Opinión

04 PM | 06 Jun

REPUBLICA Y PSOE(CONSTITUCION DEL 78)

 

Ante las opiniones que están surgiendo entre algunos jóvenes que no votaron la Constitución, os trasladamos lo que presentó el PSOE al parlamento, por mediación del diputado Gómez Llorente. Creo que merece una lectura.

“Al asumir este Parlamento la expresión de la soberanía del pueblo y proceder a elaborar la nueva Constitución que en su día sea sometida al refrendo popular asumimos la obligación de replantear todas las Instituciones básicas de nuestro sistema político sin excepción alguna. Incluso la forma política del Estado y la figura del Jefe del Estado, porque sería de todo punto incompatible con la soberanía que por delegación del pueblo ostentan las Cortes Constituyentes que ninguna Institución se hurtara a sus facultades.

En este sentido nuestro Grupo Parlamentario expresa su profunda convicción de que todo poder sólo es legítimo en tanto que sea expresión de la voluntad popular libremente emitida, expresamente declarada a través de formas auténticamente democráticas. La forma de Gobierno y la figura del Jefe del Estado no se sitúan más allá de ese principio y, por ello, para nosotros no puede ostentar otro carácter de legitimidad, sino su asentamiento constitucional.

Ni creemos en el origen divino del Poder, ni compartimos la aceptación de carisma alguno que privilegie a este o a aquel ciudadano simplemente por razones de linaje. El principio dinástico por sí solo no hace acreedor para nosotros de poder a nadie sobre los demás ciudadanos. Menos aún podemos dar asentimiento y validez a los actos del dictador extinto que, secuestrando por la fuerza la voluntad del pueblo y suplantando ilegítimamente su soberanía, pretendieron perpetuar sus decisiones más allá de su poderío personal despótico, frente al cual los socialistas hemos luchado constantemente.

Por otra parte, tampoco se trata de aceptar la Monarquía meramente como una situación de hecho. Allá los partidos que reclamándose de la izquierda piensan que algo tan trascendente y duradero como la forma política del Estado puede darse por válida a merced de razones puramente coyunturales, de pactos ocasionales, o de gratitudes momentáneas. No somos nosotros de aquellos que pueden hacer el tránsito súbito en unos meses, desde el insulto a la institución y la befa a la persona que la encarna, al elogio encendido y la proclamación de adhesiones estusiastas con precipitada incorporación de símbolos o enseñas. Da la casualidad de que donde ésos gobiernan fueron derribadas violentamente las Monarquías, y no precisamente por plebiscitos.

Bien al contrario, la actitud de los socialistas ante la institución monárquica es más serena, más de principios, más estable, probablemente más sincera. No ocultamos nuestra preferencia republicana, incluso aquí y ahora, pero sobrados ejemplos hay de que el socialismo, en la oposición y en el Poder, no es incompatible con la Monarquía cuando esta institución cumple con el más escrupuloso respeto a la soberanía popular y a la voluntad de reformas y aun trasformaciones que la mayoría del pueblo desee en cada momento, ya sea en el terreno político o económico.

Alguien se ha permitido decir recientemente que si los socialistas creyéramos que podía prosperar nuestro voto particular republicano no lo hubiéramos presentado, o lo hubiéramos retirado, y que, por tanto, lo mantenemos con insinceridad y con demagogia. Esto no es cierto. Se equivocan quienes así hablan, o acaso no nos comprenden porque es difícil entender a otro cuando se parte de una propia manera de hacer la política harto distinta de la nuestra, probablemente condicionada la suya por tantos y tan graves errores que apresuradamente tienen que dar muestras de rectificación.

Lo cierto es que si nuestro voto particular republicano tuviera éxito es porque se darían las condiciones de mayoritario consenso aquí y ahora en tal sentido, y en consecuencia lo mantendríamos con idéntica decisión.

Mas, cabe entonces preguntarse: si los socialistas están conscientes de que en estas Cortes van a ser minoritarios en este punto, ¿por qué mantienen su voto particular sobre la forma política del Estado?

Es sencillo contestar: por honradez, por lealtad con nuestro electorado, por consecuencia con las ideas de nuestro partido, porque lo sentimos como un mandato que debemos cumplir de tantos y tantos republicanos que, no habiendo podido concurrir en cuanto tales a las elecciones del 15 de junio, depositaron en nosotros su confianza, sabedores de que hacemos honor a nuestros empeños; también, porque cuando se tiene un tan amplio respaldo popular, avalado por una larguísima historia de décadas de lucha por la democracia y la igualdad social, podemos y debemos proseguir una línea de conducta en verdad clara y consecuente. Estamos conscientes de ser los actuales socialistas depositarios de esa trayectoria que fundamenta la credibilidad de grandes masas en nuestro partido, en el partido de Pablo Iglesias, y nos sentimos inexorablemente obligados a continuarla sin mixtificaciones.

Por tanto, puestos en la tesitura constituyente, impelidos los socialistas a definirnos sobre la forma política del Estado, mantenemos nuestro criterio y definimos claramente nuestra posición sobre el tema.

Sin embargo, no pretendemos con esto fragilizar el nuevo régimen, ni por nuestra aptitud quedará en precario ninguna de sus instituciones, pues a nadie se le escapa que al someter a discusión clara y profunda cada una de ellas, y hacer que todas nazcan del contraste previo de las opiniones y la ulterior decisión democrática sobre cada una, el sistema en su conjunto y en sus partes de la nueva democracia española quedará más firmemente consolidado y aceptado.

Empero, sin mengua del valor positivo que damos desde ahora a la Constitución que se otorgue a nuestro pueblo, nosotros reafirmamos ante las Cortes constituyentes la postura propia de nuestras ideas y de nuestra historia, lo que nos lleva a defender la forma de gobierno republicana por diversas razones que sería imposible agotar en el breve plazo que el Reglamento concede a la defensa de un voto particular, pero que parece inexcusable, al menos, apuntar a ciertos rasgos.

Entendemos que la forma republicana del Estado es más racional y acorde bajo el prisma de los principios democráticos.

Del principio de la soberanía popular en sus más lógicas consecuencias, en su más pura aplicación, se infiere que toda magistratura deriva del mandato popular; que las magistraturas representativas sean fruto de la elección libre, expresa, y por tiempo definido y limitado.

La limitación no solo en las funciones, sino en el tiempo de ejercicio de los magistrados que gobiernan o representan a la comunidad, constituye una de las ventajas más positivas de los sistemas democráticos, pues permite resolver en forma pacífica, gracias a la prevista renovación periódica, el problema de la sustitución de las personas que encarnan dichos cargos, volviéndose, por el contrario, sumamente conflictivo el desplazamiento y sustitución de los gobernantes, tantas veces necesario en la vida de los pueblos, cuando no existe como procedimiento ordinario el régimen de elección periódica.

Las magistraturas vitalicias, y más aún las hereditarias, dificultan el fácil acomodo de las personas que ejercen cargos de esa naturaleza a la voluntad del pueblo en cada momento histórico. No se diga para contrarrestar este argumento que pueden existir mecanismos en la propia Constitución que permitan alterar esas estructuras, pues resulta obvio que tales cambios llevan consigo un nivel de conflictividad inconmesurablemente mayor que la mera elección o reelección.

Renovar a los gobernantes, incluso aquellos que ejerzan las más altas magistraturas, es necesario, y aun a veces imprescindible, y no porque la voluntad del pueblo sea mudadiza caprichosamente, sino porque la materia objetiva cambia; o la persona misma, dejando de ser lo que era, o las circunstancias que la hicieron la más idónea en un momento dado, o simplemente ambas cosas de consuno, surgiendo otras posibilidades óptimas.

Por otra parte, es un axioma que ningún demoócrata pude negar la afirmación de que ninguna generación puede comprometer la voluntad de las generaciones sucesivas. Nosotros agregaríamos; se debe incluso facilitar la libre determinación de las generaciones venideras.

No merece nuestra aquiescencia el posible contraargumento que nos compense afirmando la neutralidad de los magistrados vitalicios y por virtud de la herencia, al situarse más allá de las contiendas de intereses y grupos, pues todo hombre tiene sus intereses, al menos con la institución misma que representa y encarna, y por mucho que desee identificarse con los intereses supremos de la Patria, no es sino un hombre, y su juicio es tan humano y relativo como el de los demás ciudadanos a la hora de juzgar en cada caso el interés común.

Proyectando este pensamiento a la historia de España en el lacerado tiempo de nuestros esfuerzos y nuestras luchas desde que comenzaron los intentos de establecer un régimen constitucional, nadie puede afirmar con un mínimo de rigor que haya resplandecido precisamente la neutralidad de la corona en las contiendas sociales o políticas. Acaso era por eso por lo que exclamaba Pablo Iglesias en el Parlamento el 10 de enero de 1912: «No somos monárquicos porque no lo podemos ser; quien aspira a suprimir al rey del taller, no puede admitir otro rey».

Vuestras Señorías conocen bien las aspiraciones igualitarias que mueven a los socialistas, y con cuánto esmero nos hemos esforzado en la teoría y en la práctica por compatibilizar la libertad y la igualdad. De ahí que veamos con reparos la herencia.

¿Cómo no hemos de sentir alejamiento ante la idea de que nada menos que la jefatura del Estado sea cubierta por un mecanismo hereditario?

El hecho de que todos hablemos hoy aquí con respeto de las personas de los actuales monarcas y de su familia, entenderán que no empaña nuestras razones, y por respeto a las personas citadas nos abstenemos de entrar en análisis y ejemplos de los reyes de otro tiempo.

Empero, en el orden de las ideas, nadie sensato puede sentirse ofendido por escuchar la del otro, y cualquiera ha de entender que quienes nos sentimos impulsados por la lucha contra el privilegio, y no aceptamos otra carta de singular retribución que el propio esfuerzo y el mérito, prefiramos la República como forma de Gobierno.

Como habrán podido observar, casi todas las ideas que hemos argüido hasta el presente no tienen su génesis en el específico y propio pensamiento socialista, sino que hunden sus raíces en el liberalismo radical. y que ya hace tiempo fueron reivindicadas por los radicales burgueses.

No se asombren aunque algunos de ustedes no se hayan percatado, el socialismo no es sino una gran pasión por la libertad, y todas las reformas económicas que deseamos no tienen otro objetivo que hacer más libres en la realidad cotidiana a las mujeres y hombres de nuestro país. No nos sentimos de ningún modo la negación destructora de cuanto el liberalismo tuvo de progreso en la historia de la cultura humana. El socialismo viene sólo a poner las condiciones económicas y políticas adecuadas para que sea real en todos los seres humanos el sueño de libertad personal que concibieron los padres del liberalismo.

Antes de concluir nos parece imprescindible recordar que los socialistas no somos republicanos sólo por razones de índole teórica. Menos aún los socialistas españoles. Pertenecemos, ciertamente, a un partido, el PSOE, que se identifica casi con la República, y no en vano, porque fue el pilar fundamental en el cambio de régimen del 14 de abril de 1931.

Nos abstendremos de hacer un largo «excursus» histórico, pero entendemos de alta utilidad para propios y extraños esclarecer, siquiera muy brevemente, por qué el socialismo español se fue tiñendo cada vez más intensamente de republicanismo.

Como recordarán, nuestro Partido se fundó durante la Restauración, el año que viene va a cumplir su centenario. Al constituirse el Partido Socialista Obrero Español no inscribió en su programa máximo, es decir, entre los objetivos que desde entonces son nuestra razón de ser, el tema de la reforma política del Estado. Obviamente los fundadores del Partido eran republicanos, pero el hecho que les acabo de indicar es clara muestra de la importancia que se le daba, y que para un socialista normalmente ha de tener ese asunto, o sea, secundaria, y matizada en su intensidad según la circunstancia histórica que atravesemos.

Ahora bien, ¿cómo trató la Restauración al movimiento obrero, o más en particular a los socialistas?

Baste recordar que uno de nuestros mejores historiadores ha definido el régimen de la Restauración como la oligarquía de las dos cabezas. Las corrupciones del sistema de los dos partidos turnantes, por igual monárquicos, por igual conservadores en el fondo, significó la falsificación sistemática del sufragio y el mantenimiento artificioso de una monarquía pseudoparlamentaria, fantasmagórico aparato sin otro fin en todo su tinglado que marginar la voluntad auténtica de los pueblos de España y la postergación desesperanzada de las clases oprimidas.

Durante bastantes años, el PSOE no hizo causa común con el republicanismo en cuanto tal. Sin embargo, hacia 1909 se impuso como una necesidad imperiosa la conjunción republicano-socialista. ¿Para qué? Para combatir al caciquismo, simplemente para algo tan elemental como conseguir unas verdaderas libertades públicas y un régimen democrático honesto.

Hacia 1917, todo lo más sano del país reclamaba Cortes constituyentes al monarca, pero esas voces de regeneración fueron desoídas.

En el manifiesto de la huelga general, de 12 de agosto de 1917, suscrito por Largo Caballero, Daniel Anguiano, Julián Basteiro y Andrés Saborit, se dice: «Pedimos la constitución de un Gobierno provisional que asuma los poderes ejecutivo y moderador y prepare, previas las modificaciones imprescindibles en una legislación viciada, la celebración de elecciones sinceras de Cortes Constituyentes que aborden, en plena libertad, los problemas fundamentales de la Constitución política del país.

Coincidían estas aspiraciones con el significado de la Asamblea de Parlamentarios de Barcelona y aun con las Juntas militares de Defensa y con las Juntas de Defensa civiles. Empero ese clamor general, la gran huelga general de agosto fue aplastada por las armas en medio de una tremenda masacre.

La Monarquía perdió una ocasión excepcional de europeizarse políticamente. Pocos años después, agotado en sus propios defectos y miserias, el régimen acudía sin ambages a violar la Constitución: a la dictadura.

Ved que en España la libertad y la democracia llegaron a tener un solo nombre: ¡República!

Una inteligencia que es preciso respetar por su agudeza, como Luis Araquistaín, podía expresar así la situación en El ocaso de un régimen «…Hay que desear la República por patriotismo, por españolismo. La idea de España y la República se confunden. El problema mínimo de todo liberal español debe ser la República. Ningún liberal puede ser monárquico en España. Los socialistas españoles no se hacen vanas ilusiones, aunque sin ellos no habría República y cuando la haya será, principal y casi exclusivamente, por ellos, no ignoran que esa República no podrá ser inmediatamente socialista».

Perdonen estas brevísimas alusiones al pasado, que no hubieran sido hechas sino para dar claves de nuestra actuación no sólo en el presente, sino en el futuro. El PSOE fue en primer lugar republicano, y baluarte de la República, cuando no hubo otra forma de asegurar la soberanía popular, la honestidad política y, en definitiva, el imperio de la ley unido a la eficacia de la gestión. Don Manuel Azaña 1 no definía de otro modo en sus discursos la virtud republicana.

Si en la actualidad el Partido Socialista no se empeña como causa central y prioritaria de su hacer en cambiar la forma de Gobierno es en tanto en cuanto puede albergar razonables esperanzas en que sean compatibles la Corona y la democracia, en que la Monarquía se asiente y se imbrique como pieza de una Constitución que sea susceptible de un uso alternativo por los Gobiernos de derecha o de izquierda que el pueblo determine a través del voto y que viabilice la autonomía de las nacionalidades y las regiones diferenciadas que integran el Estado.

Pero a la hora en que estamos, y estando por el trance constituyente determinados a definirnos, hemos expuesto nuestros motivos de diversa índole para mantener nuestro voto particular.

Finalmente, una afirmación que es un serio compromiso. Nosotros aceptaremos como válido lo que resulte en este punto del Parlamento constituyente. No vamos a cuestionar el conjunto de la Constitución por esto. Acatamos democráticamente la ley de la mayoría. Si democráticamente se establece la Monarquía, en tanto sea constitucional, nos consideraremos compatibles con ella.

El proceso de la reforma política hace inevitable que en su día se pronuncie el pueblo sobre el conjunto de la Constitución, y puesto que ello es previsible y racionalmente inevitable, no haremos obstrucción, sino que facilitaremos el máximo consenso a una Constitución que ha de cerrar cuanto antes este pe-ríodo de la transición y abrir el camino a nuevas etapas del progreso y transformaciones económicas y sociales, a las que en nada renunciamos, y para las que sólo pretendemos ser un instrumento de nuestro pueblo.

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02 PM | 24 May

EL PROBLEMA DE LA DESIGUALDAD ¿DONDE?

Leer el influyente último libro de Thomas Piketty, Capital in the Twenty-First Century [El capital en el siglo XXI], lo deja a uno con la impresión de que el mundo nunca fue tan desigual desde los tiempos de los reyes y los barones ladrones. Es extraño, porque hay otro libro excelente publicado hace poco, The great escape [El gran escape], de Angus Deaton (del que hice una reseña), según el cual habría que concluir que el mundo nunca ha sido tan igualitario.

¿Cuál de las dos visiones es correcta? La respuesta depende de que uno contemple los países individualmente o el mundo en su conjunto.

El dato principal del libro de Deaton es que durante las últimas décadas, varios miles de millones de habitantes de los países en desarrollo (particularmente en Asia) lograron salir de niveles de pobreza realmente desesperantes. El mismo mecanismo que aumentó la desigualdad en los países ricos niveló el campo de juego para miles de millones de personas a escala global. En perspectiva, y asignando la misma consideración (por poner un ejemplo) a un indio que a un estadounidense o un francés, los últimos 30 años han sido de los mejores de la historia por lo que respecta a la mejora de las condiciones de vida de los pobres.

Por su parte, el brillante libro de Piketty estudia detalladamente la desigualdad interna de los países, especialmente en los países ricos. Gran parte del revuelo cultural en torno a su libro se origina en personas que se ven a sí mismas como de clase media en sus países, pero que vistas en el contexto global son clase media alta, e incluso ricas.

El primer problema del siglo XXI sigue siendo ayudar a los extremadamente pobres de África y otros lugares del mundo

Los hechos que Piketty y su coautor, Emmanuel Saez, establecieron en los últimos 15 años son materia de abstrusos debates técnicos. Pero yo encuentro que sus resultados son convincentes, especialmente en vista de que otros autores han llegado a conclusiones similares usando métodos totalmente diferentes. Por ejemplo, Brent Neiman y Loukas Karabarbounis, de la Universidad de Chicago, sostienen que la participación de los trabajadores en el PIB viene disminuyendo a escala global desde los años setenta.

Pero Piketty y Saez no ofrecen un modelo, tampoco en este último libro. Y la falta de un modelo, combinada con su énfasis en países de clase media alta, es muy importante a la hora de formular políticas. ¿Serían los seguidores de Piketty tan entusiastas acerca de su propuesta de instituir un impuesto global progresivo a la riqueza si el objetivo fuera corregir las inmensas disparidades entre los países más ricos y los más pobres, en vez de las diferencias que hay entre aquella gente que en términos mundiales está bien y los ultramillonarios?

Piketty sostiene que el capitalismo es injusto. ¿No lo fue el colonialismo también? En cualquier caso, la idea de instituir un impuesto global a la riqueza supondría una infinidad de problemas de credibilidad y aplicación, además de ser políticamente improbable.

Aunque Piketty tiene razón cuando dice que en las últimas décadas la rentabilidad del capital creció, no tiene suficientemente en cuenta el amplio debate que hay entre los economistas respecto de las causas. Por ejemplo, si el factor principal de ese aumento fue el ingreso masivo de mano de obra asiática a los mercados de comercio internacional, entonces el modelo de crecimiento propuesto por el premio Nobel de Economía Robert Solow sugiere que, a la larga, los stocks de capital se ajustarán y los salarios aumentarán, a lo cual también contribuirá el retiro de trabajadores de la fuerza laboral conforme alcancen la edad jubilatoria. Si, en cambio, la disminución de la participación de los trabajadores en la renta se debe al aumento inexorable de la automatización, entonces seguirá habiendo una presión a la baja en ese sentido, como expliqué hace algunos años en un artículo sobre la inteligencia artificial.

Felizmente, hay formas mucho mejores de hacer frente a la desigualdad en los países ricos y al mismo tiempo fomentar un crecimiento a largo plazo en la demanda de productos de los países en desarrollo. Por ejemplo, implementar un impuesto al consumo con tasa relativamente uniforme (y un alto mínimo no imponible, para que sea progresivo) sería un modo mucho más sencillo y eficaz de cobrar impuestos a las riquezas acumuladas en el pasado, especialmente en tanto se pueda vincular el domicilio fiscal de los ciudadanos con el lugar donde obtuvieron sus ingresos.

Un impuesto progresivo al consumo sería relativamente eficiente y no distorsionaría las decisiones de ahorro tanto como los actuales impuestos a las ganancias. ¿Por qué tratar de implementar un improbable impuesto global a la riqueza, cuando existen alternativas que permitirían recaudar importantes sumas, sin afectar el crecimiento, y a las que se les puede dar un carácter progresivo definiendo un mínimo no imponible elevado?

Además del impuesto global a la riqueza, Piketty recomienda para Estados Unidos un impuesto a las ganancias con una tasa marginal del 80%. Aunque estoy firmemente convencido de que Estados Unidos necesita un sistema impositivo más progresivo (particularmente respecto del 0,1% más rico de la población), no entiendo por qué Piketty da por sentado que una tasa del 80% no causaría distorsiones significativas, sobre todo teniendo en cuenta que este supuesto se contradice con el voluminoso trabajo de los premios Nobel Thomas Sargent y Edward Prescott.

Además de un impuesto progresivo al consumo, hay muchas políticas prácticas que se pueden adoptar para reducir la desigualdad. En el caso particular de Estados Unidos, Jeffrey Frankel, de la Universidad de Harvard, sugirió la eliminación de los impuestos a los salarios para los trabajadores de bajos ingresos, una reducción de las exenciones para trabajadores de altos ingresos y aumentar los impuestos a la herencia. Frankel también señala que la universalización de la educación preescolar colaboraría con el crecimiento a largo plazo, a lo que yo añado que también habría que insistir más en la educación continua de los adultos, tal vez por medio de cursos en Internet. También se pueden cobrar impuestos a las emisiones de dióxido de carbono, que ayudarían a mitigar el calentamiento global y serían una importante fuente de recaudación.

Al aceptar la premisa de Piketty de que la desigualdad es más importante que el crecimiento, no hay que olvidar que los ciudadanos de muchos países en desarrollo dependen del crecimiento de los países ricos para escapar de la pobreza. El primer problema del siglo XXI sigue siendo ayudar a los extremadamente pobres de África y otros lugares del mundo. Desde ya, el 0,1% de la élite debería pagar mucho más en impuestos, pero no olvidemos que en lo que respecta a reducir la desigualdad global, el sistema capitalista lleva tres décadas de avances impresionantes. J

Kenneth Rogoff, ex economista jefe del FMI, es profesor de Economía y Políticas Públicas en la Universidad de Harvard.

Traducción de Esteban Flamini.

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08 AM | 12 May

BAJO EL VOLCAN

Esta semana se han cumplido 50 años de la aparición en castellano de una de las novelas más singulares y fascinantes de la literatura del siglo que dejamos atrás. Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, uno de esos británicos con culo de mal asiento que al final uno no sabe si lo nacieron en un pueblo de Cheshire o deberíamos colocarlo en lugares voluntarios: Estados Unidos, Canadá, Sicilia, Francia, España –a sus protagonistas los hace casarse en Granada–, o en el México que le dio la mala vida y la gloria. Acabó enterrado en un pueblo anodino de Sussex, en el país que le vio nacer, lugar de su última y letal borrachera.

Tenía 47 años y estábamos en 1957. Malcolm Lowry, estudiante en Cambridge, es un decir, porque si hubo persona poco dada a la seriedad académica y a la literatura convencional, fue él. Pero los británicos tienen eso, ¿qué más da que no termines nada si en todo lo que iniciaste has dejado huella de carácter y talento? Se metió en la carrera diplomática siguiendo el dicho, tantas veces confirmado por la realidad, de que es la única profesión que te permite unos fondos saneados y mucho tiempo libre. Dadas las peculiaridades de su personalidad le mandaron a Cuernavaca, México, y por esos privilegios que otorga la literatura cuando se escribe en superlativo, pasaría a la historia como el cónsul Geoffrey Firmin, protagonista indiscutible de su única novela, ¡para qué más!, Bajo el volcán.

Es verdad que antes había escrito Ultramarina, una novela para hacer dedos, que dirían los pianistas, y luego de su espectacular Bajo el volcán intentó un poco de todo, poesía, relatos, y hasta adaptaciones cinematográficas. ¿Qué tipo de novela es Bajo el volcán? Empezó a escribir la primera versión en 1936 y pasito a pasito, aunque mejor sería decir botella a botella, alcanzó la cuarta versión, la definitiva, en 1944. La historia de un cónsul de Su Majestad británica en Cuernavaca durante una jornada –el 1 de noviembre de 1938, día de Difuntos–, una fecha muy especial para cualquiera que conozca un poco el inconmensurable mundo mexicano, ese mundo que atrapó a Lowry durante muchos años y del que acabaría expulsado por dos razones: conducta absolutamente desordenada –era una bebedor compulsivo y agresivo– y su manifiesta incompetencia, nacida probablemente en Cambridge, para lo que un mexicano de la clase que sea denomina mordida, el sobre de la corrupción.

Pero tratándose de un hombre de cultura antigua y bien asentada, Malcolm Lowry desarrolla su relato en un día, ese de Difuntos, pero transcurre con vueltas y revueltas a su torturada memoria durante 12 horas y tiene 12 capítulos. Conocía la Cábala, el ocultismo, la Biblia, las singularidades numéricas creadas en los años oscuros, medievales y modernos, y todo eso hace de su relato una pieza de relojería donde todo encaja. Las peleas con sus dos editores, el gringo y el británico, fueron históricas. ¡Un texto demasiado largo! Le sobraban palabras, como habían dicho al joven Mozart con sus notas. Y sobre todo, ese primer capítulo, en apariencia confuso y sin el cual la pirámide invertida del relato tendría dificultades para sostenerse. El gran editor Jonathan Cape se quedó alelado cuando el autor le envió una carta de 31 páginas, inefables, donde explicaba con brillantez cómo encajaba ese primer capítulo y su sentido.

Consiguió publicarla en 1947, tras tres años de pelea editorial. Apareció en Nueva York y Londres. La edición francesa apenas si tardó dos años, con un hermoso prólogo del autor. Nosotros no tuvimos traducción al castellano hasta 1964, por Ediciones Era (México), y eso que abundan las frases y los modismos mexicanos, y referencias constantes a la guerra civil española y, en concreto, a “la Batalla del Ebro que se está perdiendo”. No olvidemos que el texto se sitúa en 1938. Pero lo que más llama la atención es el escaso eco de este texto entre la literatura de la época y la posterior. Es verdad que estábamos en pleno franquismo, en año tan agresivo como 1964 (los XXV años de Paz), pero resulta difícil de entender.

La simplificación de una novela como Bajo el volcán, como ya había ocurrido con el Ulyses de Joyce, del que es deudor –Lowry es un joyceano confeso–, se limitaría a cuatro personajes que se van cruzando en Cuernavaca bajo el poderoso influjo del volcán Popocatepetl, el guerrero que fuma, acompañado de su pareja volcánica Iztaccíhuatl; “el matrimonio perfecto” en palabras de Lowry.

¿En qué sentido estamos ante una obra de gran literatura? Porque la simplificación se limitaría a contar cómo el cónsul británico Geoffrey Firmin va trasegando bebidas alcohólicas de alto voltaje, desde el común whisky, pasando por el mezcal, la tequila, la ginebra, la cerveza, y hasta las lociones para el cabello o la estricnina licuada. Un cruce de tan sólo cuatro personajes principales: su esposa, su hermano, un peculiar cineasta francés varado en la derrota permanente y el autor protagonista. Una prosa deslumbrante.

¿Pero cómo este libro que lleva entre nosotros 50 años apenas tiene el reconocimiento de otros textos consagrados de la literatura? Quizá por el tema, el alcoholismo en grado superlativo. Lo cual tiene dos ángulos, uno que no alcanza a las pretensiones de este artículo y que consiste en marcar lo que significa para un creador, caso Lowry, la obligatoriedad de beber hasta el límite, para poder crear hasta el límite. Pero la otra es más compleja de explicar.

¿Cómo una generación de dipsómanos españoles dedicados a la literatura apenas se detienen en este libro que supera con mucho las boberías académicas que se han escrito sobre Rimbaud y Baudelaire? En nuestra intelectualidad republicana, al menos hasta la derrota de 1939, es raro encontrar escritores inclinados vorazmente hacia el alcohol, fuera de algunos casos marginales. Baroja era abstemio, Ortega y Gasset también, e incluso Unamuno se consideraba militante de la liga antialcohólica. Sólo el marginal Pérez de Ayala bebió por todos ellos.

Pero esa tendencia se rompe con la dictadura de Franco. Las generaciones de poetas y escritores que dominan los años sesenta tendrán dificultades para sobrevivir, pero no para producir una obra importante en un mundo dominado por la represión y la grisura ambiental, pero anegado en alcohol. El poeta más notable, tan ninguneado hoy, Claudio Rodríguez, consigue la gloria –la modesta fama de los degustadores de poesía– con un libro que lo dice todo, Don de ebriedad (1953)– y no dejó de beber en exceso hasta la muerte. Como Ángel González –me acuerdo de su dilema metafísico: si no tomo varios whiskies no puedo subir a recitar, y si los tomo se notará que estoy borracho–. ¡Qué decir de Luis Marín Santos o Juan Benet, bebedores ansiosos y agresivos! “¿Ha bebido usted en su vida?”, le preguntó el médico a Benet, que según la leyenda respondió: “Media Escocia”. La lista se haría terminable pero llamativa: Gil de Biedma, la entrañable Ana María Moix, y el desmedido Carlos Barral, por citar los más sobresalientes. Incluso gente generacionalmente mayor como Leopoldo Panero o Luis Rosales, a quien nunca conocí sobrio.

¿A dónde voy? Quizá había un cierto rubor social al considerar al cónsul Firmin de Bajo el volcán como una delación de sus inclinaciones y eso limitó su prestigio en la clandestinidad de los bebedores apasionados. Han pasado 50 años. Quizá convendría volver a leer esta obra maestra de la literatura como lo que es: el ejercicio de una autor capaz de compaginar la Divina Comedia de Dante, la Biblia, la miseria amenazante de 1938 en vísperas de la Gran Matanza, y el jazz singular de Joe Venuti, el introductor del violín en el jazz, un italiano que nació en el barco que llevaba a sus padres emigrantes a los EE.UU., y al que homenajea con dos palabras gloriosas: “jubilosa alondra”.

Ocurre con los grandes libros. No admiten simplificaciones. Bajo el volcán lo es. Por lo demás, no me hubiera gustado conocer a Malcolm Lowry. Era un hijo de perra, con momentos sublimes.

 

GREGORIO MORAN

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