La vida provinciana entre los centenarios muros de Salamanca se le cae encima a Lorenzo al regreso de su estancia veraniega en tierras anglosajonas. Salir de España ha sido como un soplo fresco que limpió el aire, un aire con olor a maderas antiguas, piedras gastadas, cera derretida y vino de mesa, que Lorenzo respiraba sin advertirlo. Pero, como suele ocurrir cuando se sale fuera de lo que uno ha conocido siempre, allá lejos todo huele diferente, a nuevo. Ya sea la mera sensación de libertad al estar lejos de casa, al paréntesis en la rutina, lo cierto es que ese cosquilleo de la aventurilla, esa tímida emoción del descubridor en tierra extraña, puede bastar en un espíritu joven indeciso y en vacilante formación para imbuirle de desasosiego, de una perspectiva en la que entra en duda el apacible olor a maderas antiguas, piedras gastadas, cera derretida y vino de mesa. Las paredes del hogar familiar se tornan prisiones, los padres regañan con machacona monotonía sin entender la inquietud del retoño que a sus ojos vuelve desmejorado y con peligrosas ínfulas, los amigos y colegas ya no divierten como antes, y lo que es peor, la novia es como una losa con la que se está por la fuerza de la costumbre. Antes era especial; las mariposas del estómago teñían sus ojos pizpiretos y toda su silueta de un aura que, por más que la busque, ya se ha esfumado. Porque ahora Berta llena su horizonte como nunca lo hizo nadie. ¿Por qué la providencia tiene a veces la crueldad de brindar el manjar más delicioso a cientos de kilómetros, en un verano, un único verano en el que se sale de lo habitual? ¿Por qué pone en los labios ese sabor tan irresistible, tan exótico, que no tiene nada que ver con los sabores tan masticados, para llevárselo después, dejando la insatisfacción del que no ha podido saciarse?
Tal vez Berta haya sido desde el principio un espejismo en el desierto, una risa de la suerte que se burla de los que quieren ser alguien, los que quieren aspirar a más que a dormitar el sueño de la rutina en una ciudad provinciana, los que han notado el chispazo de un abismo de pasión que no van a encontrar entre las piedras viejas, las plegarias de abuelas piadosas, los ceños fruncidos de los preocupados padres que han hecho las cosas lo mejor que han podido y unas promesas de matrimonio que son como cadenas.
¿Cómo puede uno lanzar el corazón hacia Berta, una fugaz aparición, hasta el punto de desgarrarse y partirse en dos, y estar dispuesto a renunciar a todo lo que uno ha querido tanto hasta conocerla a ella?
Las cartas dirigidas a esa Berta remota, tan española como extranjera, nacida de esa generación de exiliados, mientras Lorenzo se hace mayor aprendiendo ese innoble arte del disimulo y el silencio, son quizás el último grito de un alma que pierde la inocencia, que deja atrás la ingenuidad de cuando se creía que uno nunca se vendería por treinta monedas de plata.
VIVOLEYENDO
Patino es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Salamanca. Debí de suponerlo… sólo hace falta escucharle hablar cinco minutos para darse cuenta de su preeminencia intelectual (no confundir con la pedantería: en sus maneras no hay afectación, esa necesidad absurda de sentar cátedra).
Pero a este hombre lo que le gustaba de verdad era el invento aquél del tomavistas. Por eso –y va sin ironías– comenzó estudiando algo distinto. Su forma de afrontar el ‘hecho cinematográfico’ (¿qué será eso?) viene condicionado por su educación. Nada que ver con el grueso del pelotón de directores de cine actuales, que presumen de acercarse al cine «sin ningún condicionamiento». Sin ninguna educación, se entiende. (Ummm… qué reaccionario me ha quedado esto último, ¿verdad?).
En 1953 crea el cine–club universitario de Salamanca. Casi en paralelo saca adelante la publicación «Cinema Universitario». Diplomado en Dirección en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas. Premio Nacional en 1961 por su primer guión cinematográfico. Profesor de Montaje en la Escuela Oficial de Cinematografía.
Su escasa filmografía arranca con una opera prima memorable: Nueve cartas a Berta (1965). No acabo muy bien de entender cómo pudo tener vida comercial este film (y la tuvo: ¡casi 100 días en cartel!), cómo –siquiera– logró estrenarse. Es un extraño milagro, ocurrido al amparo de las normas de regulación y protección del cine español puestas en marcha por José Maria García Escudero (4). La alegría –como en la casa del pobre– duró poco.
Nueve Cartas a Berta es la primera parte de una trilogía no reconocida, cuarenta años de historia peninsular condensados en tres películas: la presente, Los paraísos perdidos y Octavia. Crónica del desencanto. Radiografía de una derrota vital. En las tres alguien vuelve, retorna a una meseta inhóspita, congelada en el tiempo. Provienen de un auto exilio más o menos dorado: retiro europeo (en Inglaterra, Alemania o Suiza) que les permite echar una mirada desapasionada sobre la España franquista, socialista o popular.
No son películas pesimistas. Aunque el realismo poético de Patino no trata de aventar la esperanza. En eso es muy sincero consigo mismo. Y con todos nosotros.
Nueve Cartas a Berta me recuerda a Resnais, a Vajda. Basilio dice que no, que nada de nouvelle vague, que siempre hizo lo que le dio la gana, que no hubo referentes. Puede ser. Pero es que esta película es valiente en la forma y en el fondo: su estructura es compleja, oscilante, arriesgada. El estudiante recién llegado del extranjero se sincera con Berta, chica que conoció en la Pérfida Albión. De vuelta al aburrimiento de un país con más de «25 años de paz», a las tunas, el folklore, la desidia, los pasos y el rosario, los vencedores y los vencidos.
Después vino Del amor y otras soledades (1969), film que no incluye la presente colección de DVDs. Tampoco lo he visto, y es de imaginar –por su exclusión– que ni el propio autor esté muy contento con los resultados… en cualquier caso, esta película llegó a competir en la Mostra de Venecia (sorprende, por cierto, la de premios internacionales obtenidos a lo largo de su carrera, incluyendo la Concha de Plata de San Sebastián por Nueve cartas a Berta).
A partir de ahí, comienza la bajada a los infiernos de Basilio. Consciente. Meditada. CONSECUENTE. Salirse del sistema puede ser la única vía de escape en tiempos de silencio. Y este hombre decidió –cito textualmente– «esperar a que muriesen ellos. Jamás volvería a pasar por la humillación de presentar una película mía a la censura. Las películas sobreviven a los dictadores».
Canciones para después de una guerra (1971), Queridísimos verdugos (1973) y Caudillo (1974) son films montados de manera clandestina en el sótano de casa –a la manera de Cassavetes–, auténtico cine de guerrilla. Recopilación de imágenes que el director se fue agenciando de mil y una maneras: viejos rollos del rastro, escenas inéditas de la guerra, material olvidado en filmotecas con goteras, restos de restos…
La idea de coger las imágenes generadas por el propio régimen, montarlas sin tendenciosidad michaelmooreana y musicarlas me parece genial. Son documentos que convencen, que evitan caer en el revanchismo, siquiera en el victimismo. Con tres décadas de dictadura, no había verdad más convincente que ver lo hecho, lo dicho, lo celebrado. «La historia me juzgará». ¡Vaya si lo ha hecho!
Ah, y una anécdota muy cachonda sobre Canciones para después de una guerra: «el Cara al sol que suena al comienzo de la película lo cantan unos comunistas, el propio Patino y unos amigos, que al no encontrar una buena grabación de la pieza, se decidieron a grabarla ellos. La gracia del asunto está en que los falangistas, cuando se reunían el 20 de noviembre para echar de menos a sus caudillos, al no disponer tampoco de grabación buena del Cara al sol, utilizaban el de la película de Patino, con lo que la pieza que sonaba en la plaza de Oriente atestada de melancólicos camisas azules era la cantada por los comunistas amigos del director» (5).
Queridísimos verdugos es particularmente terrible. Patino se las ingenia para contactar con los tres últimos verdugos, «ejecutores de sentencias» como les gusta ser llamados a ellos. Educados en el manejo del garrote vil, bañados en alcohol para hacer más llevadero el recuerdo, demostrando que la realidad supera con creces la ficción berlanguiana.
Tres pobres hombres: dos analfabetos y un pomposo hijo de mala madre. Víctimas también de un país educado en el miedo, en el asesinato tremebundo que debe pagarse con la propia vida. Sangre para borrar la sangre. Muy nuestro. Un recorrido por casos macabros, España profunda reencontrada en Alcàsser o Puerto Urraco. Crímenes castigados por un Estado criminal. «El que la hace la paga, ¿no?».
Diez años sin dirigir, volcado en la novedad de entonces: el video. Mutismo total en la transición, mientras veía como iban estrenándose sus tres films anteriores. Tras la muerte de Franco, naturalmente. Entraba dentro de sus cálculos.
Los paraísos perdidos (1985). Y vuelta a Salamanca. Gonzalo Torrente Ballester sentado en un café de la Plaza Mayor, escéptico entre los escépticos, protegido de todo tras sus lentes de culo de botella. Una casona en ruinas, patrimonio de antaño que será pasto de las termitas. Charo López jugando con el mechero, premonición del incendio purificador de Octavia. Charlatanes socialistas –espléndido Juan Diego– que adaptan la verborrea del Antiguo Régimen a los nuevos usos. Inmovilismo disfrazado de renovación. Extraña sensación de hastío. Lo han cambiado todo para que todo siga igual.
Le sigue Madrid (1987). Madrid, ciudad contradictoria. «Madrid, sola y solemne». Acerada reflexión sobre el poder ejercido desde la capital del Reino. Si, eso y… mucho, mucho más. ¿Un experimento sobre ficción y realidad? ¿O una apuesta por la ficción en un entorno que desprecia la memoria?
Un director alemán llega con un encargo en apariencia sencillo: hacer una película conmemorativa a los cincuenta años del comienzo de la Guerra Civil. Descubre que los muertos son mucho más desagradables que los vivos, el pasado siempre incómodo, «que ya son ganas de remover la mierda, coño». Y el poder de la imagen… o la imagen del poder. ¿Qué es verdad, qué es mentira? Monta, deforma. La cámara convertida en interlocutor la mar de válido. «Sugerir. Traspasar las apariencias.» «La incapacidad de la fotografía para mentir». «La sustancia del cine no es la verdad o la mentira, sino la fascinación».
De 1991 data La seducción del caos. Marsillach nos guía por una ficción noticiada. Vuelvo a equivocarme… ¿ficción? Continuando el discurso de Orson Welles en Fake, nueva revisión de los standards. ¿Qué hace magistral al arte? ¿Puede la copia superar al original? ¿Quién decide las corrientes estéticas que se imponen? ¿Menospreciamos el poder manipulador de los medios?
Nuevo mutismo de años. En 1996 realiza para un canal autonómico la serie de siete películas bajo el título de Andalucía, un siglo de fascinación. Esta colección contiene los títulos El grito del sur: Casas Viejas, Desde lo más hondo 1: Silverio, Desde lo más hondo 2: el museo japonés, El jardín de los poetas, Paraísos, Ojos verdes y Carmen y la libertad.
2002: Octavia. A Patino la dictadura le producía asco, sin más. El socialismo, un desprecio infinito por ofertar la utopía y vender crece pelo. ¿La llegada de las derechas? Octavia es una chica libre, libérrima incluso. Y como la mayoría de sus personajes, encastada en un entorno hostil, incomprensible, amenazador. Abuelitas fascistas a las que dos vasos de anís les hacen entonar viejos cánticos de patria y gloria. Familias de mucho abolengo. Apellidos ilustres. ¡Falacias! Una generación que opta por el nihilismo. La última película de Patino es triste, desigual, pesimista, imperfecta. Como los tiempos que corren.
Sostiene Patino
«(…) no se podía pasar de un primer plano a un plano general. En la primera oportunidad que tuve, me salté la recomendación, ¡qué gozada, se podía hacer!»(6).
Impulsor de las Conversaciones de Salamanca en 1955 («creo que fue la primera vez, después de la guerra, que en España dialogaban sinceramente gentes de ideas opuestas»). Miembro en los jurados de los festivales internacionales de cine de Venecia, Karlovy Vary, Berlín y Valladolid. Azotado por censores que recortaban sus films con criterios tan dalinianos como el que sigue: «En la escena en que aparece un tren echando humo, que pase el tren, pero que no eche humo, porque ensucia el paisaje ya de por sí feo de Castilla». (¡Verídico!)
En labores de promoción, Patino aterrizó en unos grandes almacenes de Barcelona, uno de esos que por vender libros y música clásica creen dignificada su labor de mercaderes (como si en el capitalismo importase lo más mínimo la naturaleza de la mercancía).
Querría haberle dado un mínimo de cohesión a todo esto. Dotar a sus palabras de un hilo conductor. Pero sería inútil. Son aforismos, frases que se descuelgan lentamente de su boca… me niego a ofertar un montaje digerible, que facilite su lectura. Las dejo caer de una en una y que cada cuál recoja lo que guste, ignore unas, subraye otras.
Creo que a Patino le gustaría, porque al igual que su cine, permite ejercitar en el lector / espectador una función algo robinada: elegir. Ahí va su decálogo:
1.– «Hay que superar pequeñas trampas: como academicismos y otras historias».
2.– «Al espectador no hay que tomarlo por un tonto masivo (…), ese es el juego del cine, al margen de intereses económicos o políticos».
3.– «Estudié en una Salamanca congelada por la post–guerra (…) Iba a la biblioteca de la Universidad y tenía que pedir permiso para leer a Sartre, Camus o Unamuno»
4.– «El cine siempre ha estado en manos del poder de una forma u otra».
5.– «El cine es una cosa mental».
6.– «Hago lo que me da la gana. No hay normas. Hacer cine es tener una mirada sobre la realidad, aunque a mi me importa un rábano qué es la verdad y qué es la mentira (…) A partir de «Canciones…» me tuve que someter a una clandestinidad absoluta (…) Y esa fue mi liberación total. ¡De La seducción del caos en adelante combino imágenes sin ningún rigor ni raccord!».
7.– «Me limitaba a reflejar la España que me encontraba a mi alrededor»
8.– «En cada momento hice lo que pude (…)Yo era un niño de derechas de Salamanca (…) Al cine le debo todo: me ha reportado momentos de felicidad muy intensa».
9.– «Hacer cine o hacer televisión es hacer expresión de ti mismo en función de los medios que tienes».
10.– «Los que reflexionan sobre las películas dicen cosas muy estupendas (…) aunque siempre hay una especie de acotamiento, como si se sintiesen obligados a avisar al espectador de que no está a la altura de la película»
(1) Entrevista con Basilio Martín Patino: contra los tópicos, por Casimiro Torreiro. Pág. 317.
(2) La verdad es que algo se ha hecho a este respecto, como la retrospectiva que le dedicó en 2002 la Semana Internacional de Cine de Valladolid, Espiga de Oro incluida por toda su obra.
(3) Entrevista con Basilio Martín Patino: contra los tópicos, por Casimiro Torreiro. Pág. 317.
(4) Los nuevos cines en España. Ilusiones y desencantos de los años sesenta. Carlos F. Heredero, José Enrique Monterde. Ediciones de la Filmoteca, Pág.419.
(5) Artículo Basilio Martín Patino de Juan Bonilla, publicado el lunes 1 de marzo de 2004 en El mundo.
(6) Entrevista con Basilio Martín Patino: contra los tópicos, por Casimiro Torreiro. Pág. 307

Con una sorprendente economía de medios y un sorprendente despliegue de imaginación y sensibilidad artística, Alexander Sokurov nos presenta en ese film la narración, indecisa, tierna, monologante, de un viaje en sueños, desde el invierno ruso hasta la intimidad de un oscuro museo de Rotterdam, donde el autor se encontrará con un cuadro de Pieter Saenredam, en cuyo interior continúa el viaje subjetivo del narrador.
En verdad la película, de apenas 46 minutos, es una joya inclasificable que pondría al lado de La Jetée, de Chris Marker, como esos ‘chispazos’ que, de cuando en cuando, se salen de los rieles convencionales del cine para hacernos ver horizontes ocultos entre las brumas de la historia del arte.
La voz en off del narrador (Sokurov mismo) nos va sumergiendo con breves pinceladas, en un mundo de sombras, de aguaceros, de esperas, de bautizos, de alegrías y terrores, de autos rodando en la noche caótica, para finalmente detenerse en esa inmensa tela de Saenredam, de la cual va explicando sus diversos detalles, hasta convencernos de que él mismo participó en la escena que registra el cuadro, conoció al autor, y ahora se concentra en comentar las deliciosas ‘imprecisiones’ en que el pintor ha incurrido.
El protagonista pasa la mano extendida a escasos centímetros de la tela, como si quisiera hallar una entrada en el cuadro, fusionarse con él. «La tela está tibia…» dice, con voz trémula.
He ahí la clave del sueño, de la sensación de estar en un universo paralelo donde todas esas cosas extrañas están ocurriendo, pues, además, el cuadro de Pieter Saenredam está fechado (en la película) en el año 1765, cuando en la realidad ese pintor falleció más de un siglo antes.
El eterno retorno, los anhelos perdidos, la intuición de mundos maravillosos y terribles que están ahí mismo, al alcance de la mano, la disponibilidad de todas las escenas y situaciones en una región cualquiera de la Noosfera (pues el cine es esencialmente el arte de la Noosfera), se presentan en esta intensa pieza con una delicadeza y una fuerza que sólo de un gran artista pueden emerger.
Una película imprescindible para todo aquel que guste de explorar las conexiones ocultas entre el arte y la vida.