Críticas

10 PM | 26 Oct

VICTIMA O PSICÓPATA (39 escalones)

El dinero ha sido probablemente, junto con la fe en cualquiera de sus formas (religiosa, nacionalista, política, ideológica, sentimental, amorosa…), uno de los elementos más perniciosos en el lento y trabajoso proceso que a lo largo de siglos y milenios ha conformado y moldeado la condición humana tal y como la contemplamos hoy en día, dos instrumentos que han logrado su primacía absoluta e incuestionable gracias y a través del ejercicio exclusivo del monopolio de su tercer gemelo: la violencia. Estos tres elementos han condicionado, instigado y promovido todos y cada uno de los conflictos humanos desde que se tiene conciencia, constancia y conocimiento de la idea de comunidad, llevándose por delante más vidas incluso que el devenir natural del ciclo de la vida y la muerte. Algo existe de autodestructivo en el ser humano que hace que gran parte de su ciencia, de su capacidad intelectual, de sus habilidades manuales y de sus esfuerzos físicos vaya destinada a la eliminación selectiva de sus semejantes, a la imposición, el imperio de ideas y deseos sobre otros a través de la coacción o la coerción en sus múltiples, inagotables formas, y a la incesante perversión de gran cantidad de herramientas, avances, creaciones, inventos e instrumentos potencialmente útiles, beneficiosos y necesarios para el progreso conjunto de los seres humanos y para su bienestar pleno, hasta conseguir su transformación en medios para la muerte, el control, la dominación o el sometimiento, dejando a las claras que la capacidad del hombre para ser infeliz y generar infelicidad a su alrededor resulta realmente inabarcable.

Esta visión pesimista (o realista, dirían algunos; al fin y al cabo, “un pesimista es un optimista con experiencia”, o “un optimista cree que vive en el mejor de los mundos posibles; un pesimista sabe que es cierto”) es compartida por Robert Bresson en su obra maestra El dinero (L’argent, 1983), coproducción franco-suiza tan bella y lírica como terrible y contundente. En ella, partiendo de un relato de Tolstoi, El billete falso, Bresson, responsable igualmente del guión, cuenta la historia de Yvon, un -aparentemente- pobre hombre (Christian Patey), joven, trabajador, con esposa y una hija pequeña, que se ve envuelto en una pesadilla judicial-carcelaria por culpa de la “travesura” de unos adolescentes que cambian en una tienda de fotografía un billete falso de quinientos francos para conseguir dinero fresco y rápido de curso legal con el que pagar sus vicios y sus salidas nocturnas. A causa de una suma de azares y de los perversos intereses particulares de los implicados, las sospechas del tráfico de dinero fraudulento recaen en él, que trabaja como empleado y conductor de una empresa que suministra gasóleo en camiones cisterna a diversos clientes, incluida la tienda de fotografía. A partir de ese instante su vida se convierte en un horror, viéndose sumido en un caos de desgracias en cadena que le hacen vivir un infierno, y su cerebro, quizás a causa de ello, en el caldo de cultivo de una psicopatía irreversible.

 

En la historia de Bresson no hay inocentes; incluso las víctimas de una estafa o de un calamitoso error del sistema moral, policial y penal de la sociedad son absolutamente culpables. Todos los personajes resultan realmente odiosos por una u otra razón, exceptuando a Elise (Caroline Lang), la desgraciada esposa de Yvon, la mayor sufridora de todos, y quizá a la anciana del tremendo capítulo final del filme (Sylvie van den Elsen). Los adolescentes del comienzo encarnan a la ociosa juventud producto de la sociedad del bienestar que sus padres les han regalado; internamente carecen del concepto de esfuerzo, de trabajo, de sacrificio, de ganarse su situación privilegiada. Lo tienen todo hecho y al alcance de la mano, les basta con pedirlo, o exigirlo, dado que en su mentalidad creen que tienen derecho a todo. De hecho, la película se inicia con uno de ellos abriendo la puerta del despacho de su padre para pedirle la paga, y es la circunstancia de que ésta no colme sus expectativas, de que no llegue a la cantidad que compañeros suyos de escuela reciben de sus padres y de que su madre no lleve suelto en el bolso, el detonante de que, en compañía de un amigo que le da la idea, la espiral de desgracias de Yvon dé comienzo con el cambio del billete falsificado en la tienda. Estos adolescentes, lejos de afrontar su responsabilidad, huirán como cobardes, en la escuela eludirán dar la cara (uno de ellos escapa literalmente de clase), mientras qne en casa su propia madre, amante protectora inconsciene de que el efecto de este hecho en su hijo será fatal, evita poner al padre en conocimiento de lo ocurrido, con lo que la trampa de Yvon comienza a cerrarse: ni siquiera la contemplación de cómo un inocente va a sufrir las consecuencias despierta la humanidad del muchacho o de su madre, ni su piedad ni sus remordimientos. Los dueños de la tienda de fotografía no son mejores; son las víctimas, y sin embargo Bresson los carga de sospecha: su comportamiento no resulta claro, diáfano, sus movimientos, sus diálogos, las situaciones que viven parecen fruto de algún tipo de maniobra turbia, de ocultamiento, de clandestinidad, de secreto inconfesable. Se mueven en silencio, apenas hablan, y cuando lo hacen se refieren a hechos crípticos que el espectador desconoce pero que quizá encierren algo no del todo admisible. Su comportamiento, su forma de actuar, resulta en todo momento culpable, hasta el punto de manipular a su joven ayudante Lucien (Vincent Ruiterucci) para que dé falso testimonio en el juicio de Yvon y forzar su condena, a pesar de que ellos saben que es inocente porque desde el principio han identificado a los chicos como autores de la estafa. Lucien tampoco es ejemplar, ni mucho menos: aprovecha cada venta en la tienda cuando sus jefes no están para cobrar sobreprecios a los productos que se embolsa directamente en su billetero; cuando es despedido por esta razón, se guarda su odio y su rencor dentro, y junto a dos amigos no solo roba la caja fuerte de la tienda, sino que incluso le clona la tarjeta de crédito a su jefe y le “indemniza” con sus propios fondos en un aparente ejercicio de petición de perdón. Todos son culpables, todos están embrutecidos a causa del materialismo de una sociedad excesivamente preocupada por lo accesorio, que crea autómatas o zombis inconscientes o desconocedores de su propia humanidad.

El estilo cinematográfico de Bresson ilustra este punto a la perfección. El estilo es seco, las imágenes están desnudas, despojadas de cualquier artificio o movimiento de cámara accesorio, incluso de música más allá de algunas piezas de Bach que suenan en algún momento del breve metraje (82 minutos). Los intérpretes se expresan de manera lacónica, siempre sobrios, sin permitirse cualquier demostración de emociones o sentimientos, haciendo alarde de seriedad, hieratismo y una conducta casi de androide, tanto en sus movimientos como en sus conversaciones. Incluso cuando Yvon, despedido de su trabajo, se abraza a la delincuencia como forma de vida, primer escalón decisivo para su hundimiento en la miseria, los movimientos de la policía durante el atraco, los sucesivos juicios y estancias carcelarias parecen transcurrir en un frío espacio de ciencia ficción, en un planeta lejano, en una nave espacial perdida en los confines del universo. Esta frialdad, esta distancia de Bresson incorpora su visión casi científica, quirúrgica, de una sociedad enferma, deshumanizada, desnaturalizada, sin esperanza ni redención posible. Bresson nos habla de la brutalidad presente en la sociedad pero elude mostrarla, utiliza las elipsis y las sugerencias o los énfasis en pequeños y reveladores detalles incluso en la criminal eclosión final.

El único paréntesis que se permite Bresson es el momento en que Yvon y la anciana se conocen y comparten unos días juntos. Él está solo; su matrimonio se ha roto, su familia ya no existe, y acaba de salir de la cárcel y de cometer un horrendo crimen; ella, que parece la próxima víctima -al menos él la sigue con propósitos nada alentadores- se convierte sin esperarlo en quizá la única oportunidad para que Yvon recobre su humanidad, recupere la inocencia perdida hace mucho -antes incluso de que lo conozcamos al inicio del filme-. Junto a la anciana, Yvon despierta a pequeñas vivencias que creía perdidas, el sabor de los alimentos, la compañía en un entorno tranquilo, plácido, la efervescencia de la naturaleza (bellísima secuencia de Bresson la que retrata a ambos recogiendo frutos secos en el campo), la sencillez de una vida plácida y tranquila… Pero, como hemos dicho, es solo un paréntesis, porque la naturaleza brutal y despiadada de Yvon, su Mr. Hyde particular, se impone más feroz y terrible que nunca antes.

La interpretación de Christian Patey es magnífica. En su personaje la historia vuelca toda la carga metafórica del film, su condición de víctima y de psicópata es clave para encarnar en él todo el simbolismo de los elementos de la naturaleza humana que Bresson quiere señalar. No sabemos nada de Yvon al principio de la película, de su forma de ser, de su comportamiento con su esposa y con su hija. Solo lo vemos en un breve momento cumpliendo con su trabajo de suministro y, de inmediato, convertido ya en reo de la justicia más injusta concebible (y más incompetente, en lo que constituye la debilidad principal del guión: la condena, por más que ese asunto no interese narrativamente a Bresson, hubiera sido fácilmente eludible en lo jurídico dados los datos que existen para el espectador); asistimos a su caída moral, emocional e intelectual, a su bajada a los infiernos, pero la habilidad de Bresson al ocultarnos su vida anterior nos obliga a hacernos una pregunta: ¿Yvon se ha convertido en psicópata a causa de su desgracia, o ya manifestaba anteriormente rasgos y comportamientos de esta índole? ¿Fracasa su matrimonio a causa de su condena o venía ya roto con antelación? Bresson esconde el pasado de Yvon, nos presenta su actualidad horrible y fatal, pero la relación causa-efecto aparente se deja a la libre aceptación del público.

Por último, un detalle más en la conformación escénica de la película por parte de Bresson; quizá sea el filme en el que mayor cantidad de puertas se abren y cierran. Los personajes, todos ellos, atraviesan constantemente puertas, pasan de una estancia a otra a través de puertas cerradas. Bresson se recrea en esos momentos, la apertura, el ruido del pestillo, de los goznes, del golpe de la puerta en los topes, el cierre… Bresson sugiere así la imagen de la vida como una constante sucesión de etapas, el paso continuo de uno a otro de los compartimentos estancos -afectivos, formativos, profesionales o vitales- en los que esta sociedad ha convertido la experiencia vital en contraste con los días vividos en el campo, al aire libre, sin muros ni puertas, del hombre junto a la anciana, mientras que, en los breves y lúcidos momentos en los que los personajes quedan enmarcados en los umbrales de cada puerta, Bresson parece sugerir la fotografía de un tipo humano, de un perfil, de un comportamiento, congelar por un breve momento la instantánea de la decadencia de la especie. Quizá, no obstante, haya un lugar para la esperanza, para reconducir la situación: la aceptación final por Yvon de su nueva condición y su disposición a afrontar las consecuencias -cosa que no han hecho ni el adolescente del comienzo, ni su madre, ni los dueños de la tienda de fotografía, ni Lucien, ni la pobre anciana, ni su esposa, ni los jueces que le condenaron injustamente ni los policías que lo detuvieron la primera vez- quizá sea otra puerta abierta, esta vez a la confianza en un futuro en que la sociedad como suma de seres humanos adquiera finalmente la madurez y la responsabilidad necesarias para construir un futuro habitable, digno, decente, humano.

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05 PM | 22 Oct

LAS NIEVES DEL KILIMANJARO

Robert Guédiguian se podría definir artísticamente hablando como un director bipolar. Tan pronto rueda explosiones de optimismo (Marius y Jeanette, su film más conocido) como descarnados relatos repletos de pesimismo (La ciudad está tranquila). Entra en la primera categoría esta cinta cuyo título curiosamente no proviene del relato corto de Ernest Hemingway, que dio lugar a la popular cinta de Henry King con Gregory Peck. Las nieves del Kilimanjaro, de Guediguián en realidad alude a una canción de Pascal Danel, muy popular en Francia, y que cantan los personajes en un momento determinado.

Guédiguian acierta al retratar las consecuencias de la crisis económica, que obliga al sindicato de trabajadores de astilleros a sortear públicamente el nombre de los veinte empleados que la empresa tiene que despedir para evitar el cierre. Uno de los escogidos, Michel, representante de los trabajadores, trata de hacer frente a su cese laboral, al tiempo que celebra su aniversario con Marie-Claire, en compañía de hijos, nietos y amigos que les hacen un regalo muy especial: un viaje al Kilimanjaro.

Como es habitual, Guédiguian filma en su Marsella natal, y le da los dos personajes principales, Michel y Marie-Claire, a sus dos actores habituales, Jean-Pierre Darroussin y Ariane Ascaride, esposa del realizador. Sin embargo, la película –que según los títulos de crédito se inspira en el poema de Victor Hugo ‘Les pauvres gens’, reivindicación de la solidaridad– no suena a ya vista, sino que tiene cierta frescura, y mezcla muy bien comedia y drama. Aunque Las nieves del Kilimanjaro, de Guediguián tiene tono de fábula, resulta lo suficientemente realista, y confronta diferentes actitudes ante los problemas, la del personaje central y la de su antagonista. Además, todas las piezas confluyen en un desenlace emotivo, que apuesta por la reconciliación, la comprensión del prójimo y la confianza en el futuro.

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01 PM | 14 Oct

Aki Kaurismäki

Innovador de profundas raíces clásicas, Aki Kaurismaki ha puesto en el mapa al cine finlandés con películas como Un hombre sin pasado o El Havre, en las que ha desarrollado un universo original del que él mismo parece formar parte, tal como estudia la profesora de la Universidad Carlos III de Madrid, Pilar Carrera, en un libro monográfico que edita Cátedra.

Recurriendo a lo que decía Walter Benjamin de que “no hay que creerse todo lo que dicen los autores sobre su obra”, Carrera se enfrenta a un director de cine cuya realidad como hombre es sumamente escurridiza y cuyas declaraciones hay que poner siempre en cuarentena.

“Lo que hace, dice, sus apariciones públicas… Está todo orquestado. Sus historias continúan en las ruedas de prensa que ofrece en los festivales. Se ha creado un personaje y actúa en consecuencia. Es muy dado a la boutade (broma), podría formar parte de sus propias películas”, asegura la autora de este monográfico.

Haciendo un repaso a títulos tan conocidos como Un hombre sin pasado, Nubes pasajeras y La chica de la fábrica de cerillas; o pequeñas joyas ocultas como Total Balalaika Show o Leningrad Cowboys Meet Moses, Carrera alumbra un escrupuloso método de trabajo que no tiene nada que ver con la dispersión, pues según la profesora, el cineasta finlandés “tiene una precisión narrativa impresionante y es un escenógrafo excepcional”.

Kaurismaki es el único cineasta capaz de explotar “todo el potencial melancólico de esos objetos industriales decrépitos”, declara la autora, y añade que para él “son ruinas cotidianas”. En cuanto a sus personajes, “aunque no los ves inmutarse, enseguida sabes qué sienten. Es una emoción mucho más fría, más pura. No despliegan los sentimientos, no te ríes a carcajadas. Es una risa para dentro”, añade.

En un cine lleno de sabiduría referencial, desde Buster Keaton a Robert Bresson pasando por Douglas Sirk, Kuarismaki utiliza las citas “para economizar narrativamente” y consigue sobreponerse al dejá vu para crear ese universo propio por el que han paseado Kati Outinen, Jean-Pierre Léaud o la perra Laika, proveniente de una familia de hasta seis generaciones de actores caninos. Lo que ha hecho Kaurismaki, según resume Carrera, ha sido aunar dos formas narrativas que existen desde hace mucho: “la palimpséstica posmoderna y la narración más lineal, más clásica, a la hora de contar”.

En esa precisión, poco parece combinar su afición al vino y al tabaco, su vida rodeado de perros en una caravana en las inmediaciones de Oporto. O, en cualquier caso, poco importa. “Él no se entrega nunca del todo, por lo que no he buscado el desenmascaramiento. He intentado bucear en sus películas y ver qué rasgos narrativos caracterizan su cine”, manifiesta Carrera. Pese a ese universo propio, Kaurismaki también ha hecho peculiares paradas en el planeta de Dostoieski en su película Crimen y castigo o en la galaxia shakespeariana en Hamlet vuelve a los negocios; además de haber rodado no solo en Finlandia, país con el que tiene una relación de amor-odio, sino también en Francia.

Según Carrera, el corpus creativo del cineasta es voluntariamente diverso, pero su autenticidad es indiscutible. Kaurismaki consigue crear de esta manera un estilo claramente reconocible, una mezcla que le caracteriza: “Está empeñado en unificar sus temas bipolares: el obrero, no es un obrero gregario como el que se ve en el cine de Ken Loach, es mezcla de obrero y cowboy. Un bohemio y un outsider de la sociedad capitalista”, ejemplifica Carrera. Aki Kaurismaki crea, a partir de estas ideas, un cine realmente complejo, complicado y al mismo tiempo de aparente simplicidad total. “Su cine lo protagonizan astros sin atmósfera. No tienen pasado, el futuro es incierto. No tienen sombra”, concluye la escritora.

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01 PM | 14 Oct

EL BARDO KERIB (FELAS)

Decía Godard que: “En el templo del cine hay imágenes, luz y realidad. Paradjanov es el principal guardián de éste templo”.La película sobre el bardo Kerib es un deleite para los sentidos, un encuentro con el pasado y la memoria. Busca los ritos con un desfile de objetos sacros y profanos, ambientados en la cultura zaherí, con un acompañamiento prodigioso del saz o kopuz instrumento musical cordófono.
Kerib, pobre pero de buen corazón, está enamorado de Magul-Megeri, la hermosa hija de un hombre rico local. El sentimiento es mutuo (El TE QUIERO,ME QUIERE, debajo de un paraguas con unas palomas blancas detrás nos pone en la pista sobre el conjunto de alegorías que veremos después), pero el padre de Magul-Megeri preferiría que se casara con Kurshudbek, un hombre grosero pero rico. Ashik Kerib hace un trato: él va a viajar por el mundo durante siete años y ganar suficiente riqueza como para ser digno de la mano de Magul-Megeri. Todo termina con un final feliz como no podía ser de otra manera en un cuento de hadas .Cuento adaptado por Lermotov antes de publicar “Un héroe de nuestro tiempo”.
La película está concebida casi toda ella con una disposición frontal, borrando la profundidad, buscando el efecto de la pintura iconológica de las miniaturas islámicas, y mostrando los personajes como si fueran máscaras de un teatro de marionetas, muchas de las cuales se pueden ver en el museo dedicado a Parajanov en Yerevan, República de Armenia, donde también tienen todas sus películas, y se le conoce como “La sombra de los antepasados olvidados”.
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10 AM | 06 Oct

EXORCISMO (por Quin Casals)

Esta reseña es la crónica de un fracaso anunciado. Porqué, ¿cómo decir justamente aquello que no puede decirse? He visto miles de películas, pero solo un puñado las he sentido, las he experimentado, las he vivido como “Melancolía”.

Sobre lo visto, podría apelar a las casi sobrenaturales imágenes que impregnan el film, a las soberbias interpretaciones de Gainsbourg y Dunst, a la desconcertante sencillez de planteamiento y desarrollo que alberga un sinfín de complejidades. Podría incluso afirmar que cada vez está más claro que Strauss compuso el Zarathustra para que Kubrick lo usara en “2001”, Mahler el Adagietto para “Muerte en Venecia”, y Wagner el preludio de Tristán e Isolda primero para inspirar a Bernard Herrmann los motivos de “Vértigo” y, más tarde, para que Trier lo utilizara en “Melancolía”.

Pero, ¿y la emoción? ¿Cómo transmitirla? Palabras como escalofrío, palpitación o lágrima pueden dar pistas, pero son sólo reflejos incompletos de los efectos, incapaces de explicar las causas. Mi impotencia es que con ellas no puedo reproducir la congoja que me produjo la danza de la muerte entre el planeta Melancolía y la Tierra, ni cómo comprendí perfectamente los sentimientos más recónditos de Justine y de su hermana Claire (los antagonismos en la ficción no son sino diferentes caras de una misma poliédrica moneda humana con la que todos nos podemos identificar).

Mi acompañante en la sesión y yo compartimos a su término que nos sentíamos anímicamente mucho más reconfortados que cuando habíamos entrado. En esta paradoja, dado lo que se narra en la historia, radica su milagro. Y todo gracias a un niño. No puede concebirse “Ordet” sin el personaje de la niña, y no puede concebirse “Melancolía” sin el del niño, gracias al cual las dos hermanas pueden despojarse de su egocéntrico ensimismamiento autocomplaciente y regalarle a la inocencia una ofrenda de inocencia.

De igual manera, “Melancolía” regala, a quién quiera aceptarla, la ofrenda de un abrazo. Yo me dejé abrazar. Pero, de nuevo, ¿cómo se escribe un abrazo? Y, más aún, ¿para qué?

Quizás parte de la respuesta pueda encontrarse en estos breves extractos del poema “ESCRIBIR” de Chantal Maillard:

escribir

para curar
en la carne abierta
en el dolor de todos
en esa muerte que mana
en mí y es la de todos

escribir

para ahuyentar la angustia que describe
sus círculos de cóndor
sobre la presa

(…)

escribir
para decir el grito
para arrancarlo
para convertirlo
para transformarlo
para desmenuzarlo
para eliminarlo
escribir el dolor
para proyectarlo
para actuar sobre él con la palabra

(…)

escribir

porqué crujen las rodillas
y hay como un sueño
esperando ser soñado
justo detrás del dolor

(…)

escribir
porqué alguien olvidó gritar
y hay un espacio blanco
ahora, que lo habita

(…)

escribo

para que el agua envenenada
pueda beberse.

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