Opinión

08 PM | 01 Dic

LAZOS CATALANES

                ANTONIO MUÑOZ MOLINA

 EN LA FOTO:Josep Vergés, Carlos Sentís, Josep Pla y Jaume Vicens Vives, fotografiados en la redacción de la revista ‘Destino’.

Ahora que parecemos instalados  alados sin remedio en las abstracciones compactas y arrojadizas —Cataluña, España— quizás estará bien que los que conocimos otros tiempos, quienes nos hemos beneficiado, a un lado y a otro de lo que parece una divisoria infranqueable, de cauces más fluidos, recordemos algunas cosas que ahora prefieren olvidarse, episodios de un pasado común que no encajan en las políticas oficiales de la memoria, o que simplemente se pierden por la erosión constante de lo que sucedió casi ayer mismo. Cada vez estoy más convencido de la justeza del mandato contenido en aquel verso de Luis Cernuda: Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Porque la manipulación política se sustenta muchas veces en la manipulación del pasado, es importante que los que han vivido una época se esfuercen en recordar y en contar cómo fue. Y lo es también porque sólo el conocimiento veraz del pasado permite calibrar lo que se ha ganado y lo que se ha perdido con el paso del tiempo, y constatar que lo ahora obvio tal vez era inimaginable sólo unas décadas atrás, y que las cosas, para bien o para mal, no tenían que haber sucedido como sucedieron.

Yo me acuerdo ahora de la presencia inmensa que tenía Cataluña en la cultura española de la resistencia antifranquista, y de los lazos tan estrechos que nos conectaban, en cualquier ámbito de nuestra formación y de nuestra conciencia política. Aquel fermento común estalló gozosamente con el final de la dictadura y fue determinante en la atmósfera cultural de al menos la primera década de la democracia. Pero el germen venía de mucho antes, de aquellas viejas conexiones vanguardistas de los años veinte, cuando Lorca exponía sus dibujos en una galería de Barcelona y Dalí se educaba a su lado y al de Luis Buñuel en la Residencia de Estudiantes. En 1935, estrenando Yerma en Barcelona casi con más éxito que en cualquier otra parte, García Lorca escribía a su familia conmovido por el entusiasmo con que lo había recibido un público multitudinario y generoso, que reconocía en aquel drama, tan atacado por la derecha más oscurantista, una ambición de belleza y de justicia social. Conviene recordar, por si los esencialistas de lo catalán o de lo andaluz prefieren olvidarlo, que fue la catalana Margarita Xirgu la que reveló la universalidad de los dramas andaluces de García Lorca, y la que después de su asesinato y de la Guerra Civil estrenó La casa de Bernarda Alba y continuó difundiendo su teatro en el exilio. El catalán Felip Pedrell fue el maestro del gaditano Manuel de Falla. Algunas de las mejores grabaciones contemporáneas de Falla las hizo la orquesta de cámara del Teatre Lliure.

 

Igual que fue el exfalangista y excantor desengañado de la España imperial Dionisio Ridruejo quien, desterrado en Sitges en los años cincuenta, tradujo al castellano algunos de los libros de Josep Pla que una generación más tarde fueron tesoros para quienes queríamos aprender a escribir mirando las cosas con el grado justo de curiosidad y escepticismo, observando y anotando la vida casi al mismo tiempo que sucedía delante de nosotros. A Pla y a Cunqueiro los empezamos a leer en el semanario Destino, que se publicaba en Barcelona y que había sido fundado en Salamanca durante la Guerra Civil por catalanes que estuvieron del lado de Franco. Nos gustaba la revista Destino porque en ella escribía también sus crónicas de erudición sorprendente y amena Néstor Luján, pero más todavía nos gustaba el tacto y la tipografía de los libros de la editorial Destino, a través de la cual nos llegaban inesperados autores internacionales, y en la que nos acostumbramos a leer las novelas de Miguel Delibes. En la misma editorial publicaban el gallego Cunqueiro, el castellano Delibes, el catalán Pla. La primera novela de verdad importante, a mi juicio, de la posguerra española, Nada, de Carmen Laforet, ganó en Barcelona el Premio Nadal y la publicó Destino.

Eran caminos de ida y vuelta: en los primeros cincuenta el madrileño naturalizado americano Jaime Salinas se instaló en Barcelona y emprendió junto a Carlos Barral un proyecto editorial que está en el origen de la gran renovación de la literatura y la lectura en lengua castellana, tanto en España como en América Latina. Desde la mitad de los sesenta escritores jóvenes tan estéticamente radicales como Pere Gimferrer y Terenci Moix mezclaban a su manera una tradición literaria erudita y múltiple: el cine americano, la nouvelle vague francesa, la copla española, Rimbaud, Rubén Darío, Vicente Aleixandre. Esa desenvoltura pop, ese desgarro mestizo y popular era una parte de lo que tanto nos atraía en el Manuel Vázquez Montalbán de Crónica sentimental de España o las primeras entregas del detective Carvalho, en las novelas fulgurantes de Juan Marsé, que estaban escritas en un castellano fronterizo, empapado de catalán, la herramienta justa para dar cuenta de aquellos mundos de frontera en los que vivían sus personajes, fronteras de barrio, de clase, de idioma.

Las canciones en catalán nos emocionaban tanto como las canciones en inglés, y también tenían una cualidad de himnos. Ahora parece que decir españoles o decir catalanes es como nombrar a las hinchadas hostiles de dos equipos de fútbol, pero hubo una época en la que la reivindicación del catalán y del estatuto de autonomía para Cataluña formaban parte de un mismo proyecto progresista. El público que llenaba en Madrid o Granada los conciertos de Lluís Llach en los años setenta era tan fervoroso como el que había aclamado a Lorca en Barcelona. Mucho antes de que se hicieran habituales las banderas andaluzas ya se agitaban en aquellos teatros banderas catalanas y pancartas idénticas a las de Barcelona: “Libertad”, “Amnistía”, “Estatuto de autonomía”.

No aspiro a desmentir, ni siquiera a compensar, una sensación de lejanía y agravio que se ha fomentado mucho desde los extremos de nuestra vida política, y que probablemente es irreversible. Tan sólo me parece útil recordar que las cosas fueron mucho más complejas, y también más prometedoras, y que aquellos lazos tan estrechos nos alimentaron a todos, más allá de esa lógica binaria del expolio y el chantaje que ahora tristemente se ha impuesto. Los discos de Lluís Llach o de Raimon o de Pi de la Serra o de aquel angélico Jaume Sisa de Qualsevol nit pot sortir el sol se vendían en(toda)España lo mismo que en Cataluña. Y era también en toda España donde encontraba un público entregado el gran teatro independiente catalán.

Empecé a leer con tebeos editados en Barcelona y cuando me hice escritor tuve la rara suerte de que se me cumpliera literalmente un sueño y empecé a publicar novelas en la misma editorial catalana en la que leyendo a Juan Marsé y a Vargas Llosa me había educado como novelista. Con diez años leía tebeos de Bruguera y con veintitantos años leía a Onetti y a John Cheever en ediciones de Bruguera. Que la capital de la cultura en catalán sea también la capital de la edición en español es una hermosa paradoja de la que todos podemos extraer interesantes conclusiones.

Afirmarse negando parece un signo de los tiempos, muy arraigado además en la inhóspita vida política española, pero es posible que al negar al otro uno se esté despojando de una parte crucial de sí mismo.

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09 PM | 19 Nov

COL-ECTIU WILSON

 

 

 

 Xavier Sala i Martín en La Vanguardia

 

 

Qué pasaría si un extraterrestre interesado en llevar la democracia a su planeta se nos presentara en el salón y nos preguntara cómo tomamos decisiones colectivas los terrícolas? Seguramente le explicaríamos que, para elegir a nuestros gobernantes, votamos; que para aprobar nuestras leyes, votamos; que para decidir cómo se gasta el dinero público, votamos, y que para fijar los impuestos, votamos. Si, de repente, el caballero galáctico se parara delante de un mapa del mundo y nos dijera: “Supongo que para cambiar las fronteras que aparecen en este mapa, también votáis, ¿no?”. Nosotros, avergonzados, deberíamos responder: “¡No, las fronteras sólo se pueden cambiar a bofetadas!”. Ante esta esperpéntica revelación, el pobre señor se quedaría de color verde (si es que ese no era su color original) y saldría corriendo, exclamando que somos unos bárbaros.

Así empezaba un artículo que escribí aquí hace ya más de diez años. Reproduzco el párrafo porque no ha cambiado nada. Como seres humanos civilizados, deberíamos seguir sintiendo vergüenza de que, en pleno siglo XXI, las naciones del planeta Tierra siguen aceptando “las bofetadas” como método de dibujar fronteras: si una nación gana su independencia a través de una guerra, no tarda mucho en ser aceptada por la comunidad internacional y en tener un sillón en la ONU. Pero si intenta conseguir su emancipación a través de los votos, se le pega con la Constitución en la cabeza.

 

El debate sobre el derecho a decidir las fronteras ha entrado con fuerza en Catalunya a raíz de la masiva manifestación del Onze de Setembre en Barcelona. La manifestación llevó a ArturMas y a su partido a abandonar su tradicional intento de encajar Catalunya en España y a pasar a defender el derecho a decidir. Al ser CiU una coalición mayoritaria en Catalunya, su cambio de chip dejó sin validez el españolísimo argumento de que “una cosa son las manifestaciones y otra muy distinta son los votos y, si no, mirad que ¡los independentistas sólo tienen 14 escaños en el Parlament de Catalunya!”. Con el cambio de CiU, de la noche a la mañana, no tenían 14 sino 78. Al sumarse a esa mayoría los dirigentes de ICV, los independentistas pasaban a tener unas dos terceras partes del Parlament. Y todos esos parlamentarios pedían una cosa natural, simple y democrática: poder votar.

Como era previsible, la reacción del nacionalismo español (el de derechas y el de izquierdas) ha sido visceral. Como el marido que considera que la esposa es de su propiedad y no tiene derecho a marcharse sin su permiso, el españolismo rancio enarboló el libro gordo y dijo que para poder votar se tendría que cambiar la Constitución. Y, claro, como para cambiar esa Constitución hacen falta sus votos, el argumento constitucional equivalía a negar el derecho de los catalanes a votar sobre su futuro.

El problema para el españolismo es que decir que “el libro sagrado de la democracia prohíbe votar” es un poco esquizofrénico. Al fin y al cabo, la democracia consiste en votar. Y así lo han reconocido rápidamente otras democracias como la británica cuando el pueblo de Escocia ha pedido lo mismo. Por eso los nacionalistas españoles no han tardado en adoptar otra estrategia: intentar evitar que el referéndum se lleve a cabo, pero no a golpes de Constitución, sino a base de atemorizar a los catalanes. Si nos explican a los pobres catalanes todas las calamidades que nos ocurrirán si nos vamos, nosotros mismos dejaremos de querer votar y ellos se ahorrarán el tener que prohibir una votación democrática. Y con ese objetivo se han dedicado a intoxicar y a mentir con un descaro escalofriante: que si los jubilados no van a cobrar pensiones, que si nos quedamos fuera de Europa por los siglos de los siglos, que si el PIB catalán caerá un 19%, que si los títulos universitarios dejarán de tener validez, que si se prohibirán los apellidos españoles…

Algunos de esos augurios son tan extravagantes que incluso hacen gracia. A mí, particularmente, me parece cómico y a la vez freudianamente revelador que los que ahora dicen que se prohibirán los apellidos catalanes sean los mismos que me obligaron a llamarme Francisco Javier hasta los 15 años. Otras de las predicciones catastrofistas (como el impago de las pensiones) son puras invenciones fruto de la mala fe y otras (como la caída del PIB en un 19%) están basadas en supuestas teorías económicas que no aguantan el más mínimo escrutinio intelectual.

Con el objetivo de impedir que esas distorsiones impidan que los catalanes puedan ejercer libre e informadamente el derecho a decidir, un grupo de seis académicos hemos formado el Col·lectiu Wilson (el nombre honora a Woodrow Wilson, premio Nobel de la Paz y uno de los grandes defensores del derecho a la autodeterminación). Lo formamos Pol Antràs (doctor por el MIT y catedrático de Harvard), Carles Boix (doctor por Harvard y catedrático de Princeton), Jordi Galí (doctor por el MIT y director del CREI), Gerard Padró i Miquel (doctor por el MIT y catedrático de la London School of Economics), Jaume Ventura (doctor por Harvard e investigador del CREI) y un servidor.

Los miembros del Col·lectiu Wilson creemos que votar para decidir el futuro es un derecho inalienable e incuestionable de todos los pueblos… y eso incluye al catalán. Pero para poder ejercer ese derecho es imprescindible que los ciudadanos tengan la información más verídica posible. Contribuir con rigor a aportar esa información es lo que haremos, a partir de hoy, los miembros del Col·lectiu Wilson.

Xavier Sala i Martín, Columbia University y Col·lectiu Wilson.

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03 PM | 07 Nov

SENTENCIA DE MUERTE EN 16 VERSOS

Por Juan Forn

Todo empezó con aquella foto de Stalin mostrando su amor por la lectura, una sesión de rutina con el retratista Nappelbaum que pasó insólitamente todos los filtros y, cuando estuvo colgada en cada aula soviética, desató risas por lo bajo: el Gran Educador necesitaba seguir con el dedo las líneas que leía. El poeta Ossip Mandelstam dio entonces su famoso paso en falso. Compuso un epigrama que recitó en una reunión de amigos, para espanto de Boris Pasternak, que le dijo: “Eso no es un poema. Es un acto suicida, una sentencia de muerte en dieciséis versos. Tú no me has recitado nada y ese poema no existe”. El poema en cuestión era el “Epigrama contra Stalin” (“Tus bigotes de cucaracha, tus dedos como gordos gusanos”) y, aunque el propio Mandelstam reconocería que eran versos facilones comparados con su excelso promedio habitual, no pudo resistir la tentación de recitarlos de nuevo en los días siguientes, hasta que alguien le fue con el cuento a Stalin y, en medio de la noche, se presentaron tres agentes del NKVD en su departamento.

Se tomaron su tiempo para revisarle todos los papeles. Anna Ajmátova estaba ahí, junto a Mandelstam y su esposa Nadezda. Había ido de visita sin avisar y sus anfitriones no tenían nada que ofrecerle. Con unos pocos kopeks en el bolsillo, Mandelstam bajó a conseguir algo y sólo logró agenciarse un huevo duro, que seguía sobre la mesa cuando los agentes del NKVD dieron por terminada su búsqueda cerca del amanecer, sin haber hallado el epigrama (Mandelstam había tenido al menos la prevención de no ponerlo por escrito), y se llevaron el poeta a la Lubianka. Ajmátova puso en su mano aquel huevo duro cuando se despidió de él. Dice la leyenda que lo quebraron sin tortura física (“Usted mismo ha reconocido que es bueno para un poeta experimentar el miedo. Se lo haremos experimentar con plenitud”). Dice la leyenda que fue el propio Mandelstam quien les dio de puño y letra la única transcripción que lograron tener del poema.

 

En el ínterin, Bujarin había intercedido ante Stalin (“Hay que ser cautelosos con los poetas; la historia está siempre de su lado”) y tiene lugar la famosa llamada telefónica nocturna de Stalin a Pasternak. El Padrecito de los Pueblos le pregunta a quemarropa a Pasternak si Mandelstam muestra o no maestría en el poema en cuestión. Ese no es el punto, dice Pasternak. Cuál es el punto entonces, pregunta Stalin. Estamos hablando de la vida y de la muerte, dice Pasternak. Stalin le contesta con sorna que él hubiera sabido defender mejor a un amigo y cuelga. Pero la sentencia fue “vegetariana”, para los tiempos que corrían: tres años de destierro, primero en Cherdyn y luego en Voronezh. La orden de Stalin había sido: “Aísleselo pero presérveselo”. Nadezda recibió permiso para acompañar a su marido y lo alojaron en un pequeño dispensario rural (un médico, una enfermera) donde el desterrado intentó suicidarse tirándose por la ventana de un segundo piso. Oía voces, creía que Ajmátova había sido arrestada por su testimonio, no lograba recordar qué había confesado, a cuántos había incriminado. Después pasó a creer que aquella caída del segundo piso le había devuelto la cordura (“Me quebré un brazo y recuperé la razón”).

Mandelstam escribió entonces su “Oda a Stalin”. La leyenda se bifurca en este punto: hay quienes creen que lo hizo para congraciarse con el tirano y hay quienes dicen que Stalin se lo ordenó. Joseph Brodsky dice que da igual: lo que importa es el desequilibrio inquietante de esos versos, que los censores no supieron cómo tomar (“Si me despojan del derecho a respirar y a abrir las puertas / Si me tratan como un animal y me dan de comer en el suelo / Yo anudaré diez cabellos en mi voz y en la profunda noche / Susurrará Lenin en medio de la tormenta / Y en la tierra que huye de la putrefacción / Stalin despertará la razón y la vida”). Esa es la función de la poesía, según Brodsky: moverle el piso a quien lee. Eso pasó con los censores, que terminaron pidiendo a la todopoderosa NKVD “una solución al caso Mandelstam”. La solución fue expeditiva: cinco años de condena en Siberia.

No llegaron a ser ni seis meses. Cuenta Varlam Shalamov en los Relatos de Kolymá: “Sus compañeros de barraca ocultaron su muerte dos días para quedarse con su ración de pan, de modo que sepan los futuros biógrafos que el poeta murió dos días antes de su muerte”. En su libro Contra toda esperanza, Nadezda Mandelstam cuenta que a su marido le gustaba repetir en el destierro dos frases que ella detestaba por igual. Una decía: “No hay que quejarse; vivimos en el único país que respeta la poesía; matan por ella”. La otra era: “La muerte de un artista no es su fin sino su último acto creador”. Más de medio siglo después, cuando aquella hoja redactada en letra temblorosa por Mandelstam fue exhumada de los archivos de la KGB, se descubrió que la memoria colectiva había ido deformando para mejor el epigrama, año a año, a medida que pasaba de boca en boca, para preservarlo del olvido.

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09 PM | 23 Oct

EL DESPRECIO DE LOS POLÍTICOS

                                                                                      GERMAN CANO

Resulta una obviedad afirmar que el desprecio de los políticos sirve de termómetro privilegiado para medir la temperatura de nuestra crisis. Aunque en los últimos sondeos del CIS, tras el paro y los problemas económicos, la clase política aparece como la tercera mayor preocupación de los españoles, el malestar por su actuación está batiendo récords históricos, sumando 17 meses consecutivos como gran problema nacional.

Probablemente, no merezca la pena insistir en las causas inmediatas y genuinamente españolas de esta desafección, pero sí, más allá del ruido mediático, analizar de dónde procede este desprecio que, partiendo de una supuesta corrupción extendida, raya en un peligroso resentimiento hacia la política en general. Permítanme una digresión. Hoy, a la vista de la sintomática entrada de Mario Conde, cual Edmundo Dantés redivivo, en el escenario político, resulta tentador comparar este tipo de discurso contra los políticos con El conde de Montecristo. Escrita solo tres años antes del Manifiesto comunista, la epopeya de la venganza escrita por Dumas nos muestra un tipo de cólera privada de horizonte colectivo: la refrenada ira individual de su protagonista. Por este motivo, aunque su actitud ha sido tildada de “mesianismo de la represalia”, no sería justo reducir la novela, como señaló Antonio Gramsci, a un modelo literario “popular” ligado a las demandas vengativas de las masas indignadas.

Lo interesante del análisis gramsciano es que considera a Dantés como un “superhombre de folletín” cuya indignación no procede tanto de abajo como de arriba, de un romanticismo prima donna de señoritos, un tipo de resentimiento hacia el poder que deforma la posible politización popular en moralina. ¿No simboliza la irrupción de Mario Conde y su demagógico discurso contra la corrupción política ese genuino resentimiento derechista que persigue, en la narración de Dumas, coaptar la comprensible indignación social, deformándola en un noble acto vengativo? Del mismo modo que a esta novela le correspondía despolitizar la ira de los damnificados centrándola en los “malvados”, hoy parece emerger una crítica demagógica que, al mismo tiempo que blanquea las relaciones sociales y económicas que nos dominan, pinta de negro una corrupción política generalizada.

 

En un viaje narrativo que tal vez evoque la iluminadora experiencia en las cimas carcelarias de la desesperación del exbanquero de Banesto, el relato de Dumas termina alumbrando la convicción moral de que lo malo no surge de las estructuras económicas o sociales, sino del perverso corazón de ciertos hombres. Desde esta óptica melodramática, hoy la política se asocia con una corrupción mítica que, como el diablo, cambia continuamente de rostro.

Ahora bien, justo porque queremos combatir esta proyección imaginaria, es preciso no eximir de crítica a los políticos. Es más, para comprender este resentimiento, a este primer desprecio de los políticos debería sumarse también el desprecio de los propios políticos… hacia la política. Si un sector importante de la población española siente, en su impotencia, alguna empatía por Dantés, es también por la situación de desorientación y obsolescencia política en la que nos ha arrojado la práctica de los partidos mayoritarios. El estado de excepción constitucional al que nos vemos condenados bajo la subordinación a los dictámenes tecnocráticos de Europa y el FMI alimenta aún más en la ciudadanía la percepción de la política como un “estado de corrupción” ineluctable, que no se crea ni se destruye; solo se transforma cada cuatro años. Si todo posible cuestionamiento o debate sobre el sentido político de la crisis y su transformación colectiva es despachado con el argumento de “metafísicamente imposible”, como sostuvo con desparpajo teológico el ministro Soria, ¿cómo no comprender la creciente reacción extraparlamentaria? En este contexto de taponamiento del horizonte político de decisión, donde la crisis deviene tsunami natural, la llamativa mutación de Rubalcaba de licántropo en bamby de la troika augura poco futuro para las ilusiones de lo que aún queda de socialdemócrata en el PSOE.

Cuando el horizonte político se encoge hasta reducirse a un mero dominio tecnocrático excluido de todo proceso de deliberación público, no tarda en abonarse el terreno, primero, al cinismo y, luego, a reacciones de demagogia antipolítica. Politizar el resentimiento de Edmundo Dantés es una tarea pedagógica crucial para la izquierda. No debe olvidarse que si el irónico efecto bumerán de toda esta política eufemística toma ahora como chivo expiatorio a la “casta política” en lugar del avaricioso intermediario judío o el “parásito social”, es porque la lógica individualista neoliberal es la ideología dominante, el marco que, incluso en las presuntas críticas al “sistema”, lo reproduce hegemónicamente. La campaña mediática de la derecha contra los funcionarios públicos o el 15-M es elocuente en este aspecto.

Por todo ello, en el marco de una cultura cada vez más regida por la creencia en lo inmediato, lo expresivo, así como reacia a todo mapa comprensivo del malestar, las condiciones de posibilidad para dinámicas carismáticas están maduras. “Necesitamos líderes fuertes y no maricomplejines”, se dice insistentemente desde la caverna mediática.

Si el problema de la izquierda se cifra en su incapacidad de recoger la inversión política del malestar social, el de la derecha gobernante radica en que, en un contexto de acelerada deslegitimación, solo puede conservar su hegemonía desplazando el discurso político hacia consignas moralizadoras (“esfuerzo”, “sacrificio”, “responsabilidad individual”). De ahí que esta precise de un fuerte liderazgo carismático que, desviando toda atención de la politización de la economía, personifique estos valores. Para un partido como el Partido Popular cuyo principal atractivo competitivo en ciertos sectores es su capacidad de blanquear el discurso político bajo tonalidades morales, la debilidad carismática de su líder es mala noticia. El drama de parte del electorado popular es que quisiera seguir al Conde de Montecristo y tiene que mirarse en el espejo de “Mariano”.

Esta interpelación carismática derechista puede tener éxito entre otras clases sociales porque, en la atonía de la izquierda, impera una gramática despolitizada para expresar el malestar. Aquí, la posibilidad de realizar conexiones más complejas entre la frustración individual y sus explicaciones estructurales ha sido neutralizada por, entre otros factores, la atomización del tejido social laboral y la realpolitik de partidos. En un contexto de hegemonía neoliberal, sin embargo, no basta, si no resulta ingenuo, apelar, de forma abstracta e histérica, frente a la “amenaza fantasma” populista, a las buenas maneras de la reflexión distanciada. Como ya advirtiera Ernst Bloch, ante la irrupción nacionalsocialista en Weimar, lo urgente no es gritar vade retro al demonio populista, sino “quitarle —no sin un arduo esfuerzo— sus armas mentirosas y sus artificios”.

Frente al peligroso giro del “todos los políticos son iguales” no necesitamos, pues, petulantes exorcistas del mal, sino análisis modestos de la situación. Esto es, solo comprendiendo estos contenidos populares, interviniendo en estas retaguardias ninguneadas y politizándolas con humildad “desde abajo” cabe encontrar salidas a este creciente resentimiento. Si la izquierda señorita prefiere construir sus cartografías desde distancias prefijadas en lugar de atender a las novedades del presente, corre el riesgo de trabajar para su enemigo.

Es el “secuestro” tecnocrático de nuestra capacidad colectiva de decisión el que, fomentando una masiva despolitización, despierta el espíritu antipolítico de los Montecristos. Por ello, en la medida en que están quedando excluidas de discusión pública las cuestiones realmente importantes, inquieta la condena de todo debate más amplio, como el impulsado por el 15-M, sobre el sentido de nuestro futuro, así como urge denunciar las maniobras destinadas a generar miedo en la sociedad civil: figuras como la delegada Cristina Cifuentes están peligrosamente jugando con fuego al identificar el ejercicio público y responsable de la desobediencia civil con un golpe de Estado. Solo quien se contente con una democracia espectral sin demócratas de carne y hueso puede criminalizar estas iniciativas.

Germán Cano es profesor de filosofía de la Universidad de Alcalá de Henares.

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