Opinión

07 PM | 24 Nov

LAS TENTACIONES

He recorrido las salas casi desiertas del Museo Nacional de Arte Antiguo de Lisboa buscando un solo cuadro, Las tentaciones de san Antonio,de El Bosco. He venido a verlo con treinta y tantos años de retraso. Cuando estaba en la universidad y me gustaba imaginarme una carrera profesional como estudioso de alguna rama a ser posible recóndita de la historia del arte le dediqué mucho tiempo a un proyecto de monografía o de tesina sobre los cuadros de El Bosco, y este tríptico de Lisboa era uno de mis preferidos. Cualquier tema en el que se ahonde un poco se revela inagotable. A mí me gustaba indagar en los significados posibles de esos hormigueros de criaturas, plantas, frutos, objetos, en los que se va perdiendo la mirada, pero también fijarme en la destreza meticulosa con la que estaba ejecutada la pintura, la solvencia con que un artista flamenco extiende diminutas pinceladas de óleo sobre una tabla, con una técnica tan distinta de la de los italianos.

Examinaba lo más de cerca que podía las láminas en color en la biblioteca de la Facultad, en Granada, mirando con envidia los nombres de los museos y de las ciudades en las que se encontraban los cuadros. Para quien no puede viajar por falta de dinero el nombre de una ciudad tiene la belleza de lo casi imaginado. La ciudad más tentadora, también imposible a pesar de su cercanía, era Madrid, donde una sala entera del Prado estaba dedicada a El Bosco.

El Bosco no era un genio solitario y marginal, sobre todo porque los genios solitarios son un invento posterior a él

Cuando al fin pude hacer ese viaje y ver los boscos del Prado todavía me acordaba de muchas de las cosas que había aprendido mientras hacía aquel trabajo, pero de mis expectativas sobre una carrera en la historia del arte no quedaba nada. Entonces sí que pude apreciar de cerca lo que antes sólo había intuido, esa calidad vibrante de la pintura, la fuerza de los colores no ensombrecidos por el paso de siglos, el contraste entre la modernidad del medio —el óleo— y la macabra imaginería medieval que representaba. Cuesta hacerse a la idea de que El Bosco es una generación más joven que Piero della Francesca y coetáneo casi exacto de Leonardo da Vinci. Comparado con ellos, parece muy anterior, menos cercano al Renacimiento que a los bestiarios fantásticos y a los capitales abigarrados de siglos anteriores. Y también pareció, en una época tan dada a la vanidad estética como el siglo XX, que era un predecesor de las alucinaciones y las irracionalidades del surrealismo, ese movimiento en el que abundaron tanto los expertos en autopromoción. El mérito de El Bosco, como el de los profetas del Antiguo Testamento, habría sido anunciar con quinientos años de anticipación a André Breton y sus amigos, y de paso el psicoanálisis y hasta la psicodelia.

En el prólogo a su excelente biografía de Marx, Jonathan Sperber dice que un historiador es alguien “dedicado a entender el pasado en sus propios términos, y cuidadoso de no jugarlo según las concepciones del presente”. En el Museo Nacional de Arte Antiguo de Lisboa, sentado delante del tríptico de Las Tentaciones de san Antonio, yo sentía la apelación turbadora y burlesca de esas imágenes que estaba mirando de cerca por primera vez, en ese estado creciente de excitación que tiene algo de embriaguez visual. Y también me acordaba de mi antiguo proyecto, de la necesidad de saber lo que el pintor y sus contemporáneos veían en ellas. El Bosco no era un genio solitario y marginal, sobre todo porque los genios, solitarios y marginales o no, son un invento varios siglos posterior a su vida. Vivía y trabajaba en su propio tiempo, no en un anticipo defectuoso del nuestro. Hijo y nieto de pintores, y miembro como ellos de un gremio, ejercía su oficio en un sistema de producción muy reglado, en el que ser pintor no tenía nada de particular. Probablemente esa posición estaba reforzada porque vivió siempre en una ciudad provincial, Hertogenbosch, no en uno de los centros que en Flandes o en Italia marcaban los caminos más renovadores en el arte. Y no hay tampoco indicios de que fuera un heterodoxo o un radical religioso o político. Lujos así no podía permitírselos un artesano de la pintura. Era un miembro respetado de la comunidad, y tenía una clientela variada e influyente. De modo que nada de visiones delirantes que no pudieran ser comprendidas por sus contemporáneos, y que debieran esperar varios siglos hasta merecernos a nosotros: la gran mayoría de esos seres que pueblan sus pinturas pertenecen a repertorios simbólicos que eran de conocimiento común en su tiempo. El Bosco no se dedicaba a escandalizar a los biempensantes, como aseguran que hacen algunos de los artistas más celebrados y mejor pagados de la actualidad, sino a representar el mundo de acuerdo con un idioma visual que nos parece indescifrable no porque lo sea, ni porque hubiera nacido de la fiebre visionaria o trastornada de su imaginación, sino porque se ha perdido una gran parte del conocimiento necesario para comprenderlo. De vez en cuando, sus imágenes son traslaciones literales de proverbios en holandés, o incluso de giros o juegos de palabras. Su mundo es el del milenarismo a la vez religioso y político de la tardía Edad Media, el de las danzas de la muerte, las celebraciones carnavalescas, la sátira de la desvergüenza de los frailes, la exigencia de una piedad interiorizada y contemplativa que poco después daría lugar a la Reforma.

El Bosco no se dedicaba a escandalizar a los biempensantes, como algunos de los artistas más celebrados

Durante meses leí en vano todo lo que pude sobre el mundo y los mundos de los tiempos de El Bosco, sobre símbolos alquímicos y figuras del tarot, sobre la cultura popular que asoma en Erasmo y en Rabelais, con su celebración de lo corporal y lo grotesco, según explicaba con erudición impetuosa el gran Mijaíl Bajtín. Creo que llegué a saberme casi palmo a palmo el tríptico de El carro del Heno, el de El jardín de las delicias, este de Las Tentaciones de san Antonio que no tenía ninguna esperanza de ver porque estaba en la lejanísima Lisboa.

 

No me sirvió de nada. En aquellos la historia del arte era unas veces un catálogo polvoriento de fechas y títulos y descripciones detalladas y superfluas, y otras veces un rumiar monono de palabrería marxista perfectamente intercambiable, fuera cual fuera la obra, la época o el artista del que se tratara. Había un marxismo rústico que veía la lucha de clases hasta en un apio de Sánchez Cotán y un marxismo de más altos vuelos intelectuales con muchas citas de Althusser y de retorcidos teóricos italianos. Daba igual. En los estudios de historia del arte no había casi nadie que se molestara en mirar una obra de arte o que nos alentara a hacerlo, a descubrir su materialidad irreductible, a intentar comprender el proceso por el cual había llegado a existir. Tan ocupados estaban en asignarles significados ideológicos que no tenían ninguna curiosidad por saber qué habían significado para quienes las hacían, las encargaban, las admiraban.

Ha pasado el tiempo y no sé si queda algún rastro de aquella palabrería estéril: en Lisboa, en la última sala del Museo de Arte Antiguo, permanecen inalterables la maravilla y el misterio de Las tentaciones de san Antonio. Ha valido la pena tardar tantos años.

www.antoniomuñozmolina.es

 

 

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09 PM | 18 Nov

Pasaporte para Matrix

Si uno va al cine en Londres estos días, por ejemplo al espléndido Curzon Cinema, con sedes en Mayfair y el Soho, tiene la oportunidad de ver The Pervert’s Guide to Ideology, la segunda incursión que el célebre filósofo Slavoj Žižek, en colaboración con la directora Sophie Fiennes, realiza en el campo del comentario cinematográfico escenificado. Lo que no sabe el espectador es que la publicidad que precede al filme contiene, involuntariamente, una glosa irónica del trabajo de Žižek, al que, de hecho, viene a anular. De manera que uno iba al cine y se encuentra con un revelador juego de espejos.

Vamos por partes. Al igual que The Pervert’s Guide to Cinema, estrenada en 2006, esta nueva propuesta hermenéutica nos ofrece la personal lectura que Žižek hace de un buen número de películas, algunas menores, otras canónicas: desde Carpenter hasta Scorsese, pasando por Kubrick o Lean. Y lo hace con su peculiar estilo argumentativo, hablando a toda velocidad, en simpáticos escenarios que replican los de las películas comentadas. Por supuesto, el pervertido del título es Žižek mismo, que juega a ser el enfant terrible de la filosofía occidental mediante un truco tan viejo como Platón: señalándonos que lo que vemos no es lo que parece. Y construyendo su edificio teórico sobre la base del concepto de ideología.

Tal es precisamente el método que emplea en su análisis cinematográfico. Esto queda claro cuando empieza glosando una obra interesantísima de serie B, dirigida por John Carpenter en 1988: They live!(Están vivos en nuestro país). Su protagonista encuentra unas gafas que le permiten conocer la realidad, a saber, que una buena parte de las elites humanas son, en realidad, extraterrestres dedicados a la tarea de dominar a los seres humanos, instilando en ellos el hábito ciego del consumo conformista. Žižek sugiere, claro está, que su propia iluminación crítica puede ayudarnos a ver el cine con otros ojos. Esa otra mirada desvela claves ocultas al espectador incauto, que, por ejemplo, ignora que Taxi Driversimboliza la energía revolucionaria generada por la castración ideológica del sujeto moderno; queTitanic trata sobre la imposibilidad del amor interclasista, no en vano destruido por un iceberg; o que el tema de Sonrisas y lágrimas es la ideología religiosa y su disfrute pecaminoso. Todo lo cual es divertido, ingenioso, mordaz: sin duda, pero, ¿algo más?

También son divertidos, ingeniosos y mordaces los dos anuncios que preceden a la película y, sin querer, vienen a anticiparla. En el primero, un proyeccionista nos explica, con entusiasmo, que La guerra de las galaxias es, evidentemente, una versión de El mago de Oz: «Luke Skywalker es Dorothy, Darth Wader es la Bruja Malvada del Oeste… y el mago, está claro, es Yoda». Después, una acomodadora, sentada a la puerta del cine, expone con total seriedad: «Toy Story es una meditación sobre las dificultades de la pubertad y la sexualidad», tesis que desarrolla en impecable vocabulario psicoanalítico. Hay muchos otros anuncios similares, todos hilarantes, parte de una serie patrocinada por Volkswagen bajo el títuloSee Films Differently.

Que es lo mismo que propone Žižek, lo que demuestra las virtudes y las limitaciones de su proyecto. Porque puede decirse casi cualquier cosa sobre cualquier película: basta con pensarlo un poco y explicarlo con convicción. De alguna forma, éste es el reproche que Chomsky ha hecho a Žižek, desde la propia izquierda: que desarrolla oscuras teorías manieristas sin apoyo ninguno en la realidad. Naturalmente, uno puede hacer esto for fun, como hace Volkswagen en sus anuncios; pero si se hace con seriedad teórica, se corre el riesgo de parecer caprichoso, o sea, nada serio. Žižek acaba así caricaturizándose a ojos del espectador como eso que los alemanes llaman un besser-wisser, aquél que cree saberlo todo y no equivocarse nunca, imponiendo su criterio a los demás, que nunca se enteran de nada.

Si algo demuestra este improbable paralelismo, es que puede abusarse fácilmente del concepto de ideología, hasta convertirlo en irrelevante: una caja de muñecas rusas, al fondo de la cual no hay nada. A bote pronto, Žižek arranca de Marx y llega hasta Débord, pasando por Berger y Luckmann, con parada en Gramsci y Foucault. Y lo hace para sostener la tesis de que nuestra percepción de la realidad está condicionada por los códigos culturales en los que nos socializamos, que construyen para nosotros el mundo, un mundo que corremos el riesgo de «naturalizar», dándolo como el único posible. Todos viviríamos, así, en Mátrix.

Sin duda, la crítica ideológica tiene una importante función que cumplir en la teoría y la vida contemporáneas, porque nos previene contra los sesgos de todo tipo –ideológicos también– que condicionan nuestra percepción y preferencias, tanto privadas como públicas. En esa dirección apuntan las versiones contemporáneas del concepto de autonomía individual, que sería la capacidad del sujeto para reflexionar sobre el uso que hace de su libertad y la forma que adoptan sus preferencias, a fin de poder modificarlas o refinarlas. Distinto es que esta capacidad sea de difícil ejecución o que su generalización no parezca probable. Pero de ahí a considerar que vivimos hipnotizados por el mundo del sistema, o fundar la propia tarea filosófica en la continua denuncia del velo ideológico que a todos, salvo a quien lo señala, consigue cegar, hay un trecho. Porque la sociedad moderna es más heterogénea, compleja e irreductible de lo que sugiere esta crítica ideológica ortodoxa. Y la libertad de elección individual en condiciones razonables, difícil de rebatir. ¿Quién puede obligar a nadie a ver el mundo o a decidir sobre su vida de otra manera? Se puede persuadir, influir, sugerir; un lento trabajo cultural en el que, con notable éxito, se ocupa Žižek. Pero, en último término, nada más.

Paradójicamente, las películas del filósofo esloveno, que cualquier aficionado a contemplar el cine desde un punto de vista teórico disfrutará con sano espíritu burlón, encuentran su más convincente paralelismo en la que quizá sea la última gran obra de Orson Welles, F de Fraude (1973). Se trata de un falso documental sobre el mejor falsificador de obras de arte de la historia, que Welles himself narra ante el espectador ataviado como un mago que despliega sus mejores artes1. ¡Nada es lo que parece! Pero ya lo dice el mago del Ocho y medio de Fellini al atribulado Marcello Mastroianni (frase que el mismo actor repite ante Toni Servillo, en el hermoso homenaje que Paolo Sorrentino rinde a su maestro en La gran belleza, cuando aquél hace «desaparecer» una jirafa): «Sólo es un truco».

1. ¿Había leído Welles The Recognitions, la monumental y difícil novela de William Gaddis, publicada en 1955, cuyo protagonista, Wyatt Gwyon, es también un falsificador superdotado, en su caso de pintura flamenca? 

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12 PM | 03 Nov

SURREALISMO Y VANGUARDIAS

HOMENAJE A EUGENIO FERNÁNDEZ GRANELL

Surrealismo y vanguardias artísticas PEPE GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ

Miércoles 30 de octubre de 2013

 

 

La Fundación Andreu Nin (FAN) tenía una deuda con el centenario de Eugenio Fernández Granell (La Coruña, 1912), poumista, surrealista y uno de los fundadores de la FAN. Entendimos que la mejor manera de hacerle un homenaje, era hablando del surrealismo, de la conexión entre las vanguardias y la izquierda revolucionaria. La Biblioteca Andreu Nin del barrio Gótico de Barcelona, era el lugar ideal. Se trata de un espacio que estamos empeñados en convertir en referente de una continuada serie de actividades, encaminadas a recuperar memorias de otros mundos. Anteriormente tuvieron lugar otras jornadas sobre la literatura antiestaliniana de y sobre la URSS en oposición al “canon Soljenitsin” (Panait Istrati, Victor Serge, Vasili Grossman, Eugenia Ginzburg y Varlam Salámov)

En la presentación del ciclo sobre Eugenio Granell (3/10/13) hablamos de su militancia en la ICE y en el POUM (Pelai Pagès), del activismo cultural del POUM (PG-A), y Natalia Segarra, presidenta de la Fundación Granell, nos obsequió con la ayuda de diapositivas, con un análisis detallado del cuadro de su padre, Elegía de Andrés Nin, que figura como estandarte de la FAN desde su creación.

La siguiente conferencia (14-10-13), combinó el análisis de las vanguardias y su desarrollo en Cataluña, que fue uno de los epicentros del surrealismo, con una exposición sobre el significado de éstas. La primera parte corrió a cargo de Ferran Aïsa, sin duda el más minucioso conocedor de la cultura obrera, anarquista y revolucionaria en general, de Cataluña, autor de una extensa obra en la que se incluye Les avantguardes. Surrealisme i revolució (Ed. Base, Barcelona, 2008). Ferran explicó que fue el BLOC el que mostró el mayor interés en conectar con las vanguardias; y también ofreció detalles de la fase izquierdista de Dalí. Marc Casanovas desarrolló un análisis de las lógicas socioculturales del capitalismo y del lugar que ocupa la literatura y el arte en su seno: una actividad escindida y encapsulada por la división del trabajo y la mercantilización del mundo

En las próximas conferencias, se ofrecerán varios “platos fuertes”. Primero (7/11/13), el que escribe tratará de ofrecer un cuadro del encuentro en México entre León Trotsky y André Breton, con Diego Rivera en el papel de anfitrión y firmante del Manifiesto por un arte revolucionario e independiente, sin duda el documento más importante de esta intersección entre las vanguardias artísticas y la política revolucionaria. El encuentro dio lugar a un proyecto que se podría haber llamado “las conversaciones de Patzcuaro”, pero no hubo tiempo para mucho más. Del encuentro entre “el águila y el león” que evoca Gerard Roche en una erudita reconstrucción, hay partes muy reseñables. Trotsky encargó el texto a Breton del que apenas si había leído alguna cosa, pero éste se encontraba sometido a lo que él mismo llamó “el complejo de Cordelia” (la hija devota del Rey Lear shakesperiano), y no le salía ningún texto. Finalmente lo redactaron entre los dos, aunque Rivera suplió a Trotsky en la firma. El complejo llevó a Breton a exceptuar la revolución proletaria de la libertad ilimitada del arte, pero Trotsky, ya de vuelta de amargas excepciones, le corrigió. Este encuentro tuvo un epílogo en la Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente (FIARI), pero el estallido de la II Guerra Mundial se lo llevó todo por delante.

Más adelante, Josep Casals nos hablará de Walter Benjamín y el surrealismo (14/11/13). Los que conocemos el dominio de Josep sobre estas cuestiones, nos frotamos las manos porque tenemos garantizada una sesión de aquellas en las que la sirena de la biblioteca nos obliga a marchar. Seguro que nos detallará sus propias lecturas y nos informará del estudio introductorio de Michael Löwy, a la edición deBenjamín y el surrealismo.

Estamos hablando de actos normalmente reservados a ámbitos universitarios, pero aquí se trata de tender puentes a la gente más variada. Gente que a veces llena los espacios, pero que en otras, deja el acto, y éste no pasa de minoritario. Pero incluso en estos casos vale la pena aprovechar las dos horas permitidas. Un par de detalles para confirmarlo.

 

Primero, en las últimas décadas se había hecho ritual en muchos de los trabajos periodísticos dedicados a personajes como George Bataille o André Breton pasar por alto sus pasiones y militancias políticas. O se mencionaban como excentricidad o les daban un sesgo “anticomunista” (así, por ejemplo, calificaba a Breton alguien con la cultura de Joan de Sagarra).

Segundo, también parecía que las vanguardias ya tenían la estaca en el corazón, y no había más sangre que la del mercado. Así, por citar un ejemplo, una de las “grandes noticias” pictóricas mediática fue el encargo de retrato que Álvarez del Casco hizo al pintor Antonio López. Parece que esto está cambiando, incluso López, un hombre prudente donde los haya, hizo no hace mucho unas declaraciones rotundamente anticapitalistas. La idea de que el capitalismo había reservado un pesebre para cada artista parece que no es cierta, y que, por lo tanto, los artistas tendrán de nuevo que salir a la calle y mojarse el culo.

30/10/2013

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07 PM | 09 Oct

LA HONESTIDAD DE UN GRANDE

La vida que he vivido hasta ahora me ha llevado a conocer a algunos artistas de los que llamamos “grandes”. Probablemente de todos los grandes que he tenido la suerte de cruzarme en el camino, el más descarnadamente honesto ha sido Patrice Chéreau.

Creo que fue en el año 1993 —no tengo tiempo de cerciorarme y tampoco importa demasiado—, aprovechando la tregua bélica de Navidades. Patrice y yo nos fuimos a Sarajevo un 29 de diciembre. Queríamos conocer de cerca esa guerra salvaje que parecía surgir de tiempos arcanos. Queríamos comprender y estar con los habitantes de esa ciudad tan humillada. Habíamos llevado una copia de una película de Disney subtitulada en serbocroata y salíamos de un cine, que se tenía en pie casi por milagro, hasta donde los cascos azules habían llevado grupos de niños que durante un rato, el que duraba la luz del generador militar, podían ser felices y sacarse de encima la inmensa tristeza que respiraban a todas horas. Era casi oscuro, caminábamos cerca de la pared y en zig-zag para evitar el riesgo los francotiradores cuando Patrice se paró, sacó una libreta del bolsillo y empezó a tomar notas. Yo también debería escribir un diario, pensé. Hay cosas, como las caras de felicidad de esos niños, que uno debería no olvidar nunca. Se lo dije. Me miró entre perplejo y culpable: “No tiene nada que ver con esto”, me contestó. “Se me acaba de ocurrir una solución para una escena del Don Giovanni que tengo que reponer este año en Salzburgo. Lo que se me ha ocurrido es más liviano que lo que hice el año pasado, es una solución más ligera y creo que es más mía”.

Seguramente en esa frase, que he recordado y le he recordado muchas veces, hay una síntesis del gran artista que era Patrice Chéreau y de su búsqueda incansable en el momento de contar una historia en el teatro, en la ópera o en el cine, tres disciplinas en las que fue un grande. Búsqueda dolorosa para él y luminosa para todos sus espectadores. Chéreau persiguió toda su vida esa liviandad. Nacido bajo el signo de Tauro, se sabía agarrado a la tierra y buscaba el aire para volar, para que las ideas que surgieran de su extraordinaria inteligencia pudieran circular sin peso, con la libertad que le alejaría de la pedantería y del sectarismo. Hijo de pintores, amaba el aire limpio de Velázquez y de Vermeer, la elegancia y la aparente sencillez de una naturaleza muerta de Juan Gris.

C’est plus léger”, había dicho esa noche en Sarajevo, pero también “je crois que celà m’appartient plus”. Chéreau, como todos los grandes intérpretes, no explicó nunca nada que no le perteneciera, que no pudiera hacerse íntimamente suyo. Tal vez porque, como decía, “me parece que no sé mentir

”.Patrice y yo fuimos a Sarajevo un 29 de diciembre para conocer la guerra

En cualquier caso sabía desde el principio, porque empezó y brilló desde muy joven, que uno elige este oficio para acercarse un poco más a la verdad y poder contarla. Transitó por todos los caminos por los que transitaron sus personajes. Les acompañó buscando en su propia carne los repliegues más escondidos del ser humano, sus miserias y sus grandezas, iluminando esas zonas ocultas del alma donde todos nos sentimos inseguros, frágiles, pero que forman parte de la raíz de nuestra naturaleza. Se acercó con conocimiento, profundidad y amor a los grandes creadores, Shakespeare, Mozart, Wagner, Genet, Koltès… A todos ellos sirvió de espejo con su carne y con su espíritu. Su timidez, casi enfermiza, la transformó durante toda su vida en coraje y en desafío vehemente cuando se trataba de usar la ficción, es decir la mentira inteligente y consensuada para explicar una verdad más grande, la verdad de cada poeta, de cada creador, esas verdades que casi siempre duelen pero cuyo conocimiento nos hace más ricos y más grandes.

Tuve la suerte de llevarle a Sevilla por primera vez. Se enamoró de la ciudad y de sus gentes y en los últimos tiempos allí pasaba gran parte del año. “Là bas je me sents plus léger”, repetía como un mantra. La última vez que estuvo en Barcelona fue con motivo de las representaciones de La nuit juste avant les forets, de su amigo y cómplice Koltès en el Lliure. Estuvimos juntos unas pocas horas hablando con la paz que proporciona un sentimiento de amistad mutua no empañada ni siquiera por el tiempo.

Me contó su enfermedad. Por la noche, en el ensayo, me di cuenta de que el protagonista de Koltès no estaba en unos baños públicos, lugar donde parece transcurrir la acción, sino en la cama de un hospital. La obra estaba llena de la poesía de Koltès y de la de Patrice, ambas se sumaban para ofrecerle al espectador un pedazo de verdad más verdadero que la propia vida. Le miré con una profunda admiración. Me sonrió con sus hermosos ojos azules y me dijo muy bajito. “No podía mentir, lo entiendes, ¿no? Mientras se me hacía un nudo en la garganta traté de reprimir una lágrima inconveniente acordándome de los versos de otro gran poeta: “Hablo de la muerte, y además me estoy muriendo”. No se puede ser más honesto.

LLUIS PASCUAL

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05 PM | 07 Oct

DE LA COMUNA AL URINARIO

De la comuna al urinario

Xavier Pericay
Lunes, 7 de octubre de 2013 – 07:55

El pasado martes estuve allí. A eso de la una de la tarde pisé por primera vez -y me temo que por última- lo que el comisario Torra denominó hace un año, con manifiesta amoralidad, “la nostra zona zero”. Estuve, sí, en el Borne Centro Cultural (BCC). Acaso porque era día laborable, acaso porque la hora no invitaba ya a la visita escolar, en el recinto del viejo mercado barcelonés reconvertido ahora en fireta nacional no había más que jubilados y turistas, aparte de un pequeño grupo de funcionarios o parafuncionarios -entre los que destacaba, por cierto, el propio comisario Torra, que no paraba de dar órdenes a sus hombres, quién sabe si en previsión de un nuevo ataque de las tropas de Felipe V-.

Nada más penetrar en el BCC, un austracista disfrazado de agente de seguridad me indicó amablemente dónde estaba el puesto de venta de entradas. Se lo agradecí, pero, como buen catalán que soy y dado que sólo se requería entrada para las visitas guiadas y un par de exposiciones y el resto podía recorrerse a pie sin gasto alguno, decidí ahorrármela. Al fin y al cabo, si tal era mi entusiasmo al final del recorrido, siempre estaría a tiempo de reconsiderar mi decisión.

El yacimiento tiene un interés indiscutible. Y hasta una cierta belleza. Para entendernos: como la neocueva de Altamira, pero con la ventaja de que aquí las piedras son de verdad y encima uno no debe andar todo el rato torciendo el cuello para contemplar las pinturas del techo. Lástima que lo contenido en los paneles con que el visitante puede orientarse a medida que va circunvalando los restos de la vieja ciudad bombardeada sea, por lo general, tan poco científico.

Lo que no es de recibo es simplificar las cosas hasta el extremo de presentar la Barcelona de comienzos del XVIII como una suerte de Arcadia, de comuna armoniosa que unos villanos -castellanos, para más señas- redujeron a escombros

Comprendo las necesidades de la propaganda -uno, con los años, se hace cargo de todo-. Pero lo que no es de recibo es simplificar las cosas hasta el extremo de presentar la Barcelona de comienzos del XVIII como una suerte de Arcadia, de comuna armoniosa que unos villanos -castellanos, para más señas- redujeron a escombros. En palabras del propio BCC: “La Barcelona de 1700 era una ciudad llena de jardines y huertos, con norias, fuentes, árboles frutales y gran diversidad de flores provenientes de distintas partes del mundo”, con una “sociedad conectada con medio mundo gracias a una fuerte actividad comercial, bien alimentada y apasionada por los dulces”, pero “los derribos ordenados por Felipe V” convirtieron esa comuna llena de amor y felicidad en una “ciudad mutilada”; “esta es la trágica lección”. O sea, tomen nota y aplíquenselo, queridos visitantes y compatriotas todos -o casi todos-, no vayan a tropezar dos veces con la misma piedra, monumental o no.

Por supuesto, después de la experiencia desistí de comprar la entrada. ¿Para qué, si las exposiciones programadas iban a ser más de lo mismo? Eso sí, me acerqué al bar restaurante del recinto a ver qué ofrecían. Algo había leído ya sobre los nombres de los platos y los comentarios del reverso de la carta. No sé si hay que atribuirlos a la inventiva del comisario Torra o si el autor intelectual -perdonen ustedes el adjetivo- es otro, pero no cabe duda de que se trata de una muestra bastante zafia de agitprop. Lo cual no rebaja para nada la calidad de los manjares, por más que los vuelva, para un estómago letrado y no especialmente patriota, un punto indigestos­. En todo caso, me lo tenía merecido. ¿Quién me mandaba meterme allí?

Para terminar, y con el firme propósito de no dejar ningún cabo suelto, me pareció obligado ir al servicio. No sólo por necesidades fisiológicas; también periodísticas. Si el bar restaurante se recreaba en la historia y de qué modo, ¿qué no podía esperarse del retrete? Pues no. O, al menos, no el de caballeros. Y hasta diría que ese fue el único espacio de todo el recinto en que descubrí una novedad, un signo de los tiempos, una aportación al conocimiento y al progreso de la humanidad. Los urinarios, allí donde los varones realizan sus necesidades menores de pie, estaban compartimentados. Quiero decir que cada uno estaba separado del vecino, a derecha e izquierda, mediante un tabique. Como debería ser. Eso sí, junto al urinario no había papel higiénico. Pero todo se andará. Y no descarto, visto lo visto, que ese papel lleve impreso el odiado rostro de Felipe V.

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