12 AM | 10 Feb

EL MAR, JUEVES DÍA 16

Hay pocos directores españoles hoy que sepan crear climas de terror mudo y angustia opresiva como Agustì Villaronga. Blai Bonet con su novela le dio tema y argumento, ambiente: Mallorca, guerra civil de 1936. Una pandilla; un niño, empujado por el ejemplo de los adultos, mata a otro niño, y se suicida. Durante la postguerra, se reencuentran -ya jóvenes- dos amigos de aquella pandilla en un hospital antituberculoso para soldados, y la única chica, hoy monja de la Orden que atiende a los enfermos.

La trayectoria de la joven queda marcada por su presencia como religiosa, fiel a la amistad de sus antiguos amigos, y ejemplarmente fiel a su vocación. El que fue líder del grupo es ahora un chulo prepotente, que arrastra indignidad y delincuencia hasta el hospital. Su amigo de infancia, el tímido, es ahora un beato lleno de obsesiones y complejos, que le llevan a una morbosa sensualidad.

Hay una línea fuerte, que proviene de la novela de Blai Bonet, en la autobiográfica trayectoria del tímido: una religiosidad mal enfocada, centrada en las prácticas exteriores; un terrorífico sentido de la pureza, helado por la soberbia personal; un mundo interior sin amor; y la acechante muerte sobre tantas almas ateridas y tiernas, y sobre esos cuerpos jóvenes enfermos de tuberculosis.

En la imaginación creadora los conflictos del beato tímido y del chulo prepotente son llevados hasta una pasión enfebrecida, loca, hasta el odio y la violencia, en imágenes escalofriantes, aterradoras. Villaronga, con su medida ambientación, agobiante enclaustramiento…, y apenas fugaces vislumbres del exterior -la montaña mallorquina-, lleva al espectador por las más sórdidas alcantarillas del alma humana, y a sus orillas, al alcance de la mano, el bien, atractivo e intocado. Como el mar, que está ahí, entornando la isla, luminoso y azul, y nunca se ve, como si el alma, ciega en el mal, no pudiera…

Ejemplo de obra acabada, bien hecha, controlada hasta el detalle. Todo coopera armónicamente a este retrato oscuro y cruel: luz y sombras, interiores, colores, música, sonido…, un ritmo narrativo perfecto, pocos diálogos y contundentes, y unas interpretaciones tan sobrecogedoras como el tema; aunque, más que interpretaciones, cabría hablar de desgarramientos: Bruno Bergonzini y Roger Casamajor realmente se desangran. Es un cine el de Villaronga, y esta película en especial, terrible, desasosegante; pero el miedo y el espanto interiores que provoca traen verdad, saben a ella.

Pedro Antonio Urbina

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11 PM | 04 Feb

Tras el cristal- Crítica de Félix Alonso en el año 2011 en filmaffinyty

El éxito de Villaronga en los Goya ha hecho que visionara con un grupo de amigos su primera película: “Tras el cristal”. El debate posterior se nucleó en torno a si las personas somos capaces de generar tanto mal, y si el mal se instala más confortablemente en tiempos de guerra. Recordé dos casos, uno reciente el de Jacques Mesrine que en su autobiografía titulada “Instinto de Muerte” nos relata en primera persona de una manera pasmosa su actividad criminal. El otro caso, y es en el que se inspira el director para escribir el guión, es de Gilles de Rais, el caballero psicópata que al lado de Juana de Arco participó en la guerra de los cien años. En su declaración declara entre otras cosas lo siguiente:
Yo, Gilles de Rais, confieso que todo de lo que se me acusa es verdad. Es cierto que he cometido las más repugnantes ofensas contra muchos seres inocentes –niños y niñas- y que en el curso de muchos años he raptado o hecho raptar a un gran número de ellos –aún más vergonzosamente he de confesar que no recuerdo el número exacto- y que los he matado con mi propia mano o hecho que otros mataran, y que he cometido con ellos muchos crímenes y pecados”.
“Confieso que maté a esos niños y niñas de distintas maneras y haciendo uso de diferentes métodos de tortura: a algunos les separé la cabeza del cuerpo, utilizando dagas y cuchillos; con otros usé palos y otros instrumentos de azote, dándoles en la cabeza golpes violentos; a otros los até con cuerdas y sogas y los colgué de puertas y vigas hasta que se ahogaron. Confieso que experimenté placer en herirlos y matarlos así. Gozaba en destruir la inocencia y en profanar la virginidad. Sentía un gran deleite al estrangular a niños de corta edad incluso cuando esos niños descubrían los primeros placeres y dolores de su carne inocente”.
“Me gustaba ver correr la sangre, me proporcionaba un gran placer. Recuerdo que desde mi infancia los más grandes placeres me parecían terribles. Es decir, el Apocalipsis era lo único que me interesaba. Creí en el Infierno antes de poder creer en el Cielo. Uno se cansa y aburre de lo ordinario. Empecé matando porque estaba aburrido y continué haciéndolo porque me gustaba desahogar mis energías. En el campo de batalla el hombre nunca desobedece y la tierra toda empapada de sangre es como un inmenso altar en el cual todo lo que tiene vida se inmola interminablemente, hasta la misma muerte de la muerte en sí. La muerte se convirtió en mi divinidad, mi sagrada y absoluta belleza.
“Yo soy una de esas personas para quienes todo lo que está relacionado con la muerte y el sufrimiento tiene una atracción dulce y misteriosa, una fuerza terrible que empuja hacia abajo. (…) Si lo pudiera describir o expresar, probablemente no habría pecado nunca. Yo hice lo que otros hombres sueñan. Yo soy vuestra pesadilla
Así que amigos, si juntamos al doctor Klaus con el nazismo, no es de extrañar una historia tan perturbadora.
félix alonso 
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12 AM | 31 Ene

Pat Garrett & Billy The Kid. (Sam Peckinpah, 1973) jueves 2 a las 18 horas Casa de Cultura San Lorenzo

Pat Garrett & Billy The Kid. (Sam Peckinpah, 1973) Western. Estados Unidos. 110
min. color. VOS.
En más de un lugar me he encontrado que, al hablar de la película de hoy, se
haga una referencia comparativa con El hombre que mató a Liberty Valance. No es
extraño. En mi opinión ―sin más valor que la opinión de cualquiera de ustedes― el
único director de westerns que puede tratar de tú a tú a John Ford es Sam Peckinpah.
Dejemos a un lado a Hawks y sus Ríos; porque para Hawks cualquier género representa
un juego en el que sabe de antemano que resultará ganador. En cambio, nuestra
pareja va en serio, completamente en serio. Nadie como Ford y Peckinpah han sabido
identificar la esencia del género, codificarla y convertirla en material historificado. O
sociologizado. (Aquí, Antonio Herranz echará de menos una pequeña explicación de
ambos conceptos; pero yo sé bien lo que quiero decir). En ningún otro director de
westerns, salvo los dos que estamos hablando, las sobreimpresiones de fechas
alcanzan un significado tan de hito, no orientativo, explicativo de lo que estaba
ocurriendo allí a esa altura de la historia. Por eso El hombre que mató a Liberty Valance
nos explica tan claramente que el Oeste, entonces, ya se ha convertido en leyenda, y
Patt Garrett and Billy The Kid nos confirma que en 1881, los ganaderos y el gobernador
de Nuevo México han decidido que ya está bien, que se acabó para los desarraigados
lo de cabalgar en línea recta; que han llegado el alambre de espino para cercar los
ranchos y los sheriffs duros para acabar con los últimos bandoleros.
Por lo demás, esta es una historia de amistades traicionadas como las que ya
hemos visto en el ciclo un par de sesiones. En este caso, centrada en dos de los
personajes más legendarios del salvaje Oeste: los que dan título al film.
Ahora bien, estamos ante una obra maestra. Porque, si lo que se cuenta es un
enfrentamiento entre una pareja de bandoleros amigos, de los que uno, ahora,
defiende la ley, el tono y el estilo que el director imprime a la obra la convierte en una
pieza de un valor cuantioso. Y, una vez más, no queda más remedio que medirse con
John Ford. El estilo fordiano es épico. Siempre nos cuenta los avatares de hombres y
mujeres fuertes y honestos que pelean con tesón contra adversidades enormes. En esa
pelea se les presupone un final venturoso y es tal la calidad humana de los personajes
que, en un momento indeterminado, el espectador sin saber por qué se pone
incondicionalmente de su parte hasta llegar a vivir el éxito vicario en carne propia.
Lo de Peckinpah es otra cosa. Este director es el gran nihilista de Hollywood, de
él no cabe esperar ni una pizca de épica. Él solo puede ofrecernos tragedia. Así, los
personajes de la película de hoy cargan cada cual con su propia tragedia y solo la
muerte los liberará de la sórdida existencia que arrastran. Por eso es una película
terriblemente triste y desoladora. Casi diríamos que es una película sucia. La mayoría
de ellos van desarrapados; las casas son chamizos ruinosos y destartalados; el sexo es
crudo y mezquino; los animales (cerdos, gallinas, pavos, ovejas) campan a su antojo
envueltos con la gente; los niños (Peckinpah y los niños, siempre, en todas sus
películas) mezclando sus juegos con los instrumentos siniestros de los adultos: uno se

balancea a horcajadas sobre el nudo de la soga del patíbulo; y el mismo Billy The Kid,
más allá de su crueldad y de su astucia, en ocasiones, parece un verdadero estúpido,
totalmente alejado de la idea de hombre inteligente y libre que ha podido alentar el
mito popularizado.
Sin embargo, esa zafiedad que envuelve a toda manifestación de lo humano
contrasta de manera salvaje con los paisajes. Especialmente, con una imagen
recurrente en el cine del director, los estanques convertidos en espejos de
circunstancia para simetrizar la visión del paso de un jinete. Ahí sale la vena lírica que
nos invita a pensar que en el alma del malvado Sam también debía quedar algún rastro
de pureza. Esos hermosísimos planos de ambiente mucho han de deber al director de
fotografía John Coquillon.
Terminamos el ciclo del western sin agotarlo, porque eso es imposible. Y como
colofón, a mí no se me ha ocurrido nada mejor que hacerlo a los acordes de Bob Dylan,
que además de actuar, firma la banda sonora de esta memorable película.
Disfrútenla.
Alfonso Peláez.
Colectivo Rousseau

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