Opinión

02 PM | 11 Oct

RELEYENDO A MONTAIGNE

 

Releyendo a Montaigne, Carles Casajuana

 

 

Quizá nos convendría seguir el ejemplo de Montaigne para entender las razones de los que no piensan como nosotros

De vez en cuando, cuando la cabeza me lo pide, como quien se retira a un lugar apartado para descansar y desintoxicarse, dedico unos días a releer los Ensayos de Montaigne. Es una especie de festival privado, que comienza y termina cuando a mí me apetece, sin duración fija ni periodicidad regular. Sigo así el consejo de Jules Renard, otro francés que también es bueno tener a mano: “Escoge a tu hombre. Relee, reléelo para hacerlo tuyo, para digerirlo. Comprender es igualar”. Aspiro a entender a Montaigne cada vez mejor y a hacerlo cada vez más mío, pero no a igualarlo, claro. Mi ambición no llega tan lejos. ¡Quién pudiera igualar a Montaigne!

Los Ensayos son mi manual de autoayuda preferido. Hojearlos, entretenerme con los párrafos que he marcado y las frases que he subrayado en lecturas anteriores, releer unas páginas aquí y otras allá, es una manera de recordarme a mí mismo cuatro cosas básicas que me gustaría tener siempre presentes. Es un libro que se puede abrir por cualquier lugar con la seguridad de que no perderemos el tiempo. Montaigne siempre tiene algo que decirnos. Me gustan las contradicciones en las que cae, sus dudas, su manera de decir una cosa y la contraria. Me distraen las anécdotas que cuenta, los ejemplos que pone, el lenguaje que utiliza, directo, hablando al papel como habla al primero que se encuentra.

Abandonado a sus divagaciones, al arte sublime de “rester soi même”, de ser plenamente él mismo, en diálogo permanente con los clásicos latinos, Montaigne es siempre igual y siempre nuevo. En las páginas de los Ensayos reencuentro a Josep Pla, que no se cansaba de leerlos, y a Friedrich Nietzsche, que también les sacó todo el jugo que pudo. Pero, sobre todo, me reencuentro a mí mismo en frases y páginas que me dicen más cada vez que las releo, como esos platos que sólo desvelan todos sus secretos a los que los han saboreado muchas veces.

Cada adicto tiene su Montaigne. El mío es el que dice que el azar tiene un papel siempre mayor de lo que creemos en los hechos humanos y que los males son siempre peores imaginados, cuando los tememos, que en la realidad si nos ocurren. El que nos recuerda que el placer consiste en buscar, no en encontrar. El que prefiere ser viejo menos tiempo que serlo antes de tiempo y nos aconseja retener con los dientes si es necesario la costumbre de los placeres de la vida, sin dejar que los años nos los vayan arrebatando uno tras otro. El que dice que los libros son la mejor provisión para el viaje de la vida y nos describe su estudio, con una galería de cien pasos de largo para poder caminar, porque la cabeza no le funciona si los pies no le dan cuerda. El que considera un infeliz a quien, en su casa, no tiene un lugar para estar solo, para rendirse pleitesía, para esconderse. El que se ríe de los políticos y de los poderosos diciendo que son como monos que trepan a un árbol, de rama en rama, y no paran de subir hasta que llegan a la rama más alta y, cuando llegan, enseñan el culo. El que asegura que no conoce mejor escuela vital que exponerse a otras maneras de vivir y probar la infinita variedad de la naturaleza humana. El que piensa que la clave de un buen matrimonio reside más en la amistad que en el amor. El que observa que cada uno considera barbarie lo que no es hábito suyo e insiste en que el mundo es un vaivén perpetuo en el que todo se mueve sin descanso. El que cree que la maldad chupa la mayor parte de su propia ponzoña y se envenena con ella.

Estos días, releyéndolo, no he podido evitar preguntarme qué habría pensado Montaigne de nuestros quebraderos de cabeza actuales. ¿Hubiera sido independentista? ¿O habría sido partidario de dejar las cosas como están? Montaigne vivió tiempos turbulentos, con una Francia dividida por las guerras de religión, y era católico pero no se adhirió nunca a ningún grupo ni a ningún partido. Siempre se mantuvo independiente. No escogía a sus amigos en función de su religión o de su forma de pensar sino de sus méritos. En su biblioteca, tenía pintada una frase de Plinio: “No hay ninguna razón que no tenga una contraria”.

No seré yo, pues, quien aventure cuál habría sido su posición. Pero me parece que, fuera la que fuera, no la habría abrazado de una forma extrema, ni sin ver las razones de las demás. “Más de una vez -escribe-, me he dedicado con mucho gusto, como ejercicio y distracción, a defender una opinión contraria a la mía, y la inteligencia, aplicándose a ella y volviéndose hacia esa parte, se me adhiere hasta tal punto que dejo de ver la razón de mi opinión anterior y me aparto de ella”. Quizá nos convendría a todos seguir su ejemplo de vez en cuando. Aunque sólo sea para comprender mejor las razones de los que no piensan como nosotros, que también las tienen.

 

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10 PM | 09 Oct

MÁS SOBRE LA RENTA BASICA

Algunas aclaraciones sobre la renta básica, ahora que el debate está más de actualidad.

[03-10-2012] Daniel Raventós, autor de ¿Qué es la Renta Básica? entrevistado en lavanguardia.com

«Todas las reformas que se están haciendo son para que los ricos vivan mejor»

Miércoles, 3 de octubre 2012 
La Vanguardia.com 
Libros 
ENTREVISTA A DANIEL RAVENTÓS 

«Todas las reformas que se están haciendo son para que los ricos vivan mejor» 
Una paga incondicional para todos es lo que defiende en un libro el profesor de la UB Daniel Raventós 
Libros | 03/10/2012 

RAQUEL QUELART 

“De todos los derechos, el primero es el de existir. Por tanto, la primera ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para existir”, dijo el político francés Maximilien Robespierre en 1792. De las raíces de este pensamiento nace la propuesta de renta básica que defiende Daniel Raventós, Doctor en Ciencias Económicas y profesor titular en la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona. La renta básica es un ingreso pagado por el Estado a cada miembro de pleno derecho de la sociedad o residente acreditado, incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre. Desde hace años la idea ha empezado a calar en diversos movimientos sociales hasta el punto que se ha convertido en una de las principales reivindicaciones del 15-M. De hecho, esta propuesta u otras similares se ha discutido en diversas ocasiones en el parlamento español y en el catalán. Raventós, que forma parte del Consejo Científico de ATTAC, explica este concepto en ¿Qué es la Renta Básica? y Las condiciones materiales de la Libertad (El Viejo Topo).

 
– ¿Qué necesidades debería cubrir la renta básica?
 
– El criterio es el umbral de la pobreza, que lo define la Unión Europea. Pobre es aquella persona que recibe entre el 50% y el 60% de la renta por cápita de la zona. Esto significa que una persona que vive sola y perciba en Catalunya menos de 650 euros al mes es pobre. La renta básica tiene que ser al menos igual al lindar de la pobreza.

 
– En este contexto económico puede parecer un poco utópico defender la renta básica…
 
– Cualquier medida que favorezca a la población más débil se considera ir contra corriente, porque parece que se asuma que lo único que tiene sentido económico es quitar derechos de la población más perjudicada, la inmensa mayoría, y que los más ricos se queden igual o, incluso, ganen dinero.

 
– Pero la renta básica sería contraria a la actual política económica…
- Toda política económica está muy bien descrita por las dos palabras que la conforman – política y económica-. “Política” hace referencia a qué grupos beneficiamos y a cuáles perjudicamos, y en función de esto se hace la economía adecuada a los objetivos que políticamente se han dibujado. No existe ninguna medida de política económica que beneficie o perjudique a toda la población por igual.

 
– ¿En qué grado en una situación como la actual sería viable la medida que usted propone?
- En una situación de crisis quien sale perjudicado de manera mayoritaria es la parte más débil de la población, gente a la que ni siquiera hace un año se le había pasado por la cabeza que podría ser pobre. Esta es una de las razones por la cual una parte importante de la población saldría beneficiada con la renta básica. Además, garantizas que haya demanda y, por tanto, habría más actividad económica y se recaudarían más impuestos. 
– ¿Por qué considera que es importante incluir el concepto de universalidad en la renta básica?
 
– Todo lo que sea condicional cuesta mucho porque hay que controlarlo. Por ejemplo, la gente que está parada tiene que demostrar que tiene derecho a percibir una prestación por desempleo, por lo que debe haber trabajadores públicos que lo comprueben. Las condicionalidades tienen unos costes de administración; la universalidad, no. Cuando el primer gobierno del PSOE estuvo discutiendo la universalidad de la seguridad social, se planteó la posibilidad de excluir al 15% de la población más rica. Al final, concluyeron que excluir tiene más costes.

- ¿Cómo podría costearse esta medida?
- Profesores de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y de la Universidad de Barcelona (UB) elaboramos un estudio entre los años 2003 y 2004 en que se concluía que mediante una reforma del IRPF se podía financiar una renta básica equivalente a 5.400 euros anuales para cada adulto y 2.700 euros para los menores de 18 años. Obviamente, los ciudadanos ganarían o perderían en función del nivel de renta. Los que perderían bastante sería el 2% de la población catalana, aunque continuaría siendo rica. En el estudio nos basamos en los datos oficiales del IRPF, pero no eran reales puesto que los profesores universitarios que hacíamos el estudio aparecíamos como el 10% de la población más rica de Catalunya, lo cual demuestra el terrible fraude fiscal que existe.

 
– ¿Considera que las últimas medidas introducidas por el Gobierno español en este sentido luchan contra el fraude fiscal?
 
– Ni mucho menos. Todas las reformas que se están haciendo son para que los ricos vivan mejor. Según algunos estudios, con la crisis los únicos que están ganando de manera desproporcionada son los más acaudalados, especialmente, el 0,1% más rico.

 
– Vaya. 
 
– Que hay crisis es evidente, pero todas las medidas de política económica que se están tomando son para pagar a los bancos franceses y alemanes en detrimento de toda la población. La siguiente decisión será recortar las jubilaciones y que los funcionarios sigan perdiendo poder adquisitivo, pese a que hay trabajadores públicos que cobran solo unos 800 euros al mes.

- ¿Por qué la renta básica es diferente de cualquier otra ayuda social? 
 
– La diferencia es que prestaciones como la Renta Mínima de Inserción (RMI) o el seguro por desempleo son condicionadas y la renta básica, no. Solo por vivir en un sitio tú tendrías el derecho de percibirla.

 
– Usted habla de que esto tendría un efecto psicológico positivo para la población pobre. 
 
– Es lo que muchos trabajadores sociales han puesto en evidencia y que recibe el nombre de estigma. Cuando el paro es minoritario o la pobreza no está tan extendida como ahora, para muchas personas los subsidios de pobreza son su certificado de fracaso social. Algunos estudios hechos hace años en Estados Unidos demuestran que gente que sabía que tenía derecho a recibir determinados subsidios no los pedía porque hacerlo era reconocer que era una fracasada social.

 
– ¿La introducción de la renta básica significaría la eliminación de otras prestaciones?
 
– Nuestra propuesta de financiación dice que todos los subsidios monetarios inferiores a la renta básica quedarían suprimidos. Y en el caso de las personas que recibieran prestaciones de cantidad superior, no perderían ni ganarían nada. La renta básica no es acumulativa.

 
– ¿También incluiría la eliminación de las pensiones?
 
– Una pensión inferior a la renta básica quedaría suprimida y la superior se mantendría. Actualmente ocurre que con una pensión viven tres o cuatro personas de la misma familia. Con una renta básica no solo el pensionista cobraría, sino también su mujer y sus hijos. 
– Pero si garantizáramos a todo el mundo un sueldo, quizá mucha gente dejaría de trabajar. 
 
– Esto es absurdo. La gente sería más libre que ahora para dedicarse a lo que le gustara, mientras que ahora se ve obligada a trabajar en cualquier cosa al precio que sea. Hay un pequeño estudio que se hizo hace diez años en Bruselas sobre unas setenta personas a las que les había tocado una asignación mensual de 1000 euros hasta la muerte. A los dos años de cobrarla la mayoría no había dejado su empleo y la minoría que había abandonado su trabajo, lo hizo para tener más tiempo y buscar otra cosa más adecuada a su competencia técnica y a sus gustos. 
– Sorprendente.
 
– Esto enlaza con una de las propiedades de la renta básica: la medida aumentaría la libertad real de buena parte de la ciudadanía, porque permitiría una existencia material más o menos asegurada. Eso de que la gente se conforme con 500 euros al mes independientemente de su formación y ambición personal es tener una concepción muy pobre de la psicología media de nuestra especie. Ya estoy dispuesto a que una pequeña parte de la gente dejara de trabajar a cambio de que la inmensa mayoría de los ciudadanos pudiera vivir de forma más digna de lo que se vive ahora. 

 
– ¿Pero qué ocurriría con los puestos de trabajo mal remunerados?
 
– Deberían pagar más o bien introducir un incentivo a la invención técnica. Por ejemplo, hay trabajos que cuando era muy joven no pensaba que se podrían mecanizar demasiado y que, luego, ha resultado ser todo lo contrario, como ha ocurrido con la limpieza de las calles. Esto quiere decir que hay muchas labores que se podrían automatizar y estaría muy bien que se hiciera. Una de las cosas interesantes de la productividad es que podemos hacer lo mismo en menos horas, lo que es malo es que solo beneficie a una pequeña parte de la población. Las horas de trabajo en una situación de crisis como la actual están aumentando, la jubilación se está alargando. Es completamente absurdo.

 
– Por tanto, ¿seríamos igual de productivos con una renta básica?
 
– O más. Sobre todo si se acepta la idea – que los empresarios acostumbran a no aceptar- de que una persona que trabaja en algo que le gusta es más productiva, y no lo es cuando está descontenta y ve que sus esfuerzos no le sirven de nada, cuando el trabajo es poco estimulante. Son cosas que desde hace muchos años están estudiadas. La renta básica te da la posibilidad de sentirte más realizado.

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07 PM | 14 Ago

¿POR QUE HAN MATADO A JEAN JAURÈS?

La tarde en que lo mataron, Jean Jaurès pensaba que la guerra podía evitarse. Lo discutía con sus colegas, mientras cenaba en el Café de Croissant, cuando un cañón de revolver separó los visillos de la ventana y descerrajó dos balas en su cabeza. De eso hoy se cumplen 100 años. Había transcurrido un mes desde el crimen de Sarajevo y Europa entera rodaba hacia el precipicio. Con la oportuna dosis de cinismo que se precisa en ocasiones para absolverse ante la propia conciencia, sus clases rectoras pensaban que la guerra, inevitable ya, necesaria incluso, sería culpa de otros. Pero Jaurès, dispuesto hasta el último minuto a prevenir la debacle, tenía dos bazas que jugar todavía: la unidad del movimiento obrero europeo y el prestigio de su propia figura.

El gran pacifista, el orador insuperable, el unificador del socialismo francés, había denunciado durante años, sin encubrir la rapiña francesa en África, la glotonería imperialista de las potencias europeas. Se había opuesto —sin éxito— a la ampliación del servicio militar a tres años, adoptada por el Gobierno francés para emular al alemán. (Para la encabritada prensa nacionalista ya siempre sería Herr Jaurès). Tampoco había logrado de los demás líderes del movimiento socialista el compromiso explícito de convocar la huelga general de los obreros europeos en caso de guerra. Contaba con poder acordar una estrategia conjunta el 9 de agosto, fecha prevista para una gran reunión de la II Internacional en París. Podía ser tarde. El Zar había firmado el decreto de movilización general. Se precisaba un golpe de efecto y Jaurès tenía a su disposición la tribuna de L’Humanité, el diario que él mismo había fundado en 1904 para divulgar el socialismo democrático.

Aquella noche iba a escribir un largo artículo que sacudiera la opinión pública europea. No pudo. La portada del día siguiente no trajo su firma al pie de un nuevo y martilleante J’accuse, sino la noticia de su muerte a manos de un tal Raoul Villain, seguidor de Acción Francesa, el partido nacionalista de Charles Maurràs. Dijo el verdugo: “Si he cometido este acto es porque el señor Jaurès ha traicionado a su país con su campaña contra la ley de los tres años [de servicio militar]. Juzgo que hay que castigar a los traidores y que es posible entregar la propia vida por esa causa”.

Cualquier atentado contra la dignidad humana debe ser una causa del proletariado, creía Jaurès

No es preciso ser socialista para llorar hoy la muerte de Jaurès, el tipo de líder político que la historia acaba honrando con la gala de la universalidad. Republicano radical, se convirtió al socialismo al calor de la huelga de los mineros de Carmeaux. De Marx y de Blanc asumió la crítica al capitalismo y el compromiso con la apropiación en común de los grandes medios de producción, pero era demasiado librepensador para comulgar con el autoritarismo que permeaba ya la ortodoxia socialista. No debía ser la vanguardia esclarecida augurada por el archirrevolucionario Lenin —en tantos aspectos, contrafigura de Jaurès— la que trajera el triunfo socialista, sino un mandato democrático claro y una transición tranquila.

Antisectario, poco amigo de la pureza doctrinal, su socialismo, del que gustaba teorizar en grandes y abarcadoras síntesis, era la consecuencia última de su humanismo; una pasión que privilegiaba a la gran mayoría que vivía por sus manos en viles condiciones en la Europa tardodecimonónica; pero que no excluía la empatía por el burgués, cuando era éste quien padecía injusticia. De ahí su implicación en el caso Dreyfus, que el grueso del socialismo no secundó, al tratarse, decían, de una guerra civil entre burgueses. Creía Jaurès, en cambio, que el socialismo no debía desatender el drama de este oficial del ejército, burgués y judío, condenado con pruebas amañadas: una causa en que la dignidad humana estuviera amenazada debía ser también causa del proletariado. Su dreyfusismo fue, por cierto, algo más que un gesto humanitario; como explica Antoni Domènech en El eclipse de la fraternidad, era asimismo un audaz envite táctico para involucrar a la socialdemocracia, recluida en su mundo obrero, en la defensa de una débil III República en la que seguramente los republicanos no eran mayoría y que contaba con la hostilidad manifiesta de clericales, reaccionarios y monárquicos.

 

Tampoco la lealtad republicana de Jaurès fue universalmente compartida por la izquierda socialista, para cuya ortodoxia el régimen republicano se confundía con el ordenamiento burgués a abatir. (Recuérdese la santa intransigencia que pregonaba Pablo Iglesias en España). Jaurès, que no desconocía los mecanismos corruptores de la vida parlamentaria, se sintió siempre heredero y custodio de la tradición republicana francesa inaugurada en 1792, de la cual el socialismo no era sino ensanchamiento: la constitucionalización definitiva de la vida social en el campo, la fábrica y la mina. En el debate ideológico más importante que se dio en la II Internacional, entre los téoricos de la revolución y de la coriácea negativa a pactar con partidos burgueses, y el sector pragmático y reformista, avisado de la existencia de clases medias y del margen de mejora que permitía el parlamentarismo, se posicionó por la vía de los hechos en este último. De esa labor solidaria con el arco republicano fueron frutos la ley de separación entre Iglesia y Estado, el derecho de reunión y mejoras en el medio laboral. Frente a la tentación, hoy presente, de caer en una izquierda sectaria, maximalista y devota del antagonismo, Jaurès enseñó la vía de una izquierda ilustrada, reformadora, ecuánime y responsable.

Tampoco nos es ajeno el segundo gran debate que incumbió al socialismo de preguerra: el que oponía el internacionalismo, garante de la paz, al socialpatriotismo, de adhesión nacionalista. Como se recordará, Marx había dicho que el obrero no tenía patria. Jaurès podía detestar el chovinismo, pero sabía que las cosas no eran tan sencillas. De nuevo aquí intentó una síntesis: “Un poco de internacionalismo te aleja de la patria, pero un poco más te acerca” (sentencia no por famosa menos oscura). Ni entonces ni ahora la izquierda ha sabido solventar la dicotomía entre clase y nación. En la práctica casi siempre ha optado por el cálido abrigo de la bandera nacional. Así aquel verano, cuando de forma casi unánime la socialdemocracia, que se había llenado la boca de proclamas cosmopolitas la década previa, tomó las aguas bautismales del nacionalismo. ¡Y con qué diligencia! Socialistas de todas las naciones se sumaron obedientes a sus Gobiernos (las excepciones, como Rosa Luxemburg en Alemania, fueron directas a la cárcel).

Intentó la difícil síntesis entre clase y nación, entre el internacionalismo y el socialpatriotismo

El asentimiento socialista, que en Francia adoptó el pomposo nombre de Union sacrée, fue el último leño con que se alzó la pira para Europa: sin fábricas funcionando a pleno rendimiento guerrear a gran escala habría sido imposible. ¿Se habría avenido Jaurès a la guerra de no haberla podido evitar? Sus biógrafos no lo descartan. Pero lo más probable es que hubiera buscado un armisticio rápido y rechazado los términos de la paz cartaginesa de 1919. Tampoco sabemos cómo habría encarado Jaurès el nacimiento de la Unión Soviética y sus tempranos desarrollos totalitarios. Es la paradoja de ciertos magnicidios: lanzan al héroe a la inmortalidad, dejándolo inmóvil en el momento decisivo: aquel en que uno ha salvarse o destruirse.

Y no carece de interés entre nosotros rescatar un dato jauresiano poco conocido. De estricta observancia jacobina, Jaurès abogó por el estudio de las lenguas regionales en la escuela francesa. Ahora bien, su propuesta, y esto es lo interesante, no estaba animada por la pulsión particularista o romántica. A la inversa: quería que los escolares del mediodía estudiasen lemosín, occitano y catalán para saberse más unidos a españoles, portugueses e italianos. No para aislarse en la cultura propia, sino para abrirse a una identidad cultural superior: la latinidad.

Al conocer la noticia de la muerte de quien había sido tantos años su mejor abogado, el pueblo de París salió a la calle. ¿Por qué han matado a Jaurès?, repetían afligidos. Eran los rostros cubiertos de ceniza que cantó Jacques Brel en una estremecedora balada que recuerda la muerte del tribuno; los cuerpos macilentos de quienes se habían deslomado desde los 15 años 15 horas en la fábrica y que estaban a punto de mezclar su sangre con el fango en la guerra más estúpida y monstruosa. Pour quoi ont-ils tué Jaurès? Pour quoi ont-ils tué Jaurès?

Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst es diplomático

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07 PM | 08 Jul

RECUPERAR LA INSPIRACION

Convencidos de que los males del siglo XX provenían del triunfo de los extremismos, los socialdemócratas se comportaron a partir de la posguerra europea como reformistas consecuentes. Si no, su destino hubiera sido la irrelevancia. Un riesgo similar corren hoy.

Mantuvieron la voluntad de cambiar el statu quo en el sentido de su tradición moral; pero sin veleidades antisistema. El Estado de derecho se convirtió en marco institucional irrebasable para sus aspiraciones de justicia social. La democracia representativa no era ya estación de tránsito hacia otra parte; ni la ley, un recurso legítimo solo cuando apuntara a los fines propios. Al conciliar voluntad redistributiva y lealtad institucional, el reformismo socialdemócrata hizo de los principios y procedimientos de la democracia constitucional un ingrediente de su concepción de la justicia; también, un criterio de legitimidad para cualquier pretensión de autoridad política. La oferta socialdemócrata se adecuaba a una demanda que requería de la política reglas ciertas y moralmente valiosas; y de las políticas, un remedio a desigualdades injustificables. En eso consisten la moderación socialdemócrata y la diferencia con otras izquierdas. Su contribución para asentar el Estado de bienestar y sus logros sociales fue determinante.

Lo dicho parece un pasado remoto por el impacto de la crisis actual, una de cuyas consecuencias ha sido evidenciar el agotamiento del Estado de bienestar o, al menos, de su aplicación al uso. Lamentablemente ahora no se dan ni las condiciones ni las actitudes para reproducir rendimientos redistributivos de antaño. Además, países como el nuestro solo podrán recomponer su Estado social en el marco de una Europa política reforzada, un proyecto en construcción y de futuro incierto. Depende de una voluntad de compromiso que sobrepasa la capacidad de un movimiento político y una nación.

1. Cuando los resultados no acompañan. Los socialdemócratas se han sentido, con razón, albaceas del Estado de bienestar. A su izquierda se ha despreciado un producto que se consideraba prueba de la rendición reformista. A su derecha, a partir de los años ochenta, no se ha perdido ocasión para achicarlo o desmantelarlo. El error socialdemócrata fue asociar su crédito, y en la práctica la identidad, exclusivamente a los resultados del Estado de bienestar. Se tomaron sus rendimientos como indicador concluyente no solo de sus triunfos, sino de la valía de sus acciones; y se descuidaron otras señas socialdemócratas. Con el pretexto de la eficacia, se aflojaron los controles jurídicos y los democráticos, se consintieron trampas a la legalidad; la democracia en los partidos se sacrificó en el altar de la democracia entre partidos. Desactivada la deferencia institucional, bajó el coste (moral, político y penal) de los incumplimientos y aumentaron las actitudes irresponsables, así como los riesgos de corrupción. Todo ello dio lugar a una democracia de baja calidad. Como si se hubiera impuesto la máxima de Maquiavelo: “Los actos acusan, pero los resultados excusan”.

El fraude a las normas o el fracaso de la democracia representativa son letales

2. Recuperar la decencia institucional. Esa es la respuesta a la pregunta sobre lo que deberíamos esperar hoy de los socialdemócratas, la condición indispensable para ser fiables a ojos de los ciudadanos. Más que de “otra forma de hacer política”, se trata de rescatar la manera no adulterada de practicarla. Consiste, primero, en que los ciudadanos los perciban como gente veraz, que acreditan sus opiniones e iniciativas. Así podrán salir del ensimismamiento y no irán a rastras de los acontecimientos. Y se revelarán distintos de otros que a derecha e izquierda chapotean en discursos de argumentario o alientan quimeras que llevan, ¿otra vez?, por caminos intransitables o directamente al precipicio.

La lealtad institucional no se sustenta a medias. Requiere el acompañamiento de la congruencia moral. En este sentido, los socialdemócratas deberían dejar ya ese trato inadmisible con los otros partidos en un afán compartido por colonizar las instituciones. El sistema de cuotas, por el que los partidos se reparten los puestos del Tribunal Constitucional, Consejo del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas y demás agencias públicas, ha enturbiado el desempeño imparcial de dichas instituciones, razón de su legitimidad. ¿Hay mayor prueba de sinceridad reformista que acabar con este chalaneo? El mal acoplamiento de Estado de derecho y Estado de partidos ha minado dos de los pilares de la justicia social: el imperio de la ley y el ejercicio cabal de la democracia representativa, dimensiones éticas indisociables y no intercambiables por otras.

Para revertir la situación, los partidos deberían recuperar el sentido institucional en el ejercicio de sus funciones. La simbiosis entre democracia y partidos es tal que los ciudadanos consideran decente el funcionamiento de aquella si lo es el de estos. Lamentablemente, el de la mayoría de los partidos no lo es; porque practican una socialización política que envilece la democracia, degrada el Estado de derecho e invierte las prioridades que justifica su prevalencia. Perpetuarse en el poder o vivir de la política o de las rentas que esta produce se convierte en el objetivo más buscado y menos reconocido de los que mandan en los partidos y de la clientela que les sostienen. Ello requiere una lógica de funcionamiento en la que se intercambia lealtad por puesto y exige una demanda insaciable de financiación y recursos. Con estos estímulos disponibles, el perfil del potencial participante se parece más al de un cazarrecompensas que al de un militante vocacional. En fin, con el pretexto de favorecer la competición entre partidos, estos operan en su interior como en “zona franca” exenta de controles jurídicos y democráticos, y por ello vulnerable a la corrupción.

Los dirigentes del PSOE se han mantenido insensibles a las señales de alarma recibidas

Dado que no se ha querido renunciar a esa capacidad de control y dominio, tras 36 años de democracia carecemos de una ley de partidos que ponga fin a ese estado de excepción que representa el régimen interno de los partidos. Los que prefieren el statu quo, en momentos de zozobra seguirán apoyando a sus padrinos políticos a pesar de algunos incumplimientos. Para otros, este fracaso de “la democracia burguesa” refuerza su desconfianza congénita en el reformismo institucional, así como su fe en un recurrente modelo alternativo de sociedad. Para quienes, como los socialdemócratas, vinculan su identidad y el logro de sus objetivos al potencial de justicia del Estado de derecho, el fraude a sus normas o el fracaso de la democracia representativa resultan letales.

3. Indigencia socialista. La tragedia radica en que los sucesivos dirigentes del PSOE no se percatan de lo perentorio de la situación; ni podrán hacerlo inmersos en un medio de socialización política que solo filtra lo que gusta oír. “Todo lo que escuchábamos era el sonido de nuestra propia voz”, escribe Ignatieff en el recordatorio de su paso por la política. Durante años, esos dirigentes se han mantenido insensibles a cuantas señales de alarma se les ha enviado. Tras el declive del liderazgo de González a principio de los noventa, los socialdemócratas españoles vienen dando palos de ciego, indigencia estratégica que se agravó en el momento Zapatero. El anuncio de un tiempo nuevo o una refundación suena a canturreo retórico.

De momento andan dándole vueltas a la toma de decisiones en el partido que, como casi todos, funciona de modo oligárquico. De golpe vira a plebiscitaria en una puja entre pretendientes, a ver quién ofrece más participación. Al carecer de un marco normativo cierto, no se sabe a quién corresponde decidir qué. Lamentable es la ausencia de democracia; pero no menos, una democracia sin reglas. Perdido el norte y sin disponer de muchas soluciones viables, el relevo generacional en el PSOE amaga con escorarse hacia los extremos. Si actúa así, se volverá redundante y por tanto innecesario; como si no le hubieran servido de mucho los resultados de la deferencia socialista con un nacionalismo periférico cada vez más desafiante. Y es que cuando no se tiene nada propio que decir, se acaba en la irrelevancia. Lo triste es que los socialdemócratas sí tienen algo que decir, aunque parezca que lo han olvidado. Más nos vale que recuperen la estimable inspiración socialdemócrata: intención reparadora de las injusticias, decencia institucional y sentido de la moderación. Ellos evitarán el suicidio de su partido, y España, la ruina.

Ramón Vargas-Machuca Ortega es catedrático de Filosofía Política. Fue miembro del Comité Federal del PSOE de 1976 a 1993.

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02 PM | 21 Jun

UNA TRADICION INVENTADA

Entre los males que de un tiempo a esta parte se achacan al proceso de transición política a la democracia iniciado en julio de 1976 ocupa un destacado lugar lo que el portavoz de la Izquierda Plural evocaba hace unos días en el Congreso como “renuncia de tanta gente a tantos sueños y tantas convicciones, hasta aceptar un monarca designado inicialmente por el dictador”. Basaba Cayo Lara la legitimidad de la convocatoria de “un referéndum para que el pueblo decida su destino” precisamente en “todas esas renuncias en la Transición para que la democracia saliera adelante”. Al cabo de 35 años, Izquierda Plural tiene claro que los males que afectan a la democracia española proceden de aquellas renuncias en mala hora consentidas por los partidos que fraguaron el pacto constitucional y entre los que nadie diría hoy que el comunista haya desempeñado un papel fundamental.

¿Renunciaron los dos partidos de la oposición de izquierdas, el socialista y el comunista, a su “vocación republicana” durante el proceso de transición a la democracia? O mejor, ¿definía a esos partidos, PSOE y PCE, una cultura, una vocación o una tradición republicanas? Y si era así, ¿desde cuándo? Porque si algo hay claro en la historia de ambos partidos es que ni en su origen ni en las primeras décadas de su existencia dieron muestra alguna de que la República como forma política del Estado entrara entre sus principales preocupaciones.

Más bien sucedía lo contrario: en las deslumbrantes claridades dicotómicas que inundaban de luz su concepción del mundo, Pablo Iglesias tardó tres décadas en percibir que existía un terreno situado entre explotadores y explotados, entre burguesía y proletariado, que merecía la pena explorar. Vencida al fin su repugnancia, accedió en 1909 a formar una coalición con los republicanos, tildados poco antes de “maestros consumados en el arte de engañar”, no por ningún motivo mezquino, como el de conquistar escaños en el Congreso, sino porque serviría para “ayudar a la revolución”.

La República adquirió así para los socialistas un valor instrumental al que se atuvieron en el futuro: valía en la medida en que permitía al proletariado “avanzar tranquilamente, sin innecesarias perturbaciones”, hacia su meta final. No es sorprendente, por eso, que en 1930 escribiera Julián Zugazagoitia que un socialista solo podía ver la idea de la República “con indiferencia” por la muy sencilla razón de que a quien se había educado en las convicciones marxistas “le tiene perfectamente sin cuidado el trastueque que se opera en un país al pasar de la Monarquía a la República”; una toma de posición no muy alejada de la respuesta antológica que el comité ejecutivo del PCE se dio a sí mismo después de preguntar, también en 1930, qué significaba la República para los obreros: “Es la Guardia Civil garantizando la propiedad y la explotación de los obreros y los campesinos bajo la dirección de un presidente en lugar del rey”.

Pablo Iglesias tardó tres décadas en percibir que había un espacio entre burguesía y proletariado

Se comprende que solo al cabo de otros cuatro meses, mientras las gentes festejaban en las calles el advenimiento de la República, un grupo de agitadores del PCE irrumpiera con su camioneta en la Puerta del Sol gritando la consigna “Abajo la República, vivan los soviets”. Y que al cabo de cuatro años, hecha la experiencia republicana, El Socialista anunciara en un editorial que la República, “ni vestida ni desnuda nos interesa” y le deseara la muerte. ¿A manos de quién? Ah, eso no importaba, de quien fuera.

De modo que, cuando la rebelión militar de julio de 1936 puso a la República a los pies de los caballos, los partidos y sindicatos que acudieron a sofocarla conservaran, por encima de su adhesión o lealtad republicana, su identidad propia, su cultura y prácticas políticas, sus estrategias y sus metas finales, que no eran la República de 1931 sino el comunismo, el socialismo, el anarquismo o la independencia de sus naciones: por eso luchaban y por eso morían y por eso merecen ser recordados.

La debilidad de los republicanos y los fines muchas veces enfrentados de las fuerzas coligadas retrasaron y finalmente impidieron una estrategia común de defensa frente al enemigo, que tampoco el gobierno de Negrín pudo imponer. A pesar de la sangre derramada en su defensa, la República sucumbió doblemente derrotada: por quienes se rebelaron contra ella y por quienes en su interior libraron más de una guerra civil —en Cataluña, en Aragón, en Madrid—dentro de la Guerra Civil.

Años después de la derrota, cuando algún niño de la guerra o de la inmediata posguerra conversaba, en París o en Madrid, acerca de todo esto con un socialista de tal o cual facción, aprendía que los culpables de la derrota habían sido los socialistas de la facción contraria; si hablaba con un comunista, la culpa recaía sobre los anarquistas, por su indisciplina y su “infantilismo revolucionario”, o sobre el Consejo Nacional de Defensa, por su traición; y si con anarquistas o sindicalistas, entonces los culpables eran los comunistas, que habían vendido la República a los intereses de la Unión Soviética. ¿Cómo se podía, con estas memorias enfrentadas, hoy disueltas, silenciadas o desaparecidas en una inventada memoria democrática, recuperar una tradición republicana? Salvo la efímera ilusión acariciada tras el triunfo de los aliados en la Guerra Mundial, muy pocos en el exilio volvieron a acordarse de las instituciones de la República, digna y solitariamente mantenidas por personalidades republicanas sin el apoyo de los partidos socialista o comunista, por no hablar de los sindicalistas.

Por eso, cuando ahora se oye que las izquierdas españolas vienen de una tradición republicana a la que traicionaron en los años de Transición por el plato de lentejas de una democracia devaluada, habría que recordar que el Partido Comunista renunció a plantear la cuestión de la República veinte años antes de que la transición comenzase, en 1956, cuando publicó su célebre declaración “por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español”, donde la República ni se menciona. Y diez años después, en 1966, sería la mismísima Dolores Ibarruri quien, al recordar que el problema del régimen estaba en la calle y evocar a quienes “en el deshojar de la margarita política española se preguntan: ¿Monarquía y República?”, afirmaba que solo cabía una respuesta: Democracia y Libertad, ambas en mayúscula.

Socialistas y comunistas hicieron saber que aceptarían un rey en la jefatura del Estado

Democracia y libertad, sin mención de la República, fue también la base de la resolución a la que llegaron en Múnich en 1962 varios partidos de la oposición interior y del exilio, con presencia principal del PSOE. Y aunque con la cercanía de la muerte del dictador, la República —federal, para más señas— retornara a declaraciones y congresos, no conviene olvidar que el Partido Comunista y las llamadas personalidades independientes de la Junta Democrática no dejaron de instar a don Juan de Borbón a publicitar un manifiesto postulándose como titular de la Corona: no que no quisieran un rey en la jefatura del Estado, sino que se equivocaron de candidato. En cualquier caso, desde 1948 los socialistas y desde 1956 los comunistas, todos habían hecho saber en privado y en público que aceptarían un regente o un rey en la jefatura del Estado siempre que abriera el camino a un proceso constituyente con referéndum final. Y eso fue lo que ocurrió a partir de 1976 y hasta 1978, en condiciones que nadie podía ni imaginar siquiera treinta o veinte años antes.

Sin duda, nada se puede objetar a la legitimidad de una movilización por la República, pero no deja de suscitar cierta melancolía que a su cabeza se encuentren los herederos de quienes en los años sesenta del pasado siglo enseñaron a jóvenes desorientados que el problema no era Monarquía o República, sino democracia o dictadura. Hoy, como ya no hay dictadura, pero como volvemos a saborear el placer intelectual y el potencial movilizador de las claridades dicotómicas, el dilema vuelve a enunciarse, por quienes inventan una tradición republicana de la que se apropian ochenta y cuatro años después de haberla despreciado y combatido, como Monarquía o democracia. Con lo cual, limpios de polvo y paja, volvemos a 1930 sin que aquí haya pasado nada.

Santos Juliá es profesor emérito de la UNED. Acaba de publicar Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores).

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