01 AM | 26 Mar

GRACIAS POR EL CHOCOLATE

Frente a tanto filme anodino, sorprende (agradablemente) la grandeza de este nuevo filme de Chabrol. Astuto y estupendo (cuando quiere) director, que tanto en su película anterior (En el corazón de la mentira) como en ésta parece dispuesto no sólo a dar soberbias lecciones de cine sino también a lograr (al estilo del mejor Godard, ese eterno joven transformador del cine) reformar o innovar el lenguaje cinematográfico: búsqueda de nuevas formas expresivas donde el cine ante todo y sobre todo se mueve aparentemente en el terreno de la ambigüedad, un perfecto entramado fílmico asentado en el terreno de la sugerencia. Repetiré lo tantas veces dicho: el sentido y la finalidad de la verdadera obra fílmica es sugerir cosas al espectador, dejar abierta (y libre) la película a múltiples (pero nunca opuestas)  ideas. No se precisan explicaciones. Debe dejarse abierto el filme para que el “lector” puede oficiar su papel de (pequeño) creador. Ese es el gran misterio y grandeza de Godard, Bergman, Angelopoulos y también, ¿por qué no? de los Hitch, Ford, Welles, Stroheim…. Un camino que supone el avance del lenguaje cinematográfico hasta llegar a un mayor grado evolutivo y que se consigue gracias a la multitud de aportaciones que ha habido a lo largo de su historia y en especial a las “expuestas” por los grandes maestros (en el cine de Hollywood) al imponer desde clásicas estructuras narrativa una serie de (pequeñas o, en apariencias, insignificantes) transgresiones que más tarde serán aprovechadas (y asumidas) por directores de la talla de Welles, así como por las nuevas cinematografías de los años sesenta (con la aportación principal de la nouvelle vague), o por cinematografías que van desde el cine japonés de ayer (Ozu, Mizoguchi, Kurosawa), al chino de hoy (Yimou, Kar-wai) sin olvidar a varias novedosas cinematografías orientales de ahora mismo.

Gracias por el chocolate (olvidemos aquel desliz cercano de Chabrol titulado No va más) será una película (insólita) y desconcertante para los espectadores que acudan normalmente al cine a pasar (simplemente) un rato divertido. Chabrol exige una participación de los asistentes a las salas de cine no admite su simple postura cómoda de expectación. Si así fuera (la simple postura del espectador pasivo) no sería posible que esta obra (y otras del buen director francés) fuese reconocida por los que embebidos por la “magia” de la pantalla identificasen, incluso y de forma simple, las imágenes en la propia realidad. Y es que para entender éste filme (y a Chabrol y a otro muchos realizadores) se precisa una postura analítica: ser (los asistentes a la proyección) “editores”, pensadores de imágenes. Es preciso (para amar y disfrutar el cine) pasar, en el decir de Santos Zunzunegui, de ver a mirar las imágenes. Los que no “miren” esta singular e importante obra (igual que les ocurrió a los que “vieron” así In the mood for love de Kar-wai) no podrán degustar su buen aroma. Desde luego, eso es fácil de asegurar: éste hermoso Chabrol será odiado por los amantes de cosas tales como Torrente y sus secuelas. Es imposible que alguien pueda estar tan confuso como para asumir tal paranoia.         

El último filme de Chabrol  parece no contar absolutamente  nada, o mejor sería decir que NO EXPLICA, y por tanto explícita, lo contado. No existe, pues, una historia propiamente dicha. ¿Cuál es la verdad? o mejor ¿existe una única verdad?  No se está lejos de la propia ambigüedad de su anterior filme, En el corazón de la mentira. No solamente se negará la certeza de la verdad desde la mirada omnisciente del creador sino que se obviará, incluso, un estudio “profundo” (o más bien primario) de los personajes que interpretan el drama. Su forma de actuar, conocerles, saber lo que ocultan sus máscaras sólo podrá ser descubierto por medio de pequeños gestos, sobrentendidos, miradas, movimientos: unas manos detrás de la espalda de Mika (Isabelle Huppert) que se retuercen en primer plano mientras en un segundo plano vemos a la joven Jeanne (Ana Mouglalis) charlar con ella, una caricia de Mika a la cabeza de un niño (¿el hijo? de su deseado hombre) mientras urde el asesinato de la madre de la criatura (o sea de su “rival”), dos manos que se acercan y tratan de encontrarse, un paño que se teje, un joven siempre niño jugando incansablemente con su consola, un réquiem siempre presente (premonición y acompañamiento) ejecutado por maestro y discípula (¿padre e hija?) siguiendo y apuntillando unos actos y relaciones (esencia y existencia de los personajes y de la “fúnebre” acción)…

En el terreno de la ambigüedad o (mejor) de la sugerencia es donde esta hermosa película, no menor en la filmografía de Chabrol como alguien ha afirmado, alcanza su mayor grandeza. Si tuviéramos que proceder a hacer un resumen “temático” diríamos que nos enfrentamos a la afilada disección de la sociedad /hipócrita occidental, centrada, en este caso, en una ciudad de Suiza, donde sus adinerados y seguros habitantes son capaces de cometer (sin abandonar su sonrisa) las mayores atrocidades mientras hablan o saborean viandas y bebidas. Personajes que ante todo y sobre todo (he ahí la “idea” centro del filme) han olvidado lo que significa la palabra amar (o más claramente, han olvidado lo que es amar), ignorando la existencia de los otros al preocuparse únicamente por posesionarse de lo que desean. Una única mira: obtener (adueñarse) de sus deseos a costa de lo que sea. Una sociedad afín a las películas de Chabrol (culta, refinada, de la alta burguesía) capaz de solucionar sus problemas en el entorno cercano familiar o amistoso y que contempla -y asiste- sin inmutarse a las mayores tragedias o revelaciones. Nadie levanta la voz, nadie se asusta ante los datos que va recibiendo. Es algo normal cuando el espejo que devuelven otras historias no refleja sino cosas parecidas o iguales. Triste expresión y representación de un fin/comienzo de siglo donde se ha alcanzado un terrible grado de normalidad. Todo es posible ante tanta “maldad” u horror lanzado desde cualquier lugar o medio. El sentido moral de otras obras anteriores de Chabrol, aunque sigan bebiendo en culpabilidades  y sentimientos propios de Hitchcock, va abriéndose paso hacia la mayor de las amoralidades. Todo, en el momento presente, parece haberse perdido, hasta, incluso, la dignidad de las personas.

Gracias por el chocolate nos cuenta (siempre que se “muestra” algo aparecen personas y cosas. Existe, pues, una referencia con la realidad de forma que el espectador reconoce unos hechos, aunque, como en este caso, personajes y situaciones no son más que presencias sin que exista un afán de explicitar la razón de lo que ocurre o ha ocurrido a los personajes tanto externa como internamente) como un pianista se casa con la dueña de una gran fabrica de chocolate (la pretendida dulzura del producto se convierte aquí en amargura y dolor como mostrando que el chocolate -símbolo- se hace de productos amargos. Sin proponérselo Chabrol parece contestar con esta película al “chorreo” de buenos sentimientos que expresa Chocolat de Lasse Hallström). El músico tiene un hijo de su primer matrimonio. Por esas casualidad del destino… propias del cine de Lang, al que se rinde homenaje explícito (al igual que ocurre con una película de Renoir) al citar uno de sus títulos (de cierto carácter metafórico en el desarrollo de los acontecimientos ya que se trata nada menos que de Secreto tras la puerta), una chica se entera de que pudo ser cambiada casualmente al nacer en el hospital por otro bebé, concretamente por el hijo del pianista. Para que la duda sea mayor el joven es una especie de “parásito”, poco preocupado por el arte, y ella es una pianista (¿se puede heredar el sentido artístico?). La chica (la identidad de la joven con la mujer del pianista se expresa por sus gestos, sus expresiones, su forma de escuchar…) decide acudir a la casa de su probable padre para conocerle.

Lo indicado con anterioridad es el comienzo de un drama. Ahí se empezará a tejer una especie de tela de araña (como el tejido que Mika  va tejiendo a lo largo del filme) en la que se verán envueltos todos los personajes. ¿Quién es quién? ¿De dónde se procede? ¿Qué es ser padre o madre? ¿Quién es realmente “padre” y “madre”?. En definitiva, donde está el amor. El punto fuerte del relato (su clímax) llega cuando Mika (Isabel Huppert) descubre al espectador (y a los de su entorno) que es hija adoptiva.

¿Se puede querer a aquel que no se sabe (o más bien se duda) si es realmente el hijo? ¿Se puede odiar al hijo nacido por inseminación de alguien “anónimo”? ¿Qué significa el amor? ¿Amar equivale a poseer, a domar, a obligar a hacer cualquier cosa? Las preguntas van desgranándose sobre las bellas imágenes dominadas por la presencia de la protagonista, la misteriosa, dolorosa, solitaria y malvada Mika. Un curioso ser que plantea la ambivalencia entre el odio y el amor, entre la posesión y el asesinato. Parece ser difícil comprender (y de ahí la complejidad del personaje) cual es la barrera que separa (en el mundo actual) el bien de mal o mejor, tal como explícita la citada Mika, ser, en definitiva,  capaz de cualquier cosa (¿no hacen lo mismo los otros personajes?) con tal de conseguir (o de posesionarse) aquello que se desea o se quiere o al menos poder encadenar a alguien al lado. De esa forma los variados asesinatos que comete Mika (los que se asegura y los que intuimos: ¿de cuantos en realidad es culpable?) no son más que un camino hacía su propio bienestar. Para ella, claro. Su maldad es su propio sentido del bien. Es la razón por la que debe eliminar cualquier cosa que la aparte de sus miras. Pero ¿por qué? ¿Quizás porque ella ha aprendido en su triste peregrinaje lo difícil que es ser amada o, quizás, lo que significa su ausencia? Una caricia, una palabra, un gesto es algo muy distinto a satisfacer unas necesidades o dar a alguien un determinado nivel de vida. Eso no será amor si detrás de la relación de los personajes se ha levantado una barrera difícil de ser derribada.

Es importante comprobar como se va poco a poco tejiendo (o como se tejió) la prisión a la que Mika somete a su “amor” (su ídolo o su dios). Cualquiera que se le acerque, forme parte del mundo de su amado y debe ser eliminado. Como también lo serán los que le impidan llegar a obtener sus intereses o los que se oponen a sus decisiones. Una sonrisa (asesina), una galantería educada es la cara (de ingenua inocencia) que presenta a sus numerosas víctimas. Como esa que (centro de la trama) va cerrando/urdiendo sobre la joven Jeanne (repetición de la que años antes creó para “cazar” a la mujer del pianista) al verla como un nuevo objeto-rival en su camino amoroso-posesivo. ¿Y cuál es la actitud ante el hijo -propio o no- de su marido? ¿Por qué razón echa somníferos al chocolate del joven todas las noches para que “descanse” plácidamente? ¿Por qué deja caer, en un momento, el chocolate de forma premeditada? ¿Hasta donde llega la malignidad de Mika? Las palabras del novio de Jeanne, que explican como ciertos hombres, para “violar” a tiernas jovencitas que posteriormente no recuerdan nada de lo ocurrido, utilizan los mismos somníferos que emplea Mika, ponen un nuevo interrogante sobre la realidad de la actuación (recuérdese su caricia sobre el pelo del niño mientras lee en el sofá -objeto éste de obligada referencia en el relato-) de la mujer. Una realidad que somete a mayores amoralidades (o malignidades) las imágenes al abrirlas hacia premisas incestuosas.

Un final inolvidable, hermoso, uno de los mejores que ha filmado Chabrol a lo largo de su amplia obra, clausura esta singular, lúcida, abierta y profunda película: un primer plano del rostro de Mika sostenido a la derecha de la pantalla mientras a la izquierda (en una utilización magnifica de la pantalla ancha) pasan los letreros finales, Cuando han acabado, la mujer, la grandiosa Mika-Isabelle Huppert, se deja caer en actitud fetal sobre el sofa. Es una vuelta al seno (desconocido) materno, a la búsqueda del cariño que nunca tuvo. El amor como acto-posesión (en un intento de sentirse como ser humano) y no como verdad, la conducen al cruel encuentro con la terrible verdad de su inexistencia: un ser incapaz de superar “su” pasado. Mika NO ES, pues ni siquiera ha nacido.

Terrible conclusión para un film espléndido que como todos los de Chabrol, y cada vez con más cinismo, nos habla de una clase dominante y sin futuro, muriendo poco a poco, necesitada de un cambio, de nuevas estructuras. Un ejemplo, cruel, en el que se sustituyen los ideales por las buenas maneras, por los juegos de salón. Y es que así se vive y así se mata, educadamente. De igual forma que se escuchan las terribles confidencias. Todo es igual. Educadamente (¿o amaestradamente?), se toma una taza de café o de chocolate incluso sabiendo que puede tener veneno. Hay que ser amable con el vecino, hipócritamente amable. Morir y vivir en la mentira, siguiendo las mismas (espantosas) reglas del juego. Hay que sonreír mientras se dispara (aunque sea sin rifle) o se recibe (metafórica o realmente) la bala. Es el juego de las apariencias, de la falsedad, de la mentira, el cruel mundo habitado por una sociedad burguesa reflejo de sociedades y clases de otros tiempos donde la hipocresía reinante en sus reuniones de salón no era sino el símbolo de una decadencia. La misma que película a película viene filmado, sobre el (la mentira del) hoy, este gran diseccionador social que es Claude Chabrol.

Bien es verdad que no es un filme redondo. Le sobra la explicación (forzada) del joven investigador sobre los efectos de la droga que Mika echa en el chocolate o la propia -y algo metida a trompicones- aseveración de la mujer sobre su adoptividad, pero son, en definitiva, males menores en una obra sumamente rica y abierta.

Y, como Chabrol no puede “vivir” sin su admirado Hitch, habrá que indicar finalmente la forma curiosa en que este filme rinde homenaje a una de las obras maestras del genial director. Nada menos que se ”acuerda” (o “recuerda”) Encadenados (Notorius). ¿En qué? En el claro juego del veneno, de la muerte lenta bebida en pequeños sorbos en tazas de café o chocolate mientras se charla de nimiedades con los familiares, los amigos o los amantes. Inolvidable y grandiosa. 

Adolfo Bellido

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05 PM | 16 Mar

ENTREVISTA TAMARA iVANCIC CON RAFAEL ARGUÑOL

Andréi Rubliov, de Andréi Tarkovski. Una conversación con Rafael Argullol.
 
Por Tamara Ivancic
 

 
Tamara Ivancic – Andréi Tarkovski dijo: «El arte nos da fuerza y esperanza ante un mundo monstruosamente cruel que toca, en su sinrazón, con el absurdo».
 
Rafael Argullol – Esta reflexión de Tarkovski recoge su propio momento histórico y el de su país: la Unión Soviética, que ha empezado con grandes expectativas, pero que en la época en la que Tarkovski desarrolla su trayectoria creadora ya han sido brutalmente frustradas. Su cine refleja también un momento particularmente tenso de la historia mundial, marcada por el signo de la guerra fría y la amenaza del terror nuclear -uno de los leitmotiv en su obra-. Aparte de esta constante referencia al contexto ruso y mundial, en la afirmación de Tarkovski hay algo en lo que se basa toda su poética: ver el arte como un espacio transfigurador. Nietzsche, cuyo pensamiento no está ausente de la formación del cineasta ruso, dijo en El nacimiento de la tragedia que el arte es «mago que salva y que cura»; que el arte se crea como la reacción del hombre frente al sin sentido de la existencia. Esta virtualidad de la creación artística como ilusión redentora y salvadora tiene hilos que se ramifican en toda la cultura europea, y son particularmente fuertes en una tradición cultural como la rusa, en la cual el arte se constituye como una especie de educador del alma. El artista, que muchas veces en el mundo occidental se ha visto en contradicción con el filósofo, en la tradición siempre es una figura en la que se superponen el filósofo y el poeta o el filósofo y el artista. La concepción del arte como mago que salva y como educador del alma revierten en Tarkovski junto a otra cuestión: el arte como manifestación del absurdo del mundo. Esta revelación, en algunos artistas conduce al nihilismo y en otros a una rebeldía frente a la misma revelación. La filmografía de Tarkovski correspondería a este segundo grupo: el descubrimiento del absurdo que es, al mismo tiempo, una rebelión espiritual contra ese mismo absurdo.
 
T. I. – ¿Cómo definiría la poética particular del arte ruso en el contexto de la estética cinematográfica de Tarkovski?
 
R. A. – En las películas de Tarkovski está fuertemente presente la tradición artística rusa, fundamentalmente la tradición del icono. Algunos de los temas frecuentes en sus películas hubieran podido ser desarrollados por un cineasta de Europa occidental, pero el lenguaje visual utilizado hubiera sido distinto. En Antonioni, que es contemporáneo de Tarkovski, la revelación de la angustia, los problemas del absurdo, la deshumanización de la sociedad, el alejamiento del hombre respecto de la naturaleza, el problema de Dios…, están tan presentes como en la obra de Tarkovski. Pero el fondo en el que se apoya la arquitectura cinematográfica de Antonioni parte de unos cimientos muy arraigados en la tradición artística y pictórica de la Europa occidental y particularmente en la italiana; allí está el quattrocento, el Renacimiento, el mundo moderno, por ejemplo De Chirico. En la construcción visual de Tarkovski se halla presente, tanto en la forma como en el fondo, toda la tradición del arte ruso, especialmente del gran icono clásico del XV y el XVI, pero también de la pintura del siglo XIX en su maravillosa captación de la naturaleza.
 
T. I. – Esto nos induce a una filosofía del arte que en Rusia empieza con los iconos: interesan mucho más las ideas que el arte representa, que su faceta y valor artísticos.
 
R. A. – El hecho de que el icono sea una pintura a la vez escritura y oración es algo que de una manera muy sutil se constata en las películas de Tarkovski. Un icono es una creación como construcción espiritual, como oración, en la cual no hay una sustitución de Dios y de lo divino sino precisamente una mediación hacia lo divino. En Andréi Rubliov, Tarkovski quiere elevar todo eso a poética; se realiza como una especie de retrato cinematográfico del icono: entrar en los mecanismos mismos que podían producirlo. Para esto escoge la figura del principal de los artífices del icono en Rusia que es Andréi Rubliov, con todos sus elementos del aprendizaje, de la pasión, de la mística, del sacrificio, del fracaso y también del éxito en cuanto artista.
 
T. I. – En este contexto la tradición del gran icono clásico ruso del siglo XV es muy distinta del lenguaje artístico occidental del mismo período, la llegada del Renacimiento.
 
R. A. – Tarkovski, en Rubliov, escoge precisamente el período histórico en el cual se produce una mayor escisión entre el desarrollo artístico en Occidente a raíz del Renacimiento italiano y el desarrollo pictórico en todo lo que sería la región de la Europa oriental de tradición ortodoxa. En el quattrocento italiano el progresivo distanciamiento de la pintura de la Edad Media llevará a la construcción de grandes obras-cosmos, que son creaciones-universos, con vida propia. Así comienza toda una tradición artística europea enraizada en el Renacimiento. Por el contrario, la pintura y el arte en los países de la tradición ortodoxa tienen una extrema continuidad con el universo de la Edad Media, reflejada en una visión en la que «la obra del arte» nunca es un mundo autónomo y cerrado en sí mismo.
 
Así como el europeo occidental cree más en la obra realizada, la tradición del icono, donde lo básico es el proceso mismo de pintar como oración, se refleja en las imágenes que funcionan como ladrillos en la construcción visual de Tarkovski. En Rubliov lleva a sus máximas consecuencias esta visión de la pintura icónica, que es al mismo tiempo proceso espiritual, oración religiosa, frente a la construcción de la obra como algo cerrado.
 
T. I. – En palabras de Tarkovski, «la única manera de crear una imagen artística es creer en ella». Pero cuando dice que el arte es de esencia religiosa, el cineasta ruso no se refiere simplemente a una fe en Dios sino en la vida, y en los demás hombres. Su estética continuamente acude a las palabras: «fe», «esperanza», «amor», «sacrificio». ¿Cómo ve reflejados estos aspectos esenciales de su estética en las películas que hace?
 
R. A. – De las distintas aproximaciones universales que podemos hacer a la idea del arte, para mí la principal sería aquella en la cual lo que llamamos «arte» tiene mucho que ver con una dimensión de lo sagrado. De lo sagrado como la experiencia en la que constantemente están presentes las ideas de la escisión y de la unidad, el sentimiento de una conciencia desgarrada del hombre con el mundo, del hombre con la naturaleza, del hombre con lo invisible, con lo inefable, con lo trascendente, y al mismo tiempo un deseo de unidad, de comunión, un deseo de conciencia cósmica. La «experiencia de lo sagrado», que nace de esta tensión dialéctica, es al mismo tiempo dolorosa y placentera. Lo que llamamos arte ha sido un cauce en el que se ha ido encarnando esa experiencia antropológica de lo sagrado en todas las tradiciones y en todas las épocas, y precisamente en un arte genuino del siglo XX como es el cine. En esté ámbito, Tarkovski sería uno de sus representantes más importantes y universales.
 
Cuando se tiene una concepción de arte de este tipo, entonces la creación artística, aunque pueda ser importantísima como técnica, siempre tiende a ser decisiva en cuanto a fe. La tradición del arte ruso, del icono, de la literatura del siglo XIX, viene a reforzar este tipo de visión. La fe sería aquello que acaba guiando hacia buen puerto el conocimiento técnico. Esta idea está presente en Tarkovski y en otros exponentes del cine ruso, incluso de la época revolucionaria, en los cuales se da un aparente agnosticismo, pero donde esa fe de tipo sagrado se encuentra en todos los rincones.
 
T. I. – Tarkovski dijo que uno de los primeros interrogantes que se planteó cuando empezó a crear era: ¿Cómo traducir a imagen lo que el hombre ve en el interior de sí mismo, sus sueños diurnos y nocturnos? ¿Llega a expresar su cine esta irracionalidad del sueño, a transmitir lo que él llamaba la «poesía concreta» de un sueño?
 
R. A. – Tarkovski recoge una de las grandes dimensiones de lo moderno, que es la pluralidad de planos de la conciencia y la pluralidad de planos de la realidad en los que se mueve el hombre. Más que de irracionalismo, podemos hablar de «razón plural». Por las razones estéticas y éticas profundas, le interesa ir mucho más allá de lo que está en la epidermis de la conciencia cotidiana, ver más allá de la realidad y más allá del presente. En este sentido Tarkovski enlaza con la poética del Romanticismo de la primera mitad del siglo XIX, y con toda una serie de tradiciones artísticas en las que el universo lírico es una materia prima, como mínimo tan importante como el universo de la conciencia de vigilia. Por eso en las películas de Tarkovski, lo que podríamos llamar el «subsuelo de la conciencia» y lo que podríamos denominar la «indagación de la profecía» es tan importante.
 
T. I. – La escena que abre la película Rubliov hace referencia al sueño del hombre por volar, condenado necesariamente al fracaso. Pero además, creo que Tarkovski aquí alude al destino de Rusia, siempre propensa a grandes sueños condenados a no realizarse. Creo que en ello insisten la literatura clásica y el arte ruso en general. ¿Cuánto hay de universal y cuánto de particularmente ruso en esta metáfora?
 
R. A. – Universal es la idea de que, si aceptamos esa conciencia trágica -tan presente en las películas de Tarkovski, en las que el hombre siente el sentimiento del desgarro respecto a la propia situación en el mundo y a la vez un deseo de unión-, entenderemos que la idea de subir al cielo es constante. En el caso del cineasta ruso, esta idea de acariciar el cielo marcha paralela al propio experimento histórico y trágico que es la experiencia soviética, un intento de trasladar el cielo a la tierra. Quizá, ante ese experimento fracasado, Tarkovski mantiene la idea de que para llegar a alcanzar verdaderamente el cielo, no es suficiente lo que es el mundo de lo fenoménico -el mundo de lo material, de lo social, de lo económico, de lo político-, sino que es imprescindible una dimensión espiritual que se ve mutilada dentro de la perspectiva soviética. Esto hace todavía más agudo el drama de la herencia rusa, donde el complejo de Ícaro adquiere unas dimensiones particularmente rusas respecto al Ícaro occidental, que es un Ícaro más científico-técnico, que parte y se aglutina alrededor del mito del progreso. En la Rusia moderna es un Ícaro fundamentalmente de tipo moral y espiritual.
 
T. I. – Así, Tarkovski también entiende el arte como visión, sea como profecía, sea como sensación de palpar el sentido profundo de la vida. Pero el arte como visión o el artista como visionario supone, según el cineasta ruso y posiblemente en la tradición de la estática rusa en general, sacrificio. Cuando habla de sí mismo, de su necesidad de crear, Tarkovski evoca la figura de Atlas que sostiene la tierra en sus hombros.
 
R. A. – Tarkovski convierte el tema del sacrificio en el elemento fundamental de su poética; incluso su última película se titula así, Sacrificio. En Andréi Rubliov, el pathos del sacrificio es la propia pasión del artista. El guión de la película, de hecho, se titulaba «La pasión según san Andréi». Creo que sería el título más adecuado, si comprendemos la palabra pasión en su doble sentido: tal como la entendemos cotidianamente, pero también como la pasión de Cristo, la pasión sacrificial.
 
La idea del sacrificio está encajada en todo el desarrollo de la autoconciencia en el artista moderno: cuando el taller ya no es sólo el lugar de construcción del cuadro sino que se convierte también en el lugar sagrado y el lugar del sacrificio. Miguel Ángel, el artista más consagrado de su época, a mediados del XVI, en los poemas que escribe, se muestra atormentado por la impotencia del arte para captar lo espiritual que persigue. En Tarkovski, este hecho adquiere unas dimensiones que están vinculadas con el arte occidental pero que también tienen vida propia dentro de la tradición rusa, como se ve en la tradición del icono, o toda la gran literatura rusa del XIX que culmina en Dostoyevski.
 
T. I. – Respecto al contenido de la película Andréi Rubliov, Tarkovski dijo que deseaba explicar la historia de un hombre joven, en este caso de un monje, que cree ciegamente en la bondad, en Dios, en el amor. Pero son para él sólo valores abstractos, porque vive protegido detrás de las murallas del monasterio. No obstante, el día en que sale al mundo es testigo de numerosas experiencias dolorosas, y éstas le harán cuestionar todos estos ideales e incluso su fe. Cuando vuelve a afirmarlos, adquirida la dolorosa sabiduría de la existencia, Andréi lo hace de una manera más madura, más concreta. El cineasta dice que así quería cerrar el círculo de la vida de un artista, lo que en muchos aspectos tiene elementos autobiográficos.
 
R. A. – En la película se nos muestra claramente el momento en el que el artista quiere renunciar el arte porque considera que es impotente e insuficiente para desarrollar la dimensión espiritual que persigue. Esto se refleja muy bien en la película a partir del episodio de la campana: sólo cuando Rubliov renueva su fe en la vida, en la existencia, a través de la lección de ese episodio, vuelve a ser pintor de iconos, una tarea que había hecho impotente el arte.
 
T. I. – ¿El episodio de la campana de Rubliov sería un paradigma de la creación artística?
 
R. A. – El largo y maravilloso episodio de la construcción de la campana es una de las más bellas metáforas que jamás se han hecho sobre cuál es el proceso interno que guía la auténtica obra del arte. En ese episodio, en el cual un adolescente dirige la construcción de una enorme campana sin que conozca realmente la técnica que proclama saber, es su extraordinaria fe en su capacidad para construir la campana lo que le conduce al éxito. Es el impulso que guía el gran arte y en la película es lo que cambia la propia perspectiva del iconógrafo Andréi Rubliov. Recomendaría a todo espectador la contemplación de esta larga y hermosísima secuencia para entender la idea de Tarkovski del arte y del gran arte en términos generales.
 
T. I. – ¿Cómo se articula en Rubliov esta gran carga emocional que distingue todas las películas de Tarkovski?
 
R. A. – Se articula a través de la propia pasión de Andréi Rubliov. Es una película larga, pero en sus más de tres horas no sobra ni un solo fotograma. Su extremadamente minuciosa construcción visual, su rigor poético en la construcción de las imágenes y de los paisajes, en ningún momento cae en el esteticismo. El bagaje emocional en el caso de la obra de Tarkovski es algo concebido del principio al fin como una pasión y lo logra al reflejarlo a través de una poética de extraordinaria belleza visual en la cual no hay ni un solo gramo de esteticismo. 
 

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05 PM | 16 Mar

RODAR EL VIENTO

 

 

 

Cuando Ana desaparece en “La Aventura” de Antonioni, algunas preguntas nos podíamos hacer al terminar el film: ¿Ha huido a bordo de otro barco? ¿Se ha suicidado?, realmente daba lo mismo, pues lo que se nos proponía, y eso era lo que le daba a esta película su interés, era la modificación de los sentimientos entre Claudio y Sandra cuando Ana está ausente.

Naomi Kawase rueda en las calles de Nara, capital del Japón Medieval, una película sobre sugerencias, sobre lo invisible, sobre lo que no se ve, pero que afecta de forma contundente a una familia, y lo hace comenzando con un travelling majestuoso por las calles estrellas, engalanadas para el festival Basora, persiguiendo a dos hermanos gemelos hasta la desaparición de Shun. La familia Anso queda paralizada y destrozada, hasta que Taku, el padre, dibuja con la tinta que el mismo elabora, un breve Kanji: “El Tránsito entre la Luz y la Oscuridad”, y es en la fiesta, con unas imágenes brillantes, cuando Yu avanza lentamente, empapada por el agua de la lluvia, poniendo la mirada sobre Kei, cuando el aguacero devuelve la vida a toda la familia. El nacimiento de un nuevo hermano al que asisten todos sus miembros provoca unos suspiros conmovedores que traspasan la pantalla, y nos elevan por encima de la ciudad.
Bahman Ghobadi, en “El tiempo de los caballos ebrios” fue capaz de rodar el frío, en esta ocasión Kawasi ha rodado el viento.

 

 

 

 

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05 PM | 08 Mar

AFRONTAR LA DESGRACIA

 

 

 

La película empieza cuando la cámara entra en una casa y se mueve nerviosa por sus habitaciones y patios. Busca, husmea, con algo animal en el afán; indaga de dónde salen unas voces, quiénes emiten esas voces.
Primero el sonido, luego un reflejo en una ventana, luego ellos: los hermanos gemelos, ese día en que a uno de ellos le da por correr, y al otro por seguirle pegado. Y, de pronto, el que va delante desaparece, a la vuelta de una esquina, en una calleja, como si se hubiera desintegrado.
Desaparecido, esfumado.

No se volverá sobre esa desgracia traumatizante, y cuando unos policías se presenten para comentar sus investigaciones no se les verá. Fuera del cuadro, sólo se oirán sus voces, procedentes de otra habitación.

Los años pasan y en la familia no parecen reaccionar. El dolor se adivina pero tiene contorno impreciso. La sensibilidad oriental late de otra forma, con otro pulso. Permanecen quietos, relativamente impasibles. Es la cámara la que se mueve sin cesar, en todo momento nerviosa.

El hermano superviviente dibuja a su prima, la lleva en bici por el laberinto de calles estrechas entre las casas bajas y los patios ajardinados de la barriada donde viven.
La madre se prepara para el nacimiento de un nuevo hijo. El padre se entrega a la organización de un festival de danza y afirmación vital, una oportunidad para el brillo.

El hermano superviviente vuelve una y otra vez a la esquina de la desaparición, la esquina de las caléndulas. No consigue entender lo ocurrido. Pinta en un lienzo al desaparecido.

Con grandes ideogramas, el padre representa las nociones de ‘Oscuridad’ y ‘Luz’. Cultiva flores en silencio y se esfuerza en aceptar las cosas como son; en continuar embarcado en la vida, que sigue su curso.

Con sensibilidad muy apartada del apasionado desgarro occidental, “Shara” insiste en señalar que cuando llega una desgracia terrible el dolor no se puede evitar, pero el sufrimiento sí.
La íntima dificultad de ese proceso de evitación es lo que relata.

 

 

 

 

 

 

 

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04 PM | 22 Feb

SEGUIMOS DESAFINANDO

 En la sala Juan Negrín proyectamos la película Werckmeister Harmonies, y el blog sobre esta película comenzaría con lo que ha supuesto la publicación de las Melancolias de la Resistencia dice así el resumen que hace la editorial El Acantilado sobre la obra de  László Krasznahorkai “:

“Tragicómica y melancólica, esta novela nos presenta un mundo plúmbeo y totalitario, dominado por fuerzas ciegas e impersonales. Un escenario humano desolador en el que la inteligencia es anulado por la fuerza bruta y la violencia, y en el que el caos arrastra irremediablemente a unos personajes que, entre el conformismo y la insignificancia, no aciertan a crear un orden nuevo menos cruel y menos gris. El estallido de violencia no alcanza siquiera el rango de revolución y la vida transcurre, en esta pequeña y anónima ciudad húngara, sumida en una atmósfera de terror y amarga ironía. Melancolía de la resistencia es una obra maestra del humor negro.”

El director Béla Tarr adaptó la novela al cine en 2000, y desde luego sus lentas secuencias nos dejan huella. Lograr que con una sola cámara un grupo de borrachos desarrapados, en un espacio reducido, nos demuestren a ritmo pausado el fenómeno de los eclipses, el movimiento del cosmos, y que después de finalizar las más de dos horas de duración del film, salgas moviendo las manos imitando al sol es un logro significativo. Cuanto ganarían las escuelas si se lo explicaran así a los niños.

Hay dos secuencias fundamentales de la película que merecen nuestra reflexión: la llegada al pueblo del carromato con la ballena dentro del contenedor y esa multitud silenciosa que avanza con paso firme por las calles para llegar al hospital y apalear a los enfermos. Nada es la solución, ni la llegada del príncipe ni la generación de violencia. El cuerpo desnudo de un anciano encima de una bañera, hace retroceder a los manifestantes, y el orden, con la llegada del ejército y la policía se impone. La contemplación de la ballena destrozada en la plaza nos lleva al pesimismo, la armonía del mundo es afinada por los Werckmaister de la globalización, y el neoliberalismo.
La música excelente de Mihály Vig, que actuó en Satántango haciendo de Irimias

 

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