01 PM | 15 Oct

PÁNICO EN LAS CALLES

Pánico en las calles

Ha dicho el filósofo francés Yves Michaud: «La desproporción entre el impacto mediático y la gravedad del hecho es descomunal. En las sociedades hiperprotegidas e hipertecnificadas, la seguridad se convierte a la vez en una obsesión y una ficción». Pero no lo ha dicho ahora, sino hace más de doce años, en relación con aquello que vino a llamarse síndrome de las vacas locas. Es evidente, sin embargo, que sus palabras podrían aplicarse perfectamente a la sociedad española de ahora mismo, sacudida por el contagio del virus del ébola en un hospital de Alcorcón.

Es una vieja certeza que la fabulación del peligro se anticipa a éste, hasta el punto de pasar a formar parte del mismo. Si algo distingue al miedo, es su capacidad para amplificar la amenaza que parece cernerse sobre nosotros, de forma que nuestra percepción del peligro pierde toda relación con su contenido objetivo. De hecho, a veces no existe otro peligro que el imaginado por la víctima, que es, por tanto, víctima de sí misma. En mitad de la noche, oímos un ruido en el salón y nos atenaza momentáneamente el terror ante lo que solamente es el crujido del sofá. ¡Hemos visto tantos telefilmes! Sucede, así, que la representación cultural de una amenaza se encuentra tan consolidada en el imaginario social que su posterior irrupción está marcada por esa aprensión colectiva: la fabulación es social más que individual. Es el caso del ébola, que las sociedades occidentales habían convertido en mitología cultural antes de que hiciese acto de aparición orgánica. El virus ya era una narrativa.

Pero no solamente una narrativa: también es un virus. Y un virus sin vacuna. Generalmente, el miedo impera sobre todo allí donde la amenaza no se ha revelado plenamente; porque, cuando lo hace, pierde su aterradora cualidad abstracta y podemos actuar ante un peligro tangible. Pero si algo distingue al ébola, es la imposibilidad de actuar: en la mayoría de los casos, el contagio es una sentencia de muerte.

Ahora bien, la probabilidad de que el virus se propague en una ciudad como Madrid es ínfima, lo que viene a confirmar que –por un camino u otro– suele haber una escasa correspondencia entre la percepción social de las amenazas y su verdadera peligrosidad. Naturalmente, de aquí puede concluirse que la verdadera infección es el miedo; pero ese miedo tiene unas raíces que merece la pena explorar.

Sobre todo, porque puede tener consecuencias fatales. Es sabido que, después del atentado terrorista contra las Torres Gemelas, muchos ciudadanos norteamericanos dejaron de utilizar el avión y pasaron a viajar en coche, sobre todo durante el año posterior al ataque. El resultado no fue otro que un considerable aumento de las víctimas de accidentes viales, hasta alcanzar un número total seis veces mayor que el de pasajeros fallecidos el 11-S1. Hay cautelas que matan.

¿Es el riesgo un dato objetivo, o el resultado de un proceso de construcción social que condiciona las percepciones individuales? ¿Reaccionamos al ébola de manera racional o lo hacemos influidos por un conjunto de factores sociales y culturales? ¿Existen o no existen riesgos y peligros reales?

Ya hemos anticipado la respuesta que aquí preferimos: no existen percepciones privadas del riesgo, porque el juicio individual está influido por las representaciones culturales y las mitologías sociales. Dicho lo cual, hay sujetos más capacitados –o mejor entrenados– para someter esas influencias a un proceso reflexivo. No todos, en fin, se dejan llevar por el pánico; ni todos pueden permitirse no hacerlo. ¿Acaso no ocupan posiciones muy distintas los miembros del personal sanitario del hospital Carlos III y los vecinos de Ponferrada? Tal como subraya la antropóloga Mary Douglas, los juicios sobre el riesgo son relativos, porque distintas culturas y distintos grupos sociales dentro de cada cultura exhiben diferencias a la hora de juzgar qué es un riesgo y cuán aceptable resulta2. Aunque también esto admite réplica: aun cuando el aborigen no se inmutará en presencia de la culebra que hace gritar al urbanita, ambos se sentirán razonablemente aterrorizados en presencia de un gorila enfurecido.

Más que percepciones irracionales, pues, tendríamos respuestas condicionadas por el contexto sociocultural en que se evalúa un determinado riesgo; en consecuencia, no hay tanto riesgos objetivos como construcciones sociales del mismo. Eso no significa que la amenaza no exista o que no haya peligros reales. ¡Faltaría más! Pero si no entendemos la sociedad que, a través de procesos culturales de distinto orden, categoriza ese riesgo de una forma determinada, poco podremos avanzar en la comprensión de estos fenómenos. Y para cerciorarnos de que es el caso, basta con formular la hipótesis contraria: la de una sociedad o grupo que sufriera un daño no por exagerar un peligro, sino por minusvalorarlo. Algo así parece haber sucedido en los primeros años del SIDA, antes de que la verdad científica estuviese del todo establecida, cuando una parte de la comunidad homosexual –entre ellos el filósofo Michel Foucault– cuestionó la verosimilitud del virus por considerarlo un instrumento de control social. También la despreocupación mata.

Tal como demuestra el caso español, los medios de comunicación desempeñan un papel determinante en ese proceso de construcción social. Ya se ha dicho que el ébola estaba entre nosotros antes de llegar: su dramatización habitual –que combina las imágenes futuristas de los trajes aislantes con su oscuro origen africano– sirve para explicar la reacción mayoritaria de los ciudadanos una vez que la amenaza de la enfermedad toma cuerpo entre nosotros. A eso hay que sumar una escenificación política desafortunada, que refuerza los efectos desestabilizadores de una gestión cuestionable; no tanto por la ausencia de normas formales, como por su incumplimiento. En este sentido, el agudo contraste entre el estereotipo hollywoodense del laboratorio de máxima seguridad y la pobreza –cuando menos estética– de nuestros medios sanitarios sólo puede servir para llenar de desazón al ciudadano. Súmese a eso la preferencia de los medios por las narraciones apocalípticas y el resultado no puede ser otro que eso que gustamos de llamar «alarma social». Riesgo, incapacidad aparente para controlarlo, amplificación mediática del mismo: un patógeno sin vacuna.

Y si los medios tradicionales son amplificadores sociales del riesgo, todo indica que las tecnologías digitales de la información sirven para reforzar esos efectos. Su inmediatez facilita una rápida propagación digital de los rumores y, con ello, del alarmismo, por cuanto la sensación de cercanía a la fuente del peligro es mucho mayor. Simultáneamente, la comunicación digital somete a una presión adicional a los gestores y protagonistas de la crisis, revelando más rápidamente sus errores, cuya consiguiente magnificación –al perderse todo sentido de la perspectiva en la vorágine de las crisis– produce mayor inquietud social. Se trata de un bucle perverso e inevitable: la transparencia es aquí a la vez una virtud democrática y un problema técnico. Salvo que la entendamos como un medio para la integración de distintos puntos de vista, que contribuyen a afinar los instrumentos –técnicos y políticos– con que se afronta la crisis.

Sin embargo, como demuestra la reacción pública al contagio acontecido en nuestro país, esos puntos de vista son trágicamente incompatibles: no hay manera de hacerlos converger. En su libro sobre el riesgo, el gran sociólogo alemán Niklas Luhmann distingue entre peligro riesgo, según la amenaza pueda o no atribuirse a una decisión. La diferente posición de los distintos agentes sociales explicaría el disenso político que emerge allí donde la ocurrencia del riesgo se atribuye a una decisiónhumana, dentro de esa gran cadena de causalidades y correlaciones que es la vida. Si el decisor se encuentra sometido a una presión y urgencia que el afectado por su decisión apenas se para a considerar, éste, a su vez,

se ve a sí mismo amenazado por decisiones que no toma ni controla. No puede atribuir la causa a sí mismo. Tiene que vérselas con peligros, incluso cuando comprende que, desde el punto de vista del que decide (¡quizás él mismo!), se trata de un riesgo. Nos enfrentamos a una paradoja social clásica: los riesgos son peligros, los peligros son riesgos, porque su contenido es idéntico, contemplado desde dos puntos de vista diferentes. […] El riesgo de uno es el peligro de otro. ¿Cómo puede resolver esto el orden social?3

Seguramente no se puede, porque esas dos perspectivas nunca podrán reconciliarse: somos la posición que ocupamos, por muchos esfuerzos que hagamos –si los hacemos– para comprender la posición que ocupan los demás. De cada cual, lo suyo.

No obstante, me interesa dar un paso atrás, ganando perspectiva, para relacionar la crisis del ébola con la ambigua relación que mantiene nuestra época –la modernidad en su conjunto– con la idea de riesgo y su olvidado antónimo: el control. En fin de cuentas, aunque los riesgos siempre han sido parte de la condición humana, nuestra capacidad para imponerlos a los demás, así como para mitigarlos, ha crecido junto con el desarrollo científico y tecnológico. Muchos de los riesgos contemporáneos son efectos colaterales del desarrollo, antes que peligros naturales. De ahí arranca la teoría del riesgo que ha dominado el panorama de las ciencias sociales desde su inicial formulación en 1986: la Risikogesellschaft de Ulrich Beck, saludada mundialmente tras su traducción al inglés seis años más tarde4. La tesis es bien sencilla. Para Beck, vivimos en una «sociedad del riesgo», esto es, una sociedad marcada por la necesidad de gestionar nuevas amenazas globales, producto del propio desarrollo de la modernidad: desde el cambio climático hasta la proliferación nuclear.

Nótese que el ébola es un riesgo que no encaja del todo con la descripción del autor alemán, porque, más que un efecto de la modernidad, es un resto de la premodernidad: una amenaza atávica que se relaciona con nuestra más estricta animalidad. Sin embargo, la difusión del virus no se entiende sin la globalización que multiplica las migraciones y los movimientos de personas, poniendo así en conexión a sociedades antes mayormente aisladas entre sí (o conectadas por un número mucho menor de flujos). Es lo viejo combinado con lo nuevo, un producto poscolonial cuyo origen –la zoonosis o contagio entre especies– remite a un pasado remoto donde la debilidad del homo sapiens ante su ambiente natural era mucho mayor. En este sentido, por cierto, el impacto social de un virus viene dar la razón a quienes, desde disciplinas como la geografía o la historia medioambiental, están reformulando la noción de agencia (agency) para incluir a actores carentes de subjetividad, un asunto sobre el que ya hablamos en este blog y que fue anticipado por el propio Darwin cuando enfatizó el papel que los gusanos habrían tenido en la historia evolutiva del ser humano.

Previsiblemente, la idea de que la sociedad contemporánea está amenazada por riesgos creados por ella misma –a través del desarrollo tecnológico y el crecimiento económico– obtuvo un notable éxito. A la vista está que constituye también la premisa implícita con la que enjuicia el mundo una considerable parte de la ciudadanía. Sin embargo, un rápido vistazo a la vida de esos mismos ciudadanos en las sociedades desarrolladas, corroborado después por las estadísticas, parece contradecir de plano esa hipótesis. Dan Gardner lo expresa con claridad: «Somos la gente más saludable, rica y longeva de la historia. Pero cada vez estamos más asustados. He aquí una de las mayores paradojas de nuestro tiempo»5. Su propia explicación tira de psicología evolucionista, sugiriendo un desajuste entre nuestras prioridades cognitivas y la realidad social: tenemos la intuición del cazador prehistórico en un contexto tecnologizado al que no terminamos de adaptarnos.

Puede ser. Pero también es posible que las teorías culturales del riesgo acierten a explicar mejor nuestra percepción de las amenazas existentes –o inexistentes– indagando en las representaciones culturales que las determinan. Sin que podamos descartar que ambas explicaciones sean complementarias.

Sí puede darse por sentado que hablamos de riesgo a partir de la modernidad; antes, las categorías dominantes son las de peligro e infortunio. Es precisamente porque aumenta espectacularmente nuestra capacidad de control por lo que emerge la idea de riesgo: como contingencia que escapa a ese control. Hablamos de las probabilidades como riesgos cuando la capacidad administrativa y tecnológica de reducir la complejidad y arbitrariedad del mundo nos permite calcular el grado de incertidumbre con que podemos afrontar el futuro6. ¡Cisnes negros incluidos! Desde este punto de vista, la sociedad del riesgo podría reformularse como sociedad del control, dado que el incremento de la complejidad social no ha venido acompañado por un incremento proporcional de las amenazas materializadas en la práctica.

Se observa entonces más bien un crecimiento aparentemente injustificado de los riesgos imaginarios. Son aquellos que concibe una sociedad hipertrofiando narrativamente el contenido objetivo de los riesgos existentes. Digo aparentementeinjustificado, porque acaso esa alerta permanente cumpla algún tipo de función niveladora, como si el miedo desproporcionado al riesgo formara parte de las herramientas adaptativas de la especie, ahora que se reconstituye como animal global y cyborg tecnohumano.

Pensemos en Contagio, la película que dirigiera en 2011 Steven Soderbergh. No habla del ébola, sino de la gripe aviar, pero lo hace más en términos de control que de riesgo: tras una pandemia global que parece conducir la narración hacia una catástrofe sin paliativos, el funcionamiento eficaz de los sistemas expertos logra dar con una vacuna que frena el avance de la enfermedad. Incluso hay en ella un exitoso bloguero que denuncia la falsedad de las proposiciones gubernamentales y publicita un falso remedio homeopático. Se trata, en fin, de la más ajustada ilustración narrativa de la contratesis aquí sostenida: que resulta falaz adjetivar nuestra sociedad contemporánea como sociedad del riesgo, dado el relativo éxito con que maneja una complejidad extraordinaria. Nada de eso significa que los riesgos se hayan erradicado; tampoco que vivamos algo parecido al fin de las contingencias. Pero sí que la autocomprensión social debería honrar en mayor medida su propio éxito (del homo sapiens pauper alhomo sapiens luxus, que dice Peter Sloterdijk), sin dejar de ser por ello conscientes de nuestra fragilidad constitutiva: un virus puede matarnos. O, más bien, un virus en el que no hemos invertido lo suficiente.

Nada de eso alcanzará para mitigar el miedo desencadenado por crisis ocasionales –no digamos ya terminales– que vengan a sacudir nuestra cotidiana sensación de seguridad. Como dice Yves Michaud, estamos tan acostumbrados a ejercer el control que toda reintroducción del riesgo nos parece escandaloso. Y así, por ejemplo, olvidamos que nuestra confianza en los protocolos de seguridad es una fe: fe en el ser humano y sus habilidades. ¡Que no son pocas! Aunque a veces el pánico logre dominarnos.

14/10/2014

1. Gerd Gigerenzer, «Out of the Frying Pan into the Fire: Behavioral Reactions to Terrorist Attacks», en Risk Analysis, vol. 26, núm. 2 (2006), pp. 347-351. 
2. Mary Douglas, Risk and Blame: Essays in Cultural Theory, Londres, Routledge, 1992. 
3. Niklas Luhmann, Risk. A Sociological Theory, Nueva York, Aldine de Gruyter, 1993, pp. 107-109. 
4. Ulrich Beck, Risk Society. Towards a New Modernity, Londres, Sage, 1992. 
5. Dan Gardner, Risk. The Science and Politics of Fear, Londres, Virgin, 2009, p. 11. 
6. Iain Wilkinson, Anxiety in a Risk Society, Londres, Routledge, 2001. 

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