03 PM | 28 Abr

SAMARITAN GIRL

Sexo, crucifijos y ADSL

La tercera película que se estrena de Kim ki-Duk en los últimos nueve meses nos servirá, primeramente, para constatar —one more time!— las inquebrantables leyes del mercado que rigen también los destinos del planeta cine, contubernios terrenales a remolque siempre del poderoso caballero. Porque aunque no lo crean, hubo un tiempo en el que ki-Duk perteneció a la categoría de “raritos” condenados a la sala más insalubre de los multisalas de la versión original, con una de esas películas que aseguran recaudaciones dignas a medianoche (La isla), reimpulsada una y otra vez por el boca a boca y el “¡qué fuette, nen!”.

Pero hete aquí que llega Primavera, verano, otoño, invierno� y primavera. Y� ¡convence! Este hecho (bastante previsible, por otro lado) pilló a contrapie a algunos adalides de la crítica, produciéndose el conocido “efecto rebote” o “pleamar tardía” entre una parte importante de ellos: “argggh, claro que gusta� ¿no veis que es demasiado bonita? ¡Qué horror! ¡Es una película oriental digerible y meliflua!”. Que si Kim ki-Duk vende un Oriente de tarjeta postal, que si mercadea con una espiritualidad vacua para clases medias que se han pulido todos los libros de autoayuda del Corte Inglés� en fin, ese extraño rechazo que experimentan algunos cuando algo que creían “suyo” se convierte en un fenómeno compartido por otros muchos mortales.

Fuera por lo que fuese —y explicaciones psicotrópicas al margen—, el éxito de su monje pecaminoso le abrió las puertas de la distribución, pasando a ser vanguardia de “ese cine extraordinario que nos llega de Corea” —moda pasajera, no lo duden— y engrosando los catálogos de “cine de autor” de la FNAC. Y es que todo, absolutamente todo se convierte en excelso cuando se demuestra� vendible.

Para mayor seguridad, nuevos visados se estamparon en el pasaporte de entrada: sus últimas dos películas fueron multipremiadas en Venecia, Berlín o Valladolid. Sabemos que esta circunstancia —que anuncian cuando les conviene en negrita, Times New Roman y a tamaño 20 en periódicos y semanarios— nunca ha sido condición necesaria ni suficiente para hacerse con un hueco en nuestra cartelera (múltiples son los ejemplos en los últimos años de filmes reconocidos en festivales de clase A que vagan por el éter sin materializarse en la parrilla de “novedades” para el fin de semana). Pero es que hay tanto fariseo suelto�

Hierro 3 resultó ser también —y digo también, como su Primavera, verano �— extraordinaria. Faltaba rescatar su incomprensiblemente olvidada Samaria, anterior en el tiempo al palo menos jugado del golf (y es que cuando la veta está abierta, hay que escarbar bien hondo hasta agotar el filón, no vaya a ser que la gente olvide el nombre del asiático convertido en “imprescindible”).

Ki-Duk lo tiene todo para ser el director “del momento”. Decisión, algo de arrogancia y, sobretodo, capacidad. Así como un pasado en la Universidad de la vida de los que hacen que alguien te caiga simpático sin conocerlo: ex�currante en fábricas diseminadas por el cinturón industrial, ex�marino, ex�militar, pintor camela guiris en el París más tópico… incluso estuvo a punto de acabar como monje budista. Quizás sea de todos estos intentos, de sus exploraciones inconclusas y viajes meditabundos, de donde nazca la incertidumbre moral de su cine.

 

Samaritan girl es una retorcida historia sobre niñas y hombres cargados de culpas, sedientos del perdón y capaces de cualquier cosa con tal de redimirse a los ojos de sus seres queridos (y lo que es más importante: recuperar, aunque sea de manera póstuma, la autoestima). Característica esta común a la mayoría de personajes que pueblan el cine de este afortunado habitante del paralelo 38 (por debajo); no en vano sus criaturas han acabado teniendo algo de fantasmales, a medio camino entre el reino de los vivos y un Hades rebosante de azufre. Gobernados por pasiones malsanas (les invito a que se hagan “mediante cualquier medio a su alcance” con Address Unknow (2001) o Bad Guy (2001) para que corroboren hasta qué punto acostumbran a estar mal del tarro sus “héroes”) y dispuestos a hacer un uso indiscriminado de la violencia contra otros (y contra sí mismos).

Tenemos aquí a un padre sobreprotector que comienza por mandar a la niña de sus ojos a un colegio católico, donde sea aleccionada en la búsqueda del buen camino. La tal Yeo-jin (¡ay, chiquilla traviesa!) se ha montado con su inseparable amiga Jae-young un negociete para terminar de “redondear” la paga paterna: contacta vía internet con posibles clientes dispuestos a acostarse con su adolescente compaña. Y es que esta juventud� ¡viene muy crecida!

La indolente frescura con la que una practica su hobby (la prostitución, llamemos a las cosas por su nombre) y la otra anota, con letra esmerada, el calendario de sus citas prohibidas, le da un aire inocente a una práctica sórdida, convertida en poco menos que un juego por unas niñas con escaso discernimiento.

El drama no tardará en desencadenarse: pillada in fraganti por la policía —a pesar de la compinche vigilante que patrulla por las inmediaciones del motel escogido para los encuentros—, Jae-young optará por el suicidio, arrojándose al vacío desde una ventana.

Concluye aquí la primera parte del filme, plagado de indudables concomitancias con el cine de Atom Egoyam, otro gran aficionado “al despiste”: estructura disgregada y arranque con “salida neutralizada”, que multiplica la desorientación del espectador y noquea directamente a los sectarios del planteamiento-nudo-desenlace. ¿En contra? Cierta morbosidad manida (niñas adolescentes, religión y despertar sexual a lo bruto� la industria del porno ya nos ha nutrido durante décadas de tramas similares, aunque menos esmeradas —cierto es— en cuanto a su “construcción dramática”).

Más interesante resulta el tramo final, con expiación fatídica a lo Takeshi Kitano de personajes que, si bien no son ex-yakuzas, comparten una visión oscura —muy oscura— de lo que a su entender es un porvenir nada dulce. La extraña decisión adoptada por la chica superviviente (que a todos los efectos, era la que ejercía de proxeneta), mezcla la temática del sacrificio–compensatorio (especialidad de Lars von Trier) con la del martirio asumido, tema muy querido por el catolicismo (y brillantemente interpretado por Paul Schrader en sus películas para / con Scorsese).

A esa incomprensible necesidad de la hija por purgar pecados surrealistas se suma el sempiterno sentimiento de culpa que acompañará a partir de ahora al padre (con una escala de valores en venta, tocada por debajo de su línea de flotación tras descubrir los “pasatiempos” luciferinos que practicaba su hija).

Un final recogido y pausado caracteriza la nueva etapa de Kim ki-duk, que ha cambiado geografías lacerantes en las que sus personajes enjuagan heridas profundas por casas calladas, lagos cársticos o naturalezas silenciosas donde sus fugitivos de la colectividad pueden llegar a comprender, por fin, que no hay razones para continuar con la huída.

Con todas sus contradicciones, Samaritan girl es un nuevo intento por parte de su director de hacer un cine espiritual sin circunscribirse a ningún dogma religioso, buscando una nueva forma (no forzosamente moral) de juzgar bajezas humanas. No por casualidad los samaritanos —habitantes de la provincia de Samaria en el exilio— se agruparon con el objetivo de formar una comunidad judía distinta… que al volver a su tierra años después descubrió, sorprendida, como para los habitantes de Jerusalén ya no eran ni chicha ni limoná, indignos de su condición judaica.

Con estos precedentes, cualquiera se pone a buscar hoy en día buenos samaritanos…

 

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