Críticas

12 AM | 30 Nov

LA LECCION DE TOLCACHIR


La omisión de la familia Coleman es una auténtica fiesta escénica. El joven director argentino la creó a partir de las experiencias de la escuela de actores que montó en su casa.Disfrutada en el Carlos III, recuperamos una crítica de Marcos Ordoñez.

Es una auténtica fiesta teatral y una lección para estos tiempos de crisis. Tolcachir tiene treinta y pocos años. Es, por así decirlo, el benjamín de la formidable generación de Daulte, Spregelburd y Tantanian. En Argentina, el teatro siempre es “el magnífico enfermo”, como decía George Kauffmann: nunca hay dinero, pero las ganas no faltan. Harto de llamar a las puertas de siempre, Tolcachir convirtió su casa en escenario. Y en escuela. Una escuela de actores, cuentan, sin horarios, sin apertura ni cierre: se estudiaba por la noche o de madrugada, cuando todos se habían liberado de sus quehaceres alimenticios. Así nació Timbre 4, en Boedo 640, en un piso grande y destartalado, al final del pasillo de una casa de vecindad. Durante meses, Tolcachir y sus alumnos se impusieron la dura pero gozosa tarea de construir el retorcido árbol genealógico de la familia Coleman y de ese modo brotó su primera obra dramática, una pieza de una apabullante madurez. Crearon la familia y vivieron como familia, y en aquel piso se estrenó, en agosto de 2005, para convertirse en un fenómeno teatral: cincuenta personas por sesión, apiñadas en el comedor, durante cuatro años. La omisión de la familia Coleman se llevó todos los premios de Buenos Aires, y giró por media Suramérica, y fue a Nueva York, y a Miami, y recaló en Cádiz, en Almagro, en Girona, en Madrid, siempre con críticas ditirámbicas.

Comienza la comedia y durante los diez primeros minutos creemos pisar un territorio demasiado conocido: el grotesco porteño, primo hermano de nuestro esperpento. Personajes al límite, situaciones absurdas, diálogos delirantes. Otra familia desorbitada, pensamos, como en La nona, o Esperando la carroza, o Postales argentinas, o La escala humana, o Mujeres soñaron caballos. También cuesta un poco rastrear las reglas del juego de los Coleman, definir sus vínculos. En la primera parte, el juego consiste en atrapar las esquivas pistas de una historia pasada y secreta. Una vez recompuesta la foto familiar con todas sus zonas de sombra, veremos cómo se desintegra de nuevo ante nuestras narices. En la foto hay una abuela, una hija y cuatro nietos, pero el suelo de la casa se ha movido. La abuela (Araceli Dvoskin) ocupa el lugar de la madre. La madre, Memé (Miram Odorico), es una niña absoluta, que parece vivir en su propia fantasía. Hay dos mellizos, Damian y Gabi. Damian (Diego Faturos) calza en el hueco oscuro del padre ausente: violento, alcohólico, ladrón. A Gabi (Tamara Kiper) le ha tocado el rol de la madre ideal: es la única que trabaja y trae dinero a una casa que se hunde. Los dos hermanos mayores se encuentran en los polos opuestos del arco. Vero (Inda Lavalle) vive una vida aparte: escapó de la telaraña; se casó, prosperó. Y Marito (Lautaro Perotti) encarna, nunca mejor dicho, todo el dolor de lo no dicho: su trastorno mental es hijo directo de la omisión titular, de la decisión fatal que dividió a la familia. Contado así parece un furibundo melodrama de Torre Nilsson, entre gótico y freudiano. Nada más lejos de la realidad. Macarena Trigo, que firma el prólogo del texto, clava la mariposa: “En la función no hay espacio para la melancolía. Un perfecto equilibrio entre drama y humor negro, que persigue la veracidad sentimental, revelará lo mejor y lo peor de cada personaje”. La carcajada da paso al calambrazo amargo y viceversa, y a cada nuevo dato, a cada giro de la trama, los protagonistas ganan en complejidad: nuestra simpatía pasa de uno a otro y hemos de reevaluar cualquier conclusión provisional. Tolcachir muestra, no juzga. Memé puede ser encantadora y un monstruo de egoísmo e irresponsabilidad, casi la versión desglamourizada de Blanca, la madre de Nunca estuviste tan adorable, de Daulte. La todopoderosa abuela, aparentemente hosca y sarcástica, es la que más sabe, la que más comprende, la que más ama: el verdadero cemento del grupo. Tampoco Vero es la pija fría y calculadora que parece ser, ni están pintados de un plumazo los “externos”, el doctor (Jorge Castaño) y Hernán (Gonzalo Ruiz), ese visitante-observador, presunto bobalicón (muy jardielesco, como la función misma) que aterriza en el epicentro del conflicto. Y todos los códigos, todos los apriorismos saltan por los aires ante el extraordinario personaje de Marito, el que más sufre y el que más ve a través de su locura, cumpliendo una función similar a la de Leopoldo María Panero en El desencanto (y en la vida). El tapiz argumental es muy denso, pero en ningún momento da la impresión de recargamiento, ni siquiera cuando recurre a las duplicidades simbólicas (los dos padres ausentes, los dos mellizos, los dos amantes, los dos hijos pequeños de Vero), gracias a unos diálogos elípticos pero en constante efervescencia, y, desde luego, a un equipo de intérpretes que cortan el hipo, maravillosamente dirigidos por el propio autor. Por cierto: Tolcachir acaba de estrenar en Buenos Aires su nueva obra, Tercer cuerpo. Ya estamos tardando en verla, señores.

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12 PM | 19 Jun

Entre pelizcos de brujas

Entre pellizcos de brujas

(Comentario al poema de Claudio Rodríguez  “Brujas a mediodía” de su libro Alianza y Condena)

Algo fluye entre las palabras de este poema que teje una red en la que se acaba atrapado, que nos hace partícipes desde su base alegórica (cuentos de brujas y crónicas folklóricas) de una pulsión de contrarios que evitan deshacer del todo el misterio y se mueven en el límite de lo inefable. Las cosas cercanas viven su eterna superstición, su subterfugio, su hilarante retahíla de remedios que acaban ocultando la verdad más profunda. La realidad se tensa con el sol en su cenit y el poeta denuncia. Desde el crisol de su intuición recorre un camino más estimulante, buscando el ser y el conocimiento y el verdadero  hechizo que separa el amor y la hipocresía.

Encuentro en este poema una mística pagana que rompe los disfraces, una alianza con la verdad aunque suponga un desgarro tan siquiera el vislumbrarla. La verdad y la dicha que van unidas. Y en el centro del día acucian las preguntas, pero también el afán de discernir entre lo que nos dicen que es y lo que verdaderamente es.

¿Creíamos que las brujas salían de noche, que hacían sus aquelarres a la luz de la luna, en cuevas ocultas, alrededor de lumbres de sexo y locura? Pues resulta que no; el verdadero aquelarre se hace de día, con el sol en lo alto sin que apenas el cuerpo tenga sombra y con la vida sin reflejos, pura y dura vida. Y el ser despistado, embrujado a plena luz descubriendo la auténtica hechicería. Porque hay otra que nos somete, que cambia las cosas de sitio y nos crea confusión, nos hurta de las palabras su sentido, las deja huecas y a nosotros también, y aquí la condena.

Conocimiento y denuncia que desbrozan del camino el lado oscuro de la vida en busca de la luz, buscando también la magia blanca y mística del conocimiento. Es la burla del “Santo Oficio” y el desprecio de la maldad y de la ignorancia. Este es el camino de la heterodoxia, el andar al margen para sentirse libre, para palpar esa sutura donde la razón apoyada en los sentidos acepta, como dice el poeta, tanta mentira y tanto amor.

Antonio Herranz

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04 PM | 09 Jun

ESTUDIO ESTILISTICO DE ROHMER

 

      PARA LOS ESTUDIOSOS NOS BAJAMOS DE MIRADAS DE CINE UN ESTUDIO
      ESTILISTICO DE ERIC ROHMER.VAMOS A TERMINAR CON ROHMER EL CICLO DE CINE.

Realizar un estudio estilístico de cualquier realizador siempre conlleva un ejercicio rayante en el sadismo sobre el afortunado (o no) crítico responsable. Para que éste pueda llevar a buen término un mínimo coherente de estilemas y reflejos autorísticos, no sólo a de haber entendido y aprehendido la obra completa del realizador, si no que además, debe como mínimo, aportar su pequeña dosis de juicio sobre obras, en ocasiones, más que estudiadas. De hecho, la mayoría de la insufrible crítica española básicamente se apoya en los cuatro clichés canonizados, y a partir de ellos, enarbolan toda una serie de verdades ya dichas, que a la postre, acaban por aburrir hasta al mayor fan de Manoel de Oliveira. Pongamos unos ejemplos: Howard Hawks como el hombre que ponía la cámara a la altura de los ojos, Hitchcock como el hombre que describía sus torturadas pasiones a través de suculentas intrigas, Ozu como el fundador del plano fijo, Godard como el intelectual de izquierdas que ha acabado siendo devorado por sus propias teorías… Es aburridísimo leer según qué estudios críticos, incluso, algunos de los que yo mismo realicé en mis inicios como crítico, pues al ser un estudiante autodidacta, uno acaba cometiendo los mismos o peores errores de los críticos que lee. En este aspecto, y sé que no tiene nada que ver ni con Eric Rohmer, ni con la nouvelle vague, es realmente encomiable el libro de Carlos Losilla La invención de Hollywood, ofreciendo nuevas miradas a cineastas demasiadas veces retratados. Así que me he obligado a hacer esta introducción al estudio de Eric Rohmer, pese a que peque de cierto yoísmo , porque creo necesario abordar en este artículo la figura de Eric Rohmer de una manera plenamente subjetiva. No creo necesario realizar el mismo cúmulo de tópicos tantas veces escrito, por que al final ni mi texto resultará interesante, ni el lector conseguirá conectar con Rohmer a través de este crítico. Así quien quiera abordar a Rohmer en toda su complejidad, con un análisis tan completo como detallado, puede encontrar su mejor referencia en la obra de Carlos F.Heredero y Antonio Santamarina Eric Rohmer editado por Cátedra en 1991.

Por eso me habréis de permitir que empiece desde el principio y desde el final, para elaborar un flash-back que nos lleve desde Triple agente (Triple agent, 2004) a Le signe du lion (Ídem, 1963), y descubramos así una de las principales virtudes, al menos una de las que a mi más fascina, del realizador de Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969): su absoluta coherencia como crítico, cineasta y ser moral. Y es que los principios plásticos de la obra rohmeriana, ya estaban presente s incluso en sus postulados como crítico cinematográfico, función, por cierto, que ejerció como máximo heredero de André Bazin, teniendo en cuenta que para sus compañeros de la nouvelle nague, el interés por la crítica era muy variable: Tanto Chabrol como Truffaut reconocieron que se habían aprovechado de la crítica cinematográfica, no sin armar el suficiente ruido como para provocar toda una revolución tanto en la crítica como en el propio cine, para saltar a la dirección, Godard simplemente no ve diferencia cualitativa entre escribir y dirigir, únicamente cuantitativa, y Rivette, bueno, Rivette, que estaría más cercano a Rohmer en lo crítico y en lo fílmico, fue posiblemente el más radical, y a la vez errático, a la hora de llevar sus postulados y afinidades críticas a la gran pantalla. Eric Rohmer, no es ajeno a este aprovechamiento de la función crítica, aunque él jamás se definió como crítico, sino que definió al grupo como «cineastas que hemos hecho un poco de crítica para empezar» (3), lo que implica cierta modestia de un realizador que ya en sus primeros textos alababa a cineastas como Hawks, Renoir o Rossellini, de los que heredó un gusto por el naturalismo subjetivo, proveniente de la puesta en escena objetiva que diera la mayor sensación de transparencia. Rohmer es un realizador absorbido por la composición espacial de sus obras, pero nunca se plantea la puesta en escena como herramienta cinematográfica, como un truco gramatical usado con inteligencia. Para Rohmer, el espacio retratado es tan importante como los abundantes diálogos presentes en sus películas, y de dicha conjunción, queda al desnudo no su complementación, sino su significación: es tan relevante la contradicción de los personajes morales de Rohmer entre lo que piensan y dicen de sí mismos con lo que finalmente acaban haciendo, como la manera en que se desenvuelven en el interior del plano, nunca de un modo efectista, pero igualmente cargado de sutiles connotaciones metafóricas. Quizás uno de los ejemplos más evidentes sea el de la violación en La marquesa de O (Die Marquise Von O, 1975), donde Rohmer emula al cuadro de J.H. Füssli La pesadilla, sustituyendo del plano el elemento perturbador y poniendo en contraplano al soldado interpretado por Bruno Ganz (4). Esta búsqueda por la transparencia Rohmer la resume a la perfección ya en uno de sus primeros textos críticos, hablando sobre la figura de Orson Welles, uno de los puntos de discusión con su maestro Bazin: «La misión del cine es más la de dirigir nuestros ojos hacia los aspectos del mundo para los que todavía no tenemos una mirada, que la de situar ante nuestros ojos un espejo deformante, por muy buena calidad que tenga» (5).

Si ejecutamos el flash-back temático, evidentemente, lo primero sería lo último, es decir, que habría que centrarse en Triple agente y La inglesa y el duque (L’Anglaise et le Duc, 2000), para señalar los rasgos estilísticos que el cineasta ha mantenido durante más de cuarenta años con un inapagable tesón. Aquí quizás habría que injerir un matiz, pues la puerta abierta en este ensayo es fácilmente atacable: que un cineasta sea coherente no es en sí mismo una virtud, si no fuera por la búsqueda continua de la belleza que implica esa coherencia. «La meta primera del arte fue la de reproducir no el objeto, sin duda, sino su belleza; lo que se llama realismo no es más que una búsqueda más escrupulosa de esta belleza» (6). Esta búsqueda posee un ejemplo bastante relevante en sus dos últimas obras, que según Heredero, conforman un nuevo ciclo abierto, aunque no confeso por el realizador, que vendría a llamarse “Tragedias de la historia”. Siendo dos films de época, una rareza en un realizador siempre ceñido a lo contemporáneo, están emparentadas en la búsqueda de la representación con sus otros films de época: La marquesa de O y Perceval le Gallois (Ídem, 1978), y es que si Rohmer busca en los relatos contemporáneos una transparencia más allá del realismo empírico, la forma de aproximación a los relatos del pasado , no es a través de una construcción naturalista de la época, sino mediante la asunción de los “modos de representación” que poseemos de dicha época, en palabras de Enrique Alberich: «…no como una operación puramente esteticista, sino que resulta coherente con su postura moral ante el cine: el realizador sabe que no filma el pasado, sino su recreación arbitraria». Por eso si La marquesa de O busca la realidad pictórica de una época, de la misma forma que otras películas como Barry Lindon (Ídem, 1975. Stanley Kubrick) o La joven de la perla (Girl with a Peral Earring, 2003. Peter Webber), y Perceval le Gallois es representada con formas estrictamente teatrales, con unos decorados que no tienen nada que envidiar a los de El Casanova (Il Casanova di Federico Fellini, 1976) o El satyricon (Satyricon, 1969) de Federico Fellini, La inglesa y el duque y Triple agente prosiguen en la misma indagación estética, haciendo de la primera de ellas, posiblemente una de las obras más radicalmente modernas del nuevo siglo, sin nada que envidiar a los logros formales de cineastas tan vanguardistas como Alexander Sokurov o Lars Von Trier.

Sin duda estos dos últimos films de Eric Rohmer sitúan a éste, junto a otros cineastas tan atractivos como Manoel de Oliveira. Michelangelo Antonioni o Shohei Imamura, en el extraño paraíso de cineastas que superan los ochenta años y aún así siguen siendo capaces de realizar obras cumbre. Curiosamente a Eric Rohmer siempre se le ha tachado de cineasta adulto, cuando no directamente viejo, incluso en sus inicios dentro de la nouvelle vague , donde hasta fueron más llamativos los primeros films de Alain Resnais –no en vano se trata de dos joyas como Hiroshima, mon amour (Ídem, 1959) y El año pasado en Marienbad (L’anneé dernière a Marienbad, 1961)– que sus tres primeras obras: Le signe du lion, La panadera de Monceau (La Boulangère de Monceau, 1963) y La carrière de Suzanne (Ídem, 1963). Jean Marie Maurice Sherer, transmutado en Eric Rohmer para Cahiers du Cinema, fue, junto con Rivette, como he dicho antes, uno de los cineastas más incomprendidos del movimiento, sino el que más, de los más tardíos en despuntar. El bello Sergio (Le Beau Serge, 1958. Claude Chabrol), Los 400 golpes (Les quatre-cents coups, 1959. Francois Truffaut) y Al final de la escapada (A bout de soufflé, 1959. Jean-Luc Godard) fueron los films abanderados de un movimiento en el que Rohmer no se vio plenamente reconocido hasta el éxito de Mi noche con Maud. Curiosamente, y esto sí que es un apunte meramente personal, sus films más apegados al estilo de la nouvelle vague –en términos de producción y de estilo–, son los que menos interesantes me parecen: sus dos primeros cuentos morales citados antes, y las posteriores El rayo verde (Le rayon vert, 1985) y Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (Quatre aventures de Reinette et Mirabelle, 1986). Habría que ser sincero y reconocer que la nouvelle vague oficialmente acabada a partir del enfrentamiento entre Jean-Luc Godard y Francois Truffaut, casi a la misma vez que Rohmer dejaba el cargo de redactor jefe de Cahiers, para que le sucediera Jacques Rivette, prácticamente sólo existió durante diez años: de 1959 a 1969, pues poco o nada tienen que ver entre sí films tan dispares como Domicilio conyugal (Domicile conjugal, 1970. Francois Truffaut), Todo va bien (Tout va bien, 1972. Jean-Luc Godard), La década prodigiosa (La decade prodigiouse, 1972. Claude Chabrol), Celine y Julia van en barco (Céline et Julie vont en bateau, 1974. Jacques Rivette) o La mujer del aviador (La femme de l’avaiteur, 1980. Eric Rohmer); sin embargo, como cinéfilo kamikaze y autodestructivo, no puedo más que sentir una tremenda admiración por unos cineastas que incluso en sus últimas obras no bajan de la maestría: Nuestra música (Notre musique, 2004. Jean-Luc Godard), La dama de honor (La demoiselle d’honneur, 2004. Claude Chabrol), Histoire de Marie et Julien (Ídem, 2004. Jacques Rivette) y Triple agente (40 años después de su debut, 20 años después de la muerte de Francois Truffaut).

Dice Olivier Assayas que «la generación de la Nouvelle Vague fue históricamente la primera en considerar que hacer películas era más digno de sus ambiciones que escribir libros» (7), curiosamente, Eric Rohmer, que empezó defendiendo el cine como un arte independiente de la pintura, el teatro o la literatura, con el paso del tiempo ha ido matizando dichas afirmaciones, hasta el punto de llegar a renegar de la cinefilia, entendida esta como alejar el cine de las otras artes y valorar únicamente por sí mismo. «Ahora, por desgracia, ocurre que en la actualidad hay gente que la única cultura que tienen es cinematográfica, que piensan sólo en el cine, y que cuando hacen películas, hacen películas en las que hay seres que solamente existen en el cine» (8), quizás por ello la mirada sobre la historia planeada en sus dos últimos films, no sólo beba de los modos de representación existentes sobre la época, si no que añada un punto de vista moral sobre lo narrado, mediante cierta atracción tanto por la historia como por los diferentes medios artísticos que la han abordado. Quizá haya en Rohmer algo de indignación ante cineastas, muchos coetáneos suyos, que hacen del cine cita y contexto, con lo que enmarañan la naturalidad buscada en la obra (en caso de que se busque). Lo curioso es que el realizador consigue mostrar su discurso usando la misa coherencia estética ya aludida antes, por cierto, dicha constancia es la que hace que el colectivo antirohmeriano se vea incapaz de disfrutar de ninguno de sus films, bien achacándolo de teatral (¿?), discursivo (¿?¿?) o reaccionario (¿?¿?¿?).

Justo antes de estas dos “tragedias de la historia”, Rohmer construyó sus “Cuentos de las cuatro estaciones”, a mi parecer, su mejor ciclo junto con “Los cuentos morales”. Quizás dicha atracción me venga dada por una constancia que noto en casi toda la filmografía del realizador de La rodilla de Clara (Le genou de Claire, 1970), y es que, ya sea comedia o drama (tanto da en Rohmer el encuadramiento genérico, pues ya se sabe que ni las comedias son comedias puras, ni los proverbios son metáforas o, simplemente, moralejas), siempre hay una mirada bastante amarga sobre el ser humano, su afinidad moral y su final rendición ante lo apacible. Esto no tiene nada que ver con la presencia en el film de un happy end al uso, de hecho, tildar de convencional a Rohmer por que sus protagonistas de los “Cuentos Morales” acaben siempre tomando la opción de la mujer que representa la estabilidad y la seguridad, por encima de las mujeres que representan la tentación (moral y erótica), no es hacerle justicia, Rohmer jamás toma partido en lo narrado, el único demiurgo es el protagonista, que con sus divagaciones sobre lo que quiere y lo que es, en contraposición con lo que se acaba convirtiendo, deja realmente una visión pesimista sobre la vida, que Rohmer no tiene por qué compartir. A su manera, es pura comedia, pero de un humor bastante más complejo que el que se puede discernir en films tan melancólicos como La mujer del aviador (La femme de l’aviateur, 1980) o El amigo de mi amiga (L’ami de mon amie, 1987), primer y último episodio de sus “Comedias y proverbios”. Quizás por ello veo cierto cambio en la mirada de Rohmer sobre el mundo en los “Cuentos de las cuatro estaciones”, donde sus protagonistas, más tenaces que en el resto de su ciclos, a su manera, ven recompensada esa coherencia con la que enfocan sus dilemas éticos con el logro de sus aspiraciones románticas. Tomemos como ejemplo la protagonista de Cuento de invierno (Conte d’hiver, 1992) –este film, por cierto, posee un arranque realmente extraño, con un prologo musical (¡!), totalmente inusual en Rohmer(9)–, una joven persistente hasta posiblemente caer en lo ridículo, manteniendo la esperanza de poder encontrarse de nuevo con un amor del pasado, dicha cabezonería, que la lleva a rechazar a sus dos candidatos a pareja –seres totalmente antagonistas, que le sirven a Rohmer para reírse tanto de la intelectualidad como de la torpeza mental-, acaba por darle la razón, al, por ese azar tan rohmeriano, encontrarse con el joven en un autobús. ¿Es Cuento de invierno un film capriano? En absoluto, o al menos, en la misma medida que lo pueden ser los otros cuentos, donde sus protagonistas –Cuento de primavera (Conte de printemps, 1989) sería más ambiguo al respecto– acaban obteniendo lo que esperan, en el que caso del Cuento de verano (Conte d’eté, 1996), el protagonista librándose de una encrucijada a la que su indeterminación le tiene atrapado y, en Cuento de otoño (Conte d’automme, 1998) –mi preferido, en muchos aspectos–, llevando a buen término un juego de relaciones casi hitchcockiano, que de nuevo sorprende por su definición optimista.

El azar presente en Cuento de invierno y Cuento de verano, también encontrado en el film intermedio Les rendez-vous de Paris (Ídem, 1995), curiosa mezcla de “Comedias y Proverbios” (los dos primeros capítulos) y “Cuentos Morales” (el tercero) –menos interesante encuentro El árbol, el alcalde y la mediática (L’arbre, le maire et la mediatéque, 1993), film discursivo, netamente político y de estética desmañada (por supuesto, totalmente consciente), de un realizador que, por cierto, se confiesa como «en todo caso, no soy de izquierdas» (10)–, así como las abundantes conversaciones que entablan sus protagonistas, generalmente en los films del francés presentados como filósofos, etnólogos, profesores, etc., y que suelen versar frente a temas como filosofía, moral, tentación, fidelidad, religión, … nos sirven más que para acompañar la imagen o completarla, como una declaración de intenciones encubierta de los narradores. Me explico, el personaje puede estar deseando algo mucho más prosaico, simplemente, entablar relaciones con su compañera, pero para ello, Rohmer hace hablar a los personajes sobre Pascal, Balzac, Sartre, numerología, etc., define parcialmente a los personajes mediante su lenguaje, otra parte mediante sus actos físicos y finalmente por su enjundia moral. Este azar más el abundante uso del lenguaje emparentan a Rohmer con dos cineastas tan actuales como Richard Linklater, cuya Antes del atardecer (Befote Subset, 2004) es un Rohmer algo exhibicionista, o Quentin Tarantino (no en vano, el realizador de Kill Bill siempre ha alabado la nouvelle vague y sus componentes), porque puede que los personajes de Rohmer sean verborreicos, pero en la misma medida que lo son los de Tarantino, eso sí, cada uno habla de lo que conoce, ya sean conversaciones sobre el individuo y la individualidad, o sobre Big Mac y superhéroes.

Aunque El rayo verde esté contabilizado como la quinta “Comedia y proverbio”, sería lo justo englobarla junto con Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle, aunque sólo sea por las condiciones de rodaje: 16mm, cuatro mujeres (actriz, operadora, sonido, producción), sin subvención, orden cronológico, sin guión ni diálogos e improvisando. Ambas obras conectan también con los “Cuentos de las cuatro estaciones” en su relación con la naturaleza, que si bien siempre está presente en el cine de Rohmer, es en estos cuentos y estas indefinidas obras, donde cobra especial relevancia. Existe también un vínculo entre estos dos films y la segunda “Comedia y proverbio” La buena boda, y es en lo cargantes que resultan todas sus protagonistas. Posiblemente influenciadas por el verdadero carácter de sus intérpretes (Marie Rivière, Joëlle Miquel y Béatrice Romand), la consistente tozudez de estas protagonistas en encontrar el novio perfecto, mantener su ética desclasada intacta y encontrar marido a cualquier precio, respectivamente, resultan de lo más agresivo escrito nunca por Rohmer en la definición de personajes. Eso sí, el realizador da rienda suelta a su vena más malévola en La buena boda (La Beau mariage, 1982) cuando enfrenta directamente a su protagonista con el idílico pretendiente, que ciertamente, no tiene ya interés en casarse, sino ni siquiera en tener una simple relación amorosa.

Esta crueldad en La buena boda, expresada como bofetada a las más bien incorrectas poses morales de sus protagonistas, recordemos, mujeres en toda la serie de “Comedias y proverbios”, que al terminar el film han recibido un escarmiento del que no acaban por entender todas sus connotaciones. Como bien dice Serge Daney: «Un personaje rohmeriano no evoluciona, no cambia, no resuelve nada: es al final del film lo que era al comienzo y era al comienzo lo que era el actor más allá del film», y ni el protagonista de La mujer del aviador, ni cualquiera de los personajes de Pauline en la playa (Pauline a la plage, 1983) (librando al mefistofélico y, a su manera, brillante, Henri), o la protagonista de Las noches de la luna llena (Les nuits de la pleine lune, 1984), se ven capaces de interpretar los designios de sus avatares. Quedan en el más simple de los ridículos al verse superados por su circunstancia, sus estúpidos celos y su creencia a poder desenvolverse en la vida muy por encima de sus afecciones emocionales. Posiblemente la comedia más rica, entendida en su vertiente más hawksiana, sea Pauline en la playa, film brillante en su descripción de un corpúsculo de personajes definidos bien prontos en la película (en una secuencia brillantemente rodada, nada que envidiar a Jean-Luc Godard), y su caótico devenir, cuya culpa vendría repartida entre lo irreflexivo de sus actos y, cómo no, el azar poco casual habitado en los guiones de Eric Rohmer. La comedia se alargará en el tiempo bajo una mutación en nombres y geografía, y en el Cuento de verano podremos ver a una Pauline convertida en Margot, cuya novio habita en la Polinesia (no olvidemos que Henri vivía en Oceanía). ¿Es que la única manera de triunfar en la vida es ser definitivamente amoral? Quizá, pero para ello, esta amoralidad debe ser plenamente íntegra.

El amigo de mi amiga, El amor después del mediodía (L’amour après-midi, 1972), y a su manera, Les rendez-vous de Paris, funcionan como epílogos a las “Comedias y proverbios” y los “Cuentos morales” (la tercera es como un epílogo simpático), representando de manera menos sutil y quizás más agresiva los principios estéticos y dramáticos de las series. El amor después del mediodía es entonces el “Cuento moral” en que menos matices entran en juego, y cuyo protagonista es si cabe, el más perdido de la colección de los seis films. Si consideramos La panadera de Monceau y La carriere de Suzanne como films ingresados en lo temático, por más que la segunda tenga unos personajes inusualmente antipáticos en la filmografía de Eric Rohmer, pero alejados en la estética del grupo, sin duda, La coleccionista (La collectionneuse, 1966) queda como un film híbrido. Por una parte posee la ambigüedad moral de sus compañeras, pero a nivel de forma seguramente es lo más cerca que han estado nunca Eric Rohmer y Jean-Luc Godard. Los “Cuentos morales”, los ya citados más las magníficas Mi noche con Maud y La rodilla de Clara, es posiblemente lo mejor del trabajo de Eric Rohmer como cineasta. De hecho, como dice Enrique Alberich, la mítica secuencia en la que Jerôme por fin acaricia la deseada rodilla resume casi toda la filosofía de este jansenista del placer(11) a quien debe tanto el cine, el arte y la belleza: «La incidencia del azar que siempre es relativo, el aplazamiento del deseo como modo de objetivizarlo, la cerebralidad como vía para moderar la pasión, la táctica del autoengaño y, desde luego, la perversión de la moral al tomarla en vano, al acudir a ella como pretexto» (12).

(1) ROHMER, Eric. El cine, arte del espacio. Me permito, como homenaje a Rohmer, abrir el artículo de estudio con su primer párrafo publicado como crítico. Publicado en La Revue du cinéma, nº14, junio de 1948. Extraído de Eric Rohmer, el gusto por la belleza. La memoria del cine. Ed.Paidós. Barcelona, 2000.

(2) BAZIN, André. De la política de los autores . Cahiers du Cinema, nº 70, Abril de 1957. Extraído de La política de los autores. Pequeña antología de Cahiers du Cinema. Ed. Paidós Comunicación 145. BCN, 2003.

(3) Eric Rohmer a Jean-Claude Biette, Jacques Bontemps y Jean-Louis Comolli. Cahiers du Cinéma, Nº 172, noviembre de 1965.

(4) Pedro Almodóvar realizaría una fuga similar en Hable con ella, introduciendo un cortometraje con estética del cine mudo, para que funcionase tanto “como una metonimia de la violación, como una metáfora de la elipsis”, en palabras de Pascal Bonitzer.

(5) ROHMER, Eric. Orson Welles: Mr.Arkadin. Cahiers du Cinema, nº61, Julio 1956. Extraído de Eric Rohmer, el gusto por la belleza. La memoria del cine. Ed.Paidós. Barcelona, 2000.

(6) ROHMER, Eric. Vanité que la peinture, Cahiers, núm 3, junio 1951. Extraído de F. HEREDERO, Carlos; SANTAMARINA, Antonio. Eric Rohmer. Ed. Cátedra. Signo e imagen/Cineastas. Madrid 1991.

(7) ASSAYAS, Olivier. ¡Cuantos autores, cuantos autores! Sobre una política. Cahiers du Cinema, nº352-352, octubre y noviembre de 1983. óp. cit. en (2)

(8) Entrevista a Eric Rohmer por Jean Narboni. óp. cit. en (1) .

(9) «No veo para qué puede servir la música, si no es para arreglar una película mala. Sin embargo, una película buena puede perfectamente no necesitarla», óp. cit. en (3)

(10) Óp. cit. en (3)

(11) Cortesía de Jöel Magny

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12 PM | 11 Feb

DREYER CINEASTA DEL ESPIRITU

COMENTARIO SOBRE DIES IRAE

Esta película del danés es, como otras que he visto de él, una crítica a la intolerancia, en este caso la intolerancia religiosa, así como Gertrud era una crítica a la intolerancia en el amor. Se trata de un proceso inquisitorial por brujería en el que se asoma la venganza y la maldición, ya que Herlofs Marte implora por su vida al inquisidor que, sin embargo, tiene mucho que ocultar sobre la brujería y su familia.

Se dice algo de Dreyer que es rigurosamente cierto: es el único cineasta que ha sido capaz de reflejar el mismo espíritu. Esta es la segunda vez que veo este filme y de nuevo me sobrecoge desde la primera imágen la figura de la anciana bruja, tan vieja y tan frágil, con un rostro absolutamente bondadoso, que me recuerda tanto al de mi madre, y que durante las siguientes escenas suplica una y otra vez por su vida, hasta el mismo final. No es un personaje bueno expuesto a la maldad y a la intolerancia, es mucho más: es la misma bondad y la misma fragilidad, una idea, un concepto que transpasa la corporalidad y hasta la muerte, que es atemporal dentro de la misma historia, tras los varios visionados de la película o para los distintos espectadores. Es un sobrecogimiento similar al de haber visto un espíritu, pero uno que no nos inspirase miedo sino una compasión y una pena muy profundas.

Siento la necesidad de seguir hablando sobre ese espíritu, ese personaje no tan plasmado como plasmático, lo cual podría decirse sin duda también del personaje femenino de Gertrud. Herlofs Marte choca frontalmente con la inhumanidad de sus inquisidores pero no estalla de rabia o desesperación, sino que la afronta centrándose en su objetivo de evitar el fuego. No cree en sus monsergas, no las acepta. La vieja es dura, como dice uno de ellos.

Y qué palabras podría esgrimir para alabar la escena de la tortura: ni la escena en que le abren los intestinos a William Wallace en Braveheart sobrecoge tanto. Ambas escenas se basan en la elipsis visual. Aquí vemos la impasibilidad de los rostros de los inquisidores mientras escuchamos verdaderos gritos de dolor en la sala, como si estuvieran tramitando burdos papeleos judiciales. Y sabemos que es una anciana tan frágil. Y la vemos llorando. Por cierto que esos gritos son tan reales en la versión doblada al castellano, que tiene que haber algo internacional e indescriptible en esta escena de dolor físico.

Además la vieja Herlofs Marte no para de repetir lo mucho que teme a la muerte y a la hoguera. Es un genuíno miedo animal, uno que se siente como propio cuando lo dice una vieja implorante de ayuda y temblorosa de un frío que debe de ser mayor que el que pudiera sentir en esas estancias húmedas campesinas en las que la historia la hace tiritar.

Y todo esto no es más que una parte de la historia porque luego está la segunda parte en la que un amor prohibido irrumpe junto a la desgarradora muerte. Y tenemos aquí símbolos visuales plasmados con un acierto como nunca en el cine: nunca los campos de trigo, las hierbas altas de los prados por donde pasean los amantes o los altos y frondosos árboles que se convierten en sus testigos han sido para mí tan próximos a mis experiencias. Nunca el cine ha sacado tanto provecho a unos símbolos, siendo capaz de transpasar el campo de la comprensión para envolver los terrenos del espíritu. Sin duda Dreyes es el cineasta del espíritu.

 

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