06 PM | 08 Feb

Para acabar de una vez por todas con los partidos

En Mani sulla città (Las manos sobre la ciudad, 1963), película del fallecido Francesco Rosi sobre la especulación inmobiliaria en Nápoles, un candidato del partido centrista que ha formado parte de la comisión municipal encargada de investigar el derrumbe de un edificio, sacudido por la certeza de que el accidente se debe a la falta de escrúpulos de un constructor que forma parte de las listas de la coalición de centro-derecha, dice al líder de su partido que, por razones de conciencia, no puede concurrir a las elecciones: uno de los dos tiene que salir. Mirándolo comprensivamente, con la paciencia de un padre ante su hijo, el líder centrista trata de retenerlo: «Querido amigo, está usted enfocando el asunto de una manera equivocada. Necesitamos esos votos para hacernos con la alcaldía y cumplir con nuestro programa. Sobre todo, no debe verlo como un problema ético, sino como un asunto político». Naturalmente, el concejal accede: por razones políticas.

Es sabido que la emancipación de la política respecto de la moral fue observada ya por Maquiavelo en su estudio sobre el poder; pero también que el papel de los partidos en la lucha por acceder al mismo los convierte en espacios privilegiados para el análisis de esa problemática disyunción. Sobre ese tema, casi como si glosara el diálogo entre los dos munícipes napolitanos, trata Sobre la abolición de todos los partidos políticos, una obrita de la filósofa francesa Simone Weil que, a la vista del intenso debate desarrollado en España últimamente sobre las patologías de los partidos, en coincidencia con la fragmentación de los sistemas de partido en todo el continente europeo, merece la pena leer. Distinto es que puedan extraerse enseñanzas útiles de su apasionante contenido.

Escrito en 1943, en Londres, donde Weil había contribuido a la formación de la Francia Libre alrededor del general De Gaulle, la obra responde a su inquietud ante el faccionalismo partidista que empieza a observar en el exilio. Poco después, ya desde el hospital, Weil cesaría de sus responsabilidades en la Resistencia, para morir el 24 de agosto de ese mismo año, víctima de la tuberculosis, a los treinta y cuatro años de edad. Este ensayo fue publicado por vez primera siete años después, en la revista La Table Ronde, recibiendo elogios de Breton y Alain. Publicada en forma de libro por Gallimard en 1953, reeditada por Flammarion en 2008, aparece recientemente en la colección de The New York Review of Books, en edición y traducción de Simon Leys, con un post scriptum de Czesław Miłosz.

Weil no tiene tiempo que perder. Después de trazar el origen de los partidos europeos, que a su juicio se encuentra en una combinación del Terror francés y la práctica semideportiva de los británicos, plantea el problema de la siguiente forma:

El simple hecho de que existan no es razón suficiente para su preservación. La única razón legítima para preservar algo es su bondad. Los males de los partidos políticos son del todo evidentes; en consecuencia, el problema que ha de examinarse es éste: ¿contienen un bien suficiente que compense sus males y hagan deseable su mantenimiento?

Más aún, en una peculiar combinación de platonismo y consecuencialismo, Weil sostiene que tampoco la democracia o la regla de la mayoría son bienes en sí mismos, sino que son medios para la consecución del bien; medios, añade, cuya eficacia es incierta. Su posición no puede sorprendernos una vez que Weil descubre sus cartas: un ideal republicano desarrollado enteramente a partir de la «voluntad general» de Rousseau, cuyo Contrato social califica como uno de los libros más «clarividentes y articulados» jamás escritos.

Desgranando a Rousseau, Weil identifica dos premisas necesarias para el cumplimiento de la voluntad general que serán familiares para cualquier observador de la actual realidad política española, siempre y cuando consideramos los discursossobre esa realidad una parte constitutiva de la misma. En primer lugar, no debe existir ninguna forma de «pasión colectiva»; en segundo término, «el pueblo debe expresar su voluntad en relación con los problemas de la vida pública». La cursiva es mía; donde dice pueblo podemos escribir gente, pero el problema sigue siendo el mismo: la imposibilidad de ir más allá de esa mera declaración de intenciones, por ser impracticable cualquier expresión de la voluntad popular que no sea metafórica o aproximativa. Esto queda claro, para el observador sutil, cuando Weil elogia el sistema de cahiers de revendications que operaba en 1789, que permitía a los ciudadanos presentar sus quejas ante unos representantes. Dice Weil que, si se daba aquí

hasta cierto punto una genuina expresión de la voluntad general –incluso aunquese había adoptado un sistema representativo, por incapacidad para inventar una alternativa–, era sólo porque se disponía de algo mucho más importante que las elecciones.

De nuevo, la cursiva es mía. Porque no deja de ser llamativo que Weil contemple en esa práctica revolucionaria un atisbo de voluntad general a pesar de la mediación representativa, cuando, a poco que el demos en cuestión posea una cierta dimensión, la construcción de la voluntad general sólo puede llevarse a cabo gracias a esa mediación. De ahí que, como acabo de señalar, la expresión de la voluntad popular sólo pueda ser metafórica o delegativa; a menudo, de hecho, las dos cosas a la vez.

Una expresión metafórica recoge una determinada agregación de preferencias, principalmente a través del voto, y proclama a continuación aquello de «el pueblo ha dicho…»; la voz del pueblo es una decantación de sus muchas voces distintas. Por su parte, el método aproximativo admite distintas posibilidades, entre ellas el voto directo entre distintas alternativas o la creación de minipúblicos que debaten sobre un asunto en representación del resto del público. En cualquiera de estos casos, sin embargo, se comete el pecado mortal de la delegación: esa Gran Abstracción que es «la gente» se descompone en un sistema más o menos sofisticado –según los casos– de mediaciones y representaciones. ¡No puede ser de otra manera! Incluso una democracia electrónica directa exige que alguien seleccione las preguntas; no es posible demediar la mediación, aunque sí sea dable ocultarla hasta hacerla casi invisible.

En cualquier caso, este problema merece una atención separada. Hoy nos interesa sobre todo en conexión con los argumentos de Weil contra los partidos políticos. Para la filósofa francesa, la legitimidad republicana sólo puede lograrse mediante la abolición de los partidos: punto. Y ello, a la vista de sus tres características definitorias, todas ellas perniciosas: son máquinas de generación de pasiones colectivas; son organizaciones diseñadas para ejercer presión sobre las mentes de sus miembros; su objetivo primero y final es el crecimiento sin límite. A consecuencia de ello, todo partido es potencialmente totalitario.

Para Simone Weil, el problema de la política estiba en su separación de la ética, disyunción que la cita inicial de la película de Rosi expresa con claridad. Si, contrariamente, la política es indisoluble de una rigurosa concepción ética orientada a la verdad y la justicia, los partidos políticos se convierten en obstáculos estructurales para su consumación, como vendría a demostrar una sencilla regla de tres:

Los partidos políticos son organizaciones pública y oficialmente diseñados para matar en todas las almas el sentido de la verdad y la justicia. Esa presión colectiva se ejerce sobre el público con los medios de la propaganda. El propósito confeso de la propaganda no es iluminar, sino persuadir. […] Todos los partidos hacen propaganda.

Para Weil, el peligro estriba en la facilidad con la que la subsiguiente identificación con los partidos por parte de sus miembros y partidarios les lleva a hablar comoconservadores o socialistas, renunciando a su juicio individual y adscribiéndose, en cambio, a las cosmovisiones ideológicas proporcionadas por el partido en cuestión. La filósofa francesa, por el contrario, exige mucho más de nosotros: si sólo hay una verdad, no podemos pensar más que en ella, a la luz de las pruebas que la razón nos ofrezca; algo que nada tiene que ver con las verdades prefabricadas en las factorías propagandísticas de los partidos. La conclusión es palmaria:

Si la pertenencia a un partido nos empuja a mentir constantemente, en cada caso, la propia existencia de los partidos políticos es, absoluta e incondicionalmente, un mal.

Más aún, para Weil hay una contradicción fundamental entre la búsqueda de la verdad y la justicia en nombre del interés general, por un lado, y la actitud que se espera de aquel que pertenece a un partido político: no se puede servir a dos amos a la vez. Tristemente, tenemos sobrados ejemplos de cómo la conciencia individual puede verse subsumida por completo en la unimente partidista, al menos de puertas hacia fuera. Para trazar la genealogía de este fenómeno, Weil recurre a la consabida lucha de la Iglesia católica contra la herejía; que es, dicho sea de paso, la explicación que para todos los males de España suele uno oír de los miembros de las generaciones educadas en el franquismo. No hay razones para negar la verosimilitud de la sugerencia; pero tampoco para probarla. De hecho, ¿no es más lógico pensar que la Inquisición es simplemente una de las formas históricas que adopta el transhistórico deseo humano de suprimir la diferencia e imponer una homogeneidad religiosa o ideológica en la que no pocos seres humanos se sienten cómodos? Otras formas son el Partido Comunista de la Unión Soviética o, salvando las distancias, el equipo de fútbol de la propia ciudad. Desde este punto de vista, la lenta forja del sujeto autónomo capaz de distanciarse de esos bloques –o de entrar lúdica o reflexivamente en ellos– es una conquista histórica del proceso de civilización, conquista debilísima siempre en peligro de retroceso.

Son así claras las conclusiones de Weil, pero quizá no pueda decirse lo mismo de sus presupuestos. Su diagnóstico sobre los males asociados a los partidos políticos es razonable, especialmente si tenemos en cuenta la radicalidad ética de su planteamiento. Esa radicalidad le impide apreciar las virtudes funcionales de los partidos, quizá menos visibles en su época que en la actualidad; virtudes que, en conjunto, seguramente compensen los muchos vicios en que incurren. En su análisis de las «pasiones colectivas» engendradas por los partidos, Weil ignora el papel que cumple la identidad colectiva, visible también en los movimientos sociales. Tal como demostró la marcha convocada por Podemos en Madrid, todavía hoy, en plena era posmetafísica, hay cientos de miles de personas dispuestas a profesar una religión política y a echarse a la calle con el entusiasmo propio de la fe. En el fondo, es algo extraordinario. Y algo que no se entiende sin tener en cuenta el deseo de pertenencia del ser humano, derivado directamente de su condición social.

Por otro lado, subyace al planteamiento de Weil una curiosa ambigüedad. Su neoplatonismo, conforme al cual sólo existe una verdad esperando a ser descubierta, ¿no podría desembocar en la misma asfixia de la conciencia en que incurren los partidos? De hecho, así ha sido a lo largo de la historia. Pensemos en el racionalismo «científico» invocado por el marxismo-leninismo en defensa de su sanguinaria verdad partidista. Es decir, que el rigorismo ético puede ser también la tumba de la libertad. O de la propia república: la verdad personal de Antígona choca con las leyes de la ciudad, algo que la famosa declaración de Albert Camus, según la cual entre su madre y la justicia elige a su madre, también refleja, porque la frase la podría suscribirla Michael Corleone. Ya sea por el flanco racionalista o por el sentimental, se deja ver aquí que invocar la verdad qua verdad –otra cosa es hacerlo como horizonte regulativo– plantea más problemas de los que resuelve.

No digamos si añadimos a eso la confianza que Weil demuestra tener en el «observador neutral» al que se refiere Sloterdijk en un ensayo reciente: el pensador desencarnado que no se deja influir por sus emociones ni circunstancias en su búsqueda de la verdad1. Tras los exitosos ataques contra la idea de neutralidad, anotados por el propio pensador alemán, los contemporáneos sólo podemos acercarnos a la idea de verdad con cautela y sin mayúsculas, distinguiendo cuidadosamente sus distintas variantes y con conciencia de sus distintos modos de producción. ¡Cuidado con ella! Paradójicamente, Weil même defendió durante su corta vida la necesidad de ponernos en el lugar del otro para comprender su punto de vista, hasta el punto de entrar a trabajar en una fábrica para conocer las condiciones de vida de la clase trabajadora. Fue antes Juana de Arco que Descartes.

Sea como fuere, ¿qué aspecto tendría la sociedad tras la abolición de los partidos? Como si quisiera contradecir directamente la conocida definición de Benjamin Disraeli, según la cual los partidos son «opinión organizada», Weil sugiere que los candidatos presentarían sus propias ideas sin ligarse a partido alguno, para, una vez en el parlamento, «asociarse y disociarse entre sí siguiendo el flujo natural y cambiante de las afinidades». Fuera del parlamento, los círculos intelectuales se formarían de manera natural alrededor de las revistas dedicadas a las ideas políticas. Pero el flujo no debe dejar de ser flujo:

Allí donde un círculo de ideas y debate se sienta tentado a cristalizar y crear una pertenencia formal, habría de reprimirse legalmente y castigarse ese intento.

Para Weil, lo importante es que sean las ideas, como expresión de la búsqueda de la verdad, antes que los intereses o las meras intenciones, las que articulen la vida política. Quiere que los miembros de los partidos dejen de comportarse como «sectas de juramentados», por usar la expresión de Rafael Sánchez Ferlosio, no por casualidad otro moralista en materia política.

No es difícil contraponer al utopismo bienintencionado de Weil la cruda realidad del poder y los intereses, la complejidad de una sociedad que necesita de los expertos tanto como de los idealistas, si no más, o apuntar hacia las funciones que eficazmente cumplen los partidos como agregadores de preferencias y reductores de la heterogeneidad social en beneficio de la gobernabilidad y de un orden no por imperfecto menos deseable. Su mayor ingenuidad es creer que la desaparición de los partidos conduciría naturalmente al reino de las ideas; ingenuidad que podría parecernos especialmente llamativa en plena guerra mundial, pero que puede también interpretarse como la lógica reacción ante un conflicto en cuya génesis desempeñaron un papel decisivo los partidos antiliberales de carácter ideológico. En nuestra sociedad de clases medias, los partidos han cambiado, limando en la práctica sus aristas ideológicas, punzantes todavía, sin embargo, en el plano retórico. Más que abolir los partidos, parecería necesario restringir su poder, a fin de que no cubran más campo civil del que resulte necesario, con objeto de que pueda reforzarse una esfera pública donde esa libre asociación de ideas a la que Weil alude pueda hacerse realidad.

Es aquí donde las intuiciones de Weil resultan más valiosas. Aunque su adhesión al imposible lógico que constituye la voluntad general de Rousseau lastra la carga propositiva de su panfleto, la filósofa francesa acierta de pleno cuando denuncia la influencia malsana que el espíritu partidista ejerce sobre la vida pública. Al final de su obra, señala que las instituciones que regulan esta última dan forma a la mentalidad general, y añade:

Progresivamente, la gente ha desarrollado el hábito de pensar, en todos los terrenos, sólo en términos de estar «a favor de» o «en contra de» una opinión, buscando sólo después los argumentos necesarios. Se trata de una exacta trasposición del espíritu partidista.

Más que pensar, tomamos partido. Y esa elección –a favor o en contra– acaba por reemplazar la actividad mental del ciudadano, constituyendo una forma de «lepra intelectual» que, originada en el mundo político, termina por contaminar toda forma de pensamiento. Esta imagen poderosa encierra una considerable cuota de verdad, como un rápido vistazo a los términos del debate público –máxime en la versión sin filtros que nos ofrecen las redes sociales– viene a mostrar. Hay, acaso, avances: la adhesión incondicional a los partidos está reduciéndose, florece el periodismo de datos, el número de voces en el debate público no hace más que crecer. Pero la lepra está lejos de extinguirse y la advertencia de Weil contra ese mal necesario que son los partidos no ha perdido vigencia durante los algo más de setenta años transcurridos desde su publicación. Su voz constituye así un valioso recordatorio del valor informador que sobre nuestras prácticas tienen –o más bien deberían tener– un puñado de principios regulativos. ¡No es poco!

04/02/2015      ARTICULO DE MANUEL ARIAS MALDONADO

1. Peter Sloterdijk, Muerte aparente en el pensar. Sobre la filosofía y la ciencia como ejercicio, trad. de Isidoro Reguera, Madrid, Siruela, 2013. 

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