Opinión

12 PM | 14 Dic

EL ACUERDO DEL CAMBIO CLIMÁTICO

Comparado con lo que podría haber sido, es un milagro. Comparado con lo que debería haber sido, es un desastre.

 

Dentro del estrecho marco en que han tenido lugar las conversaciones, el borrador de acuerdo de las conversaciones sobre cambio climático de las Naciones Unidas en París supone un gran éxito. El alivio y autocongratulación con que se ha recibido el texto final reconoce el fracaso de Copenhague hace seis años, donde los negociaciones se desarrollaron precipitadamente antes de venirse abajo. El acuerdo de París todavía espera su adopción formal, pero su aspiración a un límite de 1.5 grados de calentamiento global, tras el rechazo de esta exigencia durante muchos años, se puede considerar dentro de este marco una resonante victoria. En este aspecto como en otros, el texto final es más contundente de lo previsto por mucha gente.

 

Fuera de ese marco parece otra cosa distinta. Dudo que alguno de los negociadores crean que  no va a haber más allá de un grado centígrado y medio de calentamiento global como resultado de estas conversaciones. Tal como reconoce el preámbulo del acuerdo, hasta 2 grados centígrados,  a la vista de las débiles promesas que los gobiernos llevaron a París, resultan extremadamente ambiciosos. Aunque algunos países han negociado de buena fe, es probable que los verdaderos resultados nos remitan a unos niveles de descomposición climática que resulten peligrosos para todos y mortales para algunos. Nuestro gobierno habla de no cargar de deuda a las generaciones futuras. Pero acaban de acordar que se cargue a nuestros descendientes con un legado bastante más peligroso: el dióxido de carbono producido por la quema continuada de combustibles fósiles y las repercusiones de larga duración que esto tendrá sobre el clima global.

 

Con 2 grados de calentamiento, partes ingentes de la superficie del mundo se volverán más inhabitables. Lo probable es que la gente de estas regiones se enfrente a extremos más desolados: peores sequías en algunas regiones, peores inundaciones en otros, mayores tormentas y graves impactos potenciales en el suministro de alimentos. Las regiones insulares y costeras de numerosas partes del mundo están en peligro de desaparecer bajo las olas.

 

Una combinación de acidificación de los mares, desaparición de los corales y derretimiento del Ártico significa que podría venirse abajo la cadena alimenticia marina en su conjunto. En tierra, puede que los bosques tropicales vayan retrocediendo, los ríos decaigan y los desiertos se extiendan. Es probable que la extinction masiva sea la impronta distintiva de nuestra época. Y esa será la apariencia que tendrá el éxito, tal como lo definen los entusiastas delegados.

 

¿Y el fracaso, aun en los términos establecidos? Bueno, también eso resulta plausible. Mientras que anteriores borradores especificaban fechas y porcentajes, el texto final apunta sólo a “llegar a la cima global de emisiones de gases de invernadero lo antes posible”. Lo que podría significar cualquier cosa y nada.

 

Para ser justos, el fracaso no es cosa de las conversaciones de París sino del conjunto del proceso. El máximo de 1.5 grados centígrados, aspiración y meta improbables hoy, eran perfectamente alcanzables cuando se celebró en Berlín la primera conferencia sobre cambio climático de las Naciones Unidas en 1995. Dos decenios de postergación, causados por el cabildeo – abierto, encubierto y otras veces directamente siniestro – de los grupos de presión de los combustibles fósiles, sumado a la renuencia de los gobiernos a explicar a sus electorados que pensar a corto plazo tiene costes a largo plazo, garantizan que la ventana de oportunidad esté hoy tres cuartos cerrada. Las conversaciones de París son las mejores que hemos tenido. Y esa es una terrible acusación.

 

Por progresista que resulte comparado con todo lo que ha habido antes, nos deja con un acuerdo casi cómicamente disparejo. Mientras que las negociaciones sobre casi todos los demás riesgos tratan de encarar ambos extremos del problema, el proceso del clima de las Naciones Unidas se ha centrado enteramente en el consumo de combustibles fósiles, a la vez que ignora su producción.

 

En París los delegados se han avenido solemnemente a recortar la demanda, pero en su país tratan de maximizar el suministro. El gobierno del Reino Unido se ha impuesto incluso una obligación legal, de acuerdo con la Ley de Infraestructuras de 2015, de “maximizar la recuperación económica” del petróleo y el gas británicos. Extraer combustibles fósiles es la dura realidad. Pero el acuerdo de París está lleno de blandas realidades: promesas que pueden escurrirse o desenmarañarse. Hasta que los gobiernos no se empeñen en mantener los combustibles fósiles en el subsuelo, seguirán minando el acuerdo al que han llegado.

 

Tener a Barack Obama en la Casa Blanca y a un gobierno dirigista supervisando las negociaciones de París, es lo mejor que probablemente se pueda conseguir. Ninguno de los probables sucesores del presidente norteamericano demostrará el mismo compromiso. En países como el Reino Unido, las grandes promesas hechas en el extranjero quedan socavadas por sórdidos reatrincheramientos dentro del país. Pase lo que pase ahora, las generaciones venideras no lo verán con amabilidad.

 

De modo que sí, dejemos que se congratulen los delegados por un acuerdo que es mejor que el que podría haberse esperado. Y atemperémosles con una disculpa a todos aquellos a los que traicionará.

George Monbiot .-es uno de los periodistas medioambientales británicos más consistentes, rigurosos y respetados, autor de libros muy difundidos como The Age of Consent: A Manifesto for a New World Order y Captive State: The Corporate Takeover of Britain, así como de volúmenes de investigación y viajes como Poisoned Arrows, Amazon Watershed y No Man’s Land.

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01 AM | 13 Dic

¿nueva política? o debates falaces

descarga (1)En los debates electorales que están realizándose en España es frecuente que algunos candidatos recurran al artificio de presentarse como la “nueva política” –supues-tamente prístina y beatífica─ frente a la “vieja política”, a la que se intenta caracterizar como un compendio completo de todas las maldades y defectos posibles.

Pero, ¿qué es realmente la “nueva política”? ¿Se puede hablar en las sociedades del siglo XXI de algo similar a una “nueva política” encarnada por unos líderes supuestamente incontaminados de todo vestigio de la política anterior? ¿Acaso los “nuevos” no tienen historia ni referencias?

El recurso a presentarse como algo “nuevo”, frente a lo viejo, lo desfasado y lo caduco, ha sido una moneda de uso corriente en buena parte de las experiencias más aventureristas y peligrosas de la historia política reciente. En no pocas ocasiones lo “nuevo” ha sido la coartada para perpetrar estrategias de carácter personalista y demagógico, sin que se diera la oportunidad a los electores a conocer previamente lo que realmente quería hacerse con esa etiqueta. De ahí, que yo nunca me fiaría de alguien que me dijera: “¡Vóteme a mí que yo soy lo nuevo!”. La cuestión no es si alguien es o no es “nuevo”, sino ¿qué es lo que pretende hacer realmente con nuestros votos?

Por eso, en los debates electorales que están teniendo lugar en España resulta preocupante el simplismo en el que han caído algunos líderes al presentarse como los “nuevos genuinos” (pese a que Sánchez también es un nuevo líder, que yo sepa). Al actuar de esta manera parece que consideran que esta circunstancia les exime de mayores explicaciones y detalles sobre sus propuestas concretas. Y tal como han discurrido algunos de estos debates ya hemos empezado a ver “¡cómo se las gastan los nuevos!” y sus corifeos mediáticos.

La cuestión fundamental, de cara a la clarificación del debate electoral, es ser conscientes de que tanto Iglesias como Rivera tienen su propia historia, sus antecedentes y sus referencias políticas, que les hacen menos “nuevos” de lo que ellos pretenden.

Iglesias Turrión viene del izquierdismo asambleario universitario más rancio y demagógico, ha sido militante de IU –que sepamos─ y sus referencias internacionales más inmediatas son el radicalismo de Syriza y Txipras en Grecia y el populismo de la Venezuela de Maduro y Chávez. Sin duda, dos ejemplos de experiencias “nuevas” auténticamente calamitosas. Después de aplaudir estos dos modelos y de implicarse en ellos, nada hemos oído decir al Sr. Iglesias sobre el enorme fiasco del Gobierno griego de Txipras, ni del despropósito absoluto de la experiencia chavista. De hecho, no se le ha escuchado ni una palabra sobre lo ocurrido en las elecciones venezolanas, ni sobre los encarcelamientos políticos de varios opositores a Maduro.

Por lo tanto, es difícil entender el papanatismo militante de algunos periodistas y terturlianos que alaban continuamente no se sabe exactamente qué.

De Rivera podríamos decir otro tanto. Desde luego, no puede sostenerse que es nuevo quien lleva diez años peleando en el difícil mundo de la vida política catalana. Aunque no solo. Algunos sostienen que sus antecedentes conocidos fueron las Nuevas Generaciones del PP. Lo cual no importaría mucho si sus planteamientos actuales fueran genuinamente diferentes. Pero, ¿cuáles son realmente sus referentes internacionales? ¿Quiénes son los partidos con los que participa en alguna organización internacional? ¿Los conservadores, igual que Rajoy? ¿Los liberales? ¿Los demócrata-cristianos? A veces se escucha decir a Albert Rivera que su modelo es Dinamarca. Pero eso es un país y no un partido. ¿De qué partido danés se considera heredero o imitador? ¿De los partidos conservadores de Dinamarca?

En fin, todo esto resulta muy poco serio. Y creo que los españoles nos mereceríamos más respeto a la hora de que cada cual argumente sus propias posiciones y propuestas políticas.

Y, por cierto, no estaría mal que algunos moderadores de debates fueran más imparciales y objetivos a la hora de distribuir los tiempos de las intervenciones, y que dejaran de mostrar tanta prisa por acallar los argumentos de aquellos candidatos con los que no coinciden. ¡Menudos ejemplos de nueva política!

JOSÉ FELIX TEZANOS

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12 PM | 06 Nov

¿PODEMOS ENTENDERNOS CON LOS NACIONALISTAS?

NACIONALISTAS CATALANESPor lo menos una vez al mes asoma algún artículo editorial reclamando diálogo con el nacionalismo. Aunque no ignoro que el género, piadoso de por sí, resulta propicio a conjurar los problemas con buenos deseos, como devoto defensor de la democracia deliberativa, siempre me precipito ilusionado a su lectura esperando un argumento para sostener la confianza. Y siempre acabo decepcionado.

La dificultad es insuperable: el nacionalismo se levanta sobre la negación de la posibilidad del debate. Por dos razones. La primera es deudora de su apelación a una identidad propia, imprescindible para enmarcar un “nosotros, somos distintos” y concluir que “no podemos estar juntos”. En su versión más radical, la más coherente, apela a una supuesta concepción del mundo, común a los nacionales, ininteligible para los demás. Con la claridad del fanático lo precisaba hace más de 100 años Heinrich von Treischke: “Diferencias en las lenguas inevitablemente implican diferentes miradas del mundo”. La misma convicción que transmiten las recientes palabras de Fontana: “No entienden que los otros hablen distinto, que sean distintos. Han sido educados para no entender”.

Durante un tiempo la tesis alcanzó cierto vuelo académico de mano de la llamada hipótesis Sapir-Whorf, según la cual las diferentes lenguas ordenan conceptualmente de manera diferente la realidad, algo que afectaría a cómo las personas experimentan y conocen la realidad. Cada cual en su mundo, cada pueblo en su frontera. En palabras de Junqueras, glosando a Herder: “La identidad colectiva o nacional de un pueblo (Volk) se expresa a través de la lengua (…) la lengua (que) puede unir a los hombres, también tiene capacidad de diferenciarlos”.

La tesis apuntala el andamiaje nacionalista de dos maneras. Por una parte, justificaría políticas conservacionistas entregadas a recuperar o recrear a hablantes que pudieron existir: la pérdida de una lengua equivaldría a la pérdida de una cultura. Por otra, cimentaría el proyecto: una lengua proporcionaría un mundo compartido de experiencias, una identidad colectiva, base de una nación que, a su vez, constituiría una unidad legítima de soberanía.

La realidad y la reflexión han mostrado la fragilidad de tales argumentos y propuestas. Recrear hablantes de poco sirve para conservar culturas o lenguas en extinción. Si preservar las culturas requiere preservar las lenguas en las que se expresan, el objetivo es un imposible: no hay manera de preservar —y sería lo obligado, la única manera de honrar consecuentemente el principio— todas las culturas. Habida cuenta de que para sobrevivir una lengua requiere un mínimo de hablantes, unos 200.000, cuando coexisten varias en un territorio compartido, como sucede en buena parte del mundo, la supervivencia de unas requiere la desaparición de otras. En realidad, la conservación —no su uso— resultaría imposible sin una investigación y una tecnología extrañas a las culturas en riesgo. La preservación es cosa de la ciencia y la ciencia se escribe en inglés. En la Red hay páginas (Digital Himalayas, Arctic Languages, Vitality Enduring Voices) dedicadas a “mantener” lenguas regionales, incluso “lenguas individuales”, si es que el sintagma significa algo. La lengua Miami, sin hablantes desde 1960, se conserva —y enseña— en la Universidad de Miami (Ohio). Se enseña como se enseñan las pirámides, sin aspirar a levantarlas otra vez.

Por su parte, la fundamentación de la nación resulta endeble en cada uno de sus eslabones: por poner un ejemplo, la mayor parte de los vascos, que no hablan euskera, carecerían de identidad vasca. Sea lo que sea la identidad tiene bastante más que ver con la condición sexual, la clase social o la religión que con la lengua. Y, por supuesto, una identidad colectiva, si es que el concepto tiene sentido, no justifica, sin más, la soberanía, la condición de sujeto de decisión independiente.

El relativismo lingüístico de Sapir-Whorf quedó desprestigiado hace ya mucho tiempo a la vista de sus discutibles avales experimentales (manipulados en origen) y de la exploración analítica (sobre la categorización por parte de individuos sin lenguaje: bebes, chimpancés, etcétera). Las cautas recuperaciones de la tesis (Everett, Deutscher), que admiten el carácter inconcluyente de sus conjeturas, acuden a circunstancias excepcionales de aislamiento y a ámbitos limitados de experiencia: los indios Pirahã con dificultades para ciertas abstracciones y cuya lengua carece de números, colores, tiempos verbales y oraciones subordinadas; los hablantes de lengua guugu yimithirr instalados con naturalidad en los puntos cardinales (Norte, Sur,…) y con problemas para desenvolverse en coordenadas egócentricas (derecha/izquierda, delante/detrás). Pero incluso esas versiones tibias han mostrado su debilidad (J. McWhorter: The Language Hoax). En realidad, no hace falta entrar en tantas profundidades. Cualquier usuario de Facebook sabe que aunque no disponemos, como los cheroquis, de una palabra para designar la emoción experimentada ante un tierno gatito, estamos perfectamente capacitados para padecer esa emoció

En todo caso, con independencia de la calidad menesterosa de los argumentos, lo indiscutible es el punto de partida, ese “no nos entendemos” como principio fundante que se convierte en ideal regulador: aspiramos a no entendernos. Mejor dicho: los nacionalistas aspiramos a que los catalanes no se entiendan con sus conciudadanos. Los nacionalistas, hay que repetir, que no hay día que no se confunda lo antagónico: nacionalistas y ciudadanos (catalanes).

La otra negación nacionalista del debate resulta menos rebuscada. La condensa una indecente pregunta que hemos aceptado como legítima: ¿sale a cuenta permanecer en España? Hay razones para contestarla afirmativamente, pero las hay, más poderosas, para negar su calidad democrática. No ya por inconsecuente, porque a continuación no se pregunta si a los barceloneses nos conviene permanecer en Cataluña o en tratos con la pobre comarca del Prioritat o, entrando en detalle, por si deberíamos expulsar a marginados o discapacitados, sino por algo más fundamental, porque instalarnos en esa pregunta equivale a negar el debate de ideas, la política en su mejor sentido, a abandonar la aspiración a tasar principios y propuestas según baremos comúnmente aceptados de justicia, bienestar, interés general o racionalidad. Sencillamente, los nacionalistas no se sienten obligados a dar razones aceptables para sus conciudadanos. En menos palabras, los demás les importamos una higa.

Quizá de ese desprecio a la posibilidad de razonar arranque la insufrible cháchara de la conllevancia. No lo descarto. Les confieso que cada vez me cuesta creer en que, por detrás de las reiteradas invocaciones a la bendita fórmula, sean solo resultado de candidez. Cuando los errores se repiten una y otra vez empiezan a ser sospechosos de deshonestidad, de pereza mental y, me temo, de mala fe. En todo caso, bueno es saber que es ajena al debate democrático. Por no perder el tiempo con los artículos editoriales.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.

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01 PM | 19 Sep

TRILEROS

No se lo ttrilerosomen en serio. Es una farsa cuyo único resultado será el de romper una sociedad para seguir alimentando a la casta política y aledaños, que llevan manejando este país desde el día aquel que un individuo gritó desde el balcón de la Generalitat : “En adelante, de ética y moral hablaremos nosotros”. Es decir, él. Y añadió: “no lo dudéis, el de hoy es un acto histórico”. Y vaya si lo fue, mientras las masas arrogantes y ensoberbecidas en su ceguera fascistoide, jaleaban “¡Pujol president! ¡Catalunya independent!”. Sucedió un miércoles, 30 de mayo de 1984. La familia que roba unida permanece unida.

Han pasado treinta años de aquello que inició el llamado oasis con abrevadero. “¿Papá, tú estuviste en la plaza Sant Jaume aquella inefable tarde? ¿Llevabas la cartilla de ahorros de Banca Catalana? ¿Y prometiste que aún aumentarías tus ingresos ante aquel rey del cinismo y la doblez? Pues si es así, papá, mejor que metas la papeleta de los tuyos en el lugar obligado de los idiotas, el culo”.

Ríanse, ríanse, que en el festival de la estupidez aún hay espectáculo para rato. Porque no estamos en manos de un loco y un par de bobos, sino de gente aviesa que no sólo nos ha llevado la cartera sino que nos quieren garantizar seguir haciéndolo por mor de la patria de la estafa que ellos representan. A cantar todos, mientras reímos: ¡qué gran inversión la de embargar las sedes de Convergència!

¿Se han dado cuenta que si leen los discursos transcritos por los medios de comunicación autóctonos, incluida TV3%, no hay nadie tan agudo, sensible, tierno, corazón de oro –de oro de verdad y de muchos quilates– como ese hombre que el destino nos legó bajo el imperativo de heredar el poder de la familia más tramposa que conoció la Catalunya reciente? Que un hijo se aprovechara, en fin, está en las inclinaciones de todo clan. ¡Pero todos, empezando por la primera dama, la floristera, “és massa”! Ríanse, ríanse, que esto aún va a dar mucho juego. Todo el mundo habla de nosotros, hasta Obama, dice orgiásticamente el hombre de la mandíbula de hierro. O César o nada.

Él no será nada, pero nos dejará una sociedad abierta en canal. Porque la capacidad del político en el que se dan las mismas cantidades de ambición que de descaro, rodeado de una troupe de aduladores de seminario, los destrozos que causa el naufragio son irreparables durante décadas. El acoso real a los disidentes empieza a adoptar en Catalunya esa fórmula que la dictadura cubana denomina, con desfachatez, “actos de repulsa”. No hay violencia física, basta con el aislamiento, el insulto y la amenaza. Los periodistas tenemos una responsabilidad silenciándolos, porque pronto seremos nosotros las víctimas en esta sociedad cada día más dividida y con unos niveles de agresividad que no se detectarán en los barrios altos pero sí en aquellos donde pasar de la extrema izquierda a la extrema derecha consiste en una leve evaluación de intereses. Estamos alimentando el huevo de la serpiente, algo insólito desde hace más de medio siglo en Catalunya. Y por supuesto, la culpa es del otro, del que no se adapta a “nuestro natural patriotismo, pacífico y conciliador”.

No creo que en la historia de la democracia en el mundo haya un precedente como el de las elecciones autonómicas del 27-S. Se lo cuento para que se enteren, porque yo, que soy paciente y masoquista lector de periódicos, no he conseguido hasta ahora nadie que me lo explicara. Convocan elecciones autonómicas, que aseguran van a ser plebiscitarias, y lo hacen empezando la campaña en el día que el patriotismo de cartón piedra festeja, el 11 de septiembre, a uno de los cobardes más notables de la Catalunya contemporánea, Rafael Casanova. Ya me gustaría a mí saber cuándo se enteró Arturo Mas, aquel chico que jamás en su vida se “metió en líos”, de quién era el tal Casanova. Su padre no debió de ser, porque él sí estaba metido en líos muy beneficiosos para su pecunio.

Convoca elecciones en una fecha que no sólo favorece sus intereses sino que rompe con una tradición de la que el president Mas no tiene ni idea. (Mandíbula de cemento armado, acaba de publicar con su firma, un artículo en Libération de París, evocando al presidente fusilado, Lluís Companys. ¿Quién habrá sido el amanuense que lo redactó? ¡Qué carajo sabe Mas de Companys y de la historia de Catalunya, de la que ha estado ausente hasta que le dieron la oportunidad de hacerse un nombre y una fortuna! ) Y por si fuera poco, las votaciones del 27-S coincidirán con “un puente” en Barcelona, el de la Mercè, que llevará a la parte más reacia a su espectáculo, la metropolitana, a desdeñar este juego de trileros, chapitas y bolitas de papel.

Lo normal es que el candidato que quiere ser presidente encabece la lista de su partido y más aún si se trata del presidente de la Generalitat. Pues no, mire usted por donde el desprestigio, las implicaciones judiciales de él y de su familia, y su falta de vergüenza reiterada, obligan a encontrar unos colchones que alivien la caída y que cubran esa parte grosera de su política: la de ejercer de Rajoy en Catalunya y además capitanear el partido más corrupto de la política española, en franca competición con los populares. Fíjense en el detalle: el president de la Generalitat, que aspira a seguir en el cargo, se coloca a resguardo, en el puesto número 4. Algo inédito, porque no se trata de una coalición ni nada que se le parezca sino de un contubernio entre tres trepas y un avispado logrero de la política.

Y como hicieron tamaña operación sin que la opinión pública catalana dijera ni pío –la opinión pública catalana desde que se retrató en el Palau de la eminente familia Millet está un tanto de capa caída y se limita a la conspiración gastronómica; es decir, comer bien sin decirlo a quién–. Pues fue muy fácil, primero buscaron a un izquierdista de “familia bona”. Aquí los exjóvenes izquierdistas son como las setas, surgen apenas deja de llover. No conozco otro lugar donde las convicciones de los radicales de izquierda puedan cambiar gracias a un teléfono. Sugiero que el próximo ensayo de hombre tan experimentado como Xavier Rubert de Ventós debería orientarse hacia el valor de la llamada telefónica en el sistema de principios de la intelectualidad catalana. Como Gila: “¿Es el enemigo? Necesitamos que nos ayuden prestándonos a alguno de los suyos, porque andamos muy mal de personal leído”. Ocurrió con Ferran Mascarell, procedente de la fecunda cantera de oportunistas que fue el PSUC, rama Bandera Roja, ¿ya saben?, los que eran partidarios de la lucha armada y barrer a los reformistas. Iba para candidato a alcalde socialista y una oportuna llamada del presidente Mas lo convirtió en fidelísimo convergente. Lo más posmoderno de la política catalana consiste en ser compañero de viaje en clase preferente.

Esta vez se obró el milagro con un eurodiputado de Iniciativa, Raül Romeva, del que ni siquiera los suyos tenían en valor. Se repitió la llamada de Gila y allá se fue. La oportunidad de su vida. Imagínense el juego de trileros. Usted ve como la bolita de papel entra en la chapa de Romeva, o de las responsables históricas independientes de las organizaciones más dependientes de Catalunya, Òmnium Cultural y ANC. Y mientras usted contempla perplejo las tres chapitas, el experto le dice que el papelito está en otro sitio, en el dominio del president, organizador de la timba, que al ser el cuarto no tiene chapa. Cualquier votante a esto lo llamaría una estafa. Aquí los plumillas de postín mediático lo denominan “suma de voluntades soberanistas”. Con un pacto secreto, sobre el que nadie, en nuestros medios de abrevadero, ha exigido una explicación.

No estamos al borde del abismo, estamos en el límite de la estupidez. Bastaría con escuchar al de la primera chapa, Raül Romeva: “Catalunya será el principal aliado que tendrá España en el mundo”. ¡Bravo! Como el más clásico de los pasodobles taurinos, “En er mundo”.

gregorio moran en la vanguardia del día 19 de septiembre 2015

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05 PM | 16 Ago

CON LA MANO EN EL CORAZON

xavier rubertEsto no es un artículo ad hominem. Un artículo ad hominem no está escrito para atacar un argumento sino a una persona, y no hay nada más vil que eso. Pero, quizá porque la mala fe podría interpretarlo como un artículo ad hominem, yo he tardado casi tres años en resolverme a escribirlo. Me disculpo: fue un paréntesis pusilánime.

La historia que contaré es doble. Yo sitúo la primera parte hacia la segunda mitad de 1979, todavía durante la Transición. Antes de continuar debo decir que en política casi siempre he sido lo peor que se puede ser, lo más soso y aburrido –un maldito socialdemócrata, un puñetero liberal de izquierdas–, pero por entonces, con 17 años, iba de ácrata, revolucionario y contracultural. Aquella tarde asistí a una conferencia de Xavier Rubert de Ventós en Girona. Aunque a esa edad yo sólo había leído, de sus escritos, El arte ensimismado y artículos sueltos aquí y allá, Rubert ya era para mí una rock-star del pensamiento (ahora recuerdo que, de camino hacia el evento, le vi a través de la puerta del bar Los Claveles, y me quedé un rato allí, al acecho, mirándole comerse unos calamares a la romana).

Rubert vino a decir que la política no debe ser épica ni sentimental sino aburrida y sosa

La conferencia no me decepcionó. El filósofo habló de política y, 35 años después de escucharle, aún puedo reproducir, si no sus palabras, sí el sentido de sus palabras. Rubert vino a decir, con su estilo nervioso, irónico y provocador, que, en democracia, la política no debe ser épica ni sentimental sino aburrida y sosa, que hay que dejar la épica y los sentimientos para el arte y la vida privada, que la política es prosa y no poesía, que la tarea del político no consiste en intentar traer el cielo a la tierra sino sólo en mejorar la tierra –en esa humildad estriba su grandeza–, que el político no debe prometer la felicidad: debe conformarse con facilitar las condiciones para que cada uno la busque por su cuenta.

Cuando Rubert terminó de hablar, se hizo un silencio pétreo en la sala; lo rompió el escritor Antoni Puigvert –entonces, me temo, un muchacho casi tan ingenuo como yo–, quien lamentó, desolado, que Rubert quisiera arrebatarle la emoción a la política, dejarnos a todos sin utopía. “Mira, chaval”, vino a responderle Rubert, “a mí lo que me emociona es ver al alcalde de Barcelona peleándose para que todas las viejecitas de la ciudad puedan usar a un precio ridículo el transporte público. Eso es la política”. La verdad: salí eufórico, despreciando las abstracciones sentimentales y narcisistas y convencido de la sensatez heroica del empeño en mejorar la vida minúscula de gente concreta.

Esa es la primera parte de la historia; la segunda ocurrió hace poco, en septiembre de 2012, justo al inicio del llamado proceso soberanista catalán, cuando un grupo de independentistas organizó frente al palacio de la Generalitat un acto de adhesión a Artur Mas a su vuelta de una reunión fracasada con Rajoy y antes de que convocase las elecciones que debían conducirnos al firmamento de la independencia. Para entonces, tras algunos vaivenes políticos, Rubert era ya el principal teórico del independentismo, un independentismo en teoría laico y práctico, desprovisto de la ganga romántica y sentimental del viejo nacionalismo. Digo en teoría porque, según recogieron muchas televisiones, allí estaba Rubert aquel día, en primera fila, rodeado de cortesanos, con la mano en el corazón, con una sonrisa de emocionada gratitud y casi con lágrimas en los ojos, después de cantar Els segadors, mientras todos aplaudían al líder carismático.

Fue un día tristísimo. Durante años he pensado que lo fue porque estaba viendo a una rock-star de mi adolescencia incurriendo en el mismo error del que él nos había librado cuando era joven y estaba lleno de inteligencia y vitalidad; ahora sé que no es así: ahora sé que estaba triste por mí, por la gente de mi quinta, porque comprendí que ahora nos iba a tocar a nosotros explicarles a los chavales la verdad –que el cielo no existe, que las utopías siempre traen el infierno, que la política es prosa y no poesía, razón y no sentimiento, que lo esencial no son los grandes ideales sino la minúscula gente concreta–, y sobre todo estaba triste porque comprendí que, por mucho que nos esforzásemos, ninguno de nosotros sería capaz de explicarlo mejor de lo que 35 años atrás lo explicaba Rubert.

ARTICULO DE JAVIER CERCAS EN EL PAIS SEMANAL 16-8-20015

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