Pero tal vez más importante que denunciar tales razonamientos sea dejar constancia de la responsabilidad de las fuerzas políticas que en el fondo los están alentando con sus actitudes y sus discursos.

El desencanto que viene no será, como el original (el de la Transición), respecto a la democracia misma, sino respecto a las promesas de regenerarla empezando desde cero y, sobre todo, respecto a quienes se presentan hoy como los únicos en condiciones de cumplir tan virginal promesa. Porque los mismos que han planteado su proyecto en términos fuertemente personalistas y vaporosamente políticos corren el peligro de acabar siendo víctimas del tipo de vínculo que, con tales actitudes, habrán establecido con los ciudadanos. Un vínculo débil y volátil en extremo, basado en la sintonía emocional y carente de contenidos teórico-políticos definidos (a fin de cuentas, afirmar, como gustan de hacer algunos en los últimos tiempos, que lo importante no son las etiquetas ideológicas —“recurso de trileros”, acabamos de saber— sino resolver los problemas de la gente, está asombrosamente cerca del tan denostado en su momento “gato negro, gato blanco, lo importante es que cace ratones”). Un vínculo incapaz de soportar la menor contrariedad de lo real. En suma, toda una invitación a sus propios votantes para que, a las primeras de cambio, abandonen el barco de la presunta ilusión por la escotilla de emergencia del desencanto.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona

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07 PM | 18 Ene

Las encuestas

LAS ENCUESTAS DE 2015 . ¿QUÉ QUEDA EN CLARO DE LAS ENCUESTAS QUE SE ESTÁN PUBLICANDO?

LAS ENCUESTAS DE 2015 (II). ¿QUÉ QUEDA EN CLARO DE LAS ENCUESTAS QUE SE ESTÁN PUBLICANDO?

Ante la avalancha de Encuestas pre-electorales que nos van a inundar en 2015, en mi artículo anterior en Sistema Digitaladvertía sobre la necesidad de estar prevenidos ante las carencias técnicas de algunas Encuestas y ante los propósitos descarados de manipular a la opinión pública mediante la publicación sesgada de muchas de ellas.

Pero, además de una sana desconfianza ante unas Encuestas que presentan resultados bastante diversos entre sí, ¿queda algo claro de todos los datos que se están publicando? Al menos hay seis puntos de coincidencia.

En primer lugar, todas las Encuestas coinciden en identificar un vuelco hacia la izquierda del electorado español. Después de una gestión bastante negativa del Gobierno de Mariano Rajoy, y ante la persistencia de situaciones críticas de paro, precariedad laboral y desigualdades que afectan a más de ocho millones de españoles (y a su entorno), una mayoría abultada de la opinión pública quiere una salida por la izquierda a la situación política española. Sin embargo, no coinciden las Encuestas –por distintos motivos e intenciones– en determinar cómo se puede distribuir ese voto en los diferentes espacios de izquierdas.

En segundo lugar, todas las Encuestas coinciden en identificar un deterioro notable en los apoyos del PP, aunque no está claro si se está identificando adecuadamente el voto oculto de este partido, que tampoco se sabe si finalmente aflorará en torno a las siglas del PP o si encontrará acomodo en otros partidos políticos (especialmente en los espacios de centro-centro, donde el PP actualmente se encuentra más debilitado y cuestionado). De momento, parece que Ciudadanospuede atraer una parte apreciable de ese voto centrista descontento.

En tercer lugar, todas las Encuestas coinciden en vaticinar una fuerte irrupción en escena de una nueva formación política (Podemos), al tiempo que se apuntan posibilidades crecientes para otras opciones centristas (Ciudadanos). La heterogeneidad de estimaciones de voto para Podemos revela que en este aspecto hay mucho “sesgo encerrado” y que, en situaciones como las actuales, los pronósticos atribuidos a Podemos pueden dar lugar a fracasos de predicción de cara a las próximas elecciones. Por lo tanto, si no hay cambios sustantivos en el contexto político, en las próximas elecciones (tanto municipales y autonómicas como generales) se va a mantener un alto grado de incertidumbre hasta el mismo día de las elecciones. Y podría haber sorpresas.

En cuarto lugar, los datos de todas las Encuestas coinciden en que en estos momentos solo hay tres partidos capaces de nuclear un número suficiente de apoyos como para poder ser considerados “alternativas reales de Gobierno”: el PP, el PSOE y Podemos. Ningún otro partido alcanza ni se aproxima de lejos a porcentajes de voto superiores al 20%. Considerando que una mayoría muy neta del electorado está reclamando una alternativa de izquierdas en España, y que es prácticamente imposible una remontada del PP en las circunstancias actuales, este hecho, y la frustración y tensión que crearía en la sociedad española cualquier solución que desconociera o hurtara tal demanda de cambio político y social, deja reducidas a dos las opciones de gobierno futuro: o bien el PSOE, o bien Podemos. Esta va a ser, precisamente, la decisión política nuclear sobre la que van a tener que pronunciarse los españoles en 2015. Con todas las consecuencias y con toda la necesidad de que queden claras ante la opinión pública las diferencias, y efectos, de ambas opciones. ¿Tienen claro que esta es la opción nuclear algunos grupos de comunicación y determinados sectores influyentes de la sociedad española?

En quinto lugar, todas las Encuestas coinciden en que en estos momentos puede darse una movilización importante de antiguos abstencionistas, que actualmente se encuentran motivados a brindar su apoyo a nuevas formaciones políticas. Pero, paradójicamente, esto no parece que esté influyendo en el pronóstico de una reducción de la tasa de abstención. ¿Por qué? Sencillamente porque ahora muchos de los que dicen que van a abstenerse son antiguos votantes del PP y del PSOE. ¿Seguro que se abstendrán finalmente?

Finalmente, en sexto lugar, y aún sin agotar el tema, en buena parte de las Encuestas publicadas últimamente se tiende a oscurecer el papel que pueden jugar los liderazgos en los próximos comicios que se celebrarán en España. Inicialmente, los sectores más propicios a Podemos –por las razones que sean– enfatizaban mucho la buena acogida del liderazgo de Pablo Manuel Iglesias, hasta que en las Encuestas empezó a salir muy bien valorado Pedro Sánchez. A partir de entonces, se hizo el silencio sobre este aspecto. Respecto a los que se sitúan en la órbita del PP, el silencio sobre el liderazgo de Mariano Rajoy es harto compresible. Mejor callar que llorar.

La consecuencia es que en las Encuestas que se publican se prescinde de uno de los aspectos importantes que va a influir en bastantes personas a la hora de emitir su voto en las próximas elecciones (especialmente en las generales), en las que el factor “confianza” va a ser muy importante, al tiempo que desde determinados núcleos de poder conservador se ha emprendido la estrategia de intentar erosionar y cuestionar el liderazgo de Pedro Sánchez, sobre todo tratando de sembrar sombras de sospecha sobre los apoyos internos con los que cuenta en su propio partido.

En las próximas semanas continuaremos analizando las nuevas tendencias que muestren las Encuestas que se vayan publicando.

José Félix Tezanos

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06 PM | 11 Ene

LA IZQUIERDA EN EL DIVAN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El recién estrenado año 2015 será un año marcadamente electoral. Las elecciones griegas del próximo 25 de enero, así como las municipales del 24 de mayo y las elecciones generales de finales de año en nuestro país serán los hechos más relevantes de un año que va a ser determinante en el plano político, económico y social de aquí a finales de la presente década.

Las próximas elecciones griegas van a ser una referencia obligada para comprobar la respuesta de la Unión Europea a un previsible programa rupturista de gobierno del partido de izquierda Siryza (claramente favorito en los sondeos) que, una vez más, se manifiesta contrario a las políticas de austeridad y de ajuste establecidas por la Troika y, además, defiende con audacia revisar (quita y espera) los términos del pago de la abultada deuda pública de Grecia (177% del PIB) que, en un 90%, se encuentra en manos del FMI y de sus socios europeos (la gran mayoría de los analistas coinciden en que Grecia no tiene capacidad para pagar su deuda, sobre todo si no crece su economía).

 

Unas políticas que han generado y siguen generando en Grecia un intolerable crecimiento del desempleo (a la cabeza de la Unión Europea, con más de un 25% de paro y del 50% en los menores de 25 años), el desplome de la protección social, una fuerte caída de los salarios, además de un aumento de la precariedad, la desigualdad y la pobreza, que está incrementando en grado superlativo la desesperación de las personas más afectadas por la crisis.

 

En nuestro país, parece claro que la derecha en el gobierno no repetirá la mayoría absoluta de que goza actualmente el Partido Popular (PP) en el conjunto del Estado y en la mayoría de las Comunidades Autónomas y Ayuntamientos, ante el hundimiento de la figura y de las políticas de Mariano Rajoy que, por añadidura, acabará con el bipartidismo hegemónico en España desde la transición democrática y reducirá de manera notable las posibilidades de que el PP (aunque gane las elecciones generales) gobierne en minoría parlamentaria, una vez descartado por el PSOE un gobierno de coalición con el PP que, todo lo indica, de llevarse a cabo, traería consigo el gran fracaso del PSOE y el abandono masivo de sus militantes más comprometidos con las ideas socialistas. Las últimas medidas de Rajoy (ya en plena campaña preelectoral) relacionadas con la Ley Mordaza, los nombramientos del nuevo director de RTVE y de su portavoz en el Parlamento, la dimisión forzada del Fiscal General del Estado (Torres Dulce), así como el aumento ridículo de las pensiones (0,25%) y del SMI (3 euros mensuales), no cambiarán las cosas y contribuirán a que el PP quede más aislado que nunca ante futuros e hipotéticos acuerdos de gobierno posteriores a las elecciones generales.

 

En coherencia con ello, las últimas encuestas conocidas confirman una mayoría de izquierdas en los próximos procesos electorales. Sin embargo, también nos anuncian una fuerte división de la izquierda que añade una mayor complejidad a los resultados y da alas a la derecha, a pesar del hundimiento de Rajoy y de sus incumplimientos programáticos, las desmedidas políticas de ajuste (austeridad) y los casos de corrupción generalizados que han causado una auténtica alarma social en la ciudadanía y fuertes destrozos en la credibilidad del PP.

 

Según estas mismas encuestas, el PSOE puede perder por primera vez su posición hegemónica en la izquierda desde el comienzo de la democracia, ante el avance del fenómeno Podemos. Eso dependerá de la audacia de su práctica política (y del liderazgo y la ejemplaridad de sus dirigentes), de la cohesión del partido y de sus ideas progresistas y claramente diferenciadas de las políticas neoliberales.

 

De entrada, el PSOE debe recuperar paulatinamente su credibilidad a partir del reconocimiento de los errores del pasado (de hecho, Pedro Sánchez ya han reconocido algunos), contar con candidatos idóneos elegidos democráticamente y capaces de generar confianza e ilusión en las próximas elecciones del 24 de mayo en ayuntamientos y CCAA, removiendo para ello los obstáculos que sean necesarios para que esto ocurra (por ejemplo en Madrid) y dejar suficientemente claro que cumplirá las promesas electorales y evitará que se repita el sacrificio inútil de Zapatero y también los incumplimientos programáticos de los gobiernos de Hollande (Francia) y de Renzi (Italia), fuertemente contestados por los trabajadores y por los sindicatos.

 

En segundo lugar, el PSOE debe aparecer ante el electorado como un partido fuerte y cohesionado, lo que exige que no se ponga en entredicho la figura de su secretario general que, no lo olvidemos, fue elegido en primarias (Susana Díaz -secretaria general del PSOE de Andalucía- puede y debe poner freno a las últimas críticas internas, impropias de un partido responsable con aspiraciones de gobierno), sobre todo cuando, además, Pedro Sánchez ha prometido -para después del verano- celebrar unas nuevas elecciones primarias para elegir al candidato del PSOE a la Moncloa.

 

En tercer lugar debe ser capaz de ofrecer alternativas a los problemas más graves que afectan a la ciudadanía y, por lo tanto, combatir las políticas que ponen en grave riesgo el Estado de Bienestar Social: desempleo, precariedad, estancamiento salarial, pensiones y dependencia, servicios públicos, desarme fiscal, desahucios, preferentes, desigualdad, pobreza…

 

Por otra parte, el PSOE debe estar inmerso en la realidad social asumiendo que, desde la izquierda, hay vida y actividad posible fuera del parlamento y de las instituciones: participación en las movilizaciones sociales, redes sociales, asociaciones de todo tipo…

En coherencia con ello, las Casas del Pueblo deben volver a ser operativas y recuperar su papel central en relación con las actividades culturales y educativas (incluidas las audiovisuales y el cine social y comprometido), así como con las que tienen que ver con la ecología, el medio ambiente y la lucha contra la contaminación. Además, las Casas del Pueblo se deben convertir en foros municipales abiertos y encabezar con decisión el debate sobre asuntos de rabiosa actualidad: refuerzo de la democracia, reparto del trabajo existente, renta básica, teoría del decrecimiento, pago de la deuda, cambio de modelo productivo, dualidad del mercado de trabajo, intervención pública en la economía (también en la banca), participación de los trabajadores en la empresa (democracia industrial), brecha digital entre generaciones…

 

Para comenzar, el PSOE debe sortear con buenos resultados (evitando la imagen de partido perdedor) las elecciones municipales y las de algunas CCAA -incluyendo a Cataluña ante un posible adelanto electoral-, si quiere seguir aspirando a ganar las elecciones generales y a gobernar en España. No será nada fácil ante el auge espectacular de Podemos (previsiblemente fagocitará a IU, UPYD y a otros partidos minoritarios) y la fuerte aceptación que tiene este nuevo partido en Cataluña y el País Vasco donde, incluso, es capaz de disputar el triunfo electoral a los partidos nacionalistas defendiendo una pretendida política socialdemócrata sin anclaje, por el momento, en la socialdemocracia tradicional europea, donde se ubica precisamente el PSOE. A ello hay que añadir su fuerte capacidad para estar presente en las redes sociales y en los medios de comunicación de masas, capaz de neutralizar, por el momento, sus propias limitaciones: falta de cotizantes, de estructuras organizativas, locales, formación política de sus militantes…

 

Por eso, la disputa por este espacio será durísima y en esta pelea el PSOE no puede perder la cabeza y el sentido común ni renunciar a sus postulados de siempre que han cumplido más de 130 años. A Podemos no se le ganará con insultos, miedos, falsedades y menciones a experiencias políticas del otro lado del Atlántico o recordando a dictadores y décadas periclitadas y de difícil repetición en la actualidad en el seno de la Unión Europea. No debemos olvidar que el avance de Podemos se produce fundamentalmente por las carencias, limitaciones y errores del PSOE y, mucho menos conviene olvidar, que el PSOE y Podemos se dirigen al mismo espacio electoral y que, por lo tanto, hay que pensar seriamente en futuros acuerdos progresistas con el propósito de garantizar la gobernabilidad en nuestro país.

 

Ante un hipotético triunfo de la izquierda las posibilidades de que el PSOE encabece el gobierno se mantienen intactas si gana las elecciones o queda en segundo lugar por delante de Podemos, por el previsible apoyo que recibiría de esta formación y de IU para desplazar a la derecha (PP) del poder. Las ventajas que aportaría el PSOE son notables: fuerte presencia (con infraestructuras) en todo el territorio nacional, cambio progresista y tranquilo para salir de la crisis, relación fluida con la Unión Europea a través de la familia socialdemócrata, apuesta por un Estado Federal como marco de convivencia ante el problema catalán, reforma y actualización consensuada de la Constitución y, finalmente, una política decidida hacia la regeneración democrática: consolidación de las libertades, lucha contra la corrupción y un redoblado esfuerzo para la educación en valores de la ciudadanía.

 

Para que esto ocurra, el PSOE debe avanzar considerablemente en Madrid y en el País Valenciano y mejorar sustancialmente los resultados de Cataluña y el País Vasco donde las encuestas le sitúan muy retrasado (en cuarto lugar), por detrás de Podemos y de los partidos nacionalistas: CIU y ER por una parte y el PNV y Bildu por otra. Si eso no se logra las posibilidades de gobernar son pocas y, lo que es peor, en este supuesto, el PSOE corre el riesgo de convertirse en un partido irrelevante como ocurrió con el partido socialista italiano y está ocurriendo con el PASOK en Grecia, dando por hecho que ningún partido político tiene su vida asegurada para siempre.

En todo caso, el presente año está llamado a ser muy importante en el necesario cambio económico y social que España necesita y la ciudadanía reclama. De la solución que se dé a las diferencias de la izquierda y de su capacidad resolutiva para ofrecer alternativas a la actual situación de crisis dependerá, en buena medida, nuestro incierto futuro político en democracia… Estaremos atentos.

Antón Saracíbar

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